sábado, 17 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 23

 


—Será mejor que te cambies de ropa —dijo Pedro, recorriendo con la vista las curvas de su cuerpo y los pezones que se apreciaban a través de la tela que se le pegaba al cuerpo.


—Pero Dante…


—No se ha mojado —dijo Pedro, mirando al niño, que dormía apaciblemente.


—Está exhausto.


Pedro pensó que también debía de estarlo ella, pero sabía que Paula lo negaría, así que se limitó a acomodarse en un sofá y a apoyar los pies en la mesa.


—¿Por qué no vas a ducharte mientras yo cuido de él?


Paula le lanzó una mirada retadora.


—Siéntete como en tu casa —dijo con sarcasmo.


—Ahora no, Paula —dijo él en tensión. Estaba llegando al límite de su paciencia.


Ella lo miró prolongadamente antes de asentir.


—Discúlpame.


Él asintió con la cabeza y cerró los ojos. Al no oír ningún ruido, los abrió de nuevo y vio que Paula no se había movido. Estaba pálida.


—Te sentirás mejor después de una ducha.


—Puede que sí —dijo ella sin apartar los ojos de Pedro—. Pero no quiero estar sola.


—¡Oh, Paula!


Que reconociera sentirse frágil a pesar de su feroz independencia conmovió a Pedro. Bajó los pies de la mesa, y, alargando el brazo, tiró de ella hasta que la sentó sobre su regazo.


—¡Estoy mojada! ¡Te voy a empapar! —protestó ella.


—Shhh —Pedro apoyó su cabeza en la de ella—. Relájate.


El cuerpo de Paula se relajó al instante. Pedro la sujetó así, en silencio, a lo largo de varios minutos, limitándose a acariciarle la espalda.


Finalmente, Paula se movió.


—Debo de pesar mucho.


Pedro tuvo que contener un gemido al sentir el roce de su trasero sobre la ingle. Un golpe de calor le recorrió la columna vertebral y tuvo que morderse el labio para dominarse.


Paula se quedó paralizada y alzó la mirada súbitamente hacia Pedro. Él supo que había notado la reacción física que le había provocado y asumió que se levantaría al instante. Pero no fue así.


—¿Paula…?


Con un gruñido, la estrechó con fuerza. Sus labios se buscaron. Se besaron frenéticamente, con una pasión contenida durante mucho tiempo.


Pedro lamió su suave labio inferior, saboreándola, mientras Paula se acomodaba sobre él.


Pedro buscó con los dedos la cremallera del vestido y el ruido al bajarla se mezcló con el de sus respiraciones entrecortadas. Luego deslizó el vestido por sus hombros, hasta sus caderas, y se lo quitó del todo sin dejar de mirarla a los ojos, observando cómo la excitación le teñía las mejillas de rubor. Ya en ropa interior, con un conjunto de sujetador y bragas negro que contrastaba con su piel de nácar, la hizo girarse para sentarla más cómodamente sobre su regazo.


Paula llevó sus temblorosos dedos hasta los botones de su camisa.


—Tú también estás mojado.


—Sólo un poco.


—Habrá que quitártela —musitó ella.


Pedro se inclinó hacia delante para ayudarla.


—Lo que tú mandes.


Los ojos de Paula brillaron y su sonrisa se curvó en una seductora sonrisa.


—Ojalá fueras siempre así de obediente —dijo, y dejó escapar una carcajada.


Pedro no pudo resistirse a trazar con su dedo la línea de sus voluptuosos labios. Ella asomó la lengua y se lo besó.


—Vas a acabar conmigo —dijo él con voz ronca.


—¿Sí? Espera y verás —Paula deslizó el dedo con sensualidad por el pecho de Pedro, bajando hacia su vientre y deteniéndose sobre la hebilla del pantalón. La erección de Pedro se intensificó—. Tienes la piel de seda —susurró Paula.


La erección se incrementó aún más.


—Se supone que eso lo debo decir yo —protestó él, asiéndola con fuerza y dejando un rastro de húmedos besos en su cuello.


Luego deslizó la lengua hacia la base del cuello, por encima de la tira que unía las dos copas de su sujetador, hasta su vientre.


