sábado, 28 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 48




Pedro no podía dormir. Se incorporó en su cama, desorientado. Le palpitaba la cabeza. 


Contempló la lujosa suite en sombras del hotel Burj Al Arab, la suite que él había esperado compartir con su esposa.


Algo no iba bien. De pronto le recorrió un escalofrío y le temblaron las manos. Unas manos llenas de energía y deseosas de actuar. 


¿Para hacer qué? ¿Para pelear por qué?


Paula le había dejado. ¿Y qué?, se dijo a sí mismo enfadado. Esa inquietud que le invadía y el miedo que le encogía el estómago no tenían nada que ver con ella.


Tal vez había algún problema en uno de sus edificios en construcción.


Eso era, estaba preocupado por el rascacielos de Dubai, no por Paula. Ni por la manera en que sus expresivos ojos castaños lo habían mirado con adoración horas antes cuando ella le había pedido que la amara. Aquello le había dejado a él sin aliento. Y le había decidido más que nunca a reprimirla. A echarla de su lado. A mostrarle el bastardo egoísta y desconsiderado que era. 


Para que ella dejara de tentarle a adentrarse en el profundo abismo de las emociones en el cual era tan fácil ahogarse...


No podía olvidar el dolor en los ojos de ella al llamarlo cobarde.


Maldiciendo en voz baja, Pedro se levantó de la cama. Se metió en la ducha y sintió el agua caliente envolviendo su cuerpo mientras él se apoyaba contra los azulejos y cerraba los ojos. 


No podía dejar de pensar en la expresión embelesada de ella cuando él había salido del ascensor en la planta veinte: el hermoso rostro de ella estaba iluminado de esperanza. Ella había creído que él tal vez querría asentarse con ella en el viejo castillo italiano y convertirlo en su hogar permanente.


Y entonces él la había destrozado. Desde que se habían casado, él la había castigado cada día por haberle mentido. Y al rechazar su amor, le había hecho tanto daño que ella nunca le vería de la misma manera. Él había ganado.


Pero...


De alguna forma, ella se había colado entre sus defensas. En los últimos meses, él le había mostrado lo peor de su carácter vengativo y egoísta. Pero ella lo amaba de todas maneras.


Ella era más valiente de lo que él sería nunca. 


Ese pensamiento traidor hizo que le doliera el cuerpo entero. Se secó y fue al dormitorio. Abrió el armario.


¿Vacío? Por supuesto. Cuando él había regresado por fin al hotel la noche anterior, había puesto mala cara a todo el mundo. Había echado a gritos al mayordomo del hotel que había intentado deshacer su equipaje; su propio personal, que sabía que en momentos como aquél no debía acercársele, había desaparecido. Pero durante los últimos meses, incluso aunque él fuera el ser más desagradable, los sirvientes siempre habían logrado meterse en su habitación y deshacer su equipaje.


No. No habían sido los sirvientes, sino Paula, se dio cuenta de pronto. Ella había deshecho su equipaje cada una de las veces. ¿Por qué? Ella era una condesa, una belleza seductora, una madre ocupada, una mujer con millones de amigas. ¿Por qué se tomaría la molestia de deshacer su maleta sin que nadie se enterase, ni siquiera él? Enseguida supo la respuesta: para intentar que el lugar donde se hallaran se pareciera a un hogar.


Envuelto en la toalla, Pedro se sentó en la cama atónito. Contempló de nuevo el armario vacío y la maleta llena. Se masajeó las sienes. Aquella lujosa suite de hotel resultaba tan fría y vacía como una tumba. Echaba de menos a Paula y a la pequeña. Recordó la risa de Rosario, la calidez de la mirada de Paula. Las quería en su vida. Las necesitaba.


Maldijo en voz alta. Paula tenía razón: era un cobarde. Le asustaba amarlas. Le aterraba amar a alguien con todo su corazón para que luego ese corazón acabara hecho trizas.


Recordó la agonizante soledad de aquella noche nevada en Canadá mientras contemplaba cómo el fuego devoraba la cabaña.


