lunes, 6 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 3




¿Por qué estaba haciendo eso? ¿Por qué la había invitado a cenar esa noche? No había sido su intención invitarla. Sólo había querido despedirse de ella cordialmente y no a solas.


Cuando Pedro se metió en el coche, miró a Paula de soslayo durante un segundo. Él, por educación y por personalidad, era un hombre muy racional. Incluso frío, le habían dicho algunas novias.


Sabía exactamente lo que quería. Desde lo de Ana. Quería independencia. Quería seguir su propio camino sin ataduras ni responsabilidades. Compañía y sexo por supuesto, y pasar buenos ratos con mujeres que le entendían. Pero nada más.


Después de estudiar administración de empresas en la universidad y de trabajar en un par de empresas con el fin de ganar experiencia, se le había presentado la oportunidad de trabajar en una importante empresa en Estados Unidos y la había aprovechado al máximo, a pesar de significar trabajar prácticamente veinticuatro horas al día. Pero no le había importado porque había sido después de lo de Ana.


—¿Está lejos?


La suave voz de Paula, a su lado, le hizo volver la cabeza.


—Sólo faltan unos tres kilómetros —respondió Pedro al tiempo que tomaba una carretera secundaria—. Es un restaurante pequeño y nada pretencioso, pero la comida es excelente. Roberto es capaz de hacer algo especial de un plato sencillo. La primera vez que vine y pedí una ensalada de pimientos rojos, creí que era un plato bastante normal. Pues no, me equivoqué. A los pimientos les pone alcaparras, anchoas y albahaca, y no puedes imaginar lo buena que está.


—Se me está haciendo la boca agua.


Pedro sonrió.


—¿Eres una de esas personas que viven para comer en vez de comer para vivir? —preguntó él lanzándole una mirada de soslayo que la sorprendió arrugando la nariz.


—¿No se me nota? —contestó ella en un ligero tono de disgusto.


La sonrisa de Pedro se desvaneció. No sabía qué era lo que le había atraído de esa dulce pelirroja desde que la conoció, pero estaba seguro de que, en parte, eran sus voluptuosas curvas.


—Tienes una buena figura —declaró él con firmeza.


—Gracias.


—Lo digo en serio. En los tiempos que corren, hay demasiadas mujeres que no parecen mujeres. Las hojas de lechuga están bien para los conejos, pero ya está. No soporto a las mujeres que se pasan toda la cena mordisqueando una rama de apio y bebiendo agua mineral al tiempo que te aseguran que están llenas.


—Eso es lo que dices, pero apuesto a que todas las mujeres con las que sales son delgadas.


Pedro abrió la boca para negarlo, pero Paula tenía razón. 


Salía con mujeres muy delgadas. ¿Por qué?


Porque, según le había demostrado la experiencia, las mujeres obsesionadas con su cuerpo y su apariencia física tendían a centrarse en sí mismas; sobre todo, las que tenían ambiciones profesionales. Y ésas eran las mujeres con las que le gustaba salir: menos caseras y más inclinadas a salir por ahí, a ver y a dejarse ver. Eran mujeres que se habían puesto metas en sus vidas, que no buscaban un final feliz en una relación, sino buena compañía, entretenimiento y sexo.


En ese caso, ¿por qué había invitado a Paula a cenar?


Al darse cuenta de que no había contestado a la pregunta de ella, declaró:
—La anorexia se está convirtiendo en un serio problema. Y nadie en su sano juicio puede decir que esas mujeres, muchas de ellas muy jóvenes, sean atractivas.


—No, supongo que no.


Realizaron el resto del trayecto en silencio.


Cuando Pedro paró el coche en el pequeño estacionamiento del restaurante, situado en las afueras de un pueblo de Yorkshire, volvió la cabeza y, bajo la débil luz que proyectaban dos farolas, se quedó mirando los reflejos cobrizos del cabello de Paula. Entonces se preguntó si le ofendería que le pidiera que se lo soltara. Era un pelo precioso.


No, qué tonterías estaba pensando. Aquello era una cena, nada más.


Pedro salió del coche, lo rodeó y fue a abrirle la puerta a Paula. El aire estaba cargado con el aroma a vegetación. Él la miró mientras ella respiraba profundamente.


—Voy a echar mucho de menos esto en Londres.


—Entonces, no te vayas.


