miércoles, 10 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 6





–Me alegra que lo estés. El hambre es buena. Y tengo mucho que ofrecerte.


Ella se estremeció, encantada.


–Por desgracia, no he tenido ocasión de ir al mercado –continuó él–. No he comprado nada fresco, como te prometí.


–¿Has estado en el estadio toda la tarde?


Él asintió.


–Sí. No me quería arriesgar a que cambiaras de opinión y desaparecieras.


–Pues me temo que no tengo gran cosa en la cocina…


–Bueno, ¿por qué no me llevas a ella y permites que sea yo quien lo juzgue?


Paula lo acompañó a la cocina y se sentó en uno de los taburetes, a sabiendas de que no encontraría nada. Pedro abrió el frigorífico y, al cabo de unos segundos, frunció el ceño. Estaba prácticamente vacío.


–¿Te gusta la pizza? –preguntó él–. Conozco un lugar donde las preparan maravillosamente bien. Podemos llamar para que nos envíen una.


–¿Te refieres a tu famosa cadena de pizzerías?


Él sonrió. La cadena había sido uno de sus primeros negocios, y había tenido tanto éxito que le había hecho ganar su primer millón de dólares antes de cumplir los veinte.


–No me digas que has probado nuestras pizzas…


Ella sacudió la cabeza.


–A decir verdad, no. No suelo pedir comida.


–Pues esta noche haremos una excepción. Pero tardará media hora en llegar.


Paula pensó que la conversación les iba a dar para poco. Se gustaban tanto que, si no se andaban con cuidado, terminarían en la cama antes de que pasaran quince minutos. Pero decidió intentarlo de todas formas.


–¿Cómo es posible que tuvieras tanto éxito con las pizzas? Ni siquiera eres italiano.


–¿Y qué? La pizza se ha convertido en una comida universal –observó él, mientras sacaba una botella de vino de uno de los armarios–. Además, quería saber si podía entrar en un mercado asentado y tener éxito a pesar de la competencia.


–Pues lo hiciste muy bien.


Paula sacó dos copas y se las acercó.


–Sí, reconozco que sí –dijo mientras abría la botella–. Pero después perdió todo interés para mí, de modo que vendí la cadena para afrontar nuevos desafíos.


–Oh, vamos… Vendiste la cadena cuando sus acciones estaban en su precio más alto. Sacaste todo lo que pudiste y te marchaste porque sabes que su fama pasará y dejará de ser un establecimiento tan beneficioso.


Él la miró con intensidad y sirvió el vino.


–Si deja de dar beneficios será porque sus directivos son unos incompetentes –puntualizó.


Paula sonrió con malicia.


–¿Insinúas que tu negocio no consiste en vender ilusiones vacías? Haces que algo parezca maravilloso y, a continuación, lo vendes. Pero está vacio. No es nada duradero.


–No estoy de acuerdo con eso. La cadena de pizzerías todavía funciona bien; y los edificios que compro y reformo valen mucho más dinero que antes –afirmó–. ¿Por qué dudas de mi trabajo?


–No se trata de que dude de él. Solo se trata de que, al cabo de un tiempo, abandonas tus negocios y te dedicas a otra cosa. No sé… da la impresión de que no crees en tus propios productos.


–Pues te equivocas. No es que no crea en mis propios productos; es que, cuando ya he conseguido mis objetivos, me aburro y necesito hacer algo diferente. Supongo que lo que me gusta de los negocios es el desafío.


Ella probó el vino y preguntó:
–Entonces, ¿no te interesa profundizar en ninguno de tus proyectos?


–No. La profundización no es lo mío.


Paula pensó que seguramente aplicaba la misma norma a sus relaciones amorosas. Le gustaba lo nuevo, pero no buscaba nada a largo plazo. Y a ella le pareció bien, porque tampoco tenía intención de sentar cabeza.


–¿Y tú? –preguntó él con una sonrisa–. ¿Qué te parece si nos sentamos en ese sofá y me hablas del trabajo con los jugadores del equipo?