—¡Pedro! —exclamó ella, jadeante.


—Paciencia —el sexo endurecido de Pedro presionaba sus pantalones con tanta fuerza que temió que su cuerpo no obedeciera sus instrucciones.


Paula se incorporó para sentarse a horcajadas sobre él.


—¡Vas a matarme! —exclamó él con la respiración entrecortada, arqueando la espalda para sentir el pecho de Paula contra su torso.


Ella asió el cinturón y empezó a soltarle la hebilla. Cuando desabrochó el primer botón de la bragueta. Pedro creyó que le daría un ataque al corazón. En el silencio sólo se oían sus respiraciones agitadas.


Acarició la espalda de Paula buscando torpemente el broche del sujetador.


Un grito rasgó el aire.


Paula se quedó paralizada.


—Dante.


Tambaleándose, se puso en pie y, sujetando el vestido contra su pecho corrió hasta la otra esquina de la habitación. Al tomar al niño en brazos se volvió hacia Pedro con una mezcla de confusión, vergüenza y culpabilidad en la mirada.


Pedro se puso lentamente en pie.


—Ponte la camisa —dijo ella con voz ronca.


—Está mojada.


—Por favor —insistió Paula, suplicante.


Al ver que intentaba ponerse el vestido sin soltar al bebé, Pedro dijo:

—Deja que lo tenga yo mientras te cambias.


Paula se lo dio y salió precipitadamente.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 22

 


—Vamos —dijo Pedro, abriéndole la puerta del coche.


Paula se sentó a pesar de no comprender qué pretendía, y antes de que pudiera reaccionar, Pedro se inclinó sobre ella y le abrochó el cinturón de seguridad.


—¿Lista?


Paula asintió en silencio, demasiado aturdida por el efecto de la proximidad y la fragancia cítrica de la colonia de Pedro como para hablar.


El motor ronroneó al encenderse, al tiempo que sonaba la voz grave de Nina Simone. Pedro tomó el volante con una sensual delicadeza que hizo estremecer a Paula, y se pusieron en marcha.


Paula miró por la ventanilla y repasó el día mentalmente.


Desconcertada, a los pocos minutos se dio cuenta de que estaban delante de la casa de Sonia y de Miguel. Pedro bajó del coche y le abrió la puerta.


—¿Qué hacemos aquí, Pedro? —exigió saber ella.


—Deja que antes saque a Dante.


Paula se sintió invadida por la tristeza al mirar la vieja casa eduardiana. Mecánicamente, caminó hacia la cancela blanca de la entrada. Era una de las pocas veces que Pedro y ella coincidían allí, Dante había sido bautizado en el jardín, bajo una pérgola.


La cancela se abrió en cuanto la tocó. Al instante sintió la presencia de Sonia, su risa; recordó la sonrisa de Miguel. Veía a sus amigos en todo lo que la rodeaba.


La llegada de Pedro a su lado la sobresaltó.


Pedro, no sé si puedo hacerlo —estaba a punto de echarse a llorar —. Necesito tiempo.


—Mira —Pedro alzó la sillita de Dante—. Creo que el niño reconoce la casa.


Dante giraba la cabeza y hacía ruiditos de felicidad.


Paula sentía la tristeza en la boca como un regusto amargo.


—Ya no es su casa —dijo, llorosa—. Miguel y Sonia se han ido.


Pedro y ella tendrían que tomar una decisión. Miguel adoraba aquella casa, le había dedicado tiempo y esfuerzo, pero lo más sensato sería venderla e invertir el dinero para Dante. Se secó las lágrimas antes de volverse hacia Pedro.


—Estaba pensando… —empezó él.


—¿Qué?


—Has dicho que Dante debía quedarse contigo porque se ha familiarizado con tu casa a lo largo de los últimos días.


—Así es —dijo Paula, esperanzada por primera vez. Miró a Pedro agradecida—. Estará mucho mejor conmigo que si le hacemos ir contigo, a una casa que no conoce.


—Sí la conoce —rectificó Pedro—. Ha venido varias veces con sus padres. Pero es verdad que estaría mucho mejor en un ambiente que le resulte familiar, como éste.


—¡Aquí! —dijo Paula, atónita.


—Después de todo, es su casa.


En la distancia retumbó un trueno que Paula interpretó como la respuesta de los dioses a la sugerencia de Pedro


—Es imposible, yo no podría vivir aquí —dijo precipitadamente. El constante recuerdo de sus amigos la hundiría—. No me pidas que lo haga.


—No te estoy pidiendo que te mudes. Sería yo quien se instalaría en ella —dijo Pedro, mirándola como si esperara que aplaudiera la idea—. Tenías razón. Éste es el sitio ideal para que en su vida haya los menos cambios posibles.


¿Lo que ella le había dicho le había conducido a aquella conclusión? El corazón de Paula empezó a latir con fuerza. De una u otra manera, acabaría perdiendo a Dante.


—¡No puedes hacerme esto!


Pedro sacó unas llaves del bolsillo.


—¿Por qué no?


«Porque Dante es mío», pensó ella. Pero no podía decirlo. Se lo había prometido a Sonia. Necesitaba pensar. En cierta medida, la muerte de Sonia la liberaba de su promesa. ¿O no?


—Es una idea macabra —dijo finalmente—. No puedes estar hablando en serio.


Pero Pedro continuó caminando hacia la puerta.


Paula sintió una gota en el brazo y alzó la mirada al cielo. Se habían formado grandes nubes grises de tormenta. Corrió tras Pedro y le tiró del brazo en el que llevaba la silla de Dante.


—Cuidado —dijo él, girándose—, vas a despertarlo.


—No pienso entrar ahí —dijo Paula, indiferente a las gotas de lluvia que le mojaban las mejillas.


Pedro la miró fijamente y luego llevó la mano a su mejilla.


—Estás llorando.


Ella esquivó su roce.


—No, es la lluvia —dijo con firmeza. No quería trasmitir la más mínima vulnerabilidad—. Y va a arreciar —se secó la cara de un manotazo —. No podemos quedarnos aquí o Dante se empapará —concluyó, lanzando una mirada de angustia hacia la casa.


—Os llevaré a casa —Pedro le pasó el brazo por el hombro y la llevó hacia el coche.


El calor de su cuerpo hizo sentirse a Paula frágil. Que Pedro la tratara con amabilidad aumentaba sus ganas de llorar.


Cada vez llovía con más fuerza y Pedro se adelantó para meter a Dante en el coche mientras Paula se quedaba parada, dejando que las gotas, transformadas en cortinas de agua, la calaran. No podía creer que hubiera ganado y que Pedro no fuera a imponerle a ella o a Dante que fueran a casa de Miguel y Sonia. Y tampoco comprendía por qué en lugar de sentir la satisfacción de la victoria, se sentía vacía.



UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 21

 


Al irse su jefa, Paula sintió la tensión que recorría todo su cuerpo.


Una vez se fueron los últimos asistentes al funeral, ella y Pedro se quedaron solos, con Dante dormido en el coche de éste.


—Vamos, ha sido un día muy largo. Os llevo a vuestra casa.


—Sabes que voy a tener que llamar al despacho —dijo Paula.


El funeral apenas había acabado y ya estaba preocupada por el trabajo.


—Lo único que Frígida quiere que le asegures es que el bebé no interferirá con tus horas de trabajo —dijo Pedro con sorna.


—Virginia. Se llama Virginia.


Pedro no se inmutó.


—Ya sabes que tengo problemas para recordar los nombres.


—Vamos, Pedro —dijo ella, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa.


Comprobar que tenía sentido del humor fue un gran alivio para Pedro.


El cielo estaba cubierto por unas amenazadoras nubes.


—Virginia estaría más tranquila si Dante viviera conmigo —dijo él cuando iban hacia el coche.


—No.


Pedro sabía que la única manera de lograr que entrara en razón era ser brutal.


—No vas a poder criar a un niño —dejó la silla de Dante en el suelo y abrió la puerta trasera. Tras asegurar la silla, se incorporó y miró a Paula —. Te doy dos semanas antes de que te des por vencida.


Paula lo miró entornando los ojos.


—¿Crees que no voy a ser capaz? ¡Te recuerdo que era yo quien estaba cuidando de él!


Estaba claro que era una mujer con carácter. Pero la cuestión era si podría mantener un trabajo que requería toda su energía y, además, cuidar del bebé. En aquel momento presentaba un aspecto extremadamente frágil. Por un instante deseó abrazarla. Luego cambió de idea. Tenía ante sí a Paula, no a una delicada mariposa. Y le había dejado claro que no quería nada de él.


Dio un paso hacia ella.


—No pretendía retarte. No tienes que demostrarme nada. Estoy pensando en Dante —ése era el fondo de la cuestión—. No te compliques la vida. Deja que me ocupe yo de él —eso era lo que deseaba desesperadamente y lo que Miguel hubiera querido. Pero no podía decirlo. Ya le había hecho bastante daño—. Puedes venir a visitarlo tanto como quieras.


Ella lo miró angustiada.


—¿Acaso crees que no me lo he planteado? ¡No puedo hacerlo!


—¿Por qué no?


—Porque… —Paula se mordió el labio—. Por favor, no me pidas eso —la mirada de Paula trasmitía una tristeza que iba más allá del dolor.


—Sería la solución más sencilla.


Paula vaciló.


—Las soluciones sencillas no son siempre las mejores. Sonia y yo éramos inseparables. ¿Sabías que la conocí el primer día de colegio?


Pedro negó con la cabeza.


—Era menuda, como una muñequita de ojos azules con tirabuzones rubios. En comparación, yo era alta y delgada y desde el principio sentí el impulso de cuidar de ella.


Paula tenía la mirada perdida y Pedro supo que estaba reviviendo el pasado.


—¡Éramos tan distintas…! Ella era sociable, y yo, huraña.


—Fuisteis afortunadas manteniendo una amistad tan duradera.


—Sonia era más que una amiga. Era mi confidente, mi familia, la persona en la que confiaba cuando mis padres me fallaban —Paula salió de su ensimismamiento—. No puedes pedirme que renuncie a Dante.


Pedro suspiró profundamente. ¿Cómo podía romper el último vínculo que la unía a su amiga?


La custodia compartida lo había tomado por sorpresa. Paula era una mujer centrada en su carrera profesional, ¿qué habría llevado a los Mason a tomar aquella decisión? Obviamente, Sonia debía de haber insistido y ninguno de los dos había pensado que el testamento llegaría a tener que ejecutarse.


Y fuera cual fuera el contenido del testamento, era innegable que la muerte de Sonia había dejado a Paula al borde del abismo.


Pedro tomó aire y se dispuso a hacer la mayor concesión de toda su vida. A pesar de lo que creía que era mejor para Dante, aceptaría las condiciones del testamento.


—Tendremos que compartir la custodia y decidir cómo nos lo repartimos.


Paula le lanzó una mirada centelleante.


—Eso es imposible. El niño necesita estabilidad —sacudió la cabeza con furia—. Ha perdido a sus padres. Durante estos días yo soy lo único que ha permanecido constante, se ha acostumbrado a mí.


Pedro recordó lo cómodo que el bebé parecía en sus brazos.


—Mi casa es el único lugar que le resulta familiar —continuó Paula —. Cambiarlo de sitio lo confundiría aún más.


Pedro reflexionó y súbitamente exclamó:

—¡Ya lo tengo! —Paula lo miró como si hubiera perdido el juicio.


Pedro se golpeó la frente—. La respuesta es muy simple.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 20

 


Al finalizar el funeral, los asistentes permanecieron en el porche de la iglesia, tomando café. Pedro deslizó la mirada hacia Paula, que estaba con tres amigas de Sonia. El escote recto del vestido negro que lucía acentuaba la línea delicada de su cuello. Su cuerpo oscilaba al ritmo con el que mecía a Dante. Apenas habían cruzado algunas miradas.


Pedro no podía evitar sentirse culpable. Las ojeras que se apreciaban en el rostro de Paula permitían deducir que no había pegado ojo debido al desafortunado comentario que le había hecho.


Que lo hubiera enfurecido no podía servirle de excusa. Como no era excusa haberlo hecho involuntariamente. Paula adoraba a Sonia y no le perdonaría por haber insinuado que no había atendido a su amiga antes de su trágica muerte.


Dante, que descansaba sobre el hombro de Paula, le observó aproximarse con ojos muy abiertos.


—Deja que lo sujete un rato —dijo Pedro.


—¡No! —Paula se giró hacia un lado, aferrándose a Dante.


—Por favor —insistió Pedro—. Debe de resultar pesado.


Paula se apartó del grupo con el que estaba.


—Estamos perfectamente —dijo con firmeza.


Aunque sus ojos enrojecidos la contradecían, Pedro no pensaba llevarle la contraria, y menos delante de todo el mundo.


—Paula… —intentó dar con las palabras que los devolvieran a una situación menos tensa, pero fracasó.


—Márchate —dijo ella en un tenso susurro—. No pienso dejar que me quites al niño.


—Paula… —una mujer elegante de cabello corto y un exquisito traje de chaqueta se acercó y dirigió una mirada de curiosidad a Pedro—, quería expresarte mis condolencias por la pérdida de tu amiga.


—Gracias, Virginia.


—¿Y quién es este muchachito? —preguntó, refiriéndose a Dante.


—Dante, el hijo de Sonia.


—Ah —Virginia intercambió una prolongada mirada con Paula—. ¡Qué terrible! ¿Se está ocupando de él su familia?


—Sonia no tiene familia. Sus padres murieron y era hija única. Dante ha estado conmigo.


Pedro observó que la mujer hacía un gesto de desaprobación. Tomó a Dante, que se lanzó hacia él, de los brazos de Paula.


Virginia examinó a Pedro con curiosidad y Paula tuvo que presentarlos.


—Virginia, éste es Pedro Alfonso, amigo de los Mason. Pedro, Virginia Edge, socia directiva de Archer, Cameron y Edge.


—¿Pedro Alfonso? ¿De Phoenix Corporation?.—Virginia clavó la mirada en él. Pedro supo que calculaba su valor mentalmente—. No sabía que estuvieras relacionada con Phoenix, Paula.


Paula no supo cómo reaccionar.


—Somos amigos desde hace años —dijo Pedro rápidamente—. Nos conocimos en la boda de Sonia y Miguel. Yo era padrino y, ella, dama de honor.


—¡Qué romántico! —Paula le dedicó una fría sonrisa antes de volver la mirada hacia Dante—. Supongo que lo de cuidar al bebé es sólo temporal.


—Claro —intervino Pedro.


—No —replicó Victoria.


—Parece que tenéis que poneros de acuerdo —dijo Virginia, arqueando unas cejas perfectamente depiladas—. Por favor, Paula, llámame luego al despacho. Tenemos que hablar.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 19

 


Un agudo instinto maternal se apoderó de ella por sorpresa. El bebé era suyo. Suyo.


—Dante se queda aquí —dijo con fiereza.


—Paula, sé sensata…



—Estoy siendo sensata.


—Con tus horarios, no tienes tiempo para un bebé. Sonia estaba preocupada por ti. Decía que trabajabas demasiado, que estabas obsesionada con llegar a lo más alto.


—¿Ah, sí? —pensar que Sonia había hablado de ella con Pedro resultaba doloroso—. ¿Y tú? Has creado una nueva empresa de proporciones gigantescas.


—Sí, pero tengo muchos empleados y sé delegar. Al contrario que tú, nunca dejé de visitar a Miguel y a Sonia.


—¿Cómo puedes ser tan cruel? —dijo ella abriendo los ojos con espanto.


—Está bien, lo siento —Pedro se inclinó hacia ella y le tomó las manos—. Perdona, no quería…


Paula se soltó de un manotazo.


—Claro que sí querías —agachó la cabeza. Las lágrimas que llevaba dos días conteniendo empezaron a rodar.


—Paula, perdona.


Ella le ignoró y entró en el salón con paso firme, lo cruzó y abrió la puerta principal.


—¡Fuera de aquí!


—Tenemos que hablar de…


Paula mantuvo la mirada en un punto indeterminado. Sentía náuseas y no podía dejar de llorar.


—Por favor, márchate.


Pedro salió. Cuando ya estaba al otro lado, se volvió y dijo:

—Si necesitas…


—No necesito nada que tú puedas darme —dijo ella, apretando los dientes con furia.


Pedro se marchó.