—Tengo que hacerlo.


—¿Por qué?


—El lunes empiezo mi nuevo trabajo. Ya tengo un piso. No puedo quedarme.


—Sí, supongo que tienes razón. Bueno, será mejor que entremos, estoy muerto de hambre.


Una vez que Roberto les dejó sentados a la mesa con los menús y una botella de vino, Paula anunció:
—Creo que, de primero, voy a tomar esa ensalada de pimientos de la que me has hablado en el coche. Y luego creo que voy a pedir tagliatelle.


—Buena elección —Pedro asintió—. Pediré lo mismo.


Después de pedir la cena, Pedro alzó su copa de vino.


—Por tu nueva vida en la gran ciudad. Que el cielo te proteja de todos esos lobos que van a merodear a tu alrededor.


Paula se echó a reír.


—No creo que corra ese peligro.


Aquélla no era la primera vez que Pedro notaba la falta de autoestima de Paula.


—Permíteme que te contradiga.


En tono de voz incierto, Paula contestó:
—Gracias. Eres muy galante.


—No es una cuestión de galantería, estoy hablando sinceramente —Pedro se inclinó hacia delante—. No tienes una gran opinión de ti misma, ¿verdad, Paula? ¿Por qué…? ¿O es una pregunta demasiado personal?


Paula se encogió de hombros.


—Supongo que se debe a que siempre he sido el patito feo de la familia —respondió ella con voz débil—. Mis dos hermanas, ambas mayores que yo, tienen el pelo castaño, no rojo, y no están llenas de pecas. Además, sólo a mí tuvieron que hacerme ortodoncia y sólo yo tuve que ir al médico a tratarme el acné.


Los ojos de Pedro se pasearon por la cremosa piel de ella… salpicada de pecas. Pero a él le gustaban las pecas y también los dientes de Paula, blancos y derechos.


—Mis felicitaciones a tu dentista y a tu médico. Eres una mujer encantadora, aunque no te des cuenta de ello.


Paula se sonrojó profundamente y él observó el sonrojo con fascinación. Cuando la vio a punto de estallar, dijo:
—Según recuerdo, tus dos hermanas están casadas, ¿verdad? —fue un cambio de conversación dirigido a aliviar el nerviosismo de ella, no porque le importaran las hermanas de Paula.


Paula asintió.


—Barbara tiene un niño de tres años; Margarita tiene dos niñas, una de ocho y otra de cinco. Así que tengo tres sobrinos, los tres un encanto.


—Por como lo dices, pareces quererles mucho.


—Sí, claro.


—¿Te gustaría casarte y tener familia algún día?


Una sombra cruzó las facciones de Paula.


—No sé.


—¿Qué no lo sabes?


Paula sonrió tímidamente antes de contestar.


—Para eso tendría que encontrar antes a un hombre con quien casarme —Paula agarró su copa de vino y bebió un sorbo.


—Seguro que en Londres conocerás a alguien.


—¿Seguro? Encontrar al hombre ideal no es tan fácil. Además, yo voy a Londres para trabajar y, quizás, viajar un poco. Eso es todo.


Pedro se la quedó mirando. No, eso no era todo. ¿Acaso Paula había sufrido una decepción amorosa? Sin embargo, si era así, ella nunca lo había mencionado.


—Nunca se me había ocurrido pensar en ti como la clase de mujer a la que le interesa más el trabajo que la familia y los hijos, Paula.


—¿No? —Paula le miró directamente a los ojos, pero su expresión era inescrutable—. Eso es porque no me conoces bien.


De repente, Pedro se sintió como si le hubieran abofeteado. 


Pero sí, Paula tenía razón, no la conocía. Sabía muy poco sobre su vida y menos sobre su vida amorosa.


Recuperando la compostura rápidamente, Pedro preguntó:
—Dime, ¿cuáles son tus ambiciones? ¿Tienes intención de quedarte a vivir en la capital definitivamente?


Paula pareció reflexionar unos momentos.


—No lo sé. Es posible. Como ya he dicho, me gustaría viajar. Quizá logre incorporar viajes en el trabajo, eso sería perfecto.


Ésa era una faceta de Paula que él no había sospechado. 


Cuando anunció que dejaba la empresa, se había quedado muy sorprendido. Siempre había considerado a Paula una mujer tranquila, equilibrada y con los pies en la tierra.


—Entiendo —Pedro la miró fijamente—. Me estás dejando muy sorprendido, Paula Chaves. Supongo que te imaginaba más casera. Pensaba que eras una de esas personas que no son felices estando lejos de su tierra natal.


—Londres no es precisamente el fin del mundo —respondió ella alzando la barbilla.


—No, claro que no. Y, por favor, no me malinterpretes, no lo he dicho a modo de crítica —se apresuró a asegurarle Pedro.


—Bien —Paula bebió otro sorbo de vino.


—Te aseguro que comprendo perfectamente que la gente quiera viajar, a mí me ocurre también. Es sólo que creía que tú eras diferente, más…


—¿Aburrida?


—¿Aburrida? —Pedro la miró con auténtica incredulidad—. Nunca te he considerado aburrida. ¿Por qué has dicho eso? Yo iba a decir que te consideraba una persona satisfecha con lo que tiene, con su vida.


—Una persona puede sentirse satisfecha con su vida y, al mismo tiempo, desear algún cambio —declaró ella justo en el momento en que una camarera les llevaba las ensaladas de pimientos.


Una vez que la camarera se hubo marchado, Pedro alargó un brazo por encima de la mesa y tocó la mano de Paula brevemente.


—No ha sido mi intención ofenderte —dijo él con voz suave—. Y te juro que jamás se me ha ocurrido pensar que fueras aburrida.


Desconcertante, quizá. En ocasiones, perturbadora, como cuando la besó en la fiesta de Navidad. Y en el par de ocasiones que Paula había ido a trabajar con la melena suelta, él había tenido que meterse las manos en los bolsillos para contener la tentación de acariciar esa masa de cabellos cobrizos. Pero… ¿aburrida? Nunca.


Paula se encogió de hombros.


—De todos modos, da igual.


Paula había retirado la mano casi al instante que él se la había rozado, lo que le sugirió que ella estaba algo molesta.


—No da igual —contestó Pedro con dureza en la voz, irritado—. Somos amigos, ¿no?


—Somos… éramos, fundamentalmente, compañeros de trabajo. Nos llevábamos bien, pero eso no es lo mismo que ser amigos.


Pedro se la quedó mirando. Paula tenía las mejillas encendidas y los ojos le brillaban, pero su expresión seguía siendo inescrutable. No recordaba cuándo había sido la última vez que no sabía qué decirle a una mujer, pero eso era justamente lo que le estaba ocurriendo en ese momento.


—Está bien, dime, ¿qué es para ti un amigo? —preguntó Pedro, por fin, mientras se recostaba en el respaldo de su asiento.


Paula probó la ensalada de pimientos y anunció que estaba deliciosa antes de contestar:
—Un amigo es alguien con quien siempre puedes contar. Con un amigo puedes llorar o reír. Un amigo te conoce bien y está a tu lado. Un amigo es parte de la vida de una persona.


Pedro se tomó aquellas palabras como un insulto.


—Y, al parecer, eso no tiene nada que ver conmigo, ¿verdad? ¿Es eso lo que estás diciendo?


—¿Acaso tú crees que sí? —preguntó ella en tono neutral.


—Sí, creo que sí.


Pedro, tú y yo jamás nos habíamos visto fuera del trabajo y, además, sabemos muy poco el uno del otro.


Pero él sacudió la cabeza obstinadamente.


—No digas tonterías, sabemos mucho el uno del otro —declaró él con firmeza, más irritado aún al ver la mirada cínica de ella.


¿Por qué le importaba tanto la opinión de ella sobre su relación?


—Sé que tienes dos hermanas, que tu mejor amiga se llama Erica y que sacas a pasear al perro de tus padres para hacer ejercicio. ¿Te parece que no sé nada de ti? —incluso a él sus palabras le parecieron petulantes.


Paula suspiró y volvió a llevarse el tenedor a la boca.


—Sabes algunas cosas sobre mí, hechos, pero no sabes nada de mis sentimientos.


Pedro, cada vez más irritado, prefirió callar y comer. Pero los pimientos no le sabían a nada. Dijera lo que dijese Paula, había amistad entre ambos, a pesar de que ella se empeñase en que sólo eran compañeros de trabajo. Él lo sabía, sabía que había algo entre los dos.


Clavó el tenedor en un pimiento con innecesaria violencia. 


Nunca se había insinuado a Paula porque sabía que no era la clase de mujer dada a inconsecuentes aventuras amorosas y él no podía ofrecer más. Pero eso no significaba que no hubiera algo entre los dos.


La camarera se acercó tan pronto como acabaron y Paula, inmediatamente, se puso en pie agarrando su bolso.


—Voy un momento al lavabo —y se alejó al instante.


Pedro se quedó sentado, esperándola. Creía que la conocía, pero ella le había demostrado lo equivocado que estaba. 


Ahora resultaba que esa hermosa mujer de cálida piel y cobrizos cabellos era una desconocida.


No, no entendía nada.


Pedro vació su copa de vino, pero resistió la tentación de servirse otra y, tras agarrar la botella de agua que les habían llevado con el vino, se llenó un vaso.


Era ridículo enfadarse. Paula se marchaba de Yorkshire ese fin de semana y no había por qué darle más vueltas al asunto. Y Susana Richards le había dejado muy claro que estaba dispuesta a divertirse con él sin exigirle nada a cambio. Ésa sí que era la clase de mujer que a él le convenía.


Tras lanzar un quedo bufido, Pedro dejó el vaso de agua encima de la mesa y, de haberlo dejado con un poco más de fuerza, lo habría roto.





SEDUCCIÓN: CAPITULO 2




Ya era completamente de noche cuando Pedro dejó la carretera secundaria por la que llevaban circulando un rato y cruzó las puertas de una imponente verja de hierro para tomar un camino de grava. A ella le sorprendió la distancia que habían recorrido; no sabía que la casa de Pedro estuviera tan lejos de Alfonso & Son, había supuesto que él vivía cerca de la casa de sus padres.


El camino de grava estaba rodeado de arbustos y árboles que ocultaban la casa y, de repente, entraron en una explanada dominada con césped. La casa estaba delante.


Paula había imaginado que Harry viviría en una casa moderna o un palacete de finales del siglo XIX; sin embargo, la pintoresca casa de campo no era ninguna de las dos cosas.


—¿Es ésta tu casa?


—¿Te gusta? —preguntó él acercando el coche a la entrada.


¿Qué si le gustaba? ¿Cómo no iba a gustarle? Era una casa con fachada pintada en blanco, ventanas antiguas y tejado de paja. La terraza que lo rodeaba tenía una mesa y sillas para las noches de verano. Rosales trepadores y hiedra adornaban la fachada. Sí, era una casa de campo inglesa digna de una postal, el último lugar en el que habría imaginado que Pedro viviría.


Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Pedro dijo:
—En Estados Unidos tenía una casa moderna con mucho cristal y mucho acero y vistas al mar. Me apetecía un cambio.


—Es maravillosa —dijo Paula mientras él le abría la portezuela para ayudarla a salir del coche.


Pedro se encogió de hombros.


—Es un sitio para vivir de momento. Pero no soy la clase de persona a quien le gusta echar raíces.


—¿Por eso has viajado tanto?


—Supongo que sí.


Paula se lo quedó mirando.


—Tu padre espera que decidas hacerte cargo del negocio familiar, ¿verdad?


—Nunca lo he considerado como una opción —Pedro abrió la puerta de la casa y se echó a un lado para cederle el paso.


El vestíbulo era amplio, el suelo de tarima había sido restaurado y barnizado, y su color reflejaba el color miel de las paredes, decoradas con algún que otro cuadro.


—Accedí a venir y ayudar a mi padre durante un par de años —añadió Pedro— en parte, para ayudarle a ir dejando las riendas del negocio con el fin de que le resulte más fácil desprenderse de él a la hora de venderlo. Pero eso es todo.


—Entiendo —la verdad era que no lo entendía, pero no era asunto suyo—. ¿Así que piensas volver a los Estados Unidos?


Pedro volvió a encogerse de hombros.


—Los Estados Unidos, Alemania o incluso Australia. No lo sé todavía. He invertido una buena parte del dinero que he ganado estos últimos años y las inversiones han resultado muy fructíferas. En realidad, no necesito trabajar, pero seguiré haciéndolo. Me gustan los retos.


A Paula le habría gustado hacerle preguntas, saber más de su vida; sin embargo, el rostro de Pedro se había ensombrecido por lo que, decidiendo cambiar de tema, dijo:
—Se ve todo sumamente limpio y sin una mota de polvo. ¿Viene alguien a limpiar?


—¿Estás insinuando que los hombres no sabemos limpiar? Es un comentario algo machista, ¿no te parece? —Pedro sonrió traviesamente mientras la conducía a un cuarto de estar dominado por una magnífica chimenea en el que el suelo estaba salpicado de bonitas alfombras, sofás y sillones—. Pero tienes razón, la señora Rothman viene a limpiar tres veces por semana y es ella quien lo hace todo. Es un tesoro.


—¿Y también te deja comida preparada? —preguntó ella cuando Pedro, con un gesto, la invitó a sentarse.


—No, de eso nada. Aunque esté mal que yo lo diga, soy un gran cocinero. ¿Te apetece una copa de vino mientras esperas? ¿Tinto o blanco?


—Tinto. Gracias.


Pedro desapareció y volvió al cabo de un momento.


—Aquí tienes tu copa de vino —dijo Pedro acercándose a ella con una enorme copa de vino—. Voy a cambiarme, no tardaré. Si quieres entretenerte, ahí hay unas revistas.


Pedro le indicó una mesa auxiliar y añadió:
—Y, como ves, en la mesa tienes unos frutos secos y unas aceitunas. Toma lo que quieras.


—Gracias.


Tan pronto como Pedro volvió a dejarla sola, Paula se acercó a la mesa y empezó a dar buena cuenta de los frutos secos, decidiendo que ya se preocuparía de las calorías al día siguiente. Esa noche iba a necesitar permanecer sobria y con sus facultades mentales intactas. Un desliz, una mirada y Pedro podría darse cuenta de lo que sentía por él. Y ella se moriría.


Con la copa de vino en la mano, se paseó por la estancia. 


Se detuvo al pasar por el espejo encima de la chimenea y se miró. La suave iluminación de aquel cuarto hacía que su cabello pareciera más dorado que rojizo y hacía que las pecas que le cubrían todo el cuerpo se vieran más suaves. 


Sin embargo, la luz no logró disimular sus inocuos rasgos, y la irritación que eso le causó hizo que salieran chispas de sus ojos azules. Ése era el motivo por el que Pedro jamás se le había insinuado. Quería ser una mujer fatal, una mujer alta, delgada y elegante; pero no era más que una mujer pechugona y con buenas caderas. Incluso su madre admitía que era «gordita», lo que el resto de la gente llamaba «entrada en carnes».


Después de mirarse durante un minuto, Paula se acercó a la ventana, que daba a la parte de atrás de la casa, y allí se terminó la copa de vino.


—No vas a ver mucho.


Pedro había entrado en la estancia sin que le oyera y Paula se sobresaltó. Se colocó a su espalda, con las manos tocándole suavemente la cintura, y dijo:
—A la izquierda, detrás de un viejo castaño, hay una piscina y una pista de tenis, pero esta demasiado oscuro para que puedas ver nada. ¿Te gusta el deporte?


¿El deporte? No sabía por qué le había puesto las manos en la cintura y, haciendo un esfuerzo ímprobo, logró murmurar:
—Nado un poco —pero no añadió que llevaba años sin jugar al tenis porque, se comprara el sujetador que se comprara, sus pechos subían y bajaban como locos.


—Tienes que venir en verano a bañarte, si es que pasas por aquí.


—Estupendo.


—Bueno, si te parece bien, podríamos irnos ya.


Cuando Pedro la soltó, se sintió aliviada y abandonada al mismo tiempo. Y al darse la vuelta, se dio cuenta de que no sólo se había cambiado de ropa sino que también se había dado una ducha. De repente, se le vía diferente. En el trabajo, sólo llevaba trajes de chaqueta y corbata; ahora, con una camisa negra y unos pantalones negros, era todo magnetismo animal.


Controlando una oleada de puro amor, Paula le dio su copa de vino vacía y se acercó al sofá donde había dejado el bolso y la chaqueta, al tiempo que volvía la cabeza y le decía:
—Has sido muy amable, Pedro. En casa sólo tenía judías en lata y pan para hacerme unas tostadas.


—Es un placer.


Pedro le quitó la chaqueta de las manos para ayudarla a ponérsela y ella se alegró enormemente de que no pudiera leerle el pensamiento. Después, tras respirar profundamente, salió de la estancia a paso ligero.