domingo, 24 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 23

 


—¿Puedes enseñarme mi lista de citas, por favor?


—Por supuesto —con enérgica eficiencia, Monica dejó ante Paula una gran agenda marrón.


Paula la abrió. Su primera cita tendría lugar una hora más tarde, pero cuando empezara sería una sesión continua. Debía aprovechar el rato que le quedaba para devolver algunas llamadas y revisar los proyectos que tenía entre manos.


—Gracias, Monica.


—¿Quieres algo más de mí? De lo contrario, seguiré trabajando con el informe Barstow.


—Muy bien —en cuanto Monica salió del despacho, Paula dio un sorbo al café descafeinado que le acababa de preparar su secretaria. Había mañanas en que habría matado por una buena taza de café normal, pero el médico se lo había prohibido debido a los dolores de cabeza.


—Buenos días.


Paula estuvo a punto de atragantarse.


—¡Pedro!


Pedro pasó por alto las sillas y se instaló en el borde del escritorio.


—Hace una mañana magnífica, ¿verdad?


Monica reapareció de inmediato en el umbral de la puerta.


—¿Señor Alfonso? ¿Estaba usted citado? —era su educada manera de hacer ver a un intruso que no estaba citado.


Paula fue mucho menos educada.


—¿Qué diablos haces aquí?


Pedro dedicó una encantadora sonrisa a la secretaria.


—¿Habla así de mal muy a menudo? No importa. Y antes de que me la ofrezcas, me gustaría una taza de café, gracias. Y asegúrate de que esté bien fuerte.


Monica miró a Paula. Esta suspiró y asintió. La secretaria desapareció, pero dejó la puerta abierta.


La repentina aparición de Pedro había hecho que Paula perdiera de inmediato la compostura, pero logró recuperarla con la misma rapidez. Apoyó la espalda contra el respaldo de su sillón y se cruzó de brazos.


—¿Quieres que te repita la pregunta?


—Gracias, pero no. Ya te he oído.


—¿Y la respuesta es?


—Que esta mañana teníamos una cita, ¿recuerdas? Te dije que nos veríamos a las nueve —Pedro miró su reloj—. Son las nueve y cuarto. Siento haber llegado un poco tarde, pero es que antes he pasado por tu casa. Estaba convencido de haberte dicho que te recogería allí. Pero seguro que estaba equivocado. Debí decir aquí —de pronto, las vetas doradas de sus ojos se volvieron más pronunciadas, más hipnóticas—. Supongo que estaba un poco preocupado por la tarde que acabábamos de pasar.


Paula permaneció muy quieta e hizo todo lo posible por no ruborizarse.


—No deberías estar aquí, Pedro. Recuerdo haberte dicho que te llamaría esta mañana.


Pedro indicó con la cabeza el sol que entraba a raudales por la ventana.


—No sé tú, pero eso es lo que llamo «mañana».


Monica volvió en ese momento con el café. Pedro lo aceptó con una sonrisa.


—Gracias. Escucha, Monica, corrígeme si estoy equivocado, pero esto es la mañana, ¿no?


—Sí —Monica miró a Paula, desconcertada. Al ver que su jefa no decía nada, preguntó—: ¿Algo más?


Paula negó con la cabeza, resignada.


—No, eso es todo de momento.


Monica salió y cerró la puerta.


—Iba a llamarte, Pedro, pero he tenido una mañana muy ocupada —una mentira inocente de vez en cuando no hacía mal a nadie, y en ese caso ayudaría.


Pedro sacó del bolsillo de su americana su teléfono móvil.


—¿Quieres llamarme ahora?


—Hasta hace poco no me había dado cuenta de lo imposible que eres —Paula apartó su asiento de la mesa y se levantó. Molesta, pensó que Pedro tenía un aspecto espectacular esa mañana, y parecía muy descansado.


La chaqueta de entretiempo que llevaba puesta complementaba a la perfección los pantalones color marrón chocolate y la camisa del mismo tono que vestía. En cuanto a sus ojos, se estaba esforzando por no mirarlos desde que había percibido sus destellos dorados. Tenía demasiado miedo de ver en ellos algo que le recordara la noche pasada.


La noche pasada. Ya iban dos noches seguidas que debía olvidar.


—He hecho lo que dije que haría. He pensado en el asunto de las lecciones y decidido que lo mejor será cancelarlas.


—De manera que no tienes valor para seguir adelante.


Fue una irritante respuesta formulada con gran suavidad, casi con ternura. Paula no sabía cómo debía reaccionar ante aquella combinación.


Pareció triunfar una rabia apenas contenida.


—No tiene nada que ver con el valor. He tomado mi decisión basándome en consideraciones profesionales. En primer lugar, no puedo saltarme mi agenda así como así durante los próximos días.


—¿Qué sucede? ¿Acaso temes que Dallas se hunda sin tu constante vigilancia?


—Y en segundo lugar —continuó Paula, ignorando las palabras de Pedro—, he decidido que no necesito más lecciones. Ya te dije que aprendo rápido. Me has enseñado más que suficiente para seguir adelante.


—Solo estás empezando, cariño.


