viernes, 18 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 12








Sin saber que acababa de ser catalogado como multimillonario arrogante, Pedro Alfonso estaba pensando en Paula poco antes de acostarse.


Se sirvió una copa y se fue al estudio. Su consejero legal acababa de irse a la cama.


Al recordar el berrinche que había tenido ella al subirse en el
helicóptero, Pedro sonrió.


Era una mujer muy capaz e inteligente. Y atractiva… 


Recordó su esbelta figura, con los vaqueros y el suéter que había llevado puestos, y su grácil forma de caminar…


Pensó en su fría mirada azul, capaz de atravesar a cualquiera y, al mismo tiempo, en lo cálida que podía mostrarse, como cuando había estado en los jardines con Armando.


Sin embargo, no debía dejarse llevar por aquel tren de
pensamientos, se dijo Pedro. Ella tenía muchos traumas por resolver.


Sin duda, su condición de madre soltera tenía la culpa, caviló él, recordando con tristeza a su hermana Amelia, la madre de Armando…


Con un suspiro, Pedro posó la atención en los cuadros de la pared: caballos, barcos y Shakespeare. Y se fijó en un barco en particular, el Miss Miranda, que había sido el primero que sus padres habían comprado.


Encogiéndose de hombros, se sentó detrás del escritorio y sus pensamientos volaron hasta los días en que había vivido con sus padres.


Debían de haber sido una pareja curiosa cuando se habían casado: una chica de una familia noble venida a menos y un alto bosquimano que había crecido en Cooktown, al norte de Queensland, con el mar en las venas y el sueño de poseer una flota pesquera.


De hecho, a la familia de su madre, los Hastings, le había parecido una pareja tan poco convencional que había repudiado a su madre. Todos, excepto su tía Narelle. De todos modos, sus padres habían estado muy enamorados hasta el día en que habían muerto… juntos.


Su amor les había acompañado en todos sus obstáculos y tribulaciones… todos los días que habían pasado en el mar, impregnados de olor a diesel y a pescado, en barcos que se estropeaban a menudo. Y todos los días que habían soportado juntos el calor tropical de Cooktown, cuando los barcos habían estado anclados por ser la estación baja. Y cuando la pesca había sido tan pobre como para dar ganas de llorar…


De forma milagrosa, su madre había sido capaz de convertir cada lugar en su hogar… aunque sólo fuera con su cálida sonrisa y poniendo unas flores silvestres en un vaso, o un pequeño arreglo de conchas. Y lo había hecho a pesar de no tener una casa en condiciones, ni jardines, como había tenido cuando había sido niña. Y su padre, incluso cuando había estado agotado hasta lo más hondo de su ser, siempre había sido capaz de alejar la sombra de la tristeza de su madre.


Siempre había sabido cómo hacerla feliz… a veces sólo con una simple caricia en el pelo.


Pedro apuró su bebida y le dio vueltas al vaso entre los dedos.


¿Por qué, cada vez que pensaba en sus padres, se sentía un poco…? Se sentía un poco como si su propia vida fuera la nota discordante de la melodía.


¿Sería porque, aunque había continuado con su trabajo y había formado un gran imperio a partir de él, no tenía lo que ellos habían tenido?


Por otra parte, le acompañaba siempre el recuerdo de su
hermana, Amelia, que había amado con todo su corazón y había sido abandonada. Desde entonces, ella no había vuelto a ser la misma.


Si aquello no era suficiente para hacerle desconfiar del amor y sus desastrosas consecuencias…


Lo habían demostrado todas las mujeres que lo había 
perseguido por su dinero, pensó, haciendo una mueca.


Era extraño admitirlo, pero en el fondo de su corazón, Pedro
desconfiaba tanto del amor como la señorita Paula Chaves.


Colocándose las manos detrás de la cabeza, Pedro se preguntó si él tendría la culpa… si sería problema suyo esa sensación de discordancia en su vida. ¿Tenía demasiadas expectativas respecto a las mujeres? ¿Era por eso por lo que había dejado de buscar a su mujer ideal? ¿Estaría su punto de vista empañado por la tragedia que había vivido su hermana?


Y, por otra parte, se sentía un poco frustrado porque no creía
estar haciéndolo bien con Armando.


