domingo, 6 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 26




Pedro había tenido un día arduo pero productivo. Hacía una semana que podría haberlo dejado todo en las eficientes manos de Gómez y haber vuelto a Valencia, pero no confiaba en sí mismo lo suficiente como para regresar. Se moría por verla. Llevaba semanas sufriendo su ausencia y solo la esperanza de que Paula entrara en razón lo mantenía en su postura. Aquella noche soñaría con ella como cada noche. Soñaba con sus abrazos, sus besos, su risa… con todas las cosas que se volvían hermosas solo con su presencia.


No era capaz de entenderla. Al principio había esperado que fuera ella quien llamara pero una semana sin noticias suyas le dijeron que no cedería. Confiaba en que cuando volviera siguiera esperándole. En realidad seguiría con ella si lo aceptaba y aguantaría el tiempo que fuera necesario hasta que estuviera preparada. La otra opción, dejarla atrás, no se la planteaba siquiera.


Se metió en la ducha, se frotó con vigor y salió con una toalla enrollada en la cintura. Le entró un mensaje en el móvil y su estómago se contrajo como cada vez que oía el bip-bip de los WhatsApp. Miró la pantalla: era su madre. Le decía que su padre iba a hacer el domingo unos gazpachos manchegos con caza y que tendrían más de treinta invitados. Eso no era una novedad, su padre adoraba cazar y cada vez que se abría la veda iba con algunos amigos a un coto privado y preparaban después una comida multitudinaria. La novedad era que Paula acudiría. 


Sorprendido, y temeroso de que la hubieran forzado, llamó a casa.


Después de diez minutos colgó algo más tranquilo y esperanzado. Su madre, ignorante de cuál era la situación real entre ambos, había llamado a la madre de Paula para invitarla a la comida como cada año y esa vez había extendido la invitación a su hija aduciendo que aunque él no estuviera era bienvenida a esa casa, como siempre lo había sido, incluso antes de haberlos visto juntos. Y al parecer ella había aceptado encantada.


Se acostó tratando de averiguar cómo se sentiría.


****


Era domingo e Paula iba en el coche con su madre camino a casa de Pedro y Carmen. Tres días antes la habían llamado invitándola a unos gazpachos. Era la última de un montón de llamadas sobre Pedro, todas en el mismo sentido y todas igual de sorprendentes.


Desde luego nadie había sospechado que pudieran estar juntos. En todos los años que los conocían nunca habían dado indicio alguno de estar interesados el uno en el otro.


Paula era muy consciente de que nada en su actitud había dado pie a que Pedro pudiera acercarse y ella misma le había huido como si se tratara del mismísimo diablo.


Pero tanto su hermana como todas sus primas se habían alegrado muchísimo por la relación. Era tan maravilloso como increíble. ¿Acaso solo ella se daba cuenta de lo diferentes que eran? ¿Nadie había caído en que él podía aspirar a una mujer mejor? Todos sin excepción habían dicho que hacían una pareja magnífica y que no había nadie mejor para el otro. Paula no sabía de qué hablaban, pero sonreían y se dejaba llevar por la esperanza. Si todos lo creían, quizá Pedro terminara también por creerlo.


Había cogido el teléfono mil veces para llamarle, para contarle las reacciones de todo el mundo, para decirle lo mucho que le echaba de menos, para explicarle sus miedos y prometerle que intentaría superar sus complejos. Pero había colgado cada vez antes de marcar. Había sido muy claro: no quería saber de ella hasta que regresara, hasta la boda, de hecho. Y ella merecía el sufrimiento de su ausencia. Así que se autocastigaba no llamándole.


Además, tampoco sabría muy bien qué decirle. «Pedro, lamento parecer paranoica pero no quería que nadie supiera de lo nuestro porque alguien terminaría por decirte que mereces a alguien mejor, pero al parecer todos me miran con buenos ojos». Porque ¿y si nadie se lo decía? ¿Y si su gente era discreta y prefería no opinar? Pedro no sabría que podía aspirar a otra persona. Y ella se prometía que le haría feliz para siempre.


Hasta entonces nunca había creído en el «felices para siempre».


Llegaron a la casa casi los últimos. Toda la vivienda estaba invadida y la actividad era frenética así que dejaron el vino que habían traído en una mesa y saludaron a todo el mundo.


Pedro estaba en los fogones y no atendía a ningún ser que no estuviera muerto y en la cazuela. Carmen, en cambio, encontró un momento para saludarla con cariño y decirle cuánto se alegraba de que hubiera decidido acudir a comer.


Pero lo más maravilloso de la tarde llegó después del café. 


Paula se excusó y salió a dar un paseo por el jardín de la casa, sola. Llegó a la balsa que usaban en verano y no pudo evitar sonreír. Cuando tenían catorce años todos los Chaves habían acudido un verano a comer paella y se habían estado bañando allí. Ya vestidos y preparados para comer Pedro había caído al agua provocando la hilaridad del resto. Había recibido una buena bronca por estropearse la ropa además de un montón de burlas de las chicas.


—Mi hijo cayó aquí hace ahora veinte años, un día que vinisteis a comer paella.


El padre de Pedro estaba detrás de ella, fumándose un cigarro. Paula lo miró con una sonrisa cómplice.


—Precisamente estaba recordando eso.


—Cayó por mirar donde no debía. —Ante su curiosidad prosiguió—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Tú llevabas un vestido blanco, te agachaste a recoger tu toalla y mi hijo en lugar de mirar dónde pisaba clavó sus ojos en tu escote tratando de ver más allá de la tela. Y debió ver algo que le gustó porque tropezó y cayó al agua.


Paula se sonrojó, incrédula. Pedro continuó con una sonrisa mayor.


—Mi hijo, que ya por entonces era un muchacho serio y cabal, se volvía loco cada vez que estabas cerca. Aquel día supe que eras la mujer de su vida. —Calló evaluándola con la mirada—. Pero jamás creí que él fuera el hombre de la tuya. Siempre le ignoraste.


No sabía qué decir, así que se encogió de hombros. Al ver que estaba azorada Pedro se acercó y le tomó las manos.


—Me alegro de que le dieras una oportunidad. Sé que nadie le hará más feliz que tú, con tu alegría y espontaneidad. Eso es lo que mi hijo necesita: una mujer fuerte a su lado que le guíe y le sacuda la sobriedad. Y sé que él se esforzará por hacerte feliz.


Y dándole un beso en la mejilla se marchó, dejándola sola con sus pensamientos.


De camino a casa no dejaba de darle vueltas a lo ocurrido. 


Al parecer todo el mundo pensaba que Pedro y ella hacían una gran pareja. Solo Paula tenía dudas.


«Quizá, después de todo, esté equivocada.»


«Quizá he estado haciendo el gilipollas durante años.»


Solo deseaba no haberse dado cuenta demasiado tarde.


 Pero él le había dado de plazo hasta la boda de Amadeo, ¿no? Tenía tiempo para preparar algo grande.








ATADOS: CAPITULO 25





Permanecieron todo el trayecto en silencio. Ella porque temía echarse a llorar si intentaba hablar, él porque no confiaba en sí mismo. Porque si le decía lo que pensaba, si le explicaba lo que sentía en ese momento, definitivamente le dejaría.


Llegaron frente a su casa y aprovechó un hueco para aparcar el coche.


—No te molestes en aparcar, Pedro


—Paula, cállate. Creo que ya has dicho más que suficiente por esta noche.


Bajó del coche dando un portazo. Ella bajó después. Por primera vez no rodeó el vehículo y la ayudó a salir. Llegaron al umbral y rebuscó en el bolso con impaciencia hasta dar con las llaves. Se las cogió de la mano, abrió, la dejó entrar y pasó después.


Pedro, sinceramente…


—Sinceramente insisto en que mantengas la boca cerrada y me escuches. Pero no aquí. Arriba. En el comedor. Y sentados civilizadamente.


Detestaba que le dijeran que se callara, pero Pedro tenía razón. Ya había hablado de más. Subió las escaleras en silencio sintiendo los ojos de él clavados en su espalda. Se sentaron, ella en el sofá, él en el sillón de enfrente. 


Fue Pedro quien contó hasta diez antes de hablar.


—Paula, que mis padres aparecieran en el local ha sido casualidad. —Viendo que iba a interrumpirle alzó la mano exigiendo que no le impidiera continuar—. Mira, puedes creerme o no, no voy a insistir más en mi inocencia. O confías en mí o no lo haces. Lo que sí puedo garantizarte es que no ha sido casualidad que se marcharan cinco minutos después de llegar. Tu actitud, más bien, ha sido la responsable.


Sintió cómo su cara se ruborizaba ante el reproche. Incluso las orejas le ardían. ¿Por qué se sentía culpable si eran sus padres quienes habían aparecido, según él, por casualidad?


Quizá porque él tenía razón y había tenido una reacción exagerada. Maldita sea, hablaba de inocencia como si aquello fuera un juicio y ella su verdugo. Definitivamente se había excedido en las formas. Tal vez en el fondo no, pero desde luego sí en las formas. O quizá «además» en el fondo y hubiera sido de veras una casualidad. Ni si quiera se había planteado la posibilidad y, si los dueños del restaurante eran amigos de Pedro, sería lógico que sus padres también los conocieran. Y la suya no era una gran urbe, la gente se conocía. Por favor, que no fuera el caso porque hacía media hora le había dejado.


¡¿Cómo había podido hacer algo tan estúpido? Ni siquiera se atrevía a mirarle.


Viendo que se avergonzaba de su actitud y no decía nada se calmó un poco y trató de razonar con ella.


—Paula, ¿cuál es el problema?


¿El problema? ¿Cómo le iba a explicar cuál era el puñetero problema? No podía decir… «Mira, es que no estoy a la altura y el único que no lo sabe eres tú. En cuanto llegues a casa tus padres te van a decir que cómo se te ocurre montártelo con una tía como yo en vez de buscar a una mujer más culta, con más tablas, más católica, más moderada… y así hasta completar una lista eterna». No podía. Sencillamente no podía contárselo. Torció el gesto empecinada en guardar silencio.


Pedro, sabiendo que ella no iba a contestar pero que estaba arrepentida presionó un poco más.


—Esto no puede ser siempre así, Paula. Entiendo tus reservas —se rectificó—: No, espera, borra eso porque no las entiendo en absoluto. Diré mejor que respeto tus reservas. No obstante, me niego a que sea siempre así. Mis padres ya lo saben así que dudo que pasen más de veinticuatro horas antes de que tu buzón de voz vuelva a llenarse.


Ya podía imaginar los mensajes. Y no serían de enhorabuena precisamente. Seguro que la llamaban loca. 


Que a él lo llamarían loco. Siguió con el ceño fruncido. Tenía razón y el daño ya estaba hecho, pero no estaba segura de saber asumir las consecuencias. La noche estaba yendo tan bien... Pedro no había dejado de mimarla y sus amigos y ella se habían entendido de maravilla. Ojalá no hubieran aparecido Pedro y Carmen.


—Paula, necesito entenderte, necesito saber qué pasa. Por favor, dime qué ocurre.


Negó con la cabeza despacio. Pedro comenzó a preocuparse de veras.


—De acuerdo. Me vale de momento. Pero dime qué tengo que decirles a mis padres mañana cuando me pregunten por qué estábamos juntos.


Sintió que lágrimas de impotencia le llenaban los ojos. La noche no tendría que haber acabado así. Cuando hubieran salido del restaurante, horas después, habrían ido directamente a la cama a hacer el amor hasta quedarse dormidos. Se encogió de hombros acongojada.


