viernes, 31 de mayo de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 6



Pedro se paró en la mesa de su secretaria.


—Patricia, ¿tú lees el New City?


Su secretaria lo miró sorprendida.


—No, señor Alfonso.


Pedro entró en su despacho y, mientras se quitaba la chaqueta, Patricia le dio los mensajes del día y se llevó el abrigo.


—Creo que he visto uno en la sala de espera. 


Pedro la miró confuso.


—El periódico. ¿Se lo traigo?


—Sí, gracias.


Una persona que no lo hubiera conocido habría creído que su secretaria era imperturbable. Sin embargo, hacía ya muchos años que trabajaba para Pedro y él era capaz de saber cuándo estaba sorprendida porque arqueaba levemente las cejas.


No era de extrañar que se hubiera sorprendido porque él solamente leía la prensa de negocios y el New City era, más bien, un tabloide de entretenimiento y moda.


No podía dejar de pensar en Paula Summers. 


No había podido dejar de pensar en ella desde la última vez que se habían visto. Desde entonces, solamente la había vuelto a ver otra vez, una ocasión en la que Paula estaba metiendo leña en el cobertizo.


Por supuesto, no se había girado hacia su coche para saludarlo con la mano. Pedro tampoco había esperado que lo hiciera.


No era que Pedro estuviera buscando una justificación por haberse comportado de manera tan poco amable la otra noche, pero, si Paula supiera lo que le costaba llevar a una persona en coche a casa…


Patricia llamó a la puerta y entró, dejó el periódico en la esquina de su mesa y Pedro fingió que estaba concentrada en el trabajo.


Seguro que Patricia sabía cómo pedir perdón a una conocida. Seguro que a Patricia le daría un infarto si se lo preguntara.


Una vez a solas de nuevo, Pedro abrió el periódico y leyó. La primera noticia en la que se pararon sus ojos era del propio periódico.


¡Tenemos nueva columnista de cotilleos y se trata, nada más y nada menos, que de Paula Chaves!


¿Cómo había podido caer tan bajo? Paula le había dicho que el trabajo le parecía divertido. 


¿Hablar de los desaciertos y los malos momentos de los demás era divertido?


Pedro apartó el periódico y volvió a concentrarse en el trabajo.


Tras una dura jornada, una vez en el ferry, lo abrió por fin y procedió a leer el ejemplar de cabo a rabo, dejando la columna de Paula para el final.


Craso error.


Si la hubiera leído al principio, habría podido controlar el enfado y no se habría presentado en casa de Paula completamente enojado. De haberla leído al principio, habría tenido tiempo de preguntarse si de verdad estaba tan enfadado o era la excusa perfecta para volver a verla.


—¡Maldita sea! —murmuró aparcando el coche.


A continuación, bajó del vehículo y se acercó a la puerta de casa de Paula. Mientras avanzaba, le parecía que le salía humo de las orejas.


Ya era suficiente con tener a una persona famosa como vecina. Le había oído poner música alta varias veces y suponía que las fiestas estarían a la vuelta de la esquina. 


Entonces, habría coches por todas partes y, sin duda, fotógrafos escondidos entre los arbustos.


Pero no terminaba ahí la cosa, no…


¡Para colmo, aquella vecina famosa era columnista de cotilleos, lo más bajo de lo más bajo!


Pedro estaba furioso.


Paula abrió la puerta sorprendida ante los golpes que Pedro estaba dando. Él no esperó a que lo invitara y entró saludándola con el periódico. Paula cerró la puerta y lo siguió a la cocina.


Pedro golpeó la mesa con el periódico mientras ella apagaba la radio.


—Ha ido demasiado lejos.


Paula frunció el ceño y se acercó a la ventana para correr la cortina.


—¿Qué hace? —le preguntó Pedro.


—He oído un trueno y me estaba preguntando dónde está el relámpago —contestó Paula con sequedad.


A continuación, volvió a poner la cortina en su sitio, se giró hacia él y se apoyó en la mesa.