Sí, podía darle todo lo que el dinero podía comprar, podía hacerle una casa para los animales… pero su tiempo era más difícil de prodigar.


De pronto, Pedro se incorporó en la silla de un brinco, al darse cuenta de que no era sólo Armando quien necesitaba más de su tiempo.


Él mismo se había encajonado en un hábito de trabajo y la adquisición de más y más poder le parecía, en ocasiones, como estar atrapado en una camisa de fuerza. Sin embargo, no sabía cómo salir de ella.


Sumido en sus pensamientos, se quedó mirando al frente con aire ausente.


¿Sería todo por causa de no tener una mujer a su lado ni una familia?, se preguntó y, de pronto, sintió un nudo en la garganta.


¿Sería por eso por lo que quería asegurarse de no perder de vista a Paula Chaves? Lo cierto era que había algo más que una atracción física imposible de negar. ¿Acaso, muy en su interior, albergaba el plan de crear una unidad familiar con ella, su hija y Armando? ¿Pero qué sucedería si la dama de hielo resultaba no derretirse? ¿Y si acababa siendo la única mujer que quería, pero no podía tener?




LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 11




Era una cocina enorme, con paredes de ladrillo y el suelo de
madera. Había plantas en vasos con agua junto a la ventana y un gran armario antiguo albergaba una colección de porcelana china. Todos los electrodomésticos eran modernos, de acero inoxidable.


Había una mesa en un lado de la habitación, con seis sillas.


La señora Preston, con aspecto saludable, cabello gris y mejillas sonrosadas, comenzó a servir filetes con patatas asadas con crema amarga y cebollinos. También, había una ensaladera repleta de lechuga, tomate y pepino, junto a una cestita con pan caliente.


Los filetes, marinados y asados con champiñones, desprendían un aroma muy tentador.


Y había una botella de vino tinto abierta sobre la mesa.


–¿Tienes hambre? –preguntó él mientras se sentaban.


–Acabo de darme cuenta de que tengo mucha –confesó ella y miró a su alrededor–. ¿Dónde está Armando?


–En el dentista. Ha ido a una revisión –contestó Pedro–. Señora Preston, ¿puedo contarle a la señorita Chaves lo que me dijo usted por teléfono hace un par de días?


La señora Preston parpadeó, mirando a Paula.


–Claro.


Pedro tomó la botella de vino y sirvió dos vasos.


–La señora Preston trabaja desde hace años como ama de llaves y cocinera, todo en uno –explicó él y levantó el vaso en un gesto de brindis antes de continuar–: Tal vez quiera usted contárselo en persona, señora Preston.


El ama de llaves entrelazó las manos y miró a Paula.


–Llamé al señor Alfonso hace un par de días porque sabía que lo comprendería –indicó la señora Preston y le lanzó una mirada llena de afecto a su jefe–. Me estoy haciendo mayor y me gustaría concentrarme en la cocina. Siempre me ha gustado elegir yo misma los ingredientes que necesito, pero comprar provisiones para una casa tan grande, con tantas fiestas como celebramos, es demasiado trabajo para mí. Preferiría hacer una lista y pasársela a alguien –confesó e hizo una pausa–. No quiero tener que preocuparme más por el estado del armario de los manteles o por si necesitamos más servilletas. No quiero tener que ocuparme de contratar y despedir gente, ni de contar la cubertería de plata para comprobar que no se hayan llevado nada, ni dudar si les di a los mismos invitados el mismo menú la última vez que estuvieron aquí, porque me olvidé de escribirlo. Me gustaría que hubiera alguien que pudiera coordinarlo todo –añadió con tono esperanzado.


Pedro miró a Paula con gesto interrogativo. Y ella se dio cuenta de que la oferta de trabajo no había sido algo que él se hubiera sacado de la manga. La necesidad de cubrir el puesto era real. Por otra parte, estaba claro que Pedro Alfonso era un jefe querido por sus empleados. No sólo la señora Preston, sino también Monica Swanson y unos cuantos más que había conocido…


–Creo que, al margen de la decisión que yo tome, sería criminal sobrecargarla con esas tareas por más tiempo, señora Preston – comentó Paula tras tragarse un delicioso pedazo de carne–. Esta comida es una de las más exquisitas que he comido.


–Gracias, señorita Chaves –repuso el ama de llaves y, antes de retirarse, añadió–: Armando está muy emocionado con usted. Dice que tiene una hija pequeña, ¿es cierto?


