miércoles, 27 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 12




¿Qué era lo que había hecho?


Se despertó al día siguiente preguntándose lo mismo, y por desgracia recordaba la respuesta demasiado bien. El fuego de la chimenea se había extinguido dejando solo cenizas y ella se sentía igual, muerta por dentro.


Una vez extinguida la pasión, solo quedaban cenizas.


O mejor dicho, vergüenza. ¿Cómo podía ser tan débil? ¿Cómo podría mirar a Pedro de nuevo?


Pensó en salir corriendo, dejándolo todo.


¿Pero adónde? Ese era el problema. No podía ir a casa de su madre, pero ¿quién más la podía acoger?


Pensó en Carlos y rechazó la idea, cuando sonó el teléfono.


Se quedó mirándolo. ¿Quién podía ser? Seguro que no sería Pedro. Él había dejado bien claro que ella tendría que buscarlo a él.


—¿Sí? —contestó.


—¿Paula?


—Sí. Hola Carlos —dijo aliviada.


—Ya sé que estás muy ocupada, pero quería saber si esta noche estás libre. Podríamos ir a cenar.


Paula notó el tono inseguro de su voz. Tenía que hacer algo. No era justo tenerlo en vilo.


—¿Por qué no vienes aquí, Carlos? Yo cocinaré algo —pensó que sería más fácil cortar con él en casa.


—Yo… bueno… —Carlos estaba claramente sorprendido—. ¿Estás segura? No quiero causarte molestias.


—Ninguna molestia —Paula le aseguró, aunque ya se estaba arrepintiendo—. Digamos, a las ocho. Telefonéame desde el coche y saldré a abrirte la verja. Ahora tiene control remoto.


—Ah, la nueva escoba —bromeó Carlos—. ¿Qué tal es?


—En verdad, no lo sé —mintió Paula—. Oye, tengo que irme. Te veré esta noche.


—De acuerdo. Encantado.


Después de colgar Paula hizo una mueca. El tono de Carlos era cariñoso. Estaba claro que no sabía para qué lo invitaba.


Desde luego no tenía que preocuparse por su comportamiento. Se lo diría con tacto para no herir sus sentimientos y él lo aceptaría. Era todo un caballero. 


Entonces, ¿por qué no podía quererlo?


Paula sospechaba que era un defecto de ella y ya era suficientemente adulta para no engañarse a sí misma.


Se avergonzaba de su comportamiento a los dieciséis años. 


¡Adorar a Pedro como si fuera un dios!


Cierto que era muy atractivo. Todavía lo era. Y había sido amable con ella diciéndole que tenía talento y que era inteligente. Pero su padre le pagaba como tutor, y quizás eso era parte del trato.


Pero la noche anterior no había dicho nada amable. Y, después de diez años, había conseguido volver a estropearle la vida. Al menos esa vez no habría consecuencias a largo plazo.


Eso la hizo pensar en Dario y en cómo tenía que abordar el tema de que no debía comunicarse con extraños.


Preparó un buen discurso, pero cuando fue a recogerlo a casa de Adam, Dario estaba tan contento que no quiso estropear su buen humor y escuchó con todo detalle que Adam lo había llevado a un sitio muy emocionante llamado Laser Quest, antes de prometerle que lo llevaría de nuevo algún día.


Dario hizo una mueca.


—Es para chicos, mamá —no pretendía menospreciarla, pero Paula se sintió inadecuada. Por mucho que lo intentara nunca podría llenar el hueco de un padre en la vida de Dario. 


Volvió a pensar en Pedro. Era cierto que Pedro le había gustado al niño y se había comportado amigablemente con él. Pero eso no quería decir que iba a aceptar a un hijo que nunca había deseado y Dario merecía algo más que un padre renuente—. ¿Qué hiciste anoche, mamá?


—Ya sabes. Un poco de trabajo, mirar la tele…


—Oh —Dario parecía decepcionado.


Paula añadió:
—Esta noche va a venir Carlos. Lo he invitado a cenar.


—Bien —Dario no parecía entusiasmado—. Yo no tengo que estar, ¿verdad?


—No —Paula se sintió aliviada—. Creía que Carlos te gustaba…


—Está bien —accedió Dario—. Pero hace preguntas estúpidas.


—¿Cómo cuáles?


—Como: ¿Qué tal el colegio? y ¿Juegas al rugby? Y ¿Qué quieres para navidades?, cuando aún estamos en Pascua.


Paula se habría reído si no se hubiera sentido culpable.


—Solo está tratando de darte conversación.


—Es muy aburrido.


—Quizás debería escribirte mensajes electrónicos —le espetó—. Parece que los prefieres. He oído que eres como una cotorra en el ordenador.