–Quédate aquí –le había dicho su madre al ver que su marido y su hijo mayor no salían–. Hasta luego, cielo.


Pero ella no había regresado. Ninguno de ellos. 


Él había esperado, gritando sus nombres. Había intentado entrar, pero el fuego se lo había impedido.


Desesperado y lleno de pánico, había corrido descalzo sobre la nieve hasta la casa de los vecinos a tres kilómetros.


Toda su vida había creído que había sido culpa suya el que ellos murieran. Él no les había salvado. Tal vez si no hubiera obedecido a su madre y hubiera corrido por ayuda enseguida, sus padres y su hermano podrían haberse salvado. Pero en aquel momento se dio cuenta de que sólo habría logrado morir con ellos.


Se puso en pie. Toda su vida se había dicho que no deseaba un hogar. Pero, contra todas sus expectativas, un hogar había ido a su encuentro. 


Los últimos tres meses habían sido los más tranquilos de su vida, por más que él intentara huir. Contra su voluntad, había hallado un hogar: Paula, con su carácter estable
y amoroso, su valor, su determinación.


Paula y Rosario eran su familia. Su hogar.


Y él había castigado a Paula por ocultarle la existencia de Rosario. Le había enfurecido sobremanera que ella lo rechazara... ¿por qué? 


Ella no tenía razones para confiar en él. Él había destruido a su padre al quitarle el negocio, lo que había desencadenado la muerte de su familia y le había obligado a ella a casarse con un hombre mayor a quien no amaba.


Él mismo le había dicho a Paula que no quería hijos y ella le había creído, ¿por qué no iba a hacerlo? Pero cuando él había descubierto la verdad, la había maltratado con besos despiadados y la había ignorado cuando debería haberse puesto de rodillas y haberle rogado que le diera la oportunidad de ser un padre para Rosario y un marido para ella.


Hombres de todo el mundo hubieran matado por casarse con Paula, por acostarse con ella, por ganar su amor. ¿Y qué había hecho él? La había ignorado por el día y poseído por la noche. ¿Cómo era posible que ella se hubiera enamorado de él? ¿Qué había hecho él para merecer ese milagro?


Sacó una camiseta y unos vaqueros de su maleta. Paula se había tragado su orgullo, tan poderoso como el de él, durante meses. 


Entonces ella había pedido que la amara; que olvidara sus antiguas heridas y comenzara una nueva vida, un nuevo hogar, una familia. Que se amaran el uno al otro. Y él se lo había tirado a la cara. No se merecía a alguien como ella. Pero podía pasar el resto de su vida intentándolo. Sacó su teléfono y llamó a Lander.


–Consigue el avión más rápido que puedas y averigua dónde está Paula.


–Ya lo sé –respondió Lander con tranquilidad–. En su castillo.


Cómo no. Italia, donde ella tenía su hogar. El hogar que él había rechazado tan desagradablemente. Agarró la llave que ella le había entregado y se la guardó en el bolsillo.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 47




Había escapado del cautiverio torturante de Pedro. Pero, ¿a qué coste, cuando había perdido toda su esperanza?


Paula dio las buenas noches a Felicitas y a la señora O'Keefe, acostó a Rosario en su cuna y se dirigió a su dormitorio. El silencio era aplastante. El aire resultaba tan asfixiante como el de una tumba.


Se puso el camisón y contempló su cama de anticuario, en la que había dormido durante diez años cuando era una esposa virgen y compartía aquella casa y su amistad con Giovanni.


Ya no podía dormir allí.


Temblando de agotamiento y pesar, agarró una almohada y una sábana y regresó al cuarto del bebé. Estaba oscuro. Paula encendió la lamparilla de noche pero, con un chasquido, la bombilla explotó. Maldita vieja instalación eléctrica, pensó, e intentó no llorar.


Arrastrándose en la oscuridad, se tumbó en la alfombra cerca de la cuna.


Comenzó a adormilarse a la luz de la luna escuchando el dulce ritmo de la respiración de su bebé.


Era una pena que el electricista no hubiera ido aquel día, pensó Paula bostezando. Al menos iría al día siguiente.