–Sí –confirmó Paula–. Tiene casi cuatro años.


–Éste es un lugar estupendo para los niños.


–Por ahora, ¿qué opinas? –preguntó Pedro Alfonso mientras
caminaban juntos a los establos después de comer.


Una ligera brisa atemperaba el calor del sol y removía el aroma a hierba y a caballos.


–N-no sé qué decir –confesó ella.


–Por si te preocupa que sea un puesto de ama de llaves
disfrazado, puedo asegurarte que no sólo estarás a cargo del funcionamiento interno de la casa, sino también de los jardines… de todo –afirmó él.


–¿No cree que el puesto sería más adecuado para un hombre? – sugirió ella–. Me refiero a un hombre que pueda… –balbuceó y miró a su alrededor, sin saber cómo explicarse–. Bueno, arreglar vallas rotas y esas cosas.


–Un hombre que pueda arreglar vallas no podría llevar la casa. Sin embargo, una mujer con ojo crítico y la habilidad de contratar a los empleados que necesite podría llevar a cabo ambas cosas –señaló él e hizo una pausa–. Además, es importante que sea una mujer que no se deje engañar.


–Me hace usted sentir como si fuera un sargento. Siento haberle tratado así en alguna ocasión, pero se lo merecía.


–Acepto tus disculpas –repuso él con tono grave–. ¿Por dónde íbamos? Sí. La casa necesita algunas reformas. Además, está lo del programa de ordenador para llevar registro de los caballos.


Paula se quedó en silencio.


–Quedaría bien en tu currículum –continuó él–. Encargada de la finca Yewarra.


–En el caso de que aceptara, ¿cuándo querría que comenzara?


Él la miró con expresión socarrona.


–No antes de que Rogelio regrese y te tome el testigo. Y puede ser que necesites algunos días libres para organizarte. Ya estamos aquí. 


Los establos estaban rodeados de petunias y el aire olía a estiércol y paja fresca. Tenían una gran actividad y, al ver a tantas personas trabajando allí, Paula comprendió lo que su jefe había querido decir con que entraba y salía mucha gente de la finca.


Dentro, en la oficina, había un tipo muy alto de unos cuarenta años, con cabello rubio, pecas y todo el aspecto de ser un hombre de acción, sentado delante de un ordenador. 


Parecía a punto de arrancarse los pelos.


Bob Collins, el jefe de los establos, los saludó a ambos con aire distraído.


–Me he perdido de nuevo –informó Bob–. ¡Todo el maldito
programa parece haber desaparecido en una especie de agujero negro informático!


Pedro miró a Paula. Ella sonrió, tomó una silla y se sentó junto a Bob.


Tras unas cuantas preguntas, empezó a teclear en el ordenador. En cuestión de minutos, restauró el programa.


Bob la miró a la cara por primera vez desde que habían entrado, le dio una palmadita en la espalda y se dirigió a Pedro.


–No sé de dónde la has sacado, pero ¿puedo quedármela? Por favor…


Pedro sonrió.


–Tal vez. Tiene que tomar una decisión.


Paula y Pedro estaban caminando de regreso a la casa, en silencio, perdidos en sus propios pensamientos, cuando el teléfono de él sonó.


–Sí. Ajá… ¿Esta tarde? Bueno, de acuerdo, pero dile a Jim que tendrá que regresar luego directamente a Sídney.


Después de colgar, Pedro miró a Paula.


–Cambio de planes. Nuestro consejero legal necesita verme de inmediato. Va a venir en el helicóptero de la compañía y se quedará a pasar la noche. Yo…


–¿Cómo voy a ir a casa? –preguntó Paula, agitada.


–No tengo intención de secuestrarte –repuso él con tono
cortante–. Puedes volver en el helicóptero.


–¿Perdón? –murmuró Paula, poniéndose roja.


Pedro se detuvo y posó una mano en el hombro de ella.


–Si de veras no confías en mí, Paula, es mejor que disolvamos nuestra relación profesional ahora mismo.


Ella respiró hondo e intentó recuperar la compostura.


–No he tenido tiempo de preguntarme si confío en usted o no… Estaba pensando en mi madre y en Sol. Nunca he pasado la noche lejos de ellas.