Paula alzó levemente la barbilla.


—No me llames cariño. ¿Y qué quieres decir con que solo estoy empezando? Después de anoche… —se interrumpió. Cualquier mención a lo sucedido la noche anterior podía resultar peligroso.


—Después de anoche, ¿qué?


Paula cometió el error de mirar a Pedro a los ojos, y vio el calor que los iluminó ante la mención de la noche pasada. Logró encogerse de hombros.


—Fue divertida y bastante informativa, pero a partir de ahora puedo seguir sola —debía haber libros sobre el tema. Haría que Monica buscara en las librerías de internet—. Naturalmente, no renegaré de nuestro acuerdo. Desarrollaremos nuestros terrenos juntos —asignaría uno de sus empleados principales al proyecto, porque no estaba dispuesta a trabajar personalmente con Pedro.


—Qué ético por tu parte. Pero no pienso librarte de la otra parte de nuestro compromiso. Siento la obligación moral de continuar, y además…


—¿La obligación moral? —Repitió Paula—. Dame un respiro, Pedro. Y mientras lo haces, considérate liberado de todo compromiso.


—Y además, anoche me dijiste que harías cualquier cosa por conquistar a Darío. Que yo sepa, nunca te he oído exagerar y, por tanto, te creí. Y ahora… —Pedro volvió a mirar su reloj—… son casi las nueve y media. Ya llegamos tarde —se apartó del escritorio—. Vamos.


Paula pensó que debía haberse perdido algo.


—¿«Vamos»? ¿Adónde se supone que vamos?


—He concertado algunas citas para ti. ¿Has despejado tu calendario para los próximos días, como te dije?


—No, claro que no.


Antes de darse cuenta de lo que sucedía, Paula se encontró con su mano en la de Pedro y encaminándose hacia la puerta. Cuando pasaron junto al escritorio de la secretaria, Pedro dijo:

—Por favor, Monica, cancela las citas de la señorita Chaves para los próximos días. El café estaba muy bueno, por cierto. Muchas gracias —abrió la puerta del despacho—. Adiós.


Monica lo miró con expresión estupefacta.


—¿Paula?


—Yo, eh…


Paula se detuvo un momento y la miró.


—Hazlo, Paula, por favor. Te prometo que lo de hoy no va a ser tan duro como lo de anoche. De hecho, si te dejas llevar estoy seguro de que disfrutarás.


—¿Quieres que llame a la policía, Paula? —preguntó Monica.


Lo último que quería Paula era que su secretaria se pusiera en plan maternal. Prefería enfrentarse a lo que Pedro tuviera planeado. Si lo consideraba necesario, siempre podía tomar un taxi y volver al despacho.


—No te preocupes, Monica. Estoy bien.


Vio que Pedro dedicaba a su secretaria una sonrisa que habría hecho doblar las rodillas a más de una mujer.


—Te prometo que ni corre ningún peligro ni lo va a correr —dijo—. Que pases un buen día.


—Espera. Mi bolso está en la oficina.


—No importa. No vas a necesitarlo.


A pesar de sí misma, Paula empezaba a sentirse intrigada. Cuando todo aquello acabara, probablemente debería plantearse ir al psiquiatra.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 22

 


Paula despertó cansada, pero sin dolor de cabeza. Tomar la medicina al primer indicio de migraña era lo mejor que podía haber hecho. Odiaba depender de las pastillas, o admitir que había un aspecto de su vida sobre el que no ejercía control. Pero cortando el dolor de cabeza a tiempo había evitado tener que tomar la fuerte medicina a la que tuvo que recurrir la noche anterior, cuando estuvo con Pedro.


Con un gemido, alargó una mano en busca de una almohada libre y se la puso sobre el rostro. Incluso mientras lo hacía, supo que no iba a lograr nada. Además, ella nunca solía ocultarse de nada ni de nadie. Al menos, no durante mucho tiempo.


Pero Pedro


Con otro gemido, arrojó la almohada al otro extremo de la habitación. Era hora de empezar el día. Se sentó en la cama y apartó el pelo de su rostro. ¿Por qué estaba tan cansada? Al recordarlo se dejó caer de nuevo de espaldas sobre la cama. Había pasado la noche teniendo sueños eróticos con Pedro.


Aquello dejaba zanjado el asunto. Necesitaba librarse del acuerdo al que habían llegado. Odiaba admitirlo, pero no podría soportar pasar con él otro rato como el del día anterior en el club.


Buscó otra almohada pero no la encontró, de manera que se conformó con cubrirse el rostro con las manos. ¿Pero qué le sucedía? No podía esconderse. Ya aprendió la lección cuando era pequeña.


En aquella época solía esconderse en su armario, pensando que si su padre no la encontraba se libraría de la desagradable experiencia de la cena.


Pero la cocinera siempre sabía dónde encontrarla y la obligaba a bajar al comedor. Allí, sentadas tan rectas como podían, ella y sus hermanas eran exhaustivamente interrogadas por su padre respecto a lo que habían hecho durante el día. Por riguroso turno, debían contarle lo que habían aprendido y los concursos escolares y competiciones deportivas en que habían participado. Si no podían informar de una victoria o de un sobresaliente, su padre se ocupaba de hacerles sentir la formidable carga de su desaprobación. Invariablemente, las dejaba en la mesa con el estómago encogido. Más tarde, en la cama, hambrienta, Paula apenas podía dormir pensando en cómo hacerlo mejor al día siguiente.


En cuanto ella y sus hermanas tuvieron edad suficiente, su padre se ocupó de que practicaran deportes individuales, como tenis y golf, y organizaba competiciones entre ellas, haciéndolas enfrentarse unas a otras. Ese era el motivo por el que Paula había dejado de practicar deportes. Había volcado su naturaleza competitiva en los negocios.


De hecho, hasta que Teresa se había casado, las tres hermanas solían luchar a brazo partido por ganar más dinero que las otras para la compañía. Pero desde su matrimonio, Teresa estaba tan feliz que había perdido el interés por ello. Su retirada había hecho que la competición resultara menos divertida. En cuanto a Cata, ¿quién sabía lo que se traería entre manos?


No. Ocultarse nunca le había servido de nada. Además, no tenía miedo de Pedro. Cuando le dijera que no iba a haber más lecciones, no le quedaría más remedio que aceptar.


Con un suspiro, Paula se levantó de la cama.


Había dado tan solo tres pasos hacia el baño cuando algo la hizo mirar hacia atrás. Se quedó boquiabierta. Nunca en su vida había visto la cama tan deshecha. De hecho, era un auténtico caos. El contenido de sus sueños eróticos afloró en su mente y sintió que se ruborizaba. Se puso a hacer la cama rápidamente.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 21

 


Unos minutos después, Paula tenía de nuevo el chal sobre los hombros y salían del club. Fuera, las luces de la calle parecían brillar mucho en comparación con la penumbra de la que acababan de salir, y las aceras estaban aún más abarrotadas que cuando habían entrado.


Paula respiró profundamente el aire fresco de la noche. Tenía la sensación de haber pasado toda una vida en el interior del club. Sintió la mano de Pedro en la espalda y se apartó de ella.


—El coche no está lejos —murmuró él, señalando en dirección al aparcamiento.


Paula estaba agotada y sin energía, pero se las arregló para poner un pie delante de otro y pronto Pedro le estaba abriendo la puerta del coche.


Ninguno de los dos habló durante el camino de regreso. Paula utilizó aquel tiempo para recuperar la fuerza, la cordura y la compostura, cosa que no fue precisamente fácil. Pero para cuando llegaron a su casa al menos había llegado a una conclusión.


Pedro detuvo el coche en el sendero de entrada y apagó el motor. Lo único que pudo escuchar Paula fue el silencio y los fuertes latidos de su corazón. Bajó la mirada, sabiendo lo que tenía que decir, pero sin animarse a hacerlo. Pedro soltó su cinturón de seguridad y se volvió hacia ella.


Jill no tenía los nervios como para permanecer callada, de manera que dijo lo que tenía que decir.


—Creo que ya he tomado suficientes lecciones.


—No estoy de acuerdo. Tenemos al menos otros dos o tres días enteros de trabajo. Posiblemente cuatro.


Paula volvió la cabeza bruscamente.


—¿Días?


Él asintió.


—En principio tenía planeado alargar las lecciones un par de semanas, pero después de esta noche he decidido que debemos acelerar nuestra agenda.


«Después de esta noche». Eso lo decía todo. Paula sabía que se había delatado por completo bailando con él. Pedro creía hallarse en medio de un asunto de negocios y la primera vez que la había tomado entre sus brazos, ella se había derretido contra él. Evidentemente, quería que sus lecciones acabaran cuanto antes.


—Vas a tener que cancelar tus citas durante los próximos días —añadió Pedro.


—¿Cancelar mis citas? —repitió Paula, aturdida—. No sé en qué estás pensando, pero creo que con esta noche ha sido suficiente.


—¿Qué te preocupa, Paula? ¿Qué te preocupa de verdad? ¿Qué no entiendes de lo que ha pasado entre nosotros esta noche?


Una vez más Pedro le había leído la mente, de manera que, ¿por qué molestarse en negarlo?


—Esa es una cosa —dijo Paula, lentamente.


—Precisamente por eso necesitas más lecciones. No estás acostumbrada al contacto físico con un hombre, ni a bailar arrimada a él, ni a nada remotamente sensual. Y si conoces a Dario en lo más mínimo, sabrás que querrá que su esposa le responda tanto en la cama como fuera de ella. Por si no lo sabes, eso es lo que sucede cuando dos personas se enamoran.


Paula se aclaró la garganta.


—Lo sé, pero también sé que es posible que Darío no me ame nunca.


—¿Y estás dispuesta a conformarte con un matrimonio sin amor?


—Por supuesto —la respuesta de Paula fue automática, pues hacía tiempo que la tenía en la mente—. Pero estoy dispuesta a… responder a él. Sé que el sexo forma parte del matrimonio, pero también sé… o más bien pienso que en nuestro caso podríamos ser un matrimonio más basado en los negocios que…


La risa de Pedro la interrumpió.