Sonaba como una acusación y Paula se arrepintió enseguida de lo dicho, deseando que Dario no se diera por aludido. 


Pero Dario era muy rápido y tras un breve silencio dijo:
Pedro vino a verte.


—Si quieres decir el señor Alfonso, sí. Vino anoche.


Dario la miró y vio la expresión de su cara.


—Estás enfadada, ¿verdad?


—No, pero habíamos acordado que nunca utilizarías el ordenador para hablar con extraños.


—¡Él no lo es!


—No interrumpas —replicó ella—. Prácticamente lo es.


—Pero antes vivía en nuestra casita. Tú lo conocías cuando eras pequeña.


—No estamos hablando de eso —Paula se estaba exasperando—. Si hubiera querido que fueras a mendigar, te habría mandado en persona, sin zapatos y con una gorra en la mano. Pero no lo quiero, así que te ruego que no vuelvas a hablar con él.


Paula lo miró para saber si lo había disgustado, pero solo vio una expresión de terquedad.


—¿En el ordenador? —preguntó— ¿O de ninguna forma?


¿Cuándo se había vuelto tan pedante? ¿O era que lo acababa de notar después de ver la versión adulta?
Iba a decir que de ninguna forma pero no lo hizo. Algún día querría hablar con su padre y ella no quería que recordase que se lo había prohibido. ¿La perdonaría por no decirle la verdad?


—No importa. Nos mudaremos pronto.


—Él dijo… —comenzó a murmurar Dario decepcionado.


Tenía que escoger entre decirle la verdad o mentirle. ¿Qué podía importar si el niño se decepcionaba de Pedro? Después de todo quien tenía que vivir con Dario era ella. Pedro no debía haber hecho promesas que no podía cumplir.


—Toma —trató de darle el mando a distancia para que abriera la verja.


—No, gracias.

Paula estaba irritada pero se dominó y utilizó el mando. 


Cuando llegaron a la casita Dario corrió hacia su habitación, pero Paula lo detuvo.


—Mira Dario, deberías saberlo. No tiene nada que ver con Pedro. Si quisiéramos quedarnos, él nos dejaría.


—Entonces… si es así, ¿por qué…?


—Me doy cuenta de que es difícil para ti entenderlo —suspiró ella—. Pero pienso que es hora de que nos mudemos. No es bueno para ninguno de los dos que estemos aquí solos, tan aislados.


—Quiero ir a mi habitación —interrumpió Dario.


Paula se sorprendió del tono. Estaba preocupado y ella tendió la mano para hacerle una caricia, pero él la evitó. No podía hacer nada por contentarlo y lo dejó tranquilo hasta la hora de cenar.


Le llevó unos sándwiches, leche y una manzana. Dario estaba sentado frente al ordenador.


—¿Tienes bastante?


—Sí, gracias.


—¿Quieres hablar?


—Si tú quieres.


—¿Cómo estás?


—Bien.


Paula consiguió no enfadarse. Aunque Dario contestaba con monosílabos, estaba siendo educado. Decidió concentrarse en preparar la cena para Carlos.


No hizo grandes esfuerzos con su apariencia y, cuando Carlos telefoneó, bajó a abrir la verja. Otra vez tuvo que darle varias veces al mando para que se abriera. ¿Por qué no habría dejado Alfonso las viejas?


Cuando Carlos entró, se subió al coche con él y no fue suficientemente rápida para evitar el beso de saludo. Fue agradable, pero nada más. Esa noche tenía que terminar con él.


Fue difícil hacerlo puesto que Carlos no dijo ni hizo nada que sugiriera que deseaba una relación que no fuera solo amistad, pero cuando llegaron al café pasó el brazo por detrás de ella.


—¡Falta la leche! —exclamó Paula levantándose de pronto para escapar. Volvió a los pocos segundos—. Lo siento, no queda.


—No te preocupes. Yo no tomo leche.


—¿No tomas? —hizo como que lo acababa de descubrir—. Eso demuestra que no sabemos mucho el uno del otro, ¿verdad?


Era un comienzo y se sintió satisfecha, aprovechando para sentarse en una silla.


—Sabemos las cosas importantes —sonrió Carlos—. Quiero decir, venimos de mundos parecidos, nos gustan las mismas cosas, la ópera, el ballet, la caza…


Paula sintió que se hundía. Era el comienzo de un discurso que ya se sabía.


—No tantas —decidió contradecirlo—. En realidad la caza no me gusta. Siempre me ha parecido un poco salvaje, caballos y perros persiguiendo a un pobre zorro.


Seguro que eso no le iba a gustar a Carlos.