Pedro se quedó mirándola y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír.


Maldición.


—Cuando mis abogados se pongan en contacto con usted no creo que todo esto le haga tanta gracia —le advirtió.


—Ah, ¿lo dice por la columna? —contestó Paula—. Qué gracia. No sabía que leyera usted las columnas de cotilleos.


—¡No las leo jamás! —exclamó Pedro—. Esto… alguien me dijo que lo leyera.


Paula lo miró con cautela.


—¿Qué relación tiene usted con ese hombre?


—Para que lo sepa, mi empresa está financiando su campaña al ayuntamiento.


Paula dio un respingo y lo miró con el ceño fruncido.


—¿Económicamente?


—¡Por supuesto, económicamente! ¿Cómo iba a ser si no?


Pedro era consciente de que siempre que estaba con aquella mujer sus reacciones eran extremas. Siempre que estaba con ella había ira, sospecha y confusión mezcladas.


También deseo.


—¿Se llevan bien?


—¿Qué quiere decir con eso de que si nos llevamos bien? Le estoy dando dinero para su campaña política. Lo hago porque necesito que gane y necesito que gane para poder hacer mi trabajo.


A pesar de que Paula había apagado la radio, Pedro oía una ópera en la habitación de al lado y no podía pensar con claridad. Para colmo, Paula estaba a pocos metros de él, mirándolo con el mentón elevado en actitud desafiante.


De nuevo, mostrándose insufrible con ella, había conseguido ponerla a la defensiva.


—¿Me está diciendo que no son amigos? —insistió Paula.


—Apenas nos conocemos —contestó Pedro con impaciencia—. Aun así, no pienso tolerar que lo haga jirones de esta manera.


Paula se encogió de hombros.


—Mis abogados han leído el artículo varias veces. Le aseguro que no encontrará ni una sola palabra en él por la que pueda demandarnos.


Pedro se quedó mirándola intensamente.


—Me da la sensación de que se lo ha inventado todo.


—¿Ah, sí?


Pedro pensó que o Paula estaba hablando en voz más baja o la música estaba cada vez más alta. Lo estaba mirando con los ojos muy abiertos y con un brillo guasón en ellos. Estaba medio sonriendo y aquello lo enfurecía.


Sin embargo, se encontró pensando si aquellos labios seguirían sonriendo si los besara.


—¿Le importaría quitar esa maldita música? —ladró.


Aquello hizo que Paula dejara de sonreír, elevara los brazos al cielo y se dirigiera al salón. Pedro la siguió y estuvo a punto de tropezar con los cubos de pintura que había en el suelo.


—Este intento de desacreditar a Scanlon en público es una farsa —apuntó gritando.


Paula se paró frente a la cadena de música.


—No, es cotilleo. Ya sabe, es hacer que la gente se entere de lo contentas que están las personas que tuvieron que vérselas con él antes de que este hombre haya decidido dedicarse a otras cosas.


Al ver que Paula no bajaba la música, Pedro alargó el brazo para hacerlo él. La ópera dejo de sonar, pero el televisor que había en un rincón de la habitación seguía emitiendo.


—Su carrera periodística se ha ido al traste, pero no puede aceptarlo y necesita estar en el ojo del huracán. Todos sabemos que los periodistas se inventan cosas para llamar la atención —la acusó Pedro.


—¡De eso, nada! —exclamó Paula sin dar un paso atrás.


—Entonces, señora Summers, ¿cómo es que no hay ni un solo nombre? Y, sobre todo, ¿por qué es usted la única en hablar de esto? —le espetó Pedro señalándola con el dedo índice.


Paula no dudó en agarrárselo.


Pedro no se lo podía creer.


Al entrar en contacto con ella, dio un respingo. 


Sí, sin duda, Paula lo había agarrado del dedo y se lo había apartado. En aquellos momentos, lo único que había entre ellos era aire y enfado.


En un movimiento rápido, Pedro envolvió la pequeña mano de Paula dentro de la suya y entrelazó los dedos con los suyos.


Paula echó la cabeza atrás y tomó aire profundamente.


—Eso es, señor Alfonso, porque Scanlon cultiva amigos en esferas muy elevadas. Siempre lo ha hecho —contestó mirando con incredulidad sus manos.


Pedro dio un paso al frente.


—¿De verdad, señora Summers?


—El periódico New City no es parte de su red de influencias y, por lo tanto, no puede comprarlo —le explicó Paula con la respiración entrecortada—. Por cierto, mi apellido es Chaves y no Summers —añadió.


Tenían las muñecas la una contra la otra y Pedro sentía el pulso de Paula a toda velocidad.


—Perdón, señorita Chaves —dijo haciendo una inclinación de cabeza con aire burlón—. La publicación para la que trabaja actualmente es un periodicucho y es normal que el señor Mario Scanlon no tenga interés porque no creo ni que haya oído hablar de ella.


No había hablado en aquella ocasión con enfado pues estaba empezando a tranquilizarse al notar que Paula no se resistía a que la tuviera agarrada de la mano.


En lugar de protestar, estaba respondiendo de una manera completamente diferente. 


Cuando Pedro vio que Paula le miraba la boca y se apresuraba a desviar la mirada, sintió que el corazón le daba un vuelco.


—Seguro que ahora sabe perfectamente qué periódico es —murmuró.


Pedro estaba encantado de verla con la respiración entrecortada. A continuación, la agarró de la otra mano. Paula ahogó una exclamación de sorpresa y, en aquella ocasión, no pudo evitar quedarse mirándolo a los labios.


Pedro se acercó un poco más y se inclinó sobre ella.


—¿Pedro? —se sobresaltó Paula mirándolo con los ojos muy abiertos.


—Paula—contestó Pedro besándola.


Fue un beso suave, pero firme. Al instante, Pedro sintió cómo se evaporaban el enfado y la tensión y, con un suspiro, la atrapó entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo.


Aquello era lo que había querido hacer desde que la había conocido.


Paula suspiró también e intentó zafarse de sus manos, pero Pedro no se lo permitió. Para evitar que se le escapara, le apretó los dedos y le colocó las manos a la espalda, haciendo que Paula echara el pecho hacia delante y no pudiera evitar el beso.


Al sentir que sus lenguas entraban en contacto, Pedro sintió una sensación parecida al éxtasis. Le pareció que Paula era el paraíso y se preguntó si ella estaría tan excitada como él.


Pedro estaba realmente necesitado de contacto y aceptación. No era un monje y hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Las raras aventuras que había tenido habían sido única y exclusivamente para llevar a cabo el acto sexual.


Jamás se había visto en una situación en la que estuviera implicada la necesidad ciega que estaba sintiendo en aquellos momentos y que lo estaba consumiendo.


Aquella situación se le antojaba de lo más extraña. Para empezar, porque era solamente un beso y porque Paula Chaves y él ni siquiera se llevaban bien.


Pedro comenzó a besarla más profundamente y sintió que el deseo se apoderaba por completo de él. Sintió que Paula lo besaba también y arqueaba las caderas hacia él. Aquella mujer lo estaba conduciendo hacia la locura y él se estaba dejando.


Cuando sintió que Paula le metía la lengua en la boca, le pareció que la habitación comenzaba a dar vueltas y se dio cuenta de que había llegado al punto sin retorno. Aquella mujer lo estaba llevando a un lugar del que, tal vez, no fuera capaz de volver.


Se separaron lentamente y se quedaron mirando a los ojos. Pedro sentía que la boca le vibraba y que el cuerpo le dolía de deseo. Paula lo estaba mirando a los ojos como si fuera la primera vez que lo veía.


Pedro dio un paso atrás y le colocó las manos por delante, sin soltárselas. Paula tampoco lo soltó. Pedro tomó aire profundamente y volvió a percibir aquel olor a limón que acompañaba a Paula.


—Lo siento, esto no entraba dentro de mis planes —se disculpó.


A continuación, le apretó los dedos amablemente y le soltó las manos.


—Creo que ha quedado claro lo que he venido a decirte —añadió poco convencido.


Dicho aquello, se despidió con un movimiento de cabeza y se fue hacia su coche.




MELTING DE ICE: CAPITULO 5




¡Menudo cerdo arrogante! Paula cerró la puerta de su casa con fuerza y, una vez dentro, puso la radio. ¡Menudo vecino! Le parecía normal que en la ciudad los vecinos no se ocuparan los unos de los otros, pero allí, teniendo en cuenta que solamente vivían ellos dos en varios kilómetros a la redonda, se le antojaba increíble.
Paula se sirvió una copa de vino, la primera que se tomaba desde el resfriado, entró en el salón y puso la televisión.


¿Por qué la odiaba Pedro Alfonso? Por lo visto, le costaba hasta hablar con ella. Y pensar que lo encontraba atractivo… Paula entró en su dormitorio y encendió el ordenador. Obviamente, la atracción no era mutua.


Mientras se tomaba el vino, pensó que aquella bebida era el néctar de los dioses. A Javier y a ella les encantaba. Cuando vivía en Londres, cuidaban mucho aquel aspecto de su vida e incluso había llegado a tener una buena colección.


Paula se preguntó qué habría sido de ella después de su partida, después del aborto…


En aquel momento, sonó el teléfono. Paula frunció el ceño y miró el reloj. Resultó ser su amiga Laura, una de las reporteras que trabajaba, que había trabajado, en su programa.


Aquello la puso de mejor humor porque, si se iba a dedicar a trabajar como columnista de cotilleos en un periódico, no había nadie mejor que Laura para empezar ya que aquella mujer sabía todo lo que pasaba en la ciudad.


—¿Qué tal te está yendo, Lau?


Lo peor de que la hubieran despedido había sido que aquella decisión había afectado a todo su equipo.


—Estoy bien, Pau. No te preocupes por mí, hay un montón de trabajo. ¿Y a ti qué tal te va la vida?


Mientras charlaba con su amiga, Paula encontró la tarjeta de visita que Pedro le había entregado aquella noche y entró en la página web de su empresa. Mientras esperaba a que se abriera, le preguntó a su amiga si sabía algo de Pedro Alfonso.


—¿Me estás hablando de Ice Alfonso? —contestó Laura.


—¿Lo llaman «Ice»? —dijo Paula pensando que tenía el apodo muy bien puesto.


—Es un temerario. Jugaba al rugby en la selección de Nueva Zelanda.


Paula enarcó las cejas. Aquello explicaba el cuerpazo que tenía.


Nueva Zelanda era un país pequeño, pero tenía una de las mejores selecciones de rugby del mundo y allí los miembros de la selección eran reyes. Incluso los que ya no jugaban, pero habían jugado en el pasado.


—¿Y cómo es que yo no lo conozco?


—Porque fue hace diez o doce años.


—Ah, yo en aquella época estaba en el extranjero —recordó Paula.


Aquélla había sido la época de su vida en la que se había dedicado a trabajar como enviada especial en varias partes del planeta.


—¿Algo personal interesante?


—Mmm —contestó su amiga—. No creo que le gusten mucho las entrevistas.


«De eso, ya me había dado cuenta», pensó Paula.


—Es millonario y se ha hecho a sí mismo. Creo que hubo algo… un accidente, sí, eso es lo que acabó con su carrera de rugby. No estoy segura. Seguro que Alberto lo sabe. Le diré que te lo mire —añadió su amiga.


Alberto era su novio y editor de deportes.


—Escucha. Hay algo importante. ¿Has mirado tu correo electrónico? El contacto misterioso ha vuelto a mandar cosas.


Paula dejó la copa sobre la mesa y se apresuró a abrir su servidor de correo electrónico.


—Te ha enviado un par de fotografías —continuó su amiga.


Paula se quedó mirando la pantalla. Las fotografías no eran de buena calidad, tenían mucho grano y estaban desenfocadas, pero Paula se quedó mirándolas estupefacta. Lo que hizo que se le pusieran los ojos como platos no fueron las chicas esqueléticas, casi adolescentes, ni la opulencia del yate en el que estaban, sino los tres hombres de mediana edad en cuyos regazos retozaban.


Paula se apresuró a tomar papel y bolígrafo para escribir sus nombres.


Aquellos hombres eran muy conocidos.


Uno de ellos era un empresario de mucho poder, el segundo era el jefe de la policía y el tercero estaba en el consejo de la televisión pública para la que ella había trabajado hasta hacía muy poco tiempo.


—¿Ha dicho algo más?


—Me ha pedido tu número de teléfono, pero le he dicho que, antes de dárselo, te lo tenía que consultar a ti. Me parece que quiere llamarte. También me ha dicho que siente mucho que te hayan despedido por su culpa.


Paula frunció el ceño. ¿Cómo sabía aquel hombre que la habían despedido? La versión oficial era que lo había dejado.


—También me ha dicho que te diga que no todo es siempre por dinero.


Paula se quedó pensando en aquello. ¿Cómo encajaba aquello con Mario Scanlon? Llevaba sin verlo desde que tenía quince años. La había sorprendido mucho cuando había hecho acto de presencia en la escena política de Nueva Zelanda seis meses atrás.


Nadie sabía nada de él, a todos les parecía un hombre progresista y carismático, guapo y expresivo. Según la gente, era un hombre lleno de vida.


Paula lo había invitado a su programa, pero él no había querido ir, perfectamente consciente de que Paula lo detestaba. Paula se había atrevido a hacer un comentario al respecto diciendo en el programa que, tal vez, tendrían que ir a su ciudad natal, situada en el sur y que también era la suya, a ver, ya que él no quería acudir a un plato de televisión, qué opinaban sus conciudadanos de él.


Poco después, la llamó un hombre de negocios que prefirió permanecer en el anonimato y le dijo que la asesoría fiscal de Mario había involucrado a varios hombres de negocios prominentes, entre los que se encontraba él, en asuntos oscuros destinados a evadir impuestos. Mientras intentaba persuadir al empresario anónimo para que le diera la lista de nombres, Paula le había propuesto a su jefe que investigaran el caso en una parte del programa. Su jefe se había negado en redondo, lo que había hecho que Paula se enfadara mucho y que la situación terminara con su despido.


A continuación, se había puesto enferma, se había mudado de casa y se había recuperado. 


Ahora parecía que Mario Scanlon tenía previsto zarandear la ciudad. Aquello podría ser mucho peor que lo que les había hecho a unas cuantas chicas de campo y Paula quería que todo el mundo supiera en lo que se estaban metiendo antes de votarlo.


—No le aguantas, ¿verdad? —le preguntó su amiga,


Paula tomó un trago de vino y lo saboreó bien para quitarse el mal sabor de boca que siempre le dejaba hablar de aquel hombre.


—Es una mala persona —contestó con convicción.


Laura le dijo que, la próxima vez que llamara el empresario anónimo, le pasaría su teléfono. Paula se quedó mirando las fotografías que tenía en pantalla durante varios minutos y se preguntó qué querrían decir.


«No es siempre por dinero», recordó.


¿Qué tendrían en común un yate espectacular, chicas menores de edad y dos funcionarios gubernamentales con la evasión de impuestos?


Para empezar, que Mario Scanlon estaba involucrado en todo aquello. En aquel momento, la cabeza de Paula comenzó a trabajar a toda velocidad. Chantaje y corrupción. Sí, definitivamente el estilo de Mario Scanlon.


Rezando para que el empresario anónimo se pusiera en contacto con ella cuanto antes, Paula consideró sus opciones. La única arma que tenía era la columna de cotilleos. Lo primero que haría a la mañana siguiente sería ponerse en contacto con el equipo legal del periódico. No quería sobrepasar los límites y que, por su culpa, la publicación se encontrara con una demanda.


Paula apagó el ordenador con un objetivo muy claro en la cabeza: pararle los pies a Mario Scanlon.


Sus ojos se fijaron en la tarjeta de visita del presidente de Alfonso Inc. y, por segunda vez, la dejó caer al suelo diciéndose que tenía que olvidarse de Pedro Alfonso.




MELTING DE ICE: CAPITULO 4




Al ver a Paula hablando con el revisor del barco, Pedro consideró la opción de bajarse del ferry, pero aquél era el último trayecto nocturno. 


Tenía que decidir entre tomarlo o quedarse a dormir en el sofá de la oficina.


Así que se deslizó sigilosamente hacia el lado opuesto de la embarcación, que estaba prácticamente vacía. Con un poco de suerte, podría bajar sin que lo viera. Tras sentarse, estiró las piernas, se subió el cuello del abrigo hasta las orejas y cerró los ojos.


Era consciente de que se había comportado con ella de manera arrogante. Paula había ido a su casa intentando hacerse amigos y él le había dado la espalda. Pedro todavía recordaba cómo la había avergonzado.


¿Acaso había olvidado cómo comportarse con una mujer? No, más bien, había olvidado cómo comportarse con cualquier persona. Pedro evitaba relacionarse con la gente. Incluso sus padres habían tirado la toalla. En el pasado, habían formado una familia feliz, pero actualmente se limitaban a hablar por teléfono una vez al mes.


Qué diferente había sido todo unos años atrás.


Durante todo el trayecto, estuvo escuchando la voz de Paula, una voz amable, cálida y llena de humor. Abrió los ojos ocasionalmente para mirarla y se dio cuenta de que nunca mantenía las manos quietas.


El revisor lucía una sonrisa de oreja a oreja.


Cuando por fin llegaron, Pedro se bajó del barco sin mirar atrás. Suponía que Paula lo habría visto para entonces pues solamente eran unos cuantos pasajeros. Pedro se encaminó a su coche y observó cómo Paula cruzaba la calle hacia la parada de taxis, que estaba desierta.


Maldición.


Paula y él eran las únicas personas que vivían en el otro extremo de la terminal de los ferrys. Al estar solamente a treinta minutos en ferry de la ciudad más grande de Nueva Zelanda, había mucha gente, los que se lo podían permitir, claro, que vivían en la isla de Waiheke.


Durante el verano, mucha gente iba a pasar allí el día, el lugar estaba llena de turistas que triplicaban la población real, y los hoteles, balnearios y hostales estaban completos, pero en aquellos momentos estaban fuera de temporada, así que era normal que no hubiera muchos taxis por la noche.


Pedro apretó el volante con fuerza.


La mera idea de tener que llevar a alguien a casa lo paralizaba. Ya le costaba bastante conducir, pero se había obligado a hacerlo diciéndose que conducir era necesario para vivir en el siglo XXI.


Sin embargo, tener que llevar a otra persona lo llenaba de terror. Era por Romina.


Pedro tomó aire y se dijo que podría hacerlo. No era la primera vez que lo hacía, en realidad, pero, normalmente, le gustaba tener tiempo para prepararse, para hablar consigo mismo.


Era consciente de que no era capaz de montarse en su coche e irse a casa dejando sola a su vecina en mitad de una oscura y fría noche de otoño, así que puso su vehículo en marcha, cruzó la carretera, se paró junto a Paula y abrió la puerta del pasajero.


En un principio, le pareció que Paula le iba a decir que no porque tenía las mandíbulas apretadas. Sin embargo, tras echar un último vistazo a las desiertas calles, agarró su maletín y se montó en el coche.


—Muchas gracias.


Pedro emitió un sonido parecido a un gruñido. Al hacerlo, inhaló algo que le recordó al limón. Inmediatamente, se dijo que debía relajarse pues se dio cuenta de que estaba apretando tanto el volante que tenía los nudillos blancos.


Le estaba empezando a doler la rodilla, lo que solía sucederle siempre que se encontraba en una situación tensa. Aquélla era la rodilla que se había destrozado en el accidente y que había dado al traste con su carrera como jugador de rugby, pero no había sido nada comparado con haber podido perder la vida.


—¿Ha estado trabajando hasta tarde? —le pregunto Paula por fin.


—He tenido una cena de trabajo —contestó Pedro.


La carretera estaba mojada. Pedro odiaba las carreteras mojadas.


—¿No tiene coche? —le preguntó a Paula en tono cortante.


—Sí, pero lo tengo en un garaje en la ciudad. He pensado en comprarme una moto para la isla.


—Es imposible ir en moto por estas carreteras —contestó Pedro.


A continuación, se quedaron en silencio y se recriminó a sí mismo haberle hablado de manera tan abrupta.


Paula suspiró y echó la cabeza hacia atrás.


Pedro no pudo evitar recordar que hacía un rato la había oído conversar y reír con el revisor.


—¿Qué tal su búsqueda de trabajo? —le preguntó Pedro limpiándose el sudor de las palmas de las manos en el pantalón.


—Justamente hoy me han ofrecido uno que me ha interesado.


Pedro la miró de reojo y le pareció que no estaba muy contenta con el trabajo.


—Se trata de media jornada, sólo unas cuantas horas desde casa —explicó Paula—. Le aseguro que no va a interferir con la reforma de la casa, por supuesto.


Pedro apretó las mandíbulas. Si Paula tenía intención de renovar la casa era porque no tenía intención de venderla.


Parecía cansada, así que Pedro decidió que no era el momento de sobrecargarla hablando del tema de la casa.


—¿En qué consiste el trabajo?


—Voy a ser columnista de cotilleos —contestó Paula en tono divertido—. Increíble, ¿verdad? Voy a trabajar para New City.


Pedro la miró con incredulidad.


—¿Columnista de prensa rosa?


—Sí, yo creo que va a ser divertido —contestó Paula a la defensiva.


—Lo que faltaba —murmuró Pedro sacudiendo la cabeza.


Tras un largo silencio, Paula suspiró disgustada.


—¿Por qué no le caigo bien exactamente?


Aquello hizo que Pedro diera un respingo. A continuación, se preguntó qué opinaría Paula si le dijera que le gustaba tanto que se había comprado una revista femenina en la que salía en portada.


—No la conozco lo suficiente como para formarme una idea sobre usted.


—¿Qué es? ¿Mi estilo a la hora de entrevistar?


Pedro siempre le había encantado su estilo entrevistando. La admiraba por cómo planteaba los temas y recordaba perfectamente que jamás le había visto utilizar la técnica de acoso y derribo que otros utilizaban. Ella se mostraba siempre entusiasmada y expresiva, sobre todo con las manos.


De repente, un conejo cruzó la carretera y Pedro sintió que la adrenalina inundaba su sistema. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no frenar en seco. A continuación, se concentró en la carretera y en la respiración.


«Puedo hacerlo, puedo hacerlo», se dijo.


Pedro sentía que todos y cada uno de los músculos de su cuerpo vibraban de tensión. 


Pasó un minuto. Cuando notó que se le había normalizado el ritmo respiratorio, carraspeó.


—Creo que es justo advertirle por mi parte, señora Summers, que para mí todo lo que tenga que ver con la maquinaria de los medios de comunicación es una porquería.


Paula suspiró exasperada y se quedó mirando por la ventana. Pedro era consciente de que se iba a sentir mal por lo que había dicho, pero en aquellos momentos se sentía muy tenso y no había sido capaz de controlarse.


Cuando llegaron a casa de Paula, Pedro se sintió tremendamente aliviado. Al parar el coche, estiró los brazos e hizo sonar todos los nudillos. 


Vio que Paula hacía una mueca de disgusto, pero le dio igual porque aquello le servía para relajarse.


—Aunque no seamos amigos, le doy las gracias por haberme traído —se despidió Paula—. Buenas noches, señor Alfonso.