Después de todo, no era un asunto de vida o muerte.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 46




PAULA PARPADEÓ cansada al bajar del avión. 


La señora O'Keefe la seguía con la bolsa de los pañales mientras Paula portaba a su pequeña en brazos. Rosario no había dormido nada durante las siete horas de viaje desde Dubai y estaba exhausta. No era la única.


Paula contempló el sol poniéndose por el oeste sobre las lejanas montañas. La reducida pista de aterrizaje privada estaba rodeada de bosque. La noche era cálida.


Ella vio su Mercedes monovolumen y al conductor esperándola sobre el asfalto. 


Acomodó a Rosario en su silla en el asiento trasero; la señora O'Keefe se sentó junto a ellas. Tras tocarse la gorra y saludar respetuosamente en italiano, el chófer puso el coche en marcha. Paula se recostó en su asiento y perdió la vista en el paisaje.


La primavera había llegado pronto al norte de la Toscana. El aire era sorprendentemente cálido, escapando alegremente de las garras del invierno.


Fríos arroyos consecuencia del deshielo surcaban las colinas y las montañas ya estaban verdes.


Mientras recorrían la carretera, a Paula se le alegró el corazón a pesar de todo.


Ella conocía a la perfección aquellas pequeñas aldeas, las montañas y el bosque. Aliviaban el dolor de su corazón. Y conocía a la gente de allí, eran sus amigos.


Amigos. Paula pensó en todos los que había dejado atrás, tanto allí como en Nueva York. 


Todo a lo que había renunciado por Pedro, con la esperanza de que él la perdonaría. Con la esperanza de lograr que su matrimonio funcionara.


Todo para nada. No había sido suficiente para él.


El chófer enfiló la carretera privada y Paula vio el lugar que tanto había echado de menos.


Su hogar.


El castillo medieval se elevaba entre los árboles, construido sobre la base de un antiguo fuerte romano.


–Hogar, dulce hogar –suspiró a punto de llorar cuando el coche se detuvo a la puerta.


Paula tomó a Rosario en brazos y la señora O'Keefe las siguió. Felicitas las saludó calurosamente.


–¡Por fin vienen a hacernos una visita! –exclamó alegremente en italiano y sujetó al bebé–. ¡No venían por aquí desde la boda! ¡Por fin, Rosario, bella mia ¿Tienes hambre? No, ya veo que estás cansada...


Mientras ella y la señora O'Keefe entraban en la casa con el bebé, Paula se detuvo en la puerta y miró alrededor. El sol teñía de rosa y violeta las montañas. Estaba en casa.


Pero mirara donde mirara, todavía veía el rostro de Pedro.


–¿Contessa? –preguntó el ama de llaves asomando la cabeza por la puerta–. ¿Dónde está su marido?


Paula entró, cerró la puerta y se apoyó contra ella como atontada.


–No tengo marido.


Había perdido a Pedro. Había perdido a su amor. Y, durante el resto de su vida, ella sabría que él seguía vivo, en algún lugar del mundo, trabajando, riendo, seduciendo a otras mujeres.


Y sin amarla a ella.


–¿Baño a Rosario? La pobre pequeña está demasiado cansada para comer. ¿Le doy simplemente un biberón? –preguntó la señora O'Keefe desde el final del pasillo.


–Contessa, me temo que la cena será fría esta noche –anunció Felicitas–. La vieja instalación eléctrica nos ha estado dando problemas. Había humo en la cocina esta mañana así que he llamado al electricista. No ha podido venir hoy, pero estará aquí mañana por la mañana.


Era demasiado. Paula se estremeció. Tenía frío. 


Estaba demasiado entumecida para llorar.


Había perdido al hombre que amaba, para siempre. Lo único que le quedaba para mantenerse era su dignidad. Y su hija...


–¿Señora Alfonso?


–¿Contessa?


Paula dio un respingo.


–Sí, dé un baño rápido a Rosario, por favor –le dijo a la señora O'Keefe y se giró hacia el ama de llaves–. Mañana vendrá el electricista, comprendido.


–¿Quiere usted acostar a Rosario o lo hago yo? –preguntó la señora O'Keefe desde el piso de arriba.


–Enseguida voy.


Paula apoyó el rostro contra el frío cristal de la ventana mientras observaba los últimos rastros de sol ocultándose en el horizonte.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 45





Era demasiado. Por fin, cuando regresaron a Dubai, Paula estalló. No había dormido mucho en el vuelo nocturno desde Tokio: Pedro la había retenido en su cama del jet privado. El recuerdo de sus actos de posesión sexual noche tras noche, como un castigo desde que se habían casado, le hacía hervir la sangre. Cada noche, él la torturaba con sus caricias expertas, prohibiéndole lo que ella más deseaba: su admiración, su respeto. Su amor.


Y cuando él la ignoró de nuevo la mañana en que llegaron a Dubai, al marcharse directamente al terreno donde estaba construyendo su rascacielos y dejándolas a ella, a Rosario y a la señora O'Keefe solas en el hotel, Paula no aguantó más.


Normalmente ella hubiera deshecho el equipaje e intentado que su familia se acomodara lo mejor posible, dando a su lujosa suite de hotel un toque de hogar. Pero aquel día, cuando abrió la maleta de él, ella explotó.


Y pensar que hubo un tiempo en que le encantaba la idea de viajar... Después de varios meses, lo odiaba. Odiaba todo lo relacionado con ello. Incluso volar en un jet privado, alojarse en hoteles de cinco estrellas y viajar con un séquito de ayudantes. Su madre se había criado en una familia rica y le había contado historias de viajes como aquéllos. A Paula le había parecido muy exótico, muy lujoso entonces. 


Pero tras experimentarlo, lo odiaba. Ella quería un hogar.


Quería amigos, un empleo y una vida propia. En lugar de eso tenía sirvientes y un marido que la despreciaba.


Ya no más.


Cerró la maleta de él violentamente. Ya había tenido suficiente.


Se arregló esmeradamente, poniéndose un vestido escarlata de escote pronunciado. Se cepilló el cabello hasta que cayó liso y brillante sobre sus hombros. Hizo algunas llamadas y, al colgar el teléfono, se pintó los labios de rojo fuego y se miró por última vez al espejo. Inspiró hondo. Le temblaban las piernas cuando bajó en el ascensor camino de la bulliciosa ciudad.


Desde el asiento trasero del Rolls-Royce con chófer, Paula contempló el nuevo rascacielos de Pedro. Todavía a medias, parecía un picahielo envuelto en la garra de dragón. Aún no tenía paredes, por lo que el caliente viento del desierto ululaba entre las vigas de hierro.


Tras asegurarse de que la comida estaba lista, Paula esperó en la planta veinte, temblando entre el miedo y la esperanza.


Desde que se habían casado, Pedro no había querido disfrutar de su compañía en privado. Le había exigido que fuera la anfitriona de sus fiestas, sí, pero nunca le había pedido que pasara algo de tiempo a solas con él. A menos que fuera en la cama, pero eso no contaba. 


Porque ahí él nunca le había pedido permiso, sólo había dispuesto de su cuerpo según su conveniencia. Y ella no había podido resistirse. 


En realidad, nunca lo había intentado. Porque, por más que él la ignorara, ella seguía derritiéndose ante sus caricias. Y una parte de ella mantenía la esperanza de que algún día, si ella se esforzaba lo suficiente, él llegaría a preocuparse por ella.


La esperanza le aceleró el pulso mientras esperaba a Pedro en aquel momento. ¿Podría hacerle cambiar de opinión? ¿Podría convencerle para que él también deseara un hogar, una familia? ¿Una esposa?


Paula comprobó la hora en su reloj Cartier de platino. Las doce en punto.


El ascensor alcanzó la planta. Pedro salió y miró hacia los lados con impaciencia. Llevaba un ajustado traje blanco que resaltaba su sofisticado gusto y su físico perfecto. El sol del golfo Pérsico dotaba a su pelo negro de un halo. Llevaba unas gafas de sol de aviador que ocultaban por completo sus ojos y barba de varios días. Esa imperfección aumentaba aún más su belleza.


A Paula le pareció más un sueño que un hombre de carne y hueso.


Pedro –lo llamó suavemente.


Él se giró y, al verla, apretó la mandíbula.


Ella se puso en pie, temblando sobre sus tacones de leopardo tan sexys.


–¿Qué es esto? –preguntó él fríamente, reparando en la mesa iluminada con velas entre rosas.


Paula había encargado la comida a su chef, pidiéndole que incluyera los platos preferidos de Pedro. Para ocultar el temblor de sus manos, las entrelazó a su espalda.


–Tenemos que hablar.


Él no se molestó en apreciar la comida que ella había preparado tan cuidadosamente. Ni siquiera admiró el vestido que ella había escogido con tanto mimo, deseando agradarle. 


Tan sólo se dio media vuelta.


–No tenemos nada de qué hablar.


–Espera –gritó ella interponiéndose en su camino–. Sé que crees que te traicioné pero, ¿no ves que estoy tratando de reparar el daño? ¡Intento que seamos una auténtica familia!


Él apretó la mandíbula y desvió la mirada.


–Despediré a Lander por esto. Me ha dicho que me necesitaban aquí.


–Yo te necesito –dijo ella y, tras inspirar hondo, le tendió una llave–. Quiero que tengas esto.


–¿Qué es?


–La llave de mi lugar preferido en todo el mundo: mi hogar.


–¿Tu hogar en Nueva York?


Ella negó con la cabeza.


–En Italia –susurró.


Él se la quedó mirando y ella supo que él también estaba recordando el momento en que habían concebido a su hija en la rosaleda medieval. La pasión que había existido entre ellos... antes del dolor.


La expresión de él se endureció.


–Gracias –dijo con frialdad agarrando la llave–. Pero, dado que eres mi esposa, es un gesto vacío. Desde que nos casamos todas tus posesiones están bajo mi control.


La ira se apoderó de ella.


–No hagas esto. Podríamos ser felices juntos. Podríamos tener un auténtico hogar juntos...


–Yo no soy un hombre de los que se asientan, Paula. Lo sabías cuando nos casamos.


Ella sacudió la cabeza.


–No puedo soportar seguir viajando así –susurró–. Simplemente, no puedo.


Pedro le hizo elevar la barbilla y le dirigió una mirada ardiente.


–Sí que puedes. Y lo harás –le aseguró y sonrió maquiavélicamente–. Tengo fe en ti, mi querida esposa.


Ella negó con la cabeza de nuevo.


–Tú no tienes fe en mí –dijo entre lágrimas–. Ni siquiera te gusto. Mientras que yo...


«Yo te amo», quiso decirle, pero se contuvo. Él se quitó las gafas de sol.


–Te equivocas: sí que me gustas. Me gusta cómo organizas las fiestas que celebro. Añades glamour a mi nombre. Estás criando a mi hija. Y, por encima de todo... –dijo tomándola en sus brazos–, me gustas en mi cama.


–Por favor, no hagas esto –susurró ella temblando en sus brazos–. Me estás matando. 


Él sonrió y le brillaron los ojos.


–Lo sé –dijo y la besó.


Ella sintió que se rendía de nuevo ante él. Su fuerza de voluntad empezaba a flaquear bajo la fuerza de su deseo. Como siempre. Pero aquella vez...


«No». Haciendo un titánico esfuerzo, se separó de él.


–¿Por qué me haces daño tan deliberadamente? –protestó.


–Te mereces sufrir. Me mentiste.


Y de pronto ella recordó sus momentos juntos en Nueva York y lo que él le decía: «Quiero que estés conmigo hasta que haya tenido suficiente de ti, dure lo que dure. Quién sabe, tal vez sea para siempre».


Paula inspiró hondo y sacudió la cabeza. Elevó la barbilla desafiante y lo miró a los ojos.


–Tú eres el mentiroso, Pedro, no yo.


Él esbozó una sonrisa desdeñosa.


–Yo nunca te he mentido.


–No me estás castigando porque te ocultara la existencia de Rosario, sino para mantenerme a una distancia prudencial. Me pediste que fuera tu amante y yo me negué. Entonces tú descubriste a Rosario y fue algo más que temías perder. Amas a Rosario, ¿por qué no lo admites? Y podrías amarme a mí. Pero te asusta arriesgarte a querer a alguien porque no puedes soportar el dolor de perderlo. La verdad es que eres un cobarde, Pedro. ¡Un auténtico cobarde!


Él la agarró fuertemente de los brazos.


–Yo no te temo a ti ni a nadie.


Ella se revolvió intentando soltarse.


–Sé lo que se siente al amar a alguien y perderlo. Comprendo por qué no quieres enfrentarte a eso de nuevo. Por eso me echas de tu lado. Pero no eres tan despiadado ni tan cruel como quieres hacerme creer. Yo sé que en el fondo eres un buen hombre.


–¿Un buen hombre? –dijo él con una amarga carcajada–. ¿Todavía no te he demostrado lo contrario suficientemente? Soy un bastardo egoísta hasta la médula.


–Te equivocas –susurró ella–. En Nueva York vi lo que realmente tienes dentro. Vi el alma de un hombre que sufrió. Un hombre...


–Ya basta, Paula.


Ella cerró los ojos y se lanzó al vacío.


Pedro, nunca le he dicho esto a nadie... –avisó y tomó aire–. Estoy enamorada de ti.


Él la miró atónito.


–Sé mío –añadió ella suavemente–. Igual que yo soy tuya.


Él apretó la mandíbula.


–Paula...


–Eres el único amante que he tenido. Me salvaste cuando creía que nunca volvería a sentir nada. Te amo, Pedro. Quiero tener un hogar contigo. Me equivoqué al mantener a Rosario en secreto y siempre lo lamentaré. Pero,
¿puedes perdonarme? ¿Puedes ser mi esposo, el padre de Rosario, compartir un hogar? ¿Podrás amarme alguna vez?


El caluroso viento del desierto la despeinó mientras él la miraba en silencio.


Y por fin, él habló.


–No.


Aquella respuesta le sonó a Paula como un canto fúnebre; apretó los puños y sacudió la cabeza.


–Entonces no puedo ser tu esposa. Ya no.


–Eres mi esposa para siempre –le recordó él fríamente–. Ahora me perteneces.


–En absoluto –replicó ella con el rostro bañado en lágrimas–. Ojalá fuera así. Pero si no puedo ser tu esposa real, no puedo fingirlo. Por más que te ame. No puedo quedarme y seguir con este retorcido matrimonio contigo.


–No tienes elección.


–Te equivocas –afirmó ella elevando la barbilla–. Nunca te impediré que veas a Rosario. Nuestros abogados llegarán a algún acuerdo para una custodia compartida. Y cuando regrese a Nueva York, arreglaré las cosas. Le diré a todo el mundo que tú eres el auténtico padre.


–¿De veras? –inquirió él con desdén–. ¿Arruinarás tu reputación?


–Eso ya no me importa –dijo ella con una amarga carcajada–. Perder mi reputación no es nada comparado con la tortura a la que me sometes cada día, ignorándome durante el día y haciéndome el amor por la noche, mientras yo sé que nunca me amarás. No voy a permitir que Rosario crea que esto es un matrimonio normal. O una vida normal. Ella se merece algo mejor. Las dos nos lo merecemos.


–Puedo impedirte que te marches.


–Sí, pero no lo vas a hacer.


Irguiéndose, Paula se encaminó al ascensor sin mirar atrás. Y tuvo que aguantar su amenaza: él no intentó detenerla. Ella se metió en el ascensor y las puertas se cerraron silenciosamente a su espalda.


«Soy libre», se repetía como una letanía mientras el ascensor descendía las veinte plantas del rascacielos en construcción. Pero en el fondo sabía que eso era mentira. Había perdido al único hombre al que había amado. El único hombre al que amaría en su vida. Y se dio cuenta de que ella era igual que Giovanni: amaba una sola vez y para siempre. Amaba a Pedro. Y había perdido.


Nunca volvería a ser libre.