—Bueno, sí —Carlos sonrió con indulgencia—. Eso es cuestión de opiniones, aunque cualquier granjero puede decirte lo dañinos que son los zorros. De todos modos, admiro tu postura —Paula no quería que él admirara nada. Quería que abriera los ojos y se diera cuenta de que no tenían nada que ver—. De todos modos, quería decir la hípica —continuó él—. Eras tan buena saltando. Deberías volver a practicarlo. Podrías usar uno de mis caballos.


—Gracias, pero suelo estar muy ocupada con el trabajo y lo demás.


—De momento, sí —concedió él—, pero si tu vida fuera diferente… Eso es lo que estoy intentando decirte. Me gustaría cambiártela. De hecho, vine aquí porque me gustaría discutir el futuro…


—Crlos… —Paula intuía lo que él iba a decirle y quería detenerlo a toda costa—. Es muy amable por tu parte, pero ya he hecho algunos planes. Quiero que mi negocio crezca y mudarme. Probablemente a Londres. Allí es donde está el trabajo.


—Yo… bueno… —la información había dejado perplejo a Carlos—. No pensaba que te tomaras tan en serio el pasatiempo ese de la decoración.


Paula hubiera querido aclararle que no era pasatiempo sino trabajo, pero no era culpa de Carlos que se hubiera quedado anclado en la época en que las chicas solo trabajaban para entretenerse antes del matrimonio.


—Totalmente en serio —subrayó Paula—. Es por eso que quería hablar contigo esta noche. Has sido estupendo, saliendo conmigo e invitándome, pero te mereces algo mejor. Alguien que se pueda dedicar más a ti… Y entre los compromisos de mi carrera y Dario, yo no podré hacerlo.


—No, claro —contestó él completamente decepcionado—. Ahora lo veo y te agradezco tu sinceridad.


Paula quería contestarle: «No seas tan bueno. Enfádate por una vez. Defiéndete. Dime que soy una bruja». Pero solo respondió:
—¿Quieres más café?


Era una indirecta y Carlos la recibió, miró el reloj y exclamó:
—¿Es esta hora? No, gracias. Me tengo que ir.


—Bueno —dijo ella poniéndose en pie—. Voy por una chaqueta y te acompaño hasta la verja.


Cuando llegaron a la verja resultó que no la podía abrir.


—El fallo es de tu mando o de la verja —Carlos decía lo obvio—. Tendremos que llamar a la casa grande. Me parece que hay un intercomunicador en un lado de la columna —antes de que Paula pudiera detenerlo, ya estaba fuera del coche. Quizás era mejor que fuera él. O tal vez no—. Es un tipo raro. Le dije quién era pero insiste en comprobarlo contigo.


—De acuerdo, iré yo.


Paula se acercó al intercomunicador y llamó con insistencia.


—¿Sí? —contestó una voz fría.


—Soy yo.


—¿Tú?


—Paula.


—¿Sí?


Paula apretó los dientes.


—Mi cacharro ese de hacer clic no funciona.


—¿Tu cacharro de hacer clic? —repitió él en tono burlón—. ¿Y cuál sería el nombre técnico de eso?


—Mi… ¿cómo se llama?, mando a distancia dejó de funcionar.


—¿Lo has dejado caer? —preguntó él.


—No, ¿por qué? ¿Eso haría que funcione?


—¿Estás de broma?


—Pues no —replicó enfadada—. Está lloviendo y me estoy mojando, así que por favor ven y haz algo. Carlos tiene que irse.


—¿Solo? No me lo puedo creer.


—¿Acaso es asunto tuyo? —rugió ella.


—Y anoche, ¿fue asunto suyo?


¿Estaba amenazando decirle a Carlos lo que había sucedido entre ellos? En realidad no importaba ya que su relación con Carlos había terminado, pero ella no quería herir a Carlos haciéndole creer que había terminado por culpa de otro.


—Había olvidado que es celoso —continuó Pedro—. No te preocupes, será nuestro pequeño secreto.


Estaba burlándose de ella.


—¡Vete al infierno! —dijo Paula sin darse cuenta de que la verja se estaba abriendo.


Cuando vio que estaba abierta fue hacia el coche, por el lado del conductor.


Carlos la miró preocupado.


—¡Estás empapada!


—Estaré bien —contestó agarrando el paraguas que él le ofrecía.


—Parece un demonio —añadió Carlos—. ¿Es por eso que te vas a trasladar?


—Es una de las razones —dijo mirando hacia la verja—. Será mejor que te marches no vaya a ser que la cierre de nuevo.


—Cuídate, Paula.


—Tú también —se inclinó hacia el coche y le dio un beso en la mejilla—. Gracias por todo.


Era la despedida y ambos lo sabían.


Paula esperó hasta que Carlos atravesó la entrada antes de llamar de nuevo por el intercomunicador.


—Ya puedes cerrar —informó con frialdad.


—¿Ya se ha ido?


—Sí.


—Bien.


¿Bien? ¿Qué era eso, su aprobación?


Paula se alejó de la verja rezongando. Se preguntaba si iba a tener que enfrentarse con la Inquisición cada vez que quisiera salir de Highfield.


Seguro que a él también lo molestaría.






¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 11




Pedro trató de saciar sus ansias con su aliento fresco, sus labios y el movimiento de su cálida lengua, pero ella quería más. Cayeron juntos sobre el sofá y de allí rodaron a la alfombra. Ella necesitaba que él la acariciara, la rozara, le palpara los senos hasta que estuvieran llenos y duros. No protestó cuando él le desató el cordón de la bata y le quitó el camisón y trató a su vez de arrancarle la camisa para deslizar sus manos sobre el vello varonil y sudoroso.


Paula se quedó tendida mientras él deslizaba su boca y la besaba en el cuello, los hombros y la curva de su seno hasta llegar a uno de sus pezones.


Ella lo necesitaba y quería más.


Avariciosa como él. Un seno primero, luego el otro. 


Mordisqueando, lamiendo.


Una pregunta y una respuesta: sin protección.


No importaba. Esa vez era para ella.


—Échate, cariño.


La boca de nuevo sobre un seno, las manos sobre su vientre, deslizándose, buscando, empujando entre los muslos. Haciendo que ella se estremeciera. Aliviándola, acariciándola. Abriendo los otros labios. Dedos largos entrando y saliendo, fuertes y rítmicos hasta que ella comenzó a gemir.


Entonces deslizó la cabeza hacia su vientre, colocó la boca donde antes estuvieron los dedos y sus labios y su lengua la acariciaron hasta que ella, alzando sus caderas, comenzó a jadear y, temblorosa, envuelta en una nube de placer, llegó al clímax.


Exhausta y satisfecha, él la envolvió de nuevo en la bata y ella evitaba mirarlo, avergonzada de haberse entregado.


—¿Estás bien? —preguntó él mientras la besaba con ternura en la frente. Ella asintió con los ojos cerrados para que él no pudiera adivinar nada. Ningún hombre la había llevado a tal placer de ese modo. Era como si hubiera vuelto a perder la inocencia—. La próxima vez, vendré preparado.


Ella abrió los ojos y vio cómo él la miraba como si fuera suya, sin esconder lo que estaba pensando.


Deseó que él la tomara y acabar de una vez. Sabía que estaba en deuda.


Decidió ser sincera. Se sentó y, arreglándose la bata, respondió:
—Lo siento, pero no habrá una próxima vez.


—¿Qué? —asombrado, él se incorporó y la agarró de un brazo obligándola a mirarlo—. ¿Qué estás diciendo?


—No quiero que vengas más por aquí —ella no podía soportar esa relación basada en el sexo, de la que él podía marcharse cuando quisiera.


—Pero… —la escrutó con la mirada y vio que hablaba en serio—, ¿entonces esto qué fue?


Ella lo interpretó como una acusación, que quizás se merecía. Había dejado que él le hiciera el amor sin dar casi nada a cambio y estaba cortando en seco la relación.


—Tú quieres hacerlo bien y yo no te lo voy a impedir, pero ahí termina todo.


Paula no podía permitir que él entrara y saliera de su vida a su gusto. Sabía que no podría soportarlo.


—¿No me lo vas a impedir? —repitió él—. ¿Eso que es, una invitación o una despedida?


—Yo… no… yo solo quería decir… —ella tartamudeaba al ver la expresión de furia en su cara.


—¡Olvídalo! —la apartó de él—. Yo sé lo que querías decir. Un favor por otro favor. Pues, ¡no, gracias!


Se puso en pie, se metió la camisa en los pantalones, agarró la chaqueta y se dirigió hacia la puerta antes de que ella pudiera decir nada más.


Ella lo siguió y lo asió por la manga.


—No lo entiendes.


—¿No lo entiendo? —gruñó él—. ¿Por qué no vienes a mi casa y me lo explicas cualquier día? Quizás cuando te sientas un poco sola y necesites compañía masculina. 
¿Quién sabe? Si estoy lo suficientemente necesitado, quizás te haga caso.


—No es eso —protestó Paula entre sollozos.


—¿No? —sus ojos quemaban de desprecio.


Él nunca había mirado a Paula de ese modo. A ella se le rompía el corazón mientras le contestaba:
—Tú fuiste quien vino a mí.


—Más tonto aún —rezongó, y apartándola de un empujón, salió dejando la puerta abierta.


Paula la cerró de un portazo en un gesto de desafío, antes de entregarse desconsoladamente al llanto.


¿Qué era lo que había hecho?



¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 10





Tardaron dos días en terminar la puerta Oeste y enseguida pasaron a reconstruir la entrada para coches. Paula no podía negar que necesitaba reparación pues estaba llena de baches.


Tampoco podía quejarse de las verjas nuevas puesto que Colin Jones, el aparejador, se había personado en su casita para entregarle su propio mando a distancia. Al parecer, el señor Alfonso le había dado instrucciones cuando llamó desde los Estados Unidos para saber cómo iba la obra.


«No me dijo que volvería a marcharse», pensó Paula. Pero, ¿por qué iba a hacerlo? Ella no era nada para él.


Y él no era nada para ella.


Al saber que él no estaba allí, Paula cedió a su curiosidad y se acercó a la casa grande. Esperaba que hubiera cambios, pero se quedó perpleja al ver casi toda la parte trasera cubierta de andamiajes para limpiar la piedra y que la parte del establo estaba sin techo. Al parecer iban a reconvertirlo en casitas para invitados. Había todo un batallón de obreros.


Lo mismo pasaba con la parte frontal de la casa. Era cierto que Highfield necesitaba todo ese trabajo para sobrevivir, pero Paula lo sentía como si le estuvieran borrando el pasado y la dejaran a ella a la deriva.


Era imperativo que dejara la casita. No por Pedro y sus reformas, sino por percatarse de que su vida tenía que cambiar. Volvió a mirar a diario los anuncios y a visitar agencias. Dario, en silencio, parecía resignarse.


Pasaron varias semanas hasta que encontró algo medianamente aceptable. Claro que, después de los apartamentos tan sórdidos que había visto, sus exigencias habían bajado bastante. La cocina estaba sucia, la sala era diminuta y no tenía ducha. Pero estaba dentro de su presupuesto.


Intentó convencerse de que era el lugar adecuado y, tras dejar un depósito de cincuenta libras, se lo mostró a Dario.
Como Dario no había visto los otros para comparar, dijo lo que pensaba.


—¡Es horrible!


Esa vez Paula no apreció la franqueza de su hijo y no tuvo en consideración sus sentimientos ni su edad. Solo le dijo que tendría que gustarle porque la casita ya no era de la familia. Que era de Pedro y que tarde o temprano querría recuperarla. Para su ama de llaves, o para algún amigo, o simplemente porque era suya y no quería a dos extraños viviendo allí.


Era una dosis de realidad imperdonable ya que se había pasado los diez años de su vida protegiéndolo. Pero no había podido evitarlo pues estaba agobiada por las preocupaciones que se le acumulaban.


La reacción de Dario fue el silencio, y al llegar a casa corrió a su dormitorio. Ya más tranquila, Paula se sintió culpable y trató de contentarlo. Pero él la rehuyó y se mantuvo serio y cabizbajo todo el fin de semana.


No era la primera vez que dudaba de sí misma como madre. 


Se confirmaba lo que todos, incluso Pedro, decían: que era demasiado joven cuando tuvo a Dario.


Tres días después Dario anunció de repente:
—Mamá, creo que podremos quedarnos aquí.


—Oh, Dario. Quiero que dejes de preocuparte de esas cosas —le respondió—. No debía de haber dicho lo que te dije y, pase lo que pase, seguro que será para mejorar.


—Pero si pudiéramos quedarnos en la casita para siempre… —insistió el niño— ¿Es eso lo que te gustaría?


Paula no sabía qué contestar. Comenzar de nuevo en otra parte la atraía pero entendía que Dario rehusara desarraigarse.


—A decir verdad, ya no lo sé.


—¿Pero y si Pedro quiere que te quedes?


—¿Pedro? Querrás decir el señor Alfonso.


Dario asintió.


—Él me dijo que lo llamara Pedro.


—¿Cuándo? —Paula no recordaba haberlo oído.


—No me acuerdo. ¿Importa mucho? Mamá, si él no quiere que nos vayamos, entonces podemos quedarnos, ¿verdad?


—Es posible —contestó.


Su tono era evasivo, pero Dario no lo notó y su cara se alegró.


Paula decidió dejarlo con la idea hasta que pudiera ofrecerle otra alternativa mejor al apartamento que le había enseñado.


Pero aún no había encontrado nada cuando Pedro reapareció durante el fin de semana.


Era viernes por la tarde y Dario se había quedado a dormir en casa de un amigo. Paula había salido del baño, se había puesto una bata y se estaba secando el pelo cuando llamaron a la puerta.


La llamada la sobresaltó pues nunca tenía visitas inesperadas.


Apagó la luz y miró entre las cortinas. Estaba lloviendo pero había luz suficiente para reconocer al visitante.


El estómago se le encogió y consideró fingir que no había nadie.


Volvieron a llamar.


—Paula, soy Pedro —ella no se movió pensando que a lo mejor él desistiría y se marcharía—. Pau, sé que estás.


Pau. Solo él acortaba así su nombre. Antes le gustaba, pero en ese momento solo le causaba resentimiento. Se armó de valor y abrió.


—¿Sí?


—Hola —saludó él—. Yo también me alegro de verte.


Ella hizo una mueca ante el sarcasmo.


—¿Qué quieres? Son más de las nueve.


—Lo siento —se disculpó él—, pero acabo de llegar de Estados Unidos. Pensé que sería mejor que viniera ahora, por si no te veía por la mañana.


—Si es por el alquiler —tartamudeó Paula—, ya te lo habría pagado, pero no hemos acordado cuánto es.


—¿El alquiler? —repitió él—. No lo sé. ¿Cuánto le pagabas a tu madre?


—Ciento cincuenta libras —no podía decirle que nada y se inventó la cifra.


—De acuerdo —asintió él.


—Al mes —aclaró ella.


—De acuerdo —estaba claro que le era indiferente la cantidad—. En realidad quería hablarte de tu contrato.


—¿Y bien? —Paula se preparó. ¿Había llegado la hora del desalojo?


—¿Puedo entrar? —dijo acercándose.


Paula le habría cerrado la puerta en las narices, pero lo hizo pasar y lo acompañó hasta la sala, mientras se apretaba el cinturón de la bata, consciente de que no estaba vestida.


Él llevaba un traje formal, aunque tenía el cuello de la camisa desabrochado y la corbata floja.


—¿Quieres beber algo? —la oferta era de puro compromiso.


—Me gustaría —dijo mirando a su alrededor los cambios de la casita—. No es en absoluto como yo la recuerdo.


—La escalera es nueva —aclaró ella—. La hice construir para que Dario pudiera usar el ático como dormitorio. Cambié las paredes a su piedra original, y el resto lo pinté. Algunos muebles son los tuyos y el resto lo compré en una subasta.


—Es toda una transformación —parecía sincero en su admiración—. Es difícil de creer que sea el mismo sitio.


—Gracias —Paula aceptó el cumplido—. ¿Quieres café, té o algo más fuerte?


—Creo que té.


—Siéntate —le dijo señalando el sofá y salió hacia la cocina.


Cuando volvió con las tazas y el té, él estaba al lado de su mesa de trabajo hojeando algunos diseños.


—Parecen profesionales —comentó.


—Son para el dormitorio y vestidor de un cliente. Plano noventa y nueve más o menos.


Él sonrió.


—Así que esto es lo que querías decir con arreglar casas. Eres decoradora de interiores —declaró él, y ella asintió—. ¿Por qué no lo dijiste?


—Parecía que te divertía llegar a otras conclusiones.


Él la miró pero no dijo nada y siguió hojeando sus dibujos.


—¿Desde cuándo estás haciendo esto?


—¿Diseñar? Desde hace tres años —contestó—. Este encargo en particular, desde hace unas semanas, aunque me parece mucho más tiempo.


—¿Tienes problemas? —preguntó. Ella se encogió de hombros. ¿Qué le importaba a él? Recogió los dibujos y los metió en su carpeta, haciéndole señas a Pedro para que se sentara—. Me pregunto —continuó él cuando ella le dio su taza de té— si tendrías tiempo para hacer algún trabajo para mí… de diseño, quiero decir.


Ella no sabía qué contestar.


—¿Yo?… ¿En Highfield?


Él asintió.


—Los constructores están renovando la estructura de la casa, pero tarde o temprano habrá que amueblarla y decorarla de arriba a abajo.


—¿Y por qué yo?


—¿Y por qué no? Tú conoces Highfield y pienso que podrías mejor que nadie hacer algo en sintonía con el estilo y los años de la casa.


Era una proposición tentadora. Un proyecto como Highfield era el sueño de cualquier decorador, pero ¿no sería demasiado para ella?


—Solo he diseñado una habitación por vez —confesó Paula—. Creo que te iría mejor contratando a una empresa grande.


—Ya han venido dos —dijo Pedro haciendo una mueca—. Casa de campo al estilo de un piso de Nueva York…


—¿Minimalista? —el estilo estaba haciendo furor.


—Desnuda es la palabra que yo aplicaría —respondió él—. Aunque, para ser justo, tampoco les di muchas explicaciones. Pensé que ofrecerían algo en consonancia con el estilo de la casa.


—Tendrás que dar alguna breve sugerencia sobre lo que prefieres o la mayoría de los diseñadores tratarán tu casa como una obra de arte más que como un sitio para vivir.


—Bien. No me gusta nada muy florido, ni los tonos pastel, ni la madera clara, ni el pino, ni los muebles de reproducción. ¿Es suficiente?


—Es un comienzo —acordó Paula.


—Entonces, ¿cuándo podrías?


—¿Qué?


—Comenzar.


¿Había ido para eso? No, porque acababa de descubrir que era diseñadora.


Habría sido fácil aceptar, pero no podía obviar los inconvenientes. Ella necesitaba confianza mutua para trabajar, y en ese caso carecía de ella.


—No podría —contestó por fin—. No tengo ni tiempo ni medios.


—Ni ganas —añadió él.


Paula no contestó y se limitó a preguntar:
—¿No querías hablar del contrato?


—Tengo entendido que te preocupa la seguridad de tu arrendamiento.


Paula lo miró tratando de entender.


—Esto qué es, ¿la hora de la liquidación? —preguntó ella refiriéndose a una conversación anterior.


Pedro hizo una mueca y luego recordó.


—¿Acaso prefieres un arreglo económico?


Paula, que había hecho una broma, lo miró sorprendida. ¿Iba a hacerle eso? ¿Darle dinero para que se fuera? Eso era lo que parecía.


—No quiero que me des dinero —dijo despreciativa—. Si decido marcharme será porque yo lo quiera.


—Será mejor que se lo digas a Dario —contestó él en tono cortante.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula irritada.


Pedro metió una mano en el bolsillo, sacó un papel doblado y se lo entregó.


Era un mensaje electrónico impreso. Paula lo leyó rápidamente, y luego lo releyó, incrédula.


—¿Has estado escribiéndote con mi hijo? —no tenía que fingir su indignación.


—No. Él se ha estado comunicando conmigo. Yo solo le acusé recibo.


—¿Pero cómo?


¿Cómo podía haber enviado Dario ese mensaje? ¡Un ruego a Pedro para que no los echara de la casita!


—Pues con mucha iniciativa, diría yo. Al parecer habló con Jones, el constructor, quien lo dirigió a Rebecca, la mujer de mi socio. ¿Te acuerdas de ella? Y con un poco de insistencia la persuadió para que le diera mi dirección electrónica. Supongo que tiene acceso a un ordenador.


—Tiene uno en su dormitorio —confirmó Paula.


—¿Con un módem? ¿Está conectado a internet?


Ella asintió.


—Lo usa a veces para los deberes, pero la compañía que lo instaló me dijo que le pondrían un filtro para que no pudiera entrar en los chats ni recibir páginas inapropiadas.


Paula se quedó pensando preguntándose por qué tenía que justificarse ante Pedro como madre. Ni que él fuera un buen padre. Simplemente no lo era.


—Eso no le impediría enviar mensajes —explicó Pedro—. Y sospecho que Dario es suficientemente listo para saltarse todos los filtros. De todos modos, no ha pasado nada malo.


¿Nada malo? ¡Una carta de súplica al casero! ¿Y la respuesta?


—¿Qué le contestaste? —inquirió ella.


—No lo recuerdo, pero seguramente estará aún en el disco duro si quieres leerlo —Paula guardó silencio—. La esencia era que no se preocupara, que tenéis el arrendamiento asegurado y que aclararía las cosas en cuanto regresara.


—¡Qué magnánimo! —dijo Paula pensando que Dario creería que si se iban era por culpa de ella.


El sarcasmo sorprendió a Pedro, pero al rato concluyó:
—Ya entiendo. Tú querías marcharte y yo era una buena excusa. Y si el chico piensa que yo soy el casero malo, ¿a quién le importa? —era obvio que a él sí le importaba y Paula se sonrojó—. ¿Has encontrado algún sitio?


—Aún no.


—¿Pero estás buscándolo? —Paula asintió—. Pero ¿por qué razón? ¿Por eso que hubo entre tú y yo?


Paula alzó la vista ante la franqueza de la pregunta. Sus miradas se encontraron. Quería fingir que no tenía ni idea de qué quería decir eso. Pero eso había vuelto a la vida en cuanto ella había visto de nuevo a Pedro y estaba acechando ante la mirada gris de él.


—Todo no gira alrededor tuyo, Pedro Alfonso —mintió—. He estado encerrada aquí casi ocho años y ya es hora de moverme.


—No puedo contradecirte —replicó él, pero ¿estás segura de que el apartamento de Southbury es el sitio adecuado?


Paula maldijo a Dario. ¿No podía guardar secretos?


—Es lo que puedo pagar —se justificó—. ¿Cómo supiste eso? ¿Está en el mensaje?


—Dario estaba conectado a la red cuando le envié la contestación anoche —«así que tuvieron una charla», pensó Paula—. Siento mucho si no lo apruebas, pero…


—¿Cómo voy a aprobar que mi hijo pase las noches revelándole nuestra vida privada a un extraño?


—Vamos, Paula. Yo no soy un extraño —contradijo Pedro—. Y el chico estaba pensando en vuestro interés. No puedes culparlo por ello.


Estaba claro que Pedro pensaba que ella iba a castigar a Dario. Y quizás lo haría, desconectándole el ordenador unos días, pero eso no era asunto de Pedro.


—Ya arreglaré las cosas con Dario como me parezca oportuno —contestó Paula incorporándose.


Él fue más rápido y se interpuso entre ella y la puerta.


—Mira, yo no he venido aquí para meter al chico en problemas. Es un chico estupendo y puedes estar orgullosa de él. Tienes mucho mérito. No debe ser fácil educar a un hijo sola.


Paula consideró que el cumplido era en tono paternalista y su resentimiento se desbordó.


—Como si te importara mucho…


—En realidad sí me importa —la miró fijamente—. ¿Por qué otro motivo crees que estoy aquí? Quiero ayudarte.


La preocupación de Pedro parecía auténtica, pero Paula vio algo distinto en sus ojos. ¿Acaso pensaba que era tonta?


—Quieres decir que deseas acostarte conmigo.


Pedro iba a negarlo pero recordó que siempre la tenía en mente mientras estuvo fuera. Quizás sería bueno decir las cosas claras.


—Eso también —aceptó él—. Pero no es un requisito. Te ayudaré de todos modos.


—Así que si te digo ahora que nunca voy a acostarme contigo y te pido, por ejemplo, dinero para el depósito de un apartamento decente, ¿me lo vas a dar? —ella preguntaba por preguntar, pero se quedó perpleja cuando él alcanzó su chaqueta y buscó su cartera.


—¿Cuanto necesitas?


—¡No quiero tu dinero! —espetó ella—. Era solo un supuesto. Debes de creer que estoy desesperada.


—Creo que estás sin blanca —rectificó él.


—¡Pues no lo estoy! Y aunque lo estuviera, no podrías comprarme.


—No era mi intención. Si mal no recuerdo —contestó él en tono cortante—, no necesito comprarte.


Paula se puso roja de rabia.


—¡Canalla!


—Posiblemente.


—Tenía dieciséis años y estaba borracha —Paula estaba cansada de que siempre sacara a relucir el pasado—. Por eso creo que no puedes considerarte irresistible.


—Y el mes pasado… y la semana pasada… —la agarró por el brazo—. ¿Estabas borracha? Y desde luego ya no tienes dieciséis años.


Paula no malgastó sus energías tratando de zafarse.


—No. Tienes razón. Soy una madre soltera de veintiséis años que no se ha acostado con un hombre hace años, y como tal es posible que esté desesperada. No es un gran reto, ¿verdad?


Ella pretendía molestarlo y ridiculizarlo, pero él pareció complacido.


—Muy interesante —comentó—. ¿Y qué esperáis tú y Carlos? ¿A la noche de bodas?


Paula se quedó sorprendida. Se había olvidado de que le había hablado de Carlos.


—¿Eso sería tan terrible? Carlos es un caballero —Pedro solo contestó con un chasquido de desagrado—. Claro que tú no podrás apreciar esa cualidad…


—Tienes razón. No puedo —afirmó Pedro haciéndola girar para que lo mirara—. Yo solo soy el hijo de la cocinera, ¿recuerdas? No un idiota de clase alta sin sexo… Pero sí, sería terrible estar casada con alguien que puede esperar para hacerte el amor, que no ansía llevarte a la cama y oírte gemir cuando…


—¡Cállate! —eran demasiadas verdades para Paula—. ¿Por qué haces esto?


—Tú sabes por qué —él intentó abrazarla pero ella lo impidió poniéndole un puño sobre el pecho. Bajo el puño, latía el corazón de Pedro de modo tan salvaje como el de ella—. ¿Necesitas que te lo diga?


Una dulce amenaza que ella no contestó. No tenía palabras para rebatir lo que él la hacía sentir, y cómo su mirada le destruía la voluntad.


¿Por qué seguía mirándolo y dejaba que le agarrara las manos y la llevara cerca de la chimenea? ¿Y por qué se quedaba quieta mientras él le daba un beso tierno en la mejilla?


Ya no tenía voluntad. Había cerrado los ojos y como un alma hambrienta buscaba la boca de él.