Pedro apartó las manos y pareció a punto de decir algo. Sin
embargo, siguió caminando hacia la casa en silencio.


Paula titubeó. Y lo siguió.


Más tarde, el helicóptero, azul y blanco, aparcó al otro lado de la casa. El consejero legal bajó, con aspecto de estar bastante agobiado.


Paula también se sentía agobiada mientras esperaba para subir a bordo. Antes, había estado todo el rato en compañía de la señora Preston, que le había mostrado la casa. Era imposible no estar impresionada… sobre todo por el ala infantil del edificio. La sala de juegos era el sueño de cualquier niño, con personajes de cuento adornando las paredes e incontables juguetes. Había, también, tres dormitorios y una pequeña cocina…


En ese momento, Pedro Alfonso estaba parado junto a ella, con aspecto tranquilo y relajado. Armando estaba con él y era obvio que el pequeño estaba encantado con el cambio de planes.


–¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo? –preguntó Paula.


–Claro –repuso Pedro y se acercó a su consejero legal–. Buenos días, Jim. Ésta es Paula, pero ya se va. Sube, Paula.


¿Era eso todo?, se preguntó Paula mientras subía al vehículo. Se sentó y comenzó a abrocharse el cinturón.


Entonces, se detuvo de golpe.


–Espere un momento –le pidió Paula al piloto–. Olvidé preguntarle… ¿Puede esperar?


–Como desee.


Cuando Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y salió, los dos hombres la miraron sorprendidos.


–Señor Alfonso… Olvidé preguntarte a qué hora llegará mañana a la oficina.


–Ahora mismo no lo sé, Paula.


–¡Pero he fijado algunas de las citas que tenía hoy para mañana!


–Entonces, puede que tengas que cambiarlas otra vez.


–¿Y qué les digo esta vez?


–Lo que quieras –contestó su jefe, encogiéndose de hombros.


Paula respiró, furiosa, pero intentó mantener la calma.


–De acuerdo. ¡Les diré que se ha ido a pescar!


Dicho aquello, ella se dio media vuelta y se subió al helicóptero.


–Podemos irnos ya –informó ella al piloto, roja de furia.


El piloto la miró con una sonrisa en los labios.


–¡Ha estado muy bien lo que le ha dicho!


–¿Crees… crees que es un jefe difícil?


El piloto inclinó la cabeza mientras ponía el motor en marcha.


–A veces, pero a fin de cuentas es el mejor tipo para el que he trabajado. Creo que todos pensamos lo mismo.


Esa noche, Paula le contó a su madre lo que había pasado, incluido el comentario del piloto.


–Parece que todos sienten gran reverencia hacia él, mamá. Por lo menos, es lo que he visto en su ama de llaves, en el encargado de los establos y en Monica Swanson. Puede ser un jefe difícil, pero la gente lo admira y lo respeta. Su sobrino lo adora –explicó Paula y meneó la cabeza, intentando poner en orden sus pensamientos–. No me esperaba que el señor Alfonso tuviera ese carisma con los niños, de verdad me ha sorprendido.


–Acéptalo –aconsejó Maria de forma impulsiva–. Acepta el trabajo. Lo digo porque me parece una buena oportunidad profesional. Si no te gusta, siempre puedes volver a lo de antes. Además, el dinero te va a venir muy bien. ¡Y yo iré contigo!


–Mamá, no –replicó Paula y le explicó lo de la nota que había leído–. Si acepto, será en parte para que puedas tener una vida propia y hacer lo que más te gusta.


Maria siguió en sus trece con obcecación y continuaron
discutiendo un poco más hasta que Paula consiguió convencerla.



Cuando se fue a la cama, no podía dejar de pensar en Armando y en la nueva imagen que había visto de su jefe.


No había duda de que Pedro Alfonso podía ser muy arrogante… pero cuando estaba con su sobrino era un hombre diferente. Y muy atractivo…



LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 10




Paula se quedó boquiabierta.


–Y continuó a la mañana siguiente en el ascensor –prosiguió él y tomó un desvío–. De hecho, nunca ha desaparecido. A pesar de tus esfuerzos por enfriar las cosas.


Paula se dio cuenta de que habían atravesado el hermoso pueblo de Leura sin que ella se percatara y habían tomado una carretera comarcal. También, reconoció que era imposible negar lo que él afirmaba.


