miércoles, 23 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 9





Paula quería creer que los fuertes latidos de su corazón  y la debilidad que de pronto sintió en las piernas se debían al miedo. Pero el miedo había sido sólo un catalizador. Otra razón, más fuerte y poderosa, era la presencia de Pedro Alfonso.


Repantigado en el sillón, tenía los pies extendidos delante de él. Llevaba puesto un sombrero de cowboy encasquetado hasta las cejas, pero sus ojos perforaban las sombras y parecían brillar por debajo del ala ancha. Se levanto del sillón lenta y perezosamente.


Vestía jeans y chaqueta de denim. Curiosamente, no se parecía a los hombres que caminaban por la Quinta Avenida con nueva ropa occidental de moda recién comprada en Saks. La de Pedro se veía usada y desteñida, y él parecía pertenecer a ella.


Avanzó como una pantera al acecho y se detuvo a centímetros de ella. Su cercanía le resultó intolerable. Paula involuntariamente respiró hondo y, cuando soltó el aire, la toalla se deslizó un poco más. Ella no podía tomarla para protegerse: con una mano soste­nía el plato con bizcochos y en la otra tenía el vaso de leche. Si se movía hacia una mesa para apoyar el plato y el vaso, tenía miedo de que la toalla cayera del todo.


Pedro comprendió su situación y el hoyuelo que tenía en la mejilla se profundizó con aire travieso mientras con el pulgar se echaba hacia atrás el som­brero de cowboy.


—¿Qué debería hacer yo ahora, señora mía? —pre­guntó él con tono pensativo—. Si tomo los bizcochos, seguro que usted volcará la leche en el apuro por aferrar la toalla. Y si le tomo el vaso, los bizcochos se deslizarán del plato, y eso sería un desperdicio. Huelen como hechos en casa. —Se agachó y los olió. Tenía la cabeza muy cerca de la de Paula, y la fragancia de su colonia tapaba el aroma de los bizcochos recién hor­neados y resultaba mucho más tentador.


Pedro se enderezó y se acercó un paso.


—Por otro lado, podría tomar la toalla y resolver todos sus problemas —dijo con rudeza.


Paula contuvo la respiración cuando la mano de Pedro se acercó al espacio entre sus dos pechos, allí donde descuidadamente había sujetado la toalla. El apoyó el índice en la curva superior de su pecho.


—¿Sabías —dijo en un suspiro— que tienes cinco pecas justo aquí? —Indicó el lugar desplazando el dedo por la piel. 
—Eso es poco frecuente. Las peli­rrojas por lo general tienen pecas en todo el cuerpo. Y tú sólo tienes cinco. Pero están en un lugar tan pícaro y maravilloso



Paula estaba cautivada por la persuasión de la voz de Pedro. Su aliento fragante le abanicaba la cara y la embriagaba. Ella deseaba aspirarlo dentro de su cuer­po. Los dedos de Pedro comenzaban a insinuarse debajo de la toalla. Cuando ella sintió que presiona­ban las suaves curvas de su piel, las brasas del deseo que ardían en su interior se apagaron y la pasión se vio reemplazada por la furia.


Dio enseguida un paso atrás y le gritó:
—¡Casi me mata del susto! ¿Por qué no me avisó que estaba aquí?


—Bueno, quise hacerlo, pero estabas en la bañera. 
¿Habrías pretendido que yo irrumpiera en el cuarto de baño para informarte de mi llegada? Eso te habría dejado sin el beneficio de una toalla —dijo, con tono burlón, mientras sus ojos la recorrían—. Ignoraba que solías caminar por mi casa de esta manera. Di por sentado que una buena muchacha se pondría una bata o algo más modesto cuando terminara de bañarse.


Ella pasó por alto la burla y se aferró a las primeras palabras de Pedro.


—¿Cómo... cómo supo que me estaba bañando?


Él enarcó una ceja.


—Bueno, ¿cómo crees que lo supe? —preguntó con un brillo divertido en los ojos. Ella jadeó y se ruborizó hasta la raíz del pelo. —Oí el chapoteo del agua —agregó él como al pasar.


La reacción de Paula fue la que Pedro había pre­visto. Ella, furiosa, golpeó el pie en el suelo, y él se echó a reír cuando de los labios de Paula brotó un "¡Oh!". Por un momento ella había olvidado la toalla, pero recordó su precario estado cuando sintió que comenzaba a deslizarse por sus pechos, hasta quedar colgando apenas de los pezones.


—¿Por favor, puede dejar de reírse y quitarme estas cosas de las manos? Tengo frío.


—No me sorprende. Andar corriendo de aquí para allá desnuda... —bromeó él, pero le quitó el vaso de leche y los bizcochos. Ella se apresuró a tomar la toalla y a asegurársela en el puño cerrado, que habría preferido estrellar en la boca burlona de Pedro.


—Si me perdona usted, señor Alfonso, estaré de vuelta enseguida, y entonces querré que me diga qué demonios hace aquí.


—Será mejor que me hables con amabilidad —le advirtió él—. Todavía tienes que subir por la escalera, y esa toalla no te cubre todo lo que debiera. Puedo portarme como un caballero y girar la cabeza, o pa­rarme al pie de la escalera y...



—¿Quiere disculparme, por favor, señor Alfonso, mientras me pongo más presentable para ser entrevistada por mi empleador? —preguntó ella con voz dulzona.


—Por supuesto, señora Chaves. Estaré en la cocina cuando vuelva a bajar.


—No tardaré. —Y, sin esperar a ver si él miraba o no hacia la escalera —en realidad, ella no quería saberlo—, subió corriendo y se dirigió a su dormitorio.


Le temblaban los dedos cuando se puso un par de jeans y una camisa de franela. Las noches se estaban poniendo frías en las montañas.


¿Qué hacía él allí? ¿Por qué no le había avisado que vendría? Se arrancó la toalla de la cabeza. El pelo le colgaba hasta los hombros en mechones húmedos, pero ya comenzaba a rizarse en ondas naturales. No tenía tiempo de ponerse el secador. Quería ver a Pedro cuanto antes... pero sólo para averiguar por qué había venido, se dijo.


Al bajar por la escalera tuvo la sensación de que sus piernas se habían convertido en gelatina. Cuando entró en la cocina, Pedro estaba preparando huevos revueltos, café recién hecho bullía en la cafetera, y había dos rebanadas de pan en la tostadora. Su cha­queta y sombrero colgaban en los ganchos que había junto a la puerta de atrás.


—Estoy muerto de hambre. Lo que nos dieron en el vuelo no era comible, y no paré desde Alburquerque hasta aquí. ¿Querías algo?


—Sí, quiero saber qué hace usted aquí.


Él deslizó los huevos cremosos de la sartén a un plato. 


Luego se puso las manos en las caderas y se quedó mirando a Paula durante varios segundos, y después pasó junto a ella camino al living. Paula lo siguió, exasperada y sorprendida.


Él caminó hacia la puerta del frente, la abrió y salió. Miró por sobre la puerta y dijo:
—Cuatro cero tres. Tal como pensé, es mi casa. —Regresó y cerró la puerta, sin prestar atención a la posición militar de Paula, y volvió a la cocina.


—Muy gracioso —dijo ella y lo siguió.


—Eso pensé —dijo él por sobre el hombro mientras abría la heladera—. ¿Tenemos algo de queso?


—¿Tenemos? —preguntó ella, acentuando el plural.


—De acuerdo. ¿Tiene usted algo de queso, señora Chaves?


Paula no pudo mirar esos ojos que se burlaban de ella por encima de la puerta de la heladera.


—En el cajón de abajo —respondió, bajó la vista y se miró los pies desnudos. ¿Habia olvidado calzár­selos?


—¿Qué tal está el dulce de frutillas?


Ella quedó totalmente desconcertada.


—¿Qué? —pregunto con impaciencia.


—Nosotros... lo siento, usted tiene dulce de uvas, de damasco y de frutillas. ¿Me recomienda el de frutillas?


Esa fue la gota que desbordó el vaso.


—¿Me haría usted el favor de parar con esta conversación intrascendente, ponerse la comida en el plato y sentarse de una buena vez para que yo pueda hablarle?


Paula golpeó el piso con el pie y se cruzó de brazos. En ese momento cayó en la cuenta de que tampoco se había tomado el tiempo necesario para ponerse ropa interior.


—Está bien, está bien —dijo él con irritación y apoyó el plato en la mesa—. A usted nunca la nom­braron Señorita Simpatía, ¿verdad? —Se sirvió una taza de café y, enarcando una ceja, le preguntó si también quería. Ella negó con la cabeza.


Cuando Pedro se sentó y comenzó a comer con voracidad, sin hacer ningún esfuerzo por iniciar una conversación, ella se dejó caer en la silla frente a él. Pedro ni siquiera la miró. 


Bueno, pensó Paula, mal­dito si le preguntaré nada más.


Cuando no quedó nada en el plato, Pedro se limpió la boca con una servilleta de papel y bebió un largo trago del café ya frío.


—¿La casa te resulta satisfactoria? —preguntó.


Ella no había esperado que Pedro empezara con una conversación sobre la casa.


—Sí —respondió Paula en forma sucinta. Pero cuando él levantó las cejas con expresión amenaza­dora, ella se aplacó un poco. Después de todo, era su empleador. —Es más que satisfactoria: es hermosa, y usted lo sabe. Whispers es el ambiente perfecto para Juana. Está aprendiendo muchísimo, y las perso­nas de este lugar son bondadosas y pacientes.


—¿Cómo está ella, Paula? —Su actitud burlona y provocativa había desaparecido. Ahora estaba serio. Paula trató de no prestar atención al cosquilleo que sintió al oírlo pronunciar su nombre. Trató, asi­mismo, de no mirar con tanta fascinación el bigote de Pedro, que había desempeñado un papel tan impor­tante en sus sueños diurnos.


Apartó la vista y respondió:
—Está muy bien,Pedro. De veras. Es inteligente e ingeniosa. Las lecciones avanzan mucho más rápido de lo que soñé siquiera. Su habla es todavía muy lenta, pero se esta desarrollando. Su vocabulario en el lenguaje de señas y el manejo que de él hace se ha cuadruplicado desde que abandonamos Nueva York. —Sonrió y preguntó: —¿Cómo anda el suyo? Por señas, él le indicó que iba a clase tres noches por semana y aprendía todo lo rápido que podía hacerlo un hombre cansado de treinta y cinco años.


Paula se echó a reír.


—¡Espléndido! Usted y Juana podrán ahora hablar sobre cualquier cosa.


—¿Extrañas Nueva York? —preguntó Pedro mien­tras fruncía el entrecejo.


—No —respondió ella con lentitud. Sólo te extraño a ti, pensó. Cuando vio la expresión escéptica de Pedro, agregó: —Tenemos una muy buena vecina, quien, de paso, es una gran admiradora suya y pro­bablemente irrumpirá en la casa en cuanto se entere de que usted se encuentra aquí. Tiene dos hijos que juegan con Juana.


Él pareció sorprendido y preguntó:
—¿Ellos son... quiero decir...cómo...? —Trató de encontrar las palabras adecuadas, pero fue Paula la que se las proporcionó.


—¿Si tratan a Juana como un monstruo? No, Pedro —le aseguró ella—. La tratan como una compañera cualquiera de juegos. Tienen peleas y momentos afectuosos como todos los chicos. Betty y sus hijos están aprendiendo lenguaje de señas y en este momento ya pueden hablar bastante bien con Juana.


—Qué bien —dijo Pedro y asintió hacia su taza de café. Casi daba pena verlo tan aliviado. Paula reprimió el impulso a extender un brazo y tocar ese pelo color marrón plateado que estaba despeinado por haber estado debajo del sombrero de cowboy. Las finas líneas que le rodeaban los ojos parecían ahora más profundas, como si no hubiera dormido bien últimamente. ¿Tanto extrañaba a su hija? ¿O el hecho de estar en Whispers le recordaba el tiempo pasado allí con Susana? El dolor que le produjo ese pensamiento le resultó insoportable. Paula se dio cuenta de que lo que sentía se estaba reflejando en sus facciones, y se apresuró en enmascararlas.


—¿Cuánto tiempo se quedará en Whispers? —pre­guntó.


Él levantó la cabeza y la miró un momento antes de ponerse de pie y caminar hacia la cafetera para volver a llenar su taza.


—Indefinidamente —fue su respuesta.


Sorprendida, ella se quedó mirándolo. ¿Qué había querido decir con eso de "indefinidamente"?


—No entiendo —dijo.


Él bebió un sorbo de café y giró para mirarla.


—Tengo un terrible dolor de cabeza. ¿Podrías masa­jearme el cuello?


Ese cambio rápido de tema la tomó desprevenida. 


Instintivamente asintió y se ubicó detrás de la silla de Pedro cuando él se sentó. Con cautela, le puso las manos sobre los hombros, cerca del cuello, y con suavidad le apretó los músculos tensos debajo de la camisa de algodón. 


—Ah, gracias. Me hace mucho bien. —Pedro bebió otro sorbo de café. Cuando comenzó a hablar, sonó introspectivo. —Me harté de las porquerías que tenía que hacer y decir en el teleteatro. Me cansé. En siete años he tenido cuatro matrimonios e innumerables aventuras, y un acciden­te automovilístico en el que casi perdí la memoria. Estuve a punto de casarme con mi hermana perdida hace tanto tiempo hasta que descubrí nuestro paren­tesco. Perdí a mi hijo de leucemia y me revocaron la licencia médica porque la hija de un hombre rico me acusó de hacerla abortar un feto que ella aseguró era mío. Estoy hasta la coronilla con el doctor Hambrick. Siete años de guiones así son más que suficientes.


—¿Quiere decir que abandonó el teleteatro? —preguntó ella, atónita, y de pronto dejó de masajearle el cuello, justo detrás de las orejas.


—No exactamente. Por favor, no te detengas. —Cuando los dedos de Paula reanudaron su tarea, él prosiguió: —Le dije a Murray que quería descansar un tiempo y despejarme la cabeza. En todo este tiempo he tenido sólo algunos días de vacaciones, así que me debían varias semanas. El miércoles graba­mos un episodio en el que al doctor Hambrick lo golpea un asaltante mientras él y su amante caminan por Central Park. Y ahora él se encuentra en estado de coma profundo. A ella la violaron, de modo que toda la atención estará centrada en ella por un tiempo. Seguro que se enamorará locamente de algún otro médico —dijo Pedro con una mueca de desprecio."Me cubrieron la cabeza con vendas, me metieron en una cama de hospital y grabaron varios metros de película mientras yo yacía allí, inmóvil. En cualquier momento que en el teleteatro se haga referencia al doctor Hambrick, incluirán ese trozo de tape. Y, mientras lo hacen, yo estaré aquí con Juana, dis­frutando del otoño en Nuevo México.


—¿Puede hacerlo? —Era poco lo que Paula sabía sobre los poderes de las cadenas de televisión, y pensó que Pedro estaba arriesgando mucho su carrera.


Él se encogió de hombros y, al hacerlo, su cabeza cayó hacia atrás sobre los pechos de Paula. Los dedos de ella le recorrieron la mandíbula, las sienes, y se las frotaron rítmicamente.


—Por un tiempo —dijo él por fin, respondiendo a la pregunta de Paula—. Con toda humildad te aseguro que he mantenido ese programa a flote durante varios años y todavía puedo tirar de varios hilos. Además, todo el mundo sabe lo temperamentales que somos los actores. —Bromeaba, pero para Paula esas palabras fueron una bofetada en la cara. Sí, lo sé, pensó.


Para cambiar de tema, ella preguntó:
—¿Dónde se alojará?


El se echó a reír y giró la cabeza para mirarla, un movimiento que a Paula le cortó la respiración.


—¿Que dónde me alojaré? —se burló—. Bueno, mi habitación es la más grande del piso superior. La que tiene la enorme cama camera y las puertas de los placards con espejos.


Paula se apartó de él de un salto, como si hubiera recibido un disparo. Su ternura de momentos antes desapareció por completo.


—¡No puede estar diciendo que se quedará aquí!


—Pues le aseguro que no pienso hospedarme en el Motel Mountain View, señora Chaves —dijo Pedro, con tono sarcástico—. Naturalmente que me quedaré aquí.


—Pero no puede hacerlo. No conmigo viviendo aquí. Estaríamos... —Se pasó la lengua por los labios y entrelazó las manos. —Sencillamente no puede, eso es todo. —Hasta a ella le sonaron infantiles sus pro­pias palabras.


—¿Lo que no terminaste de decir es que estaríamos viviendo juntos? —Pedro casi no podía controlar el humor de su voz. —Sí, supongo que será así, bueno en cierto modo.


—¡Eso es imposible! —exclamó ella. 


—¿Por qué? —preguntó él con fingida inocencia. Después, sus ojos verdes se entrecerraron con recelo. —Señora Chaves, me sorprende usted. Quiero creer que no le ha estado adjudicando una connotación ilícita a esta situación. Usted no se aprovecharía de mí, ¿verdad? ¿Estoy en peligro de quedar involu­crado?


—¡Desde luego que no! —exclamó ella con frial­dad—. Al menos no conmigo. Pero corre peligro de ser encerrado en un hospicio si cree que yo seguiré viviendo en esta casa mientras usted se encuentra aquí. Si usted se queda, yo tendré que irme.


—No harás nada de eso —dijo él muy confiado mientras se ponía de pie y flexionaba los músculos que ella le había masajeado—. Juana te necesita, y la amas demasiado para abandonarla. A propósito, quiero verla. ¿Se encuentra en la habitación más pequeña de arriba?


Con su arrogancia característica, Pedro había desechado los argumentos de Paula como si no tuvieran importancia, y salido muy campante de la cocina, dejándola a ella de pie en mitad de la habitación, hirviendo de rabia impotente.


Él tenía razón, por supuesto. Ella jamás abandonaría a Juana. Sólo ahora se había ganado la total confianza y afecto de la pequeña. Si se fuera, Juana podría sufrir un daño psicológico irreparable. Era crucial para su desarrollo y educación que permaneciera junto a ella y las cosas siguieran como estaban. ¡Pero ella no podía vivir allí con Pedro! No podría residir en la misma casa con un hombre y permanecer indiferente. Pero vivir bajo el mismo techo que Pedro, quien era capaz de derretirla con un roce, una mirada, sería algo impensable. Y el engreimiento de Pedro la haría estar permanen­temente furiosa. ¿A qué clase de tortura masoquista se estaría sometiendo al quedarse en esa casa?


Pero se quedaría. Lo había sabido todo el tiempo, y también él lo sabía. El único consuelo de Paula era pensar que Pedro pronto se cansaría de la vida tranquila de Whispers y ansiaría volver a Nueva York. Seguro que no permanecería allí mucho tiempo. ¿Una semana? ¿Dos? 


Ascendió lentamente por la escalera y entró en el dormitorio de Juana, donde la luz de la mesa de noche proporcionaba una suave iluminación. Pedro estaba sentado en la cama, con Juana en brazos; se hamacaba hacia adelante y hacia atrás y le palmeaba la espalda. Paula salió, se dirigió al dormitorio que ahora usaría Pedro y comenzó a recoger algunas de sus cosas para llevár­selas abajo.


—¿Qué haces? —La voz profunda la sobresaltó. Paula giró la cabeza y lo vio apoyado junto a la puerta.


Ella evitó sus ojos y su pregunta y, a su vez, preguntó:
—¿Juana volvió a quedarse dormida?


—Sí —dijo él y rió por lo bajo—. Creo que en realidad en ningún momento se despertó del todo, pero ahora sabe que estoy aquí.


Paula asintió y giró para recoger la ropa que había dispuesto sobre la cama.


—¿Qué haces? —repitió él.


—Le estoy despejando el cuarto —respondió ella—. Si puede esperar hasta mañana para deshacer las valijas, entonces yo sacaré todo lo mío de aquí.


—No será necesario. Deja todo donde está —dijo él con severidad.


—Pero ya le dije...


—Yo dormiré en el cuarto de la planta baja. No tiene sentido que vuelvas a mudarte.


—Pero éste es su dormitorio, Pedro. No me pare­cería bien usarlo, puesto que el otro es tan pequeño.


—Me acostumbraré. Además —dijo, mientras en­traba en el cuarto—, me gusta la idea de que ocupes mi dormitorio. Y mi cama. 


Su voz se fue volviendo ronca a medida que se acercaba a ella. A Paula la intimidaba que él se sentara también en esa cama. Sintió que la sangre le quemaba como lava y que las piernas casi no la sostenían cuando él extendió los brazos, le rodeó la cara con las manos y le deslizó los dedos en el pelo.


—Ya tienes el pelo casi seco —le susurró—. Tam­bién me gustaba mojado. —Le acarició la mejilla con los labios. —No creas que esa camisa holgada oculta tu figura. Sé exactamente cómo son tus pechos después de verlos cubiertos por esa toalla húmeda.


Los labios de Pedro juguetearon con los de Paula, afinándolos como se hace con un instrumento antes de un concierto; preparándolos para su posesión completa. 


Cuando llegó ese momento, los labios de ella estaban listos y recibieron de buena gana el sello indeleble que él fijó en ellos y que encendió el cora­zón de Paula.


La mano de Pedro descendió por la columna de Paula, se deslizó hasta la cadera y la apretó contra él. El contacto con el cuerpo de Pedro no le dejó ninguna duda sobre la fuerza del deseo de ese hombre.


Haciendo a un lado su cautela previa, Paula respon­dió al beso de Pedro con un ardor sin reservas. Su lengua y sus labios fueron insaciables. Cuando él levantó la cabeza para acariciarle la mejilla con su ma­no libre, ella se puso en puntas de pie y, con la punta de la lengua, le dibujó el labio superior debajo del bigote.


—Paula —gimió él, antes de apoderarse de nuevo de su boca y de registrar con su lengua insaciable cada rincón secreto.


La mano de Pedro descendió entre los cuerpos de ambos hasta encontrar el primer botón de la camisa de Paula; lo desprendió con habilidad y acaricio la curva superior de su pecho, que se destacaba más por estar apretada contra el pecho de él. Los dedos de Pedro eran como terciopelo cálido contra el satén dulce de la piel de Paula. El segundo botón se des­prendió con la misma facilidad del primero.


Paula respiró el nombre de Pedro cuando él le sepultó la cara en el cuello y le cubrió el pecho con la palma de la mano. Se lo acarició, se lo presionó, jugueteó con él hasta que comenzó a latir con una in­tensidad que se difundió hasta el centro de su cuerpo.


Pedro tomó su pecho en las manos, lo liberó de la camisa y lo sostuvo como un tesoro precioso.


—Adoro esas pecas —susurró y bajó la cabeza. Les ofreció un homenaje mayor del que se merecían. Los besos que estampó en la piel de Paula hicieron que la cabeza le diera vueltas. Ella lo tomó del pelo y lo acercó más.


El cosquilleo del bigote y los mordiscos de sus labios la libraron de su capacidad de pensar, de razonar. Paula no deseaba emerger de esa euforia; quería permanecer en ella hasta conocer la gloria completa de hacer el amor con Pedro.


Como si él le leyera el pensamiento, colocó sus labios a milímetros de ese pezón que deseaba con desesperación sentir el roce de su lengua, pero que tuvo que contentarse con las caricias de su bigote.


—Paula, déjame conocer tu dulzura —suplicó él—. Ahora. Por favor. Necesito tu suavidad. Te deseo.


Esas palabras atravesaron el halo de sensualidad que la había rodeado y se le clavaron en el cerebro.


Sí, él la deseaba. La reacción física de Pedro al abrazo de ambos fue muy evidente cuando la apretó fuerte contra su cuerpo. ¿Por qué, entonces, vacilaba ella en entregarse por completo?


La confesión de Pedro de que no quería ningún compromiso emocional no toleraba ninguna espe­culación en sentido contrario. Lo que él quería y necesitaba no era a Paula Chaves la persona sino su cuerpo, y sólo eso. 


Necesitaba una cuna para esa fuer­za masculina que inexorablemente exigía ser liberada. Si ella aceptara, esa necesidad sería aplacada, pero no habría una verdadera entrega de los pensamientos, sentimientos o de la esencia de Pedro, el hombre.


Pedro Alfonso no la amaba: seguía amando a su esposa. La única vez que había hablado de Susana, el tremendo dolor de su pérdida había sido tan intenso que resultaba angustiante para quien lo presenciaba.


Por mucho que ella lo deseara, no podía aceptar en esos términos. Pero, ¿cómo hacer para negarse ahora? Su propio deseo era demasiado evidente. El la tenía en sus brazos virtualmente desnuda y dúctil. Sus dedos hábiles comenzaban a desprenderle los otros botones de la camisa. 


Pedro jamás creería que, de pronto, ella había recobrado la sensatez y desarrollado un senti­miento de culpabilidad. El único recurso que le quedaba era fingir enojo. Eso sí que creería.


Y, en cierto sentido, estaba enojada. Se odió por no ser capaz de aceptarlo en esos términos cuando su cuerpo lo deseaba tanto. Pero ya había transitado antes por ese camino peligroso. Samuel la había usado sexualmente como bálsamo para su pena, para su sufrimiento. ¿Y el de ella?


 ¿Quién se había preo­cupado de aliviárselo?


No, nunca más.


PedroPedro —logró decir y echó mano de la poca tuerza que tenía para apartarlo—. No.


Los ojos de Pedro estaban velados por la pasión, y él tardó un momento en despejarse la cabeza y entender que ella le estaba prohibiendo liberarse de ese tormento físico.


—¿Qué ocurre? —preguntó él, todavía sorpren­dido por esa negativa inesperada.


Paula se abotonó la blusa con dedos torpes, mientras se alejaba de Pedro y le daba la espalda.


—No puedo... No quiero acostarme contigo —res­pondió.


—No te creo —exclamó él y saltó hacia Paula.


Ella lo esquivó y levantó las manos para protegerse de él.


—No vuelvas a tocarme. Lo dije en serio —prosi­guió Paula, muy apurada.


Los ojos de Pedro brillaron como hielo verde. Ahora comenzaba a entenderla.


—Y yo también lo dije en serio —gruñó—. Tú me deseas tanto como te deseo yo.


—No, no es así —protestó ella con vehemencia.


—Tu cuerpo dice lo contrario, Paula —dijo él con cautivante serenidad—. Siento cuánto me necesitas. Mis manos te han llevado a un estado de total deseo, y mi boca puede hacer todavía más.


—No...


—Y quiero hacer más. Quiero hacerlo todo. Quie­ro...


—¡Sexo! —lo interrumpió ella con una exclama­ción que esperaba tapara las palabras seductoras de él—. Me ofende que hayas pensado que yo estaría dispuesta a entregarme a ti, cuando te has ocupado en dejar bien en claro que lo único que quieres de una mujer es acostarte con ella. —Respiró hondo varias veces.


—Lo que dije fue que no quería ninguna clase de compromiso emocional. Eso no quiere decir que cuan­do tengo en mis brazos a una mujer muy hermosa y deseable, no me gustaría hacer el amor con ella.


—¡Amor! —exclamó Paula—. Dijiste que amabas a tu esposa...


—Deja a mi esposa fuera de esto —saltó él.


Su reacción fue tan feroz que Paula dio un paso atrás. 


Debería haber sabido que no tendría que haber mancillado la memoria de su esposa al incluirla en esa discusión sórdida. Ese pensamiento la enfureció y la hizo levantar el mentón con gesto de desafío.


—Yo no soy una de tus fanáticas admiradoras —dijo ella mordazmente—. Soy tu empleada... y espero que me trates como tal. 


Confiaba en que sus palabras transmitieran más convicción de la que ella sentía. Incluso en ese momento, despeinado y con la ropa arrugada por las manos exploradoras de ella, Paula tuvo ganas de correr hacia él y suplicarle que volviera a besarla. Pero no podía permitir que lo supiera. Trató de controlar los músculos de su cara.


—Está bien —dijo él—. Ni siquiera el doctor Hambrick ha recurrido nunca a una violación, y Pedro Alfonso tampoco desea tener que hacerlo. —Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Pero, antes de transponerla, volvió a mirarla con una sonrisa bur­lona en los labios. —No te sientas tan victoriosa. Me deseas, y yo te poseeré. Es sólo cuestión de tiempo.


Y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria.







SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 8




Los días se hicieron rutinarios. Por las mañanas, Paula y Juana pasaban varias horas en el aula con clases. A Paula le alegró mucho comprobar que la chiquilla era tan inteligente como había supuesto. Cada día abría nuevos horizontes a Juana a medi­da que aprendía a comunicarse con su maestra, a quien consideraba la persona más maravillosa del mundo, además de Pedro.


Juana le preguntaba todos los días por su padre y jamás se salteaba un episodio del teleteatro donde actuaba. Cuando su imagen aparecía en la pantalla ella gritaba "Auwy, Auwy" y señalaba a Pedro mien­tras marcaba su nombre con señas. 


Paula también le había enseñado el significado de la palabra "papá", y relacionó las dos cosas. Cuando aprendió la palabra "mamá" le preguntó a Paula si ella era su madre. 


Paula trató de explicarle la palabra "muerte" mos­trándole dos grillos: uno estaba muerto y el otro, vivo. Juana entendió la explicación, pero Paula no estaba segura de que hubiera entendido que su madre estaba muerta. La pequeña no tenía ninguna imagen mental que asociara esa palabra con una persona. Quizá debería pedirle a Pedro una fotografía de Susana.


Hacían caminatas por las estribaciones de las montañas, festoneadas de arroyos. Paula le enseñaba a Juana las señas de todo. Por lo general debía hacerlo una sola vez y luego la pequeña recordaba la palabra, aunque repitieran después cada seña una cantidad enorme de veces.


Por las tardes, Betty, Raul y Raquel se unían a Juana en las clases de lenguaje de señas. Eran momentos felices llenos de risas, y los chicos convirtieron las lecciones en un juego.


Muy pronto se comunicaban ya con Juana con el aplomo y la naturalidad que sólo poseen los chicos.


—Mira Juana —gritó Paula mientras abría el buzón. Habían bajado por la colina hacia la ciudad en dirección a un almacén, para reabastecerse de provisiones. —¡Hay una carta! Me pregunto para quién será. —Como de costumbre, Paula verbalizó las señas que hacía.


—Ju-na —dijo la pequeña con su lenguaje inarti­culado pero su modo encantador, se señaló y sonrió.


Paula sostuvo el sobre al nivel de Juana y la chiquilla señaló su nombre, que estaba escrito con grandes letras mayúsculas de imprenta. Después, Paula señaló el nombre que estaba en el extremo superior izquierdo. Pedro, hizo la seña riendo en voz baja.


Él le había escrito religiosamente dos o tres veces por semana y, en cada oportunidad, el mensaje era breve pero lleno de amor y diciendo lo mucho que la extrañaba. Y cada sobre contenía un paquete de goma de mascar sin azúcar.


Las había llamado dos veces por teléfono y en cada ocasión, cuando Paula oyó su voz, su corazón dejó de latir un segundo y luego aceleró sus latidos. Las conversaciones eran de orden practico y bien concretas. Él siempre preguntaba por los progresos de Juana, la casa y las comodidades básicas. Le insistía en que pidiera lo que necesitara y después cortaba la comunicación sin ninguna palabra de orden personal. Si alguna vez recordaba el beso que los dos habían compartido, cosa que Paula dudaba mucho, no lo demostraba.


¿Era una coincidencia que, cada vez que él llamaba, a Paula le costaba conciliar el sueño esa noche? ¿Cómo era posible que el sonido de su voz perturbara su equilibrio y la dejara aturdida durante el resto del día? Y que, al final de la jornada, cuando estaba acostada sola en esa cama tan grande, su cuerpo se sintiera perturbado e insatisfecho y clamara por...


¡No! Paula se negaba a admitirlo. Pero era inútil negarse a reconocer lo obvio.


Clamaba por Pedro.


Dormir desnuda era una costumbre que había adquirido durante su matrimonio con Samuel. Con fre­cuencia, cuando él abandonaba la cama para volver a su piano, ella sentía demasiada pereza para buscar el camisón que él le había quitado con impaciencia.


Esa falta de camisón nunca le había parecido sensual... hasta recientemente. Ahora, cuando yacía desnuda entre las sábanas frescas, su mente evocaba imágenes de Pedro


¿Le gustaría a él verla así? ¿Qué sentiría ella al ser tocada, acariciada, explorada por esas manos fuertes y sensibles? 


¿Buscarían ellas esa misteriosa humedad que al mismo tiempo la fascinaba y la alarmaba con su mera presencia?


 ¿Aliviarían esas manos sus pechos henchidos, que tanto dolían por su deseo insatisfecho?


Y Paula giraba sin cesar en la cama, hasta que las fantasías se convertían en sueños. Y, en los sueños, encontraban satisfacción.



****



—Hola. ¿Qué estás haciendo? —preguntó Betty mientras asomaba la cabeza por la puerta de atrás después de dar los golpes obligatorios.


—Acabamos de recibir carta de Pedro —dijo Paula.


—Dios —gimió Betty—. ¿Puedo tocarla?


—No seas tonta. 


Paula se echo a reír y comenzó a guardar las provisiones compradas en el almacén, mientras Juana seguía charlando con la carta como si hablara con Pedro.


Betty se sentó en el taburete de la cocina, que se había convertido en su asiento habitual. Puesto que el marido de Betty estaba ausente durante tanto tiempo, las dos mujeres pasaban mucho tiempo juntas. Paula se sentía agradecida por la amistad que había nacido entre ellas, aunque los antecedentes de las dos fueran tan distintos.


—Mira —dijo Betty mientras abría un paquete de bizcochos y se metía uno en la boca—. Esta tarde voy a llevar a los chicos a ver La bella durmiente. Disney, ¿sabes? ¿No quieres tú y Juana acompañarnos?


—Por supuesto que sí. Parece muy divertido.


Por una vez, Betty vacilo un instante antes de hablar.


—Bueno, no sabía si las chiquillas sordas iban o no al cine.


—Desde luego que lo hacen —dijo Paula —. Solemos ver Sesame Street y ella aprende mucho. No puede oír el diálogo, pero disfruta de la luz, el color y el movimiento. Le encantará.


Juana sí disfrutó de la película. Cada vez que tenía una pregunta, se la decía por señas a Paula, quien se la contestaba. Fuera de eso, quedó cautivada por la maestría de ese dibujo animado. Cuando la bruja se convirtió en dragón, se asustó mucho; se subió a las faldas de Paula y la abrazó fuerte. Paula le explicó que el dragón no era verdadero. La ex­plicación pareció satisfacer a la pequeña por el momento, pero Paula decidió que debía enseñarle los conceptos real y simulado en una lección futura.


Había sido un día muy largo y Paula se sentía cansada. La película le había llevado la mayor parte de la tarde, pero ella y Betty se habían tomado su tiempo en volver a la casa. Esa semana, Jose Groves se quedaría en las montañas, así que Betty no estaba impaciente por volver a su casa, con sólo Raul y Raquel por compañía.


Caminaron por las calles pintorescas y empinadas de Whispers con los tres chicos a la rastra. Se detu­vieron en varias tiendas de artesanos que interesaron a Paula. Juana cautivó a todas las personas que la conocieron. En el mes que hacía que vivían en esa pequeña comunidad, ya había entablado amistad con varios dueños de tiendas. Todos conocían de vista a la hermosa mujer pelirroja y la chiquilla de rizos rubios que siempre estaba con ella.


Paula y Betty decidieron convidar a los chicos con hamburguesas y batidos para la cena, después de lo cual treparon por la colina en dirección a sus casas, seguidos por tres niños cansados y fastidiosos. Después de bañar a Juana y de arroparla en la cama de su habitación pequeña, Paula sintió que se había ganado el derecho de un prolongado baño de inmersión bien caliente en la opulenta bañera.


Ese cuarto de baño tenía algo sensual y pecami­noso. El piso y las paredes eran de cerámica blanca y contrastaban con la bañera de mármol negro bajo nivel. El lavatorio y la ducha eran del mismo material, y la puerta del compartimiento de la ducha era de vidrio transparente, no esmerilado, como Paula estaba acostumbrada. Se sentía decididamente perversa cada vez que se duchaba a la vista de los espejos que tapizaban la pared opuesta.


Al sumergirse en el agua vaporosa y burbujeante de la bañera, se maravilló una vez más por su tamaño. Tenía por lo menos un metro de profundidad y dos de largo. Paula se estiró y decidió disfrutar de esa calidez sedante.


Cuando terminó de bañarse, se lavó el pelo y se envolvió la cabeza con una toalla estilo turbante. Decidió que tenía hambre —la caminata la había hecho digerir la hamburguesa que había comido más temprano—, se rodeó como al descuido con una toalla, sujetó los extremos entre sus pechos y descen­dió a la planta baja, pero sin encender ninguna luz.


Una vez en la cocina, puso en un plato varios de los bizcochos que ella y Juana habían cocinado esa mañana, se sirvió un vaso de leche y se dirigió al living.


Jamás supo qué la hizo mirar hacia el sillón, pero el corazón se le subió a la boca y tuvo que reprimir un grito. El salto que pegó le hizo derramar la leche y que se le cayera la toalla con que se había rodeado con tanto descuido.


—Será mejor que tenga cuidado, o no tendrá secretos para mí—dijo Pedro.