–Está bien, si te empeñas…
–No hay mucho que decir, la verdad. Solo soy la relaciones públicas.


–La relaciones públicas, la chica que pone aceite a los jugadores y la que les lleva las camisetas cuando están posando –dijo con humor.


Ella se encogió de hombros.


–Normalmente no hago tantas cosas. En general, me dedico a hablar con la gente y a solventar el papeleo.


Paula se detuvo delante de la mesita para dejar su copa de vino. Pedro hizo lo mismo y, a continuación, se acercó a ella con intenciones claramente románticas.


–No creo que sea una buena idea –dijo Paula.


–Pues yo creo que es una idea fantástica.


Paula se humedeció los labios, estaba tan excitada que pensó que, si no si le daba un orgasmo pronto, se volvería loca.


Era absolutamente increíble. En el espacio de unas pocas horas, aquel hombre había conseguido que se convirtiera en una especie de ninfómana. Solo podía pensar en el sexo. En caricias, abrazos, besos y orgasmos.


–Está bien. Pero será una relación de una sola noche –sentenció.


La sonrisa de Pedro fue tan irresistible y Paula se quedó tan embriagada con ella que ni siquiera se movió cuando él alzó una mano y le pasó un dedo por la mejilla y, a continuación, por los labios.


–Como tú quieras.


Pedro lo dijo de un modo tan encantador que Paula se convenció a sí misma de que aquella iba a ser una experiencia ligera y sencilla, sin complicaciones de ninguna clase. Una fantasía de una sola noche. Un sueño que no les podía hacer ningún mal.




AMANTE. CAPITULO 5








Paula se sentó ante la mesa de su despacho. No sabía si reír o llorar.


¿Qué había hecho? ¿Por qué le había pedido que la llevara a cenar? Y, sobre todo, ¿por qué le había pedido que la llevara a su casa? Estaba tan tensa que volvió a reír, de puro nerviosismo. Después, miró el reloj y vio con desesperación que eran las cinco de la tarde. Solo faltaba una hora para la cita.


Los diez minutos siguientes, se dedicó a pensar en el deseo que sentía y en los motivos que la habían empujado a ser tan atrevida con él. Luego, oyó voces en el corredor y se estremeció, pero, afortunadamente, pasaron de largo.


El tiempo pasaba muy despacio. Ni siquiera sabía por qué había aceptado su ofrecimiento.Pedro Alfonso era un hombre que podía salir con las mujeres más atractivas del mundo y, sin embargo, se había encaprichado con ella. Paula no lo podía creer. Los jugadores del equipo se le insinuaban constantemente, pero solo porque sabían que los iba a rechazar. No era más que un juego.


Extendió el brazo y puso la mano recta, para ver si su nerviosismo era visible. Y lo era. Le temblaba tanto la mano que se sintió incapaz de seguir adelante con su pequeña aventura. Nunca había sido una mujer fatal. Nunca había sido atrevida. Y, por supuesto, nunca pensaba en tórridas y salvajes relaciones sexuales.


O casi nunca.


Decidida a encontrar una explicación, se planteó la posibilidad de que su contacto diario con los jugadores del equipo le hubiera activado la libido. Hasta entonces le había restado importancia a ese hecho; pero se intentó aferrar a él porque era más fácil que admitir lo mucho que Pedro Alfonso le gustaba.


Sin embargo, no se pudo engañar. De algún modo, Pedro se las había arreglado para sobrepasar sus defensas y despertar sus instintos.


Volvió a mirar la hora y se puso a dar golpecitos en la mesa con los dedos. Si hubiera tenido su número de teléfono, lo habría llamado para suspender la cena; como lo tenía, alcanzó el bolso y salió del despacho cuando solo faltaban diez minutos para las seis.


Segundos más tarde, oyó una voz.


–Paula…


Paula se dio la vuelta, helada. Era Pedro. Estaba apoyado en el marco de la puerta del despacho de Dion.


–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella.


Él sonrió.


–Te estaba esperando.


–Pero si hemos quedado en la salida…


–Ah, sí, es verdad. Lo había olvidado –respondió con humor–. La puerta 4, ¿verdad? Pero creo recordar que está en dirección contraria.


Paula no dijo nada. Pedro tenía razón. Y, obviamente, se había dado cuenta de que tenía intención de dejarlo plantado.


–Bueno, es una suerte que nos hayamos encontrado en el pasillo –continuó él con suavidad–. Si te hubieras equivocado de puerta, no nos habríamos visto.


–Sí, menos mal –dijo ella.


Él volvió a sonreír.


–¿Nos vamos?


Paula intentó encontrar las fuerzas necesarias para negarse, pero guardó silencio. Pedro la tomó del brazo y la llevó hacia las escaleras, mientras ella se volvía a maravillar por el efecto que le causaba. El simple roce de sus dedos o el simple sonido de su voz bastaban para excitarla de inmediato.


Por desgracia, estaba segura de que aquello no podía salir bien. Nunca había sido tan descarada, tan sensual; no lo había sido en ninguna de sus relaciones, y le pareció irónico que empezara a comportarse de esa forma cuando precisamente estaba con un hombre de una liga muy superior a la suya. Pedro se habría acostado con las mujeres más apasionadas del mundo. En cambio, ella siempre había sido de la media, incluso en el sexo.


–Siento lo de tu chaqueta –susurró cuando llegaron a la salida del estadio.


Él rio.


–No importa; me compraré otra.


Paula lo siguió hasta el aparcamiento. En parte, porque no encontró ninguna excusa de peso para suspender la cena y, en parte, porque caminaba con tanta seguridad que seguirlo era mucho más fácil que resistirse a él.


Lo miró e intentó adivinar su expresión, pero no pudo porque se había puesto unas gafas de sol. Paula decidió ponerse las suyas, pero estaba tan tensa que no fue capaz de meter la mano en el bolso y sacarlas.


–Ya hemos llegado. Este es mi coche.


Paula miró el negro y elegante vehículo. No era un deportivo como el que tenían todos los jugadores del equipo de rugby, sino un sedán de aspecto cómodo y agradable.


–¿Nos vamos? –continuó él.


–No, yo…


–¿No?


Ella carraspeó, nerviosa.


–Todo esto ha sido un error. No es necesario que cenemos. Ni siquiera sé por qué dije eso, supongo que solo intentaba ser…


–¿Provocativa?


Paula sacudió la cabeza.


–Más bien, estúpida –contestó–. Mira, será mejor que me vaya. Siento haberte molestado.


Él volvió a sonreír, pero de forma cálida.


–No voy a permitir que te marches –declaró–. Al menos, deja que te lleve a tu casa…


Paula se sintió muy decepcionada. Por lo visto, Pedro no se rendía con facilidad.


–Te lo agradezco, pero no hace falta.


–Sería una tontería que rechazaras mi ofrecimiento. A fin de cuentas, ya estamos aquí. Y yo también voy a la ciudad –dijo él.


Paula dudó y volvió a mirar el coche. Ya había sido bastante grosera al suspender de repente la cita, y no quiso serlo otra vez.


–Está bien…


Subió al coche y se sentó. Él arrancó de inmediato y se pusieron en marcha.


–Te confieso que me he llevado una decepción. Ardía en deseos de cocinar para ti, de ofrecerte algo fresco.


A pesar del aire acondicionado, Paula sintió una oleada de calor.


–Lo siento, Pedro. No sé por qué te pedí que me invitaras a cenar. Supongo que no estaba pensando con claridad.


Pedro sonrió de nuevo.


–Vaya, ahora me siento aún más decepcionado. Pensé que por fin había encontrado a una mujer capaz de seguir mi ritmo. Y me hacía mucha ilusión.


Ella lo miró, nerviosa.


–Creo que deberíamos olvidar lo que pasó esta tarde –susurró.


–No es verdad. No lo crees en absoluto, y yo tampoco lo creo –dijo con humor–. Además, te debo una disculpa por haber pensado que eras una admiradora, y tú me debes otra por haberme destrozado la chaqueta con el aceite.


–Sobre la chaqueta, me puedes enviar la factura; y, en cuanto a tu disculpa, olvídalo. Llegaste a la conclusión más lógica en semejantes circunstancias.


–De todas formas, te pido perdón por haberme equivocado contigo. Pero, sinceramente, prefiero tu tiempo a tu dinero.


Paula pensó que la frase de Pedro era verdaderamente buena. Prefería su tiempo a su dinero. Una fórmula caballerosa de apelar a la atracción que sentían, y una fórmula que tuvo éxito, porque las hormonas se le rebelaron otra vez y tuvo que respirar hondo para tranquilizarse.


–¿Desde cuándo trabajas en el estadio? –preguntó él.


Ella se sintió aliviada. Pedro había tenido el detalle de proponerle un tema de conversación mucho menos problemático.


–Desde hace dieciocho meses.


–¿Y no te incomoda lo de ser la única mujer entre tantos hombres?


–No soy la única. También hay mujeres en el departamento de administración y el servicio de cocinas –contestó.


–Pero ninguna trabaja contigo.


–No.


A decir verdad, Paula se alegraba de estar en esa situación. 


Había descubierto que, siendo mujer, los hombres la trataban mejor que sus compañeras de sexo, y que ganarse su aprobación era más fácil. Pero, por si acaso, se mantenía alejada del club de novias y esposas de los jugadores y, sobre todo, del grupo de sus amantes.


–Entonces, ¿los jugadores no te molestan? Supongo que, a veces, serán bastante pesados contigo…


–¿Como con el asunto del aceite? –Paula rio–. Eso no me importa. No son más que juegos inocentes. Además, mi hermano juega en la liga de baloncesto y mi padre fue ayudante de entrenador, así que estoy acostumbrada a trabajar con hombres competitivos. Sé cómo manejarlos.


Él también rio.


–Sí, creo que hoy lo has demostrado –dijo–. ¿Has dicho que tu hermano juega al baloncesto?


–En efecto. Ahora está en los Estados Unidos. Consiguió una beca de deportes.


–Impresionante.


Paula asintió. Su hermano era un gran atleta y un estudiante magnífico, aunque no tan bueno como su hermana, una verdadera superdotada. Sin embargo, Paula estaba muy orgullosa de ellos.


–Sí, es un jugador excelente –comentó–. Pero ya estamos llegando a mi casa. Es la siguiente a la izquierda.


Pedro detuvo el vehículo frente a su domicilio.


–Gracias por traerme –dijo ella.


Él se quitó las gafas de sol y la miró a los ojos.


–Sinceramente, esperaba que cambiaras de opinión.


Paula guardó silencio. Cada vez que miraba aquellos ojos azules, se quedaba hechizada.


–Invítame a entrar –continuó él–. Yo me encargaré de cocinar. Tardaré menos de una hora, y tu deuda estará pagada.


Paula no contestó. No podía hablar.


–Además, hace una noche demasiado bonita para cenar solo.


Pedro le dedicó una sonrisa apabullante, de hombre absolutamente seguro de sí mismo. Era un ganador y lo sabía. Sin embargo, ella sabía otra cosa: que si lo dejaba entrar en su casa, había grandes posibilidades de que se quedara allí hasta la mañana siguiente.


Por supuesto, Pedro también era consciente de eso; lo cual hacía más difícil la decisión. Invitarlo a entrar equivalía a admitir que se quería acostar con él.


Paula lo miró de nuevo. La expresión de sus ojos ya no estaba oculta tras las gafas de sol, y había tanto deseo en ellos que las hormonas se le volvieron a alterar y se llevaron por delante toda cautela.


Se quería acostar con él. Y quería ser una libertina, aunque solo fuera por una noche.


Se quitó el cinturón de seguridad y dijo:
–Estoy hambrienta.


Pedro sonrió.






AMANTE. CAPITULO 4




Pedro Alfonso.


A Paula le pareció increíble que no lo hubiera reconocido. Su fama era tal que hasta tenía una entrada en la Wikipedia. 


Comparados con él, los jugadores del equipo de rugby eran poca cosa. Era dueño de la mitad de Christchurch y había transformado zonas enteras de almacenes abandonados en edificios elegantes, restaurantes de lujo y clubs de moda.


Pero, por muy increíble que fuera, no lo había reconocido.


¿Quién iba a imaginar que el hombre que la había besado era Pedro Alfonso, el hombre que se había convertido, según la prensa del corazón, en el soltero más deseable de la década?


Se preguntó qué estaría haciendo allí. Por lo que sabía de él, no tenía ninguna relación con el mundo del rugby; pero, si era amigo de Dion, cabía la posibilidad de que lo hubiera invitado a visitar el estadio de los Silver Knights.


Pedro, yo me tengo que quedar en el vestuario –dijo entonces Dion–. Paula te llevará al despacho, si le parece bien…


–Por supuesto.


–Llévalo por la ruta panorámica –continuó Dion–. Creo que no ha visto esa parte del estadio.


–Faltaría más… –Paula se giró hacia los jugadores de rugby–. Hasta luego, chicos.


–Espero que haya refrescos –dijo uno de ellos.


–Solo bebidas isotónicas. Lo siento mucho, pero son órdenes del médico. Las tenéis en el frigorífico –replicó con una sonrisa–. Nos vamos, ¿señor Alfonso?


Ella salió del vestuario y él la siguió.


–No me llames señor, por favor. Llámame Pedro –dijo en voz baja.


Paula se estremeció al volver a oír su voz; especialmente porque ahora estaban en el mismo pasillo donde se habían besado. Pero apretó el paso e intentó mantener la compostura. Aquello era de lo más embarazoso. Cuando estaba cerca de él, se sentía como si fuera una adolescente encaprichada.


–Como puedes ver, esta es la zona de los jugadores –empezó a decir, en un esfuerzo por mantener la conversación en un marco puramente profesional–. Ahora nos dirigimos a la zona de palcos de los directivos, que están a lo largo de la tribuna.


Paula le dio todo tipo de detalles sobre el estadio y su historia, pero estaba tan tensa que fue una explicación más bien atropellada. Cuando terminó con el estadio, le empezó a hablar de los jugadores y de sus estadísticas. Cualquier cosa con tal de matar el tiempo hasta que llegaran al despacho.


Era dolorosamente consciente de su altura y de sus movimientos felinos. Además, Pedro no parecía interesado en las vistas del estadio; de hecho, la miraba con intensidad y no le quitaba la vista de encima.


Ya estaban llegando al despacho cuando él dijo:
–Paula, te aseguro que esas estadísticas no me interesan nada.


Ella se detuvo y lo miró.


–Entonces, ¿de qué quieres que te hable?


–De tus estadísticas.


–¿De mis estadísticas? –preguntó, desconcertada.


Pedro sonrió.


–Bueno, es evidente que has memorizado todos los datos de hasta el último hombre que juega en el equipo, pero tú me interesas más –respondió–. Además, estamos en desventaja… sospecho que sabes más cosas de mí que yo de ti.


Paula guardó silencio.


–Está bien, te lo pondré más fácil. Me llamo Pedro, mido un metro noventa, soy Sagitario, estoy soltero, me dedico a vender edificios y no tengo ninguna enfermedad –comentó con humor–. ¿Y tú?


Paula intentó responder, pero no pudo decir nada. Estaba hechizada por aquellos ojos azules.


–Si no quieres hablar, seguiré yo. Pero corrígeme si me equivoco –dijo–. Te llamas Paula y eres esbelta y elegante.


Ella no dijo nada.


–Estás soltera y eres terriblemente sexy.


–Y tú, demasiado desenvuelto.


Pedro se acercó un poco más.


–Ah, vaya, veo que también eres sarcástica.


–No es para menos. Confieso que me tienes asombrada.


–Y tú a mí –dijo él–. Lo que ha pasado antes ha sido… maravilloso.


Paula sonrió.


–¿No crees que estás siendo demasiado directo?


–¿Demasiado directo? –él arqueó las cejas–. Créeme, estoy haciendo esfuerzos por refrenar mis impulsos. Sabes perfectamente que preferiría hacer algo más interesante que hablar… y estoy seguro de que tú también lo preferirías.


Paula sintió un calor intenso. Y no solo en la cara, el pecho y el estómago, sino también en las rodillas y en los dedos de los pies. Aquel hombre era increíblemente atrevido, y despertaba en ella su parte más atrevida.


–Por cierto, me debes una chaqueta nueva.


–Y tú me debes una disculpa.


–¿Por qué? ¿Por darte un beso? –Pedro alzó la barbilla en gesto desafiante–. No me arrepiento de haberte besado.


–No, por darme un beso, no. Por las insinuaciones que hiciste antes de besarme.


–Ah, por eso… Está bien, lo siento.


Paula contempló el destello pícaro de sus ojos azules y su sonrisa voraz. Tenía tanta seguridad en sí mismo que resultaba profundamente sexy; y la provocaba tanto que dijo, dejándose llevar por el deseo:
–No me contentaré con una disculpa tan pobre. Cena conmigo e inténtalo de nuevo.


Él arqueó las cejas.


–¿Que cene contigo?


–Sí, pero nada de restaurantes. Prefiero la comida casera.


Pedro se quedó helado. Paula lo acababa de invitar a cenar. 


O, más bien, se acababa de invitar a cenar, porque quería que la llevara a su casa.


Durante unos segundos, ella lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de decir; pero parpadeó dos veces y le mantuvo la mirada con toda la energía de sus ojos verdes. 


Definitivamente, era toda una mujer.


–¿Cuándo sales del trabajo? –le preguntó.


Paula se ruborizó un poco.


–Puedes pasar a recogerme a las seis en punto. Te estaré esperando en la puerta 4.


–En la puerta 4… –repitió él–. De acuerdo.


Pedro se había acercado tanto que casi se tocaban. Incapaz de resistirse, bajó la cabeza y admiró las curvas del cuerpo de Paula, que cerró las manos y apretó los puños con fuerza. 


Cuando la volvió a mirar a los ojos, vio que sus pupilas estaban dilatadas; pero supo que no era una reacción de miedo, sino de deseo. Y le excitó hasta el punto de que olvidó todo lo demás, empezando por el motivo que lo había llevado al estadio.


–¿Tienes alguna preferencia en cuestión de comida? ¿Eres vegetariana o algo así?


Ella tragó saliva.


–No tengo preferencias especiales. Pero las cosas me gustan… frescas.


Pedro la miró con más intensidad. Tenía una piel perfecta, sin una sola peca. Si no hubieran estado en el estadio, habría acariciado cada centímetro de su piel y habría disfrutado de todo lo que pudiera ofrecer aquel cuerpo maravilloso.


Se quedaron mirándose en silencio, hasta que ella parpadeó de repente, con timidez. En ese momento, Pedro supo que Paula Chaves no era tan atrevida como intentaba hacerle creer.


El ambiente se había cargado. Pedro admiró el leve movimiento de su pecho, que subía y bajaba con más rapidez de lo normal, y sintió la tentación de meterla en una de las salas y terminar lo que habían iniciado en el pasillo.


–Será mejor que entres en el despacho de Dion –dijo ella–. Llegará en cualquier momento, y se extrañará si no estás.


Pedro pensó que la situación no podía ser más irónica. Paula no sabía que no había ido al estadio para hablar con Dion, sino para hablar con ella. Pero no quiso estropear la perspectiva de una velada fascinante y empezar a hablar de negocios. Sus prioridades habían cambiado. Primero, Paula y, después, el proyecto.


–Muy bien. Nos veremos a las seis.


La deseaba tanto que apenas se podía controlar. Tuvo que apretar los puños para resistirse al impulso de dar media vuelta, tomarla entre sus brazos, tumbarla en el suelo y hacerle el amor. Pero estaba dispuesto a esperar un poco, porque tenía el convencimiento de que Paula sería suya antes de que acabara la noche.