–Mire –comenzó a decir ella, bajando la vista–. Sería una locura que quisiéramos tener una relación.


Pedro esbozó una sonrisa, fugaz y llena de picardía.


–Las cosas no funcionan así.


–Somos dos adultos en nuestros cabales.


–Pero podemos elegir, ¿no es así?


Pedro aminoró la marcha, giró y se detuvo delante de unas
puertas de hierro forjado.


–¿Es aquí? –preguntó ella.


–Aquí es –repuso él y apretó un mando a distancia para abrir las puertas–. Bienvenida a Yewarra, Paula.


Durante un momento, Paula tuvo la urgencia de escapar… escapar de su coche, de su finca y del mismo Pedro Alfonso. Se sintió abrumada, como si estuviera perdiendo el control de la situación por completo.


Momentos después, sin embargo, se dejó seducir por el paisaje mientras él conducía despacio por el camino de grava.


Había flores blancas y azules bajo unos árboles majestuosos.


Había jazmín y madreselva trepando por jacarandas en flor. 


gardenias y rosas. Era una mezcla arrebatadora de colores y aromas.


–Esto es… precioso –señaló ella, mirándolo.


–Gracias –replicó él y sonrió–. Es una especie de tributo a mi madre. Lo hice en honor a su amor por los jardines y su innato sentido del refinamiento, gracias a lo cual pudo sobrellevar la dura vida que compartió con mi padre.


Pedro aparcó junto a una fuente. Detrás, había una casa de dos pisos, de piedra, con ventanas enmarcadas en madera y barrotes de hierro forjado. La puerta principal lucía la bonita talla de un delfín y los manillares eran de bronce.


–La casa tampoco está mal –comentó ella con una sonrisa–. ¿La construiste tú?


–No. Y apenas la he cambiado nada. Bueno, sólo eso –añadió él y señaló a la fuente–. Antes, era un coro nauseabundo de damas desnudas persiguiendo querubines.


Paula se quedó mirando la fuente, en la que un delfín de bronce dejaba salir el agua con total sencillez.


–¿Tienen algún significado especial para usted los delfines?


Pedro pensó un momento antes de responder.


–Supongo que no es tan raro para alguien cuyas raíces proviene de gente del mar.


Paula recordó los cuadros que él tenía en su despacho de Sídney.


–Ha llegado usted muy lejos desde entonces –observó ella.


En ese instante, la puerta principal se abrió de golpe y un niño de unos cinco años salió, saludando con la mano muy excitado mientras una niñera lo sujetaba.


Paula abrió los ojos como platos.


–¿Quién…? –comenzó a preguntar y se mordió la lengua, pues no quería ser indiscreta.


–Ése es Armando –indicó Pedro–. Es el hijo de mi difunta hermana. Lo he adoptado.


Pedro Alfonso abrió la puerta del coche y salió, justo cuando Armando escapaba a las manos de la niñera y salía corriendo hacia él.


–¡Pedro! ¡Pedro! ¡Me alegro de verte! ¡Wenonah ha tenido seis cachorros, pero sólo me dejan quedarme uno!


Pedro tomó en brazos a su sobrino y lo abrazó.


–Pero piensa en los otros cinco niños que están deseando tener un cachorro. No puedes quedártelos todos.


Paula parpadeó. Había asumido que su sobrino Armando sería mayor.


No había esperado que Pedro Alfonso se sintiera tan cómodo con un niño de cinco años…


–Supongo que sí –repuso el pequeño en voz baja–. Bueno, igual no me importa –añadió y abrazó a su tío–. ¿Te vas a quedar?


–Esta noche, no –contestó Pedro y, para animarlo, añadió– : Pero volveré el fin de semana. Armando, te presento a Paula. Trabaja para mí – indicó, poniendo al niño en el suelo.


–¿Cómo estás, Paula? –saludó el pequeño con impecables modales–. ¿Quieres ver mi casita de los animales?


Tanto Pedro como la niñera abrieron la boca para intervenir, pero Armando se les adelantó.


–¿Cómo estás, Arrmando? Me gustaría mucho.


Armando le dio la mano.


–Está por aquí. Te lo enseñaré.


–No tardes mucho, Armando –le dijo Pedro–. Paula y yo tenemos que trabajar.


