miércoles, 28 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 29





Paula se acercó a la pequeña media luna de arena blanca y se aseguró de que Pedro no pudiera verla desde su posición; se despojó de la camiseta y los vaqueros y se quedó tan solo con su sencilla ropa interior de color blanco. 


Con rapidez, se metió en el agua y casi se le cortó la respiración al notar lo fría que estaba.


—¡Pedro, ya puedes! —gritó sin poder evitar que le castañetearan los dientes.


Empezó a nadar para entrar en calor sin dejar de mirar con disimulo al hombre que, en ese momento, cruzaba los vigorosos brazos por delante de su pecho y los alzaba por encima de su cabeza despojándose del polo azul. Al ver esos hombros anchos y el torso moreno y fibroso se preguntó cuándo encontraba tiempo su ocupado vecino para tomar el sol. Se dijo que no estaba bien que lo espiara y trató de obligarse a volver la cabeza, pero una curiosidad irresistible le impidió apartar la vista de ese espléndido cuerpo, mientras Pedro se desabrochaba los botones de sus vaqueros y se quedaba tan solo con unos bóxers de color blanco. Pau hundió la cara en las gélidas aguas, en un fútil intento de aliviar su repentino sofoco. No se podía negar que a su vecino el estilo clásico le sentaba de miedo, se dijo. 


Pedro se metió en el agua, dio unas cuantas brazadas y enseguida estuvo a su lado.


—Está buena, ¿eh? —sacudió la cabeza lanzando gotas de agua en todas las direcciones y sus blancos dientes relucieron contra su bronceado rostro en una atractiva sonrisa.


—Está congelada —respondió Paula, aterida.


—Te echo una carrera, quejica..


Estuvieron un buen rato jugando y nadando hasta que Pau consiguió entrar en calor. Luego ambos flotaron un rato boca arriba, recibiendo en la cara los cálidos rayos del sol.


—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella.


—Saldré yo primero e iré a buscar la manta del picnic. Mientras aprovecha para quitarte lo mojado y ponerte el resto de tu ropa, ¿de acuerdo?


—Una sincronización perfecta —asintió la chica.


Pedro se alejaba en dirección hacia el bosquecillo donde habían comido, cuando, llevado por un impulso incontrolable, se dio la vuelta lo mismo que la mujer de Lot y, al instante, se quedó paralizado, como si él también se hubiera convertido en estatua de sal.


De espaldas a él, Paula miraba hacia el mar. Se había desabrochado el cierre del sujetador y, en ese momento se estaba sacando los tirantes por los brazos, después, introdujo los pulgares por la goma y se despojó del resto de su escueta ropa interior. Durante unos segundos en los que el tiempo pareció detenerse, la figura femenina, esbelta y sensual, desnuda por completo como una diosa de la antigüedad, se recortó contra el horizonte y Pedro se quedó sin aliento. Enseguida, Pau se puso la camiseta y los vaqueros, y su vecino consiguió recuperar de nuevo el uso de sus piernas temblorosas y se alejó hacia donde estaba la manta.


Al terminar de vestirse, Pedro tuvo que permanecer aún un rato tras la roca donde antes se habían protegido del viento, en un intento de volver a la normalidad. La imagen de Paula sin ropa lo atormentaba y estaba decidido a no salir de ahí hasta asegurarse de que no saltaría sobre ella para devorarla en cuanto la viera. Cuando por fin pensó que tenía sus pasiones bajo control, abandonó su escondite y se dirigió hacia la orilla. La joven estaba sentada sobre la arena, contemplando cómo rompían las olas con suavidad a pocos metros de sus pies.


—Toma —le dijo Pedro con la voz más ronca que de costumbre, al tiempo que le tendía la manta.


—Has tardado un montón —lo regaño la chica —me estaba empezando a congelar. Ven, siéntate aquí.


Paula dio una palmada sobre la arena, a su lado.


—Déjalo, no tengo frío —mintió él, haciéndose el remolón.


—No seas tonto, tienes los labios morados.


A regañadientes, el hombre se sentó a su lado y la chica pasó un trozo de manta por encima de sus hombros. 


Sujetando cada uno por un extremo, permanecieron contemplando cómo las escasas nubes que emborronaban el cielo empezaban a teñirse de amarillos, púrpuras y naranjas. Pau se acercó un poco más a él, buscando su calor, y Pedro tuvo que contener unas arrolladoras ganas de acariciarla.


—Ha sido un día maravilloso, Pepe, lo recordaré siempre —afirmó Paula. Luego pasó el brazo con el suyo y, cariñosa, se arrimó aún más a él. Pedro apretó los dientes para no dejar escapar un gemido; la cabeza le daba vueltas de deseo.


—¿Te ocurre algo, Pepe? Te noto un poco tenso.


—¡No! No es nada —se apresuró a responder él.


—¿No te lo has pasado bien?


—Hacía mucho que no disfrutaba tanto. —La sinceridad que asomó en su voz profunda era evidente.


Permanecieron un buen rato en un amistoso silencio, contemplando cómo el sol se hundía con lentitud en el mar.


—Creo que deberíamos volver —declaró Pau, al fin, pesarosa de romper la quietud del lugar.


—Tienes razón. En pocos minutos no se verá nada.


El hombre se incorporó y le tendió una mano, cálida y acogedora, para ayudarla a levantarse; Pau depositó en ella sus dedos helados y cuando Pedro la soltó para recoger la cesta y el caballete, sintió una extraña sensación de abandono. Lo cargaron todo en el coche y regresaron a la casa. Se disponían a subir la escalera, cuando les detuvo la voz de Pamela Atkinson que debía haberlos oído llegar y salía a su encuentro.


—Pau, Pedro, ¿de dónde venís a estas horas? Ya hemos cenado.


—No importa, Pamela, nosotros estamos bien —respondió Pedro, fastidiado. Le hubiera gustado pasar desapercibido y subir a su habitación sin que lo vieran.


—Tu madre quiere hablar contigo, se queja de que apenas te ha visto estos días.


Con un suspiro resignado, Pedro rodeó la cintura de Pau con un brazo y la condujo al interior del salón.


—Hola, mamá, Atkinson —saludó con frialdad al otro ocupante de la habitación.


Pedro, querido, no sé qué hacéis Pau y tú todo el día por ahí, casi no te he visto desde que has llegado —fue la contestación de su madre, mientras deslizaba una mirada desaprobadora por la larga melena de Paula, enredada por la sal y el viento marino, su ropa vieja manchada de pintura y sus mejillas arreboladas por la brisa y el sol.


Pau lo notó y se sintió algo incómoda al pensar en el aspecto desaliñado que debía presentar en contraste con la perfección del vestido y el maquillaje que lucía Pamela.


—Lo siento, mamá, le he estado mostrando a Paula los alrededores.


—Me temo que he sido yo la que he acaparado a su hijo, señora Alfonso, los paisajes en torno a su hogar son tan bellos que he obligado a Pepe a enseñármelo todo.


A su vecino le hizo gracia ver cómo la joven se apresuraba a salir en su defensa como si, a esas alturas, la desaprobación de su madre pudiera herirlo; ahí tenía una muestra más de su gran corazón.


—La verdad es que ha sido un día muy largo y los dos estamos muy cansados. ¿Qué era eso que querías decirme, mamá?


—Roberto y Pamela han venido a invitarnos mañana a una fiesta campestre. He aceptado en vuestro nombre, me imaginé que no os importaría. Así aprovecharemos para presentar a Pau a nuestros vecinos.


Pedro reprimió una mueca de fastidio; odiaba que su madre le organizara la agenda y más si era para hacer planes en compañía de los Atkinson. Nunca había podido soportar a Roberto y, desde que se había dado cuenta de cómo
miraba a Paula, mucho menos. Una vez más, había aprovechado para sentarse a su lado y la desnudaba con ojos voraces. Pedro apretó los puños con fuerza; ansiaba estrellarlos contra esa boca que lucía una permanente mueca chulesca y tuvo que clavarse las uñas en las palmas hasta que le dolieron para contenerse.


Tratando de serenarse, se volvió a mirar a Pamela y no pudo evitar compararla con Pau. La primera parecía una flor de invernadero, exótica y ligeramente artificial, en cambio, la gracia natural y algo salvaje de Paula Chaves parecía estar fuera de lugar en el impecable saloncito amarillo de su madre; daba la impresión de que una playa salvaje o los verdes prados ingleses después de una buena tormenta serían un marco más apropiado para su belleza.


—Os agradezco la invitación. —El rostro de Pedro, como de costumbre, permanecía inescrutable, impidiéndoles adivinar sus pensamientos—. Contad con nosotros, pero ahora debemos daros las buenas noches, Paula me confesó hace unos minutos que estaba muy cansada.


La joven se tapó la boca con una mano, como si tratara de esconder un bostezo, y le guiñó un ojo a Pedro con disimulo, de modo que se vio obligado a contener una sonrisa.


—Vamos quedaos un rato más —rogó Roberto, agarrando a Pau por el brazo.


—Lo siento, de verdad, estoy agotada. —La joven se soltó con suavidad, al tiempo que le dirigía una educada sonrisa y se puso en pie.


—Buenas noches —se despidió Pedro, tomó a Paula de la mano y salieron juntos del salón. En cuanto estuvieron fuera del alcance de oídos indiscretos afirmó—: Odio a ese tipo.


—¿A quién, a Roberto? No estarás celoso, ¿verdad? —preguntó Paula enarcando una ceja, burlona.


—No me gusta que toquetee a mi prometida.


—Te recuerdo...


Pedro la interrumpió sin miramientos mientras subían la escalinata.


—Sí, ya sé que nuestro compromiso es una farsa, pero él no lo sabe y a mí no me gusta compartir lo que es mío, aunque sea solo en apariencia.


Pau lo miró con los ojos muy abiertos.


—¡Caramba, Pedro, con un poco más de pelo sobre los hombros parecerías un auténtico hombre de las cavernas!


—En el fondo es lo que soy, mujer, así que no juegues conmigo —gruñó él con fingido enojo.


—Pero te recuerdo que estamos en el siglo XXI y yo no soy la posesión de ningún hombre —respondió la chica, desafiante.


—Ah, ¿no?


—No. —Los ojos castaños de Paula lo miraron con picardía.


—Lo veremos. —Pedro se agachó, la agarró por los muslos y se la echó al hombro como si fuera un saco de patatas.


—¡Suéltame, Pedro! —Pau no podía contener la risa, mientras pataleaba y estrellaba sus puños contra las anchas espaldas del hombre.


—¡Eres mía, no luches! —gritó Pedro y le dio una fuerte palmada en el trasero.


—¡Ay!


Con ella cargada sobre su espalda, Pedro se dirigió a la habitación de la joven y la soltó sin miramientos sobre la cama.


—Así aprenderás —afirmó él, mientras contemplaba con el ceño fruncido el rostro de Pau congestionado por las carcajadas, sus cabellos revueltos sobre la almohada y la tersa piel de su vientre que asomaba bajo su camiseta descolocada—. Y ahora te violaré —anunció, al tiempo que se arrojaba sobre ella y hundía su rostro en el cuello femenino, mientras emitía una serie de feroces gruñidos.


Paula se retorcía de risa bajo su cuerpo, tratando en vano de luchar contra las cosquillas que le hacían esas manos que parecían estar por todas partes, y sus movimientos provocaron en Pedro una súbita y violenta excitación. El hombre alzó la cabeza y se quedó mirando con fijeza el rostro risueño de la joven; sus pupilas chocaron y, al ver la pasión que destilaban esos iris grises, Pau recuperó la seriedad en el acto, mientras observaba como los labios masculinos se acercaban poco a poco.


Pedro... —susurró la joven casi contra su boca, haciendo que el hombre se encendiera aún más.


—Paula... —Su aliento la rozó ligero como la brisa.


—No lo hagas —suplicó ella.


Pedro se quedó muy quieto y, por fin, con un esfuerzo sobrehumano, se apartó de ella y se puso en pie. Su respiración agitada revelaba que seguía luchando por recuperar el control.


—Buenas noches, Paula —se despidió y con rapidez desapareció por la puerta.


Paula permaneció largo rato tumbada en su cama mirando al techo. Se sentía terriblemente frustrada. No sabía cómo había logrado pronunciar las palabras que lo habían detenido pero, a pesar de todo, se alegraba de haberlo hecho. Algo le decía que si hubiera permitido que Pedro la besara en ese momento, habría perdido la cabeza por completo.


Y eso, se temía, no hubiera sido una buena idea...


Al día siguiente, amaneció un día perfecto para una fiesta campestre. Paula se encontró a Pedro en el comedor cuando bajó a desayunar y, aunque se sentía un poco incómoda después de lo de la noche anterior, trató de no ponerse en evidencia. Pedro, en cambio, se comportaba como si nada hubiera ocurrido; su rostro permanecía inexpresivo y su trato era tan correcto y educado como de costumbre.


«Está bien», se dijo Paula, molesta, aunque no sabía por qué. «Si quiere jugar al juego de «aquí no ha pasado nada», le demostraré que yo también soy una buena jugadora».


—¡Qué día tan maravilloso para hacer una fiesta en el exterior! —comentó como si fuera una anciana duquesa y el socorrido tema del tiempo fuera el más apasionante del mundo.


—En efecto, aunque soleado, corre una agradable brisa. —La respuesta del viejo duque estuvo a la altura de las circunstancias.


—Parece que la amenaza de lluvia es muy lejana. —Pau agarró la taza de café con delicadeza, manteniendo el dedo meñique en alto de manera exagerada y dio un sorbito.


Pedro reprimió una sonrisa al contemplar su actuación de dama relamida, pero no pudo evitar que sus ojos grises relucieran de diversión, sin embargo, contestó muy serio:
—Cierto, querida, podremos retozar sobre la hierba como conejos sin temor a quedar empapados.


Al oír su respuesta a Paula le entró un ataque de risa y, como en ese momento acababa de dar un sorbo de café, se atragantó y empezó a toser. El hombre se levantó con calma, rodeó la mesa y le dio unas palmaditas en la espalda. 


Cuando la joven recuperó el resuello, consiguió decir:
—Un día de estos me vas a matar, Pedro.


—Imagino que tengo derecho a una pequeña venganza... —susurró en su oído con voz acariciadora, al tiempo que separaba una silla y se sentaba a su lado.


—Ahora en serio, ¿en qué consiste una fiesta campestre? —Paula trató de sonar serena, aunque aún le cosquilleaba la oreja.


—Es una merienda de vecinos que, en realidad, se convierte en cena; con un gran bufé en el que cada uno se sirve lo que quiere y va a tomárselo sobre unas mantas diseminadas por el jardín con ese fin. Los niños juegan al cricket, los padres hablan de fútbol, las mujeres intercambian recetas y así va pasando la tarde. Cuando anochece, se encienden las antorchas y todo el mundo sigue hablando a la luz de la luna, hasta que deciden irse a dormir.


—Suena apasionante, ¿tú crees que tendrá éxito nuestra «Pasta después del Tsunami»?


—Creo que será una de las estrellas de la temporada.


Ambos se miraron risueños y Pedro se vio obligado a admitir que, aunque Pau lo llevaba a menudo al límite de su resistencia, a su lado siempre se divertía.


—¿A qué hora saldremos?


—Con que estés preparada a las cinco será más que suficiente.


Cuando llegaron a la hermosa mansión de los Atkinson, apenas un poco más pequeña que la de los Alfonso, aunque en un estilo más sobrio, la mayoría de los invitados ya estaba allí reunidos, paseando o jugando con sus hijos sobre el cuidado césped que rodeaba la casa. La madre de Pedro, flanqueada por ambos, saludó a sus conocidos y les presentó a Paula. Todos la examinaron con discreta curiosidad; sabían que ella no pertenecía al círculo cerrado en el que ellos se movían, pero a los pocos minutos de conocerla la mayoría la aceptó con amabilidad. Pedro la observaba mientras conversaba con unos y con otros muy animada. Pau llevaba puesto un vaporoso vestido en tonos claros que le hacía parecer tan fresca como la primavera, su pelo caía suelto por su espalda y, cuando recibía los rayos del sol, algunos mechones destellaban con el brillo del oro. 


Estaba tan hermosa, que a Pedro le resultaba difícil apartar los ojos de ella. Durante uno de los escasos momentos en que permanecieron a solas su vecino le comentó:
—Has tenido un gran éxito, Paula. Algo que no resulta muy habitual con los amigos de mi madre.


—¿Tú crees? —preguntó Pau alzando sus cálidos ojos castaños hacia los suyos.


—Normalmente, en cuanto el nuevo miembro de la comunidad les da la espalda lo despellejan. No tardan más de minuto y medio en empezar, lo he cronometrado.


—¿Y cómo sabes que no han hecho lo mismo conmigo? —La joven lo miró risueña.


—¿Bromeas? —respondió Pedro muy serio—. He escuchado a la mismísima señora Lodge-Burrell decir que parecías una jovencita encantadora.


Pau recordó a la matrona recauchutada que le acababan de presentar y no pudo evitar soltar una carcajada.


—Debes estar bromeando, Pedro, en cuanto me ha visto ha hecho un gesto curioso con la nariz, como si hubiera cerca un pescado pasado de fecha.


—Es un tic que se le ha quedado después de su última operación de estética. Te lo digo en serio, Paula, el viejo dragón te ha dado su aprobación y eso significa que has triunfado.


—La verdad es que lo estoy pasando muy bien, Pedro, todos son muy amables.


En ese momento, la madre de Pedro llamó a Paula para presentarle a otro grupo de personas y no les quedó más remedio que separarse. Pamela, que no les quitaba ojo, aprovechó la ocasión para enlazar el brazo de Pedro con el suyo y acapararlo durante más de media hora. El pobre hombre solo consiguió librarse de ella cuando anunciaron que la comida estaba servida. A Pedro le costó atravesar el corrillo de vecinos que rodeaba a Paula pero, con la excusa de hacer que comiera algo, Pedro rodeó su cintura con el brazo y consiguió llevársela de allí.


—Es increíble que estemos prometidos y no hayamos podido estar más que unos pocos minutos a solas —se quejó Pedro.


—La vida es injusta, querido. ¡Esto tiene muy buena pinta! —exclamó Paula sirviéndose una generosa ración de ensalada de pasta de una fuente de plata.


—Tienes que probar el pastel de carne —Pedro le sirvió un poco en su plato antes de servirse él mismo—, es la especialidad de la cocinera de los Atkinson.


Entre risas, llenaron sus platos con una cantidad de comida considerable y se sirvieron dos copas de champán. Luego caminaron hacia una de las mantas estratégicamente colocadas por el extenso parque que rodeaba la casa solariega y se sentaron a la sombra de un imponente sauce llorón, cuyas ramas inclinadas peinaban la corriente de un riachuelo que pasaba por allí. Algunos otros invitados decidieron imitarles y, al poco rato, varias personas más ocupaban la manta, así que el deseo de Pedro de estar un rato a solas con Paula se frustró una vez más. A pesar de todo, la merienda fue muy animada y lo pasaron muy bien. 


En un momento dado, Pau soltó una alegre carcajada por algo que acababa de contarle el honorable Anthony Robinson, que estaba sentado a su lado, y su vecino se quedó contemplándola, embobado.


—Desde luego, no puedes disimular que estás loco por ella, Pedro —declaró la señora Lodge-Burrell dándole una palmadita cómplice en el muslo.


Al oír aquello Pedro notó que, por primera vez en su vida, se sonrojaba como una tímida virgen y fue incapaz de contestar. Los rasgos tirantes de la mujer parecieron expresar algo parecido al regocijo y soltó una risilla maliciosa.


Desde luego no puedes disimular que estás loco por ella...


A pesar de que Pedro siguió participando en la conversación como si nada, las palabras de esa mujer resonaban sin cesar en su mente.


«¡Tonterías», se dijo. «Paula es una amiga a la que aprecio mucho. Puede que me atraiga un poco... está bien, seamos sinceros, me vuelve loco y nada me gustaría más que llevarla a la cama y hacerle el amor durante horas, pero solo es eso: puro deseo físico».


En ese momento, alguien le preguntó por su amigo Harry y Pedro se vio obligado a abandonar sus elucubraciones sin haber llegado a ninguna conclusión satisfactoria.


Ya era de noche cuando terminaron de cenar. Algunos de los invitados organizaron juegos, otros se quedaron amodorrados encima de las mantas y unos pocos decidieron dar un paseo. Roberto se ofreció a enseñarle a Paula un lugar del extenso jardín desde el que se divisaba un espléndido panorama y la chica se vio obligada a aceptar de mala gana, pues no encontró la manera de declinar su invitación sin parecer maleducada. Para su sorpresa, Roberto se comportó como un hombre sensato y divertido y no intentó coquetear con ella como acostumbraba. 


Caminaron durante un rato por un sendero de grava alumbrado con antorchas que desembocaba en un hermoso belvedere de mármol, desde el que se podía contemplar una vista espectacular del pueblo iluminado a sus pies. La noche era tibia y fragante y el cielo, despejado, estaba punteado con pequeñas y brillantes estrellas.


—¡Es maravilloso! —exclamó Paula apoyada sobre la balaustrada, contemplando la vista, extasiada.


—¿No te lo había dicho? Pero tienes que verlo de día. —Roberto le dedicó una atractiva sonrisa y, durante unos instantes, Pau pensó que quizá se había equivocado al juzgarlo.


Deambularon por un estrecho camino bordeado de espectaculares macizos de flores sin parar de charlar amigablemente. Acababan de salir de una curva cerrada que trazaba la senda, cuando Paula se detuvo en seco. Frente a ella, claramente iluminados por la luz de una antorcha, vio la inconfundible cabeza plateada de Pedro inclinada sobre la de Pamela Atkinson, mientras los brazos de ella rodeaban el cuello masculino en un abrazo apasionado. Durante unos segundos, la joven permaneció ahí clavada observando la escena, pero Pedro estaba de espaldas y no la vio.


—¡Vámonos de aquí! —susurró Pau dando media vuelta y alejándose de allí a toda prisa, de manera que Roberto casi tuvo que correr para alcanzarla.


Las emociones burbujeaban violentas en el pecho de Paula mientras desandaba el sendero a toda velocidad, y ella misma se sorprendió por la rabia que sentía. Por unos segundos, se preguntó si no estaría celosa; si lo que sentía por su vecino iba más allá de una cierta atracción física.


«Ni hablar», se dijo, «es solo que no entiendo a qué ha venido toda esta comedia si al final lo que desea es estar con Pamela.»


—Lo siento, Pau, de verdad. Yo no sabía... —Roberto estuvo pidiendo disculpas durante todo el camino de regreso al belvedere.


—¡Basta, Roberto, no es culpa tuya! —le cortó la joven en seco, deteniéndose junto a la balaustrada.


Tratando de normalizar su respiración, Paula se recostó sobre la fría barandilla de piedra y se quedó mirando en silencio el maravilloso valle que dormitaba a la luz de la luna. 


De repente, notó que Roberto rodeaba su cintura con un brazo, atrayéndola hacia sí, y ella no se resistió —pensó que tan solo pretendía consolarla y, asombrada, se dio cuenta de que se sentía más necesitada de simpatía de lo que jamás habría imaginado—; luego, el hombre colocó la otra mano bajo la barbilla de Pau y, con delicadeza, alzó su cara hacia él y la besó en los labios. Paula apoyó la palma de la mano contra su pecho y trató de apartarlo con delicadeza, pero solo tuvo tiempo de pensar que era curioso lo poco conmovida que se sentía por esa caricia, cuando un grito de furia les hizo separarse, sobresaltados.


—¡¿Puede saberse qué demonios está ocurriendo aquí?!


Los ojos de Pedro lanzaban chispas plateadas mientras se acercaba hacia ellos a largas zancadas, rechazando irritado los desesperados intentos de Pamela por detenerlo.






MAS QUE VECINOS: CAPITULO 28





Más de dos horas después, Pau se volvió y pareció percatarse por primera vez de la presencia de Pedro.


—¡Dios mío, Pepe! Me temo que he sido horriblemente maleducada. ¿Te has aburrido mucho? —preguntó contemplando la figura masculina sentada sobre la hierba, con los fuertes brazos bronceados que asomaban por las mangas de su polo azul rodeando una de sus largas piernas. 


A pesar de ir vestido de manera informal y de su pelo gris revuelto por la brisa marina, seguía teniendo ese toque aristocrático que le distinguía del resto y, una vez más, Paula no pudo evitar pensar que su vecino era el hombre más atractivo con el que se había cruzado jamás.


Los ojos grises de Pedro relucían al recorrer la melena despeinada de Paula, su bonito rostro que lucía varias salpicaduras de pintura y su vieja camiseta en la que ahora se podían contar casi tantos colores como el lienzo.


—No me he aburrido ni un poquito. No recuerdo la última vez que me sentí tan a gusto. Además, verte pintar es todo un espectáculo.


Pau se derrumbó a su lado.


—Estoy cansada. Llevo mucho tiempo de pie y cuando pinto, me quedo muy tensa.


—¿Quieres que te dé un masaje?— preguntó su vecino, solícito.


La joven le sonrió con picardía.


—No gracias, querido vecino. —Al ver su expresión de exagerado desencanto soltó una carcajada—. ¿Puede saberse qué llevas en esa cesta tan grande, Caperucita?


—Soy un empresario previsor, así que antes de salir le pedí a la cocinera que nos preparase alguna cosa rica. ¿Tienes hambre?


—¡Estoy famélica!


—Si quieres, vete sacando cosas de la cesta y yo iré a recoger las bebidas que he dejado enfriando.


Paula extendió una manta que encontró dentro de la cesta y sobre ella colocó unos platos de porcelana, dos copas de cristal, los sándwiches y los pasteles. Al mirar la comida se le hizo la boca agua, por fortuna, en ese momento llegó Pedro con las botellas.


—He traído agua y vino blanco, pero te prometo que es de baja graduación y que no te serviré más de una copa. ¿De acuerdo?


—De acuerdo, confío en ti.


—¿Seguro? No sé si me gusta esa declaración. Me da la sensación de que me dejas con las manos atadas —protestó su vecino.


Pedro, no empieces, recuerda que los dos preferimos ser amigos —lo reconvino la joven, divertida, y le sirvió unos cuantos emparedados en su plato.


—Bueno, pero recuerda también que estamos prometidos —respondió Pedro, al tiempo que se abalanzaba hambriento sobre uno de los sándwiches.


—Mejor recuerda tú, que solo es una farsa para embaucar a tu madre y librarte de las terribles garras de la honorable Pamela Atkinson —replicó Paula, antes de dar un mordisco al suyo.


—Hace tanto tiempo que una mujer no pone sus garras, terribles o no, sobre mí, que no sé si eso me alegra o me entristece —se lamentó Pedro muy serio.


—Pobrecito mío —respondió Pau, burlona—, pero si eso es lo que quieres puedo anunciar la ruptura de nuestro compromiso y dejarle las manos libres.


—Sabía que aprovecharías cualquier ocasión para intentar quitarte del medio —gruñó el hombretón a su lado.


—Aclaremos la situación de una vez —pidió Pau con la boca llena—. ¿Quieres que la bella Pamela ponga sus garras sobre ti, sí o no?


Pedro fingió atragantarse:
—¡Cielos no! Solo digo que no me importaría que tus garras se posaran de vez en cuando sobre mí...


—¡Pedro Alfonso, no sigas por ese camino!


—¡Paula Chaves, eres una marimandona!


Los dos se miraron y se echaron a reír.


—Prometo que mientras pueda te protegeré —dijo al fin la Paula cogiendo un pastelillo de limón—, aunque solo sea para agradecerte este maravilloso banquete; está todo riquísimo.


—Sí, la verdad es que Doris es una estupenda cocinera.


Tras la abundante comida, a Pau le invadió una agradable modorra. Después de meter los restos de comida y los cacharros sucios en la cesta la joven, somnolienta, anunció:
—Creo que dormiré una siesta.


—Muy bien, yo voy a explorar un poco.


Cuando Pedro regresó una hora más tarde de su paseo, se la encontró profundamente dormida sobre la manta. De repente, le entraron unas tremendas ganas de tumbarse junto a ella y besarla para que abriera los ojos. La estuvo observando un buen rato, preguntándose por qué demonios la deseaba tanto; había conocido a mujeres bellísimas pero ninguna lo había alterado hasta el punto en que lo hacía Paula Chaves. En ese momento, los párpados de la joven temblaron y abrió los ojos.


—Menuda siesta —dijo desperezándose de forma ostentosa.


—¿Nunca te han dicho que estirarse en público es de mala educación? —preguntó Pedro, severo, aunque sus pupilas grises relucían risueñas.


—Si algún día tengo alguna duda sobre etiqueta y protocolo le avisaré, señor Alfonso —respondió Paula muy digna—. Uf, estoy sudando...


—¿Quieres darte un baño?


—¿Estás loco? El agua debe estar congelada, además, no he traído traje de baño.


—Esta cala es como si fuera privada, solo se puede llegar andando desde muy lejos o en barco, por lo que casi siempre está desierta. Podemos darnos un chapuzón.


—¡Pedro Alfonso! ¿No estarás sugiriendo tú, precisamente, que nos bañemos desnudos?


—¿Qué significa eso de «tú, precisamente»? —preguntó, molesto, imitando el modo en el que la joven había enfatizado las palabras. Pau abrió la boca para contestarle, pero él alzó una mano para detenerla y no la dejó seguir—. ¡No respondas! Prefiero no saberlo. Por supuesto que no pretendía que nos bañáramos desnudos. —Solo de pensarlo notó una repentina excitación—. Podemos bañarnos en ropa interior, yo lo he hecho muchas veces, claro que siempre estaba solo, pero prometo no mirar.


—Desde luego, es el tipo de cosa que haría si estuviera con una amiga sin pensarlo dos veces... —comentó Pau como si hablara consigo misma, lo cierto es que se sentía pegajosa después de la siesta y la idea de darse un baño en las tranquilas aguas azules le atraía poderosamente.


—Siempre dices que soy tu amigo. —Pedro confió en no estar mostrándose demasiado insistente.


—Ya, pero no es lo mismo. Además, una vez confesaste que querías seducirme —le recordó Paula con sequedad.


—Te doy mi palabra de caballero de que no me aprovecharé de ti —declaró su vecino y levantó la palma de su mano como si acabara de hacer un juramento solemne.


—¿Tu palabra de caballero vale tanto como tu palabra de boy scout? —interrogó la chica, maliciosa.


—¡Caramba, Paula, eres un ser desconfiado y suspicaz y, para más inri, tienes una buena memoria irritante! —exclamó su vecino, fingiendo indignación.


—La verdad es que me apetece un montón bañarme —confesó la joven mirando anhelante hacia las límpidas aguas.


—Te prometo que me quedaré aquí hasta que estés dentro del agua, luego da un grito y me meteré yo ¿de acuerdo?


—De acuerdo —dijo Paula cediendo a la tentación.