—Paula, cariño. —Se acercó, se agachó hasta que sus cabezas estuvieron a la misma altura y le tomó de la barbilla con suavidad—. ¿Puedo decirles que estamos juntos, que lo estamos intentando, al menos?


Esta vez una lágrima corrió por su mejilla, solitaria. Él se la secó con el pulgar con mucha delicadeza.


—¿Puedo? —le preguntó con la voz cargada de ternura.


Cobarde. Cobarde. Cobarde.


—No, por favor.


Se apartó de ella como si le hubiera golpeado. Se puso en pie y comenzó a caminar por la sala, incapaz de estarse quieto. No quería hablar, no quería dejarse llevar por la furia que amenazaba con robarle la cordura y decir una barbaridad.


Pasaron los minutos. Paula miraba al vacío, concentrada en no llorar. Pedro se sintió derrotado.


—De acuerdo. Les diré a mis padres que no pregunten, que les contaré lo que tenga que contarles cuando me sea posible. ¿Está bien así?


Asintió llorosa de nuevo. No la dejaba. A pesar de todo seguía con ella.


—Pero esto es apenas una tregua. —Respiró hondo y volvió a sentarse frente a ella. Su voz sonó fría, distante—. Hace algunas semanas que debía haberme ido a la península arábiga a buscar capital privado para la Caja.


Paula asintió, habían hablado de ello varias veces. Sabía que tendría que hacerlo, y deseaba fervientemente que la invitara a ir con él.


—Lo sé —se vio obligada a responderle, a decir algo.


—Bien, partiré mañana hacia Madrid a la sede Central y de allí a Abu Dhabi. Estaré durante siete semanas, hasta la boda de Amadeo. —No la dejaba, pero la abandonaba. Se lo merecía, pero no por ello dolía menos. Todo el dolor se le agolpaba en la garganta, impidiéndole decir nada—. Durante ese tiempo tendrás que decidir qué quieres de mí, qué quieres para nosotros. No te llamaré, no te presionaré en ningún sentido. Cuando vuelva, me contarás cómo acaba esta historia. O, espero, como continúa nuestra historia.


Paula seguía asintiendo, concentrada en no llorar, perdida ya la batalla contra el habla.


Fue a marcharse pero cuando la miró de nuevo y la vio tan sola y asustada rebajó el tono y se acercó. Le acarició la mejilla con infinita ternura.


—Durante ese tiempo te seré fiel. Y no solo porque deba hacerlo sino porque no concibo estar con otra mujer que no seas tú. No te llamaré, pero pensaré en ti todos los días, a cada minuto. Solo espero que tú me añores tanto como yo a ti y puedas superar lo que sea que te impide quererme.


Le rozó los labios con amor una, dos, tres veces, y entonces sí, se fue.


Cuando oyó la puerta cerrarse dejó de contener el llanto y este se derramó durante horas hasta dejarla vacía.


Pedro, por su parte, se pasó todo el camino rogando a Dios una oportunidad con ella.









ATADOS: CAPITULO 24




Aquella noche de viernes Paula se había empleado a fondo. 


Incluso ella misma tenía que reconocer que estaba deslumbrante. Con un vestido verde botella minifaldero, un echarpe negro con flecos y unas bailarinas también negras tenía un aspecto muy informal pero el efecto era magnífico. 


Llevaba también un collar de piedras negras largo que se había anudado y un anillo verde enorme. Unos pendientes de oro viejo con un brazalete a juego daban el toque de elegancia al conjunto. Un maquillaje discreto y el cabello rizado a base de esfuerzo hacían que se la viera mejor que nunca. Esperaba que Pedro supiera valorar las horas que había invertido en arreglarse.


Sonreía como una boba a su reflejo. Si meses antes le hubieran dicho que pasaría casi tres horas acicalándose se hubiera muerto de la risa. Y ahora había ocurrido. Estaba enamorada sin remedio de Pedro y comenzaba a tener esperanzas de que lo suyo pudiera funcionar. Si bien estaba convencida de que la familia no creería en ellos, o más bien en ella como su pareja, quizá los amigos sí y esa sería una buena base para comenzar. Tal vez con el tiempo todo el mundo entendería que estaban hechos el uno para el otro. 


Veía a Pedro muy interesado y esperaba, deseaba que también él estuviera comenzando a sentir cosas especiales. 


Quizá por eso había insistido tanto en quedar esa noche.


Pero era mejor ir por partes. Y la primera parte empezaba en aquella velada, con los amigos de Pedro. Si los conquistaba, si se guardaba su sarcasmo y se limitaba a sentirse a gusto, todo iría bien. Se prometió que esa noche sería la primera de muchas otras con Pedro y más compañía. Incluso podía presentarle a sus amigos. Aunque primero los aleccionaría para que no la dejaran mal. Tampoco había que tentar a la suerte.


Y con el tiempo la familia les vería juntos y entenderían que su historia iba a funcionar. Pronto se casaría su primo. Era demasiado temprano para una presentación formal y tendrían que ir separados. Estaba segura de que a él no le haría ninguna gracia, pero le comprendería y respetaría su decisión. O eso esperaba.


El timbre de la puerta la sacó de sus ensoñaciones. «Esta es tu primera gran noche, Paula. Céntrate en disfrutarla». Con esa idea abrió la puerta.


Cuando Pedro la vio su corazón dio un pequeño brinco de alegría. Siempre había pensado que Paula era preciosa y esa noche superaba cualquier expectativa. Llevaba un vestido, prenda poco habitual en ella, que le sentaba a la perfección. Su pecho se llenó de orgullo. Cómo aquella hermosa mujer se había fijado en él era increíble pero no pensaba desaprovechar su suerte. Veía a su chica, como le gustaba llamarla, muy encariñada y aquella noche iban a romper su primera barrera. Por fin quedaban con más gente, se acababa el miedo a que les vieran juntos. No entendía por qué se resistía tanto a que se supiera de su relación aunque poco a poco vencería sus reservas. Y esa era la primera de muchas noches.


Reaccionó al darse cuenta de que pasaban los segundos e Paula lo miraba, nerviosa. ¿Acaso no le gustaba? Se estaba preguntando ella ante su silencio. Quizá esperara más sofisticación. A lo peor…


—Estás preciosa. —¿Había una palabra para decir que le tentaba tanto que deseaba arrodillarse y pedirle matrimonio, y que no la asustara?—. Sé que suena a poco pero no sé cómo decirte lo increíble que estás. Estás… estás… Joder, Paula, de veras que no tengo palabras.


No fue lo que dijo. Fue cómo lo dijo. De un tirón lo metió dentro de casa y lo besó con fiereza. En el momento que sus bocas se rozaron Pedro se sintió perdido y se aferró a ella, a su boca, como si nada más tuviera sentido. El beso se prolongó e Paula comenzó a acariciarle la espalda, acercándolo más. Fue él quien se separó con la respiración entrecortada.


—Si seguimos por ese camino —su voz enronquecida destilaba pasión en cada sílaba— me temo que no saldremos nunca. Y no te has arreglado tanto para que te quite la ropa en menos de un minuto, ¿verdad?


Lo pensó unos momentos y extrañamente no quiso que la desvistiera. O no todavía, al menos. Le acarició la nariz con el dedo índice.


—Pues me temo que no. Tendrás que esperar. ¿O crees que es a ti a quien pretendo impresionar esta noche?


Le besó la mano al tiempo que sonreía.


—Pretendes robarle el corazón a mis amigos, ¿no? —bromeaba—. ¿Acaso no tienes suficiente con el mío? ¿Los coleccionas?


No pudo contestar. ¿Tendría de verdad su corazón? La perspectiva de que estuviera enamorado de ella la inundó de felicidad. «Lo lograrás», se prometió. Cogida de su brazo salieron juntos hacia el restaurante.


Había pasado algo más de media hora desde que llegaran. 


Paula estaba encantada. Con un Martini en la mano sonreía abiertamente. Los amigos de Pedro eran fantásticos y se veía a la legua que trataban de hacer que se sintiera cómoda. Él se mantenía todo el tiempo a su lado, acariciándole el brazo o la cintura con cariño. Pedro le había dicho que tenía su corazón, los amigos estaban satisfechos con su relación… ¿qué más podía pedir? Solo era cuestión de tiempo, de no precipitar las cosas. En unos pocos meses estaría preparada para confesarle sus sentimientos y hacer partícipe de ellos a su familia. Quizá en semanas… Mimosa se giró para besarle la mejilla. Y entonces los vio y se quedó helada.


Pedro notó cómo Paula se tensaba y se giró hacia la puerta, preocupado. Entonces vio que se acercaban y sonrió, extrañado pero feliz de la casualidad.


—Papá, mamá, ¿qué hacéis aquí?


Carmen, la madre de Pedro, apenas le hizo caso. Solo parecía tener ojos para Paula. El silencio se prolongó y fue su padre quien lo rompió. De entre todas sus primas siempre había mostrado predilección por ella.


—Bueno, bueno, mira a quién tenemos por aquí, Carmen: Paula Chaves ni más ni menos. —Le besó la mejilla, sonriendo de oreja a oreja—. No me digas que por fin mi hijo ha decidido hacer algo más que mirarte.


Se sonrojó al tiempo que le devolvía el gesto. Pedro padre siempre había bromeado sobre ellos, diciendo que a qué esperaba su hijo para pedirle salir. La broma se remontaba al menos a veinte años atrás y era ya casi un saludo. Un saludo que la violentaba mucho, por cierto.


—Papá, no la espantes.


—Que no te espante a ti, quieres decir. —Reaccionó al fin, besando a Carmen y sonriendo, algo forzada.


Sus padres notaron la tensión y tras varias preguntas educadas se despidieron de ambos, saludaron a los dueños del local y cinco minutos después desaparecieron. Pero el daño ya estaba hecho. Paula pasó la siguiente hora en silencio, sin participar apenas en ninguna conversación. Y en cuanto pudo pidió irse aduciendo un dolor de cabeza repentino.


Aún no habían arrancado el coche cuando estalló.


—Podrías haberme dicho que ibas a decirles a tus padres que vinieran. Hubiera sido un detallazo, la verdad.


—Paula. —El tono de él era de advertencia, lo que la crispó todavía más. La tensión de la última hora explotó a lo grande.


—¡¡Joder, Pedro, me has traído aquí engañada!!


Estalló también él. ¿Pero qué narices le pasaba a ella?


—¿Te he engañado? ¿Yo te he engañado? Quizá eres tú quien me lleva engañando todo este tiempo si coincidir con mis padres te parece una traición.


—No. Ni se te ocurra. Ni pienses en hacerme sentir culpable a mí cuando la culpa de esto es tuya.


—¿Culpa? ¿Pero qué culpa? Por el amor de Dios, hemos coincidido, nada más.


—¿Coincidido? Yo no creo en las coincidencias. —Su voz había subido el tono, parecía rayar la histeria—. Por eso insististe tanto en esta cena, ¿no es cierto? Pretendías forzarme a algo que yo no quería hacer.


—Mira, ya que estamos podrías explicarme a qué coño vienen tantas reticencias, si no te importa.


La furia de él la hizo sentirse extrañamente vacía. Antes de saber lo que iba a decir, antes de poder interrumpirse, le espetó:
—Después de lo que ha ocurrido esta noche ya no merece la pena explicar nada. Llévame a casa, por favor, y olvídate de que lo nuestro ocurrió alguna vez.