La casita de los animales era una parcelita vallada, no muy lejos de la casa. El tejado era de red y estaba sombreado por varios arbustos. Dentro, tenía varios troncos huecos y caminitos hechos de grava. Había allí conejos y una familia de cobayas en una jaula que imitaba a un castillo, con toboganes, campanitas y ruedas. También, había una cacatúa con la cresta azul y un vocabulario muy limitado, aunque sabía saludar. Y un estanque con una pequeña cascada, piedras, plantas acuáticas y seis ranas. 


En otro estanque, nadaba una carpa.


–¿Lo has hecho todo tú? –preguntó Paula, fascinada, pensando en lo mucho que le gustaría a Sol.


–No, tonta. Sólo tengo cinco años –contestó Armando–. Pedro lo hizo casi todo. Pero yo lo ayudé. Toma –añadió y le entregó una cobaya–. Éste es Golly y ésta… –indicó y sacó otro del castillo– es Ginny. Es su esposa y ésos son todos sus hijos.


–Muy bien –repuso Paula, acariciando a Golly–. ¿Y dónde está
Wenonah? ¿Y sus cachorros?


–En los establos. Wenonah se porta un poco mal con los conejos y eso. Le gusta perseguirlos. Pero yo voy a enseñarle al cachorrito que me quede a no hacerlo. Lo que pasa es que… –comenzó a decir Armando y frunció el ceño–. No sé si quedarme con un chico o con una chica.


–Tal vez, Pedro pueda aconsejarte.


La carita del niño se iluminó.


–Sí, él siempre tiene buenas ideas. ¡Mira, esto sí que es especial, mi lagarto de lengua azul!


–¡Oh, vaya! –exclamó Paula y dejó a Golly en su sitio, poniéndose en cuclillas–. ¡Es precioso!


Poco después, Pedro los encontró de rodillas, riendo juntos
mientras intentaban convencer a Wally, el lagarto de lengua azul, de que saliera de su jaula.


Paula levantó la vista y se puso en pie, sacudiéndose las rodillas.


–Lo siento, pero esto es fascinante. Estaba pensando en lo mucho que le gustaría a Sol.


–¿Quién es Sol? –preguntó Armando–. ¿Le gustan los animales?


–Es mi hija y le encantan los animales.


–Deberías traerla para que juegue conmigo –sugirió el pequeño.


–Oh…


Pedro intervino.


–Ya veremos, Armando. ¿Puedo llevarme ya a Paula?


Armando aceptó, a regañadientes.


–Has triunfado con él –comentó Pedro mientras caminaba con Paula hacia la casa.


–Es muy fácil contagiarse del entusiasmo de los niños –afirmó Paula de buen humor.


Cuando atravesaron las puertas de la casa, Paula contuvo un grito de sorpresa.


La entrada conducía a un gran salón con una chimenea y varias alfombras de aspecto valiosísimo sobre un suelo de piedra. También los adornos y los cuadros parecían de un valor incalculable. Los tonos de la habitación eran cálidos y acogedores: crema y terracota, con pinceladas de verde menta.


Pero fueron los grandes ventanales, que llegaban desde el suelo al techo y sus vistas lo que más maravilló a Paula.


El valle se extendía ante sus ojos, bajo la luz de la mañana en todo su esplendor.


–Es… impresionante –comentó ella–. ¿Has conseguido
acostumbrarte a algo tan increíble?


–La verdad es que no. Cambia con la luz, la hora del día, la
estación del año. Esto… el estudio está por esas escaleras.


El estudio resultó ser otra sorpresa para Paula. Las vistas eran bastante distintas: daban a un jardín y a un cercado de madera con caballos pastando y moviendo las colas. Más allá del cercado, había un edificio alargado que parecía ser el establo.


Girándose desde la ventana, Paula miró a su alrededor. Había estanterías con libros en dos de las paredes. En las otras paredes, había cuadros muy similares a los del despacho de Pedro Alfonso en Sídney, con caballos y barcos pesqueros.


La alfombra era azul y las sillas que había a ambos lados del
escritorio eran de cuero color azul. Paula y Pedro se sentaron allí.


–No sé cómo consigue dejar esto para ir a Sídney –señaló ella, mientras él le servía una taza de café de un termo–. ¿La casita de los animales fue idea suya?