—Si eso es lo que piensas de verdad, querida, me temo que necesitas mis clases mucho más de lo que pensaba. ¿Cómo es posible que sepas tan poco sobre el hombre con el que quieres pasar el resto de tu vida? Darío no sólo querrá amor, sexo y bebés. Querrá mucho más que eso.


Paula frunció el ceño.


—¿Qué más queda?


—Una compañera y una amiga, por ejemplo.


—Eso son dos cosas —«bebés». Paula no había pensado en ello. Y «amor». ¿De verdad la querría Dario? Ella esperaba que aceptara un matrimonio de conveniencia. Además, Dario debía saber lo feliz que haría a tío Guillermo casándose con uno de sus sobrinas. Pero Pedro estaba diciendo que eso no era suficiente.


De pronto, sintió el inicio de una migraña. Tenía que entrar en su casa sin que Pedro se diera cuenta de ello. Lo último que necesitaba era que se repitiera lo de la noche pasada.


Abrió bruscamente la puerta del coche y salió.


Pedro la alcanzó cuando ya estaba abriendo la puerta de la casa.


—Pensaré en lo que has dicho y te llamaré mañana por la mañana.


Pedro apoyó una mano bajo la barbilla de Paula y le hizo volver el rostro hacia él.


El primer impulso de ella fue apoyarse contra su mano para sentir el consuelo de su calor, pero logró contenerse. Se apartó de inmediato de él y entró en la casa.


Estaba a punto de cerrar cuando Pedro dijo:

—Sé que esta noche te ha disgustado, Paula, y también sé por qué. Pero todo lo que eso demuestra es que en realidad no has pensado detenidamente tu plan. En realidad no tienes ni idea de cómo atrapar y conservar a Dario.


—Haré lo que haga falta para conseguirlo —respondió ella automáticamente.


—Bien. En ese caso, pasaré a recogerte mañana a las nueve.


Paula sintió una oleada de pánico.


—Espera. Ni siquiera he decidido todavía si voy a seguir con las lecciones.


Pedro alzó una mano y deslizó lentamente el pulgar por el labio inferior de Paula.


—Pero lo harás. Lo harás —de pronto apoyó ambas manos en las mejillas de Paula y acercó su boca a la de ella. Penetró de inmediato con la lengua en su interior y Paula sintió una explosión de calor. Una vez más, Pedro había tomado posesión de sus sentimientos con toda facilidad. Quiso gritar por su falta de control, pero también quería averiguar lo que se sentía siendo besada por él. Sus labios eran carnosos y firmes, de sabor embriagador, y el interior de su boca era húmedo y aterciopelado. La besó con una seguridad que habló a voces de su experiencia mientras la acariciaba íntimamente con su lengua.


Cuando, finalmente, alzó la cabeza, susurró:

—Otra lección. Como mínimo, Dario esperará un beso como este al final de vuestra primera cita. Y después… —su encogimiento de hombros lo explicó todo.


El dolor de cabeza empezaba a aumentar, y Paula no estaba dispuesta a volver a cometer el error de intentar combatirlo solo basándose en la fuerza de voluntad. Tenía que subir cuanto antes y tomar una pastilla.


—Te llamaré mañana por la mañana —repitió.


—Nos veremos mañana por la mañana —corrigió Pedro con suavidad y a continuación se fue.


Paula cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Ningún hombre la había besado como Pedro acababa de hacerlo. Ningún hombre la había tratado como él lo había hecho esa noche y debido a ello, de algún modo supo que ya nunca volvería a ser la misma.




sábado, 23 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 20

 


Una nueva canción de amor profundo y doloroso comenzó a sonar por los altavoces.


Pedro tomó las manos de Paula en las suyas y se las alzó para que lo rodeara por el cuello con sus brazos. Luego deslizó una mano tras su espalda, apoyó la otra contra sus nalgas y presionó su pelvis contra la de ella. Una marejada de ardientes sensaciones dejaron a Paula sin aliento. Cerró los ojos mientras trataba de controlar el vehemente deseo que la recorrió de pronto como lava derretida.


—Relájate —susurró Pedro junto a su oído—. Estás a salvo. Estás conmigo, nos encontramos en medio de un lugar público y rodeados de gente.


«No comprende», pensó Paula, impotente. Pero ella tampoco comprendía. Por primera vez en su vida, tenía miedo de sus propios sentimientos.


Y la música… era lenta y sexy, con un pulso que palpitaba y se deslizaba en la corriente sanguínea hasta que uno sentía que formaba parte de la canción.


Paula nunca había experimentado nada parecido. La canción, Pedro… ambas cosas unidas conjuraban sentimientos en su interior que ni siquiera sabía que poseía. Hizo lo posible por alzar su habitual barrera de reserva, pero fue inútil. La música hacía que sus movimientos fueran tan lentos y sensuales como la canción, y Pedro parecía cada vez más sumergido en su ritmo.


La sostenía con firmeza contra su fuerte cuerpo mientras le acariciaba con la mano la espalda desnuda. Más abajo, Paula podía sentir su dura excitación. Notó que la sangre se le espesaba, que las piernas se le debilitaban. Tal vez habría caído si Pedro no la hubiera estado sosteniendo como si fueran un solo cuerpo.


Y, durante un tiempo, lo fueron. El cuerpo de Paula y todo lo que la definía se fundieron con él sin que pudiera hacer nada al respecto. Ni siquiera tenía que pensar para seguir sus pasos. Era automático. Mientras se balanceaban juntos, su pelvis se movía en la misma dirección que la de él, a la izquierda, a la derecha, en eróticos círculos.


Un intenso calor se arracimó en el interior de Paula y le hizo rodear con más fuerza el cuello de Pedro. No sabía cómo frenar el creciente deseo que se estaba acumulando dentro de ella. La excitación de Pedro crecía de manera evidente, pero no hizo ningún esfuerzo por apartarse. En cuanto a ella, se sentía incapaz de hacerlo. Ni siquiera quería. El tamaño y la forma de Pedro estaban inevitablemente impresos en su piel y en su cerebro. Lo había visto en calzoncillos y ya no tenía que imaginar lo que había debajo de ellos.


Una parte de su cerebro le decía que aquello no podía continuar, mientras otra gritaba que siguiera.


Entonces, sin previo aviso, Pedro metió una pierna entre las de ella y la atrajo contra su musculoso muslo. Un placer inimaginable recorrió a Paula, conmocionándola, pero él no le dio tiempo a recuperarse. Sin soltarla, comenzó a ondular su cuerpo sinuosamente hacia abajo, y luego hacia arriba. Ciegamente, Paula siguió cada uno de sus movimientos sin apenas respirar mientras sentía el constante roce de sus braguitas contra el muslo de Pedro.


Hicieron lo mismo una y otra vez y, entretanto, el calor y el placer que estaba sintiendo Paula no dejaron de aumentar. Temía alcanzar un punto en que no pudiera soportarlo más. Tenía que suceder algo. Algo o alguien, debía ayudarla. Y no le sorprendió que, una vez más, Pedro pareciera saber con exactitud lo que estaba sintiendo.


Minutos después o quizá horas después, se apartó ligeramente de ella, aunque sin dejar de sostenerla por la cintura. Alzó una mano hasta su barbilla y le hizo alzar el rostro.


—Puede que de momento sea suficiente.


Paula no podía hablar. Ni siquiera podía mirarlo. De algún modo, encontró la fuerza necesaria para apartarse de él y encaminarse hacia la mesa. En cuanto estuvo sentada, tomó su copa de vino con mano temblorosa y dio un largo trago.


—Puede que un café te siente mejor.


Paula alzó la mirada y vio que, afortunadamente, Pedro se había sentado frente a ella. En aquellos momentos no habría podido soportar su cercanía. Incluso así, con la mesa entre ellos, creía sentir su calor.


Parecía perfectamente sereno, pero su pecho subía y bajaba más rápidamente de lo normal. Él tampoco había sido inmune al baile. Constatarlo hizo que Paula sintiera cierta satisfacción, aunque no demasiada.


—Preferiría irme.


Pedro la miró un largo momento. Finalmente, asintió, y Paula dejó escapar un tembloroso suspiro de alivio.


—Muy bien. Nos iremos en cuanto pagué la cuenta.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 19

 



El grupo estaba en un descanso, y la voz de Billie Holiday llenaba el club con una canción desgarradora sobre un amor no correspondido por un hombre.


Paula no entendía aquella clase de amor. ¿Cómo podía seguir amando una mujer a un hombre que no le correspondía? No tenía sentido y, desde luego, no era nada productivo.


A pesar de que ya llevaban un rato allí y habían comido y bebido algo, le estaba costando relajarse. Todo en Pedro resultaba abrumadoramente cautivador. Era el hombre más intensamente viril que había conocido.


¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes? Un instante después respondió a su propia pregunta: porque no se había permitido hacerlo. Y ya sabía por qué.


El instinto la había impulsado a mantener a Pedro a distancia y, en retrospectiva, reconocía que había sido una sabia decisión. Ahora comprendía porque sus conocidas se esforzaban tanto en conquistar y retener su atención, y por qué se sentían tan decepcionadas cuando él se alejaba de ellas.


Y aunque ella fuera tras otro hombre, eso no la hacía inmune a Pedro. Ni mucho menos. ¿Por qué?, se preguntó. Muchos hombres poderosos, atractivos e importantes habían tratado de conquistarla y, sin embargo, nunca había tenido problemas para manejarlos. Si le convenía, jugaba con ellos hasta que obtenía lo que quería, y luego se iba.


De manera que, ¿por qué no podía ser objetiva con Pedro?


Intelectualmente, sabía que tenía toda su atención debido al acuerdo al que habían llegado, pero emocionalmente se sentía peligrosamente cerca de verse atrapada por él. ¿Cómo era posible?


Se llevó una mano a la frente. Necesitaba recuperar el control sobre sí misma y recordar por qué estaba con él.


Sintió la mano de Pedro sobre el hombro.


—¿Tienes dolor de cabeza?


—No, claro que no —aseguró ella rápidamente al ver su expresión preocupada.


—¿Estás segura? ¿Te parece que la música está demasiado alta?


—No, de verdad. Estoy bien.


En ese momento empezó a sonar otra canción de Billie Holiday por los altavoces. Se trataba de Don't Explain, cuya letra hablaba de una mujer que amaba tanto a su hombre que no le importaba lo que hiciera, incluyendo que la engañara. En su alegría y en su dolor, seguiría siendo suya para siempre.


Paula tenía una vaga idea de lo que requería el amor entre un hombre y una mujer. No se estaba engañando a sí misma. No creía que Darío y ella pudieran tener alguna vez la clase de matrimonio que tenían su hermana Teresa y Nicolás. De hecho, ni siquiera entendía aquella clase de matrimonios. Cada vez que veía a Teresa, percibía que prácticamente relucía de felicidad. Pero ella no estaba segura de que mereciera la pena entregar tanto de uno mismo a otra persona.


Sin embargo, en cuanto Dario aceptara casarse con ella, estaría totalmente dispuesta a cumplir con su parte. Si afrontaban el matrimonio con mente abierta, estaba segura de que se llevarían bien. Pero no creía que nunca pudiera llegar a amar a un hombre hasta el punto de que nada más le importara.


—¿En qué estás pensando?


Paula volvió la cabeza y miró a Pedro.


—En la letra de la canción.


—Es fuerte, ¿verdad?


—Desde luego.


—¿Qué despierta en tu interior esa letra?


—Nada —contestó Paula, tal vez con demasiada rapidez.


—¿No?


—No.


—¿Has amado alguna vez a alguien tanto?


Paula trató de no mostrar su perplejidad. ¿Cómo era posible que Pedro le leyera la mente de aquella manera? No solo resultaba desconcertante; también era molesto.


—¿Y tú? —replicó, decidiendo devolverle aquella pregunta tan potencialmente explosiva.


Pedro sonrió lentamente, sin apartar la mirada de ella.


—Tal vez.


Aquello era lo último que Paula esperaba oírle decir. Pero su respuesta podía explicar una pregunta que no había podido responder ninguna de sus conocidas. Si antes de entrar a formar parte de su grupo Pedro estuvo profundamente enamorado y algo hizo imposible ese amor, eso explicaría por qué se apartaba de una mujer cada vez que sentía que las cosas empezaban a ponerse serias. Tal vez, su desengaño aún resultaba muy doloroso.


Pero no podía imaginar a Pedro permitiendo que una mujer le rompiera el corazón.


—¿Quién era? —preguntó con curiosidad, pero también un poco alterada.


—¿Por qué quieres saberlo?


—Porque eres un hombre difícil de entender.


—¿Y tú quieres entenderme?


Paula se encogió de hombros, sin saber muy bien qué decir.


—A algunas de las mujeres con las que has salido les gustaría entenderte.


—No es eso lo que te he preguntado.


Lo cierto era que Paula estaba intrigada. Y lo que más le habría gustado saber era qué clase de mujer hacía falta para conquistar el corazón de Pedro. Los ojos de este brillaron divertidos mientras alzaba una mano para acariciarle el pelo.


—No has respondido a mi pregunta —insistió—. ¿Es porque no sabes qué responder o porque no quieres responderme?


—No estoy segura —era la respuesta más sincera que podía darle Paula, y él pareció comprender.


La sonrisa de Pedro se ensanchó.


—Bailemos.


—¿Bailar? —Paula miró hacia la pista de baile, que estaba llena de parejas. Dio un sorbo a su vino—. ¿Por qué? —su mente aún estaba centrada en la misteriosa mujer del pasado de Pedro.


—Porque será divertido. ¿O no te parece esa una buena razón?


—Esto es un asunto de negocios. No estamos en una cita, Pedro.


Un inesperado pensamiento pasó de pronto por la mente de Paula. Había asumido demasiado pronto que la mujer pertenecía al pasado de Pedro, pero, ¿y si no era así? Frunció el ceño, preocupada de un modo que no podía comprender.


—Tienes razón, pero necesitas aprender a bailar como Darío esperará que lo hagas.


Aquello captó la atención de Paula.


—¿Qué quieres decir?


Pedro la tomó de la mano.


—Vamos. Te enseñaré a qué me refiero.


Unos instantes después, sin saber muy bien cómo, Paula se encontró en medio de la pista de baile.


—No necesito clases de baile, Pedro. Sé cómo hacerlo.


Él la rodeó con sus brazos.


—Supongo que sabes bailar, pero yo sé que solo lo haces cuando tu pareja no se arrima demasiado.


—¿Y? —sin las luces del escenario, la pista de baile resultaba más oscura, más íntima, dando la sensación de que cada pareja se hallaba en un mundo propio al que nadie más podía acceder.


—¿Qué sentido tiene bailar a un brazo de distancia?


—En primer lugar, es más civilizado. Por ejemplo, puedes mirar a tu pareja y mantener una conversación con él.


Con su enigmática semisonrisa, Pedro movió lentamente la cabeza.


—¿Sabes lo que creo?


—No —contestó Paula, pensando que prefería no saberlo.


—Creo que te va a venir muy bien que yo haya aparecido en tu vida.


Paula rió sin poder evitarlo.


—Desde luego, no creo que tengas ningún problema con tu ego.


—No, pero sí hay un problema con tu forma de bailar —Pedro la estrechó con fuerza entre sus brazos—. Así es como se baila con un hombre —acercó su boca a la oreja de Paula—. Y si quieres mantener una conversación con él, así es como se hace.


Ella sintió un cálido estremecimiento recorriendo todo su cuerpo. Instintivamente, trató de apartarse, pero él fue más rápido y la retuvo contra sí.


—Confía en mí, Paula. Si quieres casarte con Dario, esperará que bailes así con él, o aún más cerca.


Paula estaba segura de que tenía razón, y lo cierto era que no habría pensado en ese detalle si Pedro no se lo hubiera hecho ver, pero de momento, Darío era lo último en lo que estaba pensando. Pedro, con su olor almizclado, masculino, con su voz grave y suave, la estaba guiando hacia un lugar al que no sabía si debía ir. Pero no parecía tener opción.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 18

 


Un minuto después sintió que le quitaban el chal de los hombros y Pedro la condujo hacia un lateral.


Las paredes estaban cubiertas de fotos de leyendas del blues, casi todos hombres negros con una guitarra en la mano. Paula reconoció entre otros los nombres de Robert Johnson, Muddy Waters y Howlin Wolf. También había fotos de Billie Holiday y Bessie Smith.


Pedro señaló una mesa vacía con un asiento corrido en forma de ele. Paula se sentó y él se deslizó a su lado. La cercanía hizo que los nervios de Paula se crisparan.


La música sonaba alta, pero no resultaba ensordecedora. A pesar de todo, Pedro acercó la boca a la oreja Paula.


—Muévete un poco hacia la pared para dejarme más sitio.


Ella señaló el otro lado del asiento.


—¿Por qué no te sientas ahí?


Pedro movió la cabeza y dedicó una sonrisa a la camarera al ver que se acercaba. Paula no tuvo más opción que deslizarse hacia la pared, aunque no le sirvió de nada, porque Pedro la siguió hasta que sus costados volvieron a tocase.


La camarera, rubia y de amplio busto, con una tarjeta sujeta a la camisa blanca en la que se leía Maggie, dedicó toda su atención a Pedro. Pero Paula logró intervenir y pedir un vino blanco. Él pidió cerveza.


Mientras Maggie se alejaba balanceando el trasero, Pedro deslizó un brazo por el respaldo del asiento, tras Paula.


—¿Qué te parece el lugar? —preguntó, inclinándose de nuevo hacia ella.


Paula reprimió un repentino sentimiento de pánico. Pedro la tenía aprisionada contra la pared y el respaldo del asiento. Estaba demasiado cerca y era demasiado masculino, demasiado abrumador e irresistible para su paz física y mental. A pesar de todo, logró esbozar una sonrisa.


—La música es buena.


Pedro demostró su placer con una sonrisa tan sincera que Paula se quedó sin aliento.


—Me alegra que te guste. A mí me encanta.


—Los dos guitarristas son muy buenos —dijo Paula, y señaló el escenario con un gesto de la cabeza.


—¿Qué?


Aunque no entendía por qué no podía oírla, Paula se volvió y acercó los labios al oído de Pedro.


—He dicho que los dos guitarristas me parecen muy buenos.


Él volvió la cabeza con tal rapidez para responder que Paula no tuvo tiempo de apartarse antes de que sus labios se rozaran. Literalmente, dio un salto en el asiento. Pedro apoyó una mano en su antebrazo y se lo acarició lentamente.


—Tienes que aprender a no contraerte cada vez que un hombre te toca.


Paula miró la mano de Pedro en su brazo y asintió. Tenía razón. No debía hacer aquello con Darío. Pero, a fin de cuentas, aquel era Pedro.


—Normalmente lo hago mucho mejor.


Él asintió.


—Sí… mientras no sientes que la persona con la que estás puede suponer una amenaza.


Probablemente eso era cierto, aunque Paula nunca se había molestado en analizar por qué reaccionaba así. Pero Pedro estaba cambiando rápidamente aquello y, en el proceso, la hacía sentirse extremadamente vulnerable.


Hizo todo lo posible por apartarse de él, no lo logró y se dedicó a observar a los demás clientes del club. Cuando Pedro le había dicho que iban a un club en Deep Ellum, había temido sentirse fuera de lugar con aquel vestido. Pero, para su sorpresa, no era así.


En el club había personas de todas las edades, vestidas de las formas más variadas. Había algunos cuya ropa era aún más elegante que la de Pedro y ella, como si acabaran de salir de algunas de las famosas salas de conciertos de música clásica cercanas a la zona.


Además, todo el mundo parecía totalmente despreocupado de lo que hicieran los demás. Estaban allí para disfrutar de la música y de la compañía. Y Pedro había tenido razón en otra cosa; no se habían topado con ningún conocido. Paula sintió que su ánimo mejoraba considerablemente.


Después de todo, iba a poder relajarse y disfrutar.


—Tienes que mirarme.


Paula se sobresaltó.


—¿Disculpa?


—Es una regla básica —dijo Pedro—. Debes centrar tu atención en el hombre que te acompaña, y cuando te habla debes escucharlo como si fuera la persona más fascinante que has conocido en tu vida.


Paula soltó el aire lentamente. Justo cuando acababa de decidir que podía relajarse, Pedro le recordaba que todo aquello formaba parte de sus lecciones. Empezaba a odiar aquella palabra.


—Comprendo que me digas cosas como esa. A fin de cuentas, ese era el trato. ¿Pero de verdad tengo que hacer lo que me dices?


La semisonrisa de Pedro hizo aflorar su hoyuelo.


—Por supuesto. De lo contrario, ¿cómo ibas a aprender? Si no practicas todas esas cosas conmigo, ¿cómo vas a hacerlas bien con Darío?


Muy a su pesar, Paula tuvo que reconocer que aquello era cierto.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 17

 


Ya hacía años que había muerto su padre. Y ella había cumplido la condición de su testamento, que establecía que, a menos que ella y sus hermanas ganaran lo que él consideraba una fortuna, perderían su parte en la empresa. Sí, su poderosa y dominante presencia permanecía, y Paula aún vivía la vida como él la había enseñado a hacerlo. No solo era el modo en que había aprendido a sobrevivir, sino la única forma en que sabía hacerlo.


Para que no la hirieran, se volvió muy reservada y se aisló emocionalmente de los demás todo lo que pudo. Ni siquiera le gustaba el contacto físico. No era de extrañar que la idea de las lecciones que se avecinaban para aprender a engatusar a un hombre la pusieran nerviosa.


—¿Paula? —Pedro chasqueó un dedo ante su rostro.


—¿Qué?


—Ya hemos llegado.


—Oh —Paula miró a su alrededor y vio que se encontraban en un aparcamiento. Automáticamente, alargó la mano para abrir la puerta.


—Uh, uh —murmuró Pedro de inmediato.


Impaciente, Paula esperó a que él rodeara el coche, abriera la puerta y le ofreciera una mano. La aceptó y permitió que la ayudara a salir, aunque de mala gana.


—Tengo una duda. ¿Se infla o desinfla el ego de un hombre dependiendo de que su cita le permita o no abrir la puerta para ella?


Pedro sonrió.


—El ego de un hombre es algo muy frágil, Paula.


—No me lo creo. Apostaría mi dinero a que el tuyo no lo es. Y estoy segura que el de Darío tampoco.


Pedro apoyó una mano en la parte baja de la espalda de Paula mientras salían del aparcamiento.


—Un hombre al que verdaderamente le gusta una mujer disfruta haciendo cosas para ella, como, por ejemplo, abrirle la puerta. Y, normalmente, a la mujer en cuestión le gusta que sea así, pues eso indica que el hombre piensa mucho en ella.


Paula nunca lo había visto desde aquel punto de vista, y no se le ocurrió nada que decir.


Cuando llegaron a la acera y Pedro la tomó de la mano, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no retirarla de un tirón. No recordaba que ningún hombre la hubiera tomado de la mano antes. Suponía que eso era extraño. La mayoría de las parejas caminaban tomados de la mano, pero ella nunca había formado parte de una pareja.


Deep Ellum era una zona de la ciudad que había sufrido muchas transformaciones a lo largo de los años, pero que siempre había conservado su tradición de clubes de blues. Algunas de las tiendas que había en sus calles llevaban allí más de cincuenta años, pero otras se habían convertido en galerías de arte, boutiques, restaurantes y cafeterías.


Sin soltar la mano de Paula, Pedro maniobró entre las numerosas personas que abarrotaban las aceras, riendo y charlando, totalmente ajenos a que bloqueaban el paso de los peatones y sin que estos protestaran por ello.


Era difícil encontrar alguna persona que no llevara tatuajes, o aros en la nariz, cejas, lengua u ombligo, o una combinación de varios. Había hombres y mujeres totalmente rapados y otros con el pelo teñido de los colores más variados. Pero también había gente con aspecto más normal, incluso parejas mayores saliendo de los restaurantes y cafeterías.


En determinado momento, Pedro se volvió hacia Paula y rió.


—Divertido, ¿verdad?


—¿Vienes aquí a menudo?


—Siempre que hay algo interesante que ver, cosa que sucede con bastante frecuencia. ¿No eres dueña de unos viejos almacenes que se están reconvirtiendo por aquí?


Paula asintió.


—Compré varios, pero nunca he venido de noche.


—Puede que después de hoy quieras volver.


Pedro se detuvo ante una gran puerta oscura. En cuanto la abrió, escucharon la música que procedía del interior.


Una vez dentro, Pedro se detuvo a saludar a un hombre grande y corpulento que se había acercado a ellos como si fuera un viejo amigo de Pedro. Mientras ellos hablaban, los ojos de Paula se fueron acostumbrando a la penumbra reinante. Al fondo había un pequeño escenario en el que tocaban dos guitarristas, un saxofonista y un batería. Aunque no era ninguna experta en esa música, Paula pensó que lo que estaba oyendo tenía verdadera calidad.