–Más o menos –repuso él y se sirvió su taza–. A Armando siempre le han gustado los animales, así que se me ocurrió hacerle un sitio adecuado para ellos –explicó y bajó la vista–. Creo que también le ha ayudado a superar la pérdida de su madre.


Paula titubeó y, al fin, decidió no comentar el tema.


–Bueno, he venido a trabajar, así que… –comenzó a decir ella y se interrumpió al darse cuenta de cómo la estaba mirando su jefe: de brazos cruzados y con un brillo de picardía en los ojos…


Entonces, la conversación del coche volvió a su mente. De golpe, recordó lo que habían estado hablando antes de que ella se sintiera cautivada por el entorno y antes de que Armando llamara su atención con la casita de los animales.


Paula cerró los ojos y notó cómo se sonrojaba.


–Dejemos el tema, señor Alfonso. Me niego a hablar de esto.


–¿Por qué? No podemos negar lo que sucedió.


–Fue una aberración –repuso ella con tono frío, tomando de
nuevo el papel de dama de hielo.


Él sonrió… con una mezcla letal de seducción y picardía.


–¿Crees que sólo fue una casualidad pasajera?


–Bueno… –contestó Paula, pensando rápido–. Acababan de dejarle sin previo aviso. ¿Tal vez fuera por eso?


–En esos momentos, no era Portia lo que yo tenía en la cabeza – aseguró él, tamborileando los dedos sobre el escritorio. Se encogió de hombros–. Puede que suene…


–Suena como si ella no le hubiera importado nada –le interrumpió Paula.


–Portia pensaba que, a cambio de sus… encantos, podría
convencerme para que invirtiera en una línea de ropa. De bañadores, para ser exactos. Tenía pensado diseñarlos y, sin duda, posar con ellos –explicó él con tono seco–. Cuando estudié el mercado, descubrí que estaba saturado y que no sería un buen negocio. A pesar de que yo nunca le había prometido nada, a ella le pareció que yo… me había aprovechado.


Paula parpadeó.


–Pareces sorprendida –comentó él, arqueando las cejas.


–Lo estoy –confesó ella.


–¿Creías que Portia estaba furiosa conmigo a causa de otra
mujer? –preguntó él, con cierto tono burlón.


Paula se mordió el labio, sintiéndose molesta por su tono.


–Bueno… sí. ¿Pero de veras esperaba que ella siguiera saliendo con usted?


Pedro Alfonso se pasó la mano por el pelo con gesto compungido.


–Sí… me equivoqué –admitió él–. Creí que, al menos, Portia confiaría en mis razones para no invertir –añadió y se encogió de hombros.


–Entiendo –replicó ella, incómoda por no saber qué otra cosa podía decir.


Pedro se apoyó en el respaldo y esbozó una débil sonrisa.


–Todo ha terminado entre nosotros.


–¡Pues ayer no lo parecía! –puntualizó ella.


–Pero así es. Créeme –afirmó él con gesto serio.


Paula se estremeció al ver cómo él apretaba la mandíbula y supo que no tenía razón para dudarlo.


–Aunque estoy seguro de que Portia no tendrá dificultades para encontrar a otra persona –adivinó él e hizo una pausa, clavando su penetrante mirada en Paula–. Y es probable que tarde menos que yo, ya que tú te obcecas en comportante como la dama de hielo.


Paula abrió la boca sorprendida.


–¿Cómo…?


Pedro se encogió de hombros.


–Nos conocemos desde hace casi un mes. Sé muy bien cuándo representas el papel de mujer inaccesible.


Paula parpadeó varias veces sin saber qué decir y abrió la boca, sin conseguir articular palabra.


–No te preocupes, lo dejaremos por ahora. ¿Qué tal se te dan los caballos?


Paula tardó un momento en responder, por lo inesperado de la pregunta.


–No sé por qué lo pregunta, pero me gustan los caballos. Montaba de niña. Sin embargo, si va a preguntarme por los barcos pesqueros, nunca he ido en uno ni tengo intención de hacerlo.


–¿Por qué iba a preguntarte eso? –replicó él, arqueando las cejas.


Paula señaló a los cuadros de las paredes.


–Parece que siempre van de la mano en su trabajo. Caballos y barcos. Y, tal vez, como no sé de qué va esta conversación, creí que me lo preguntaría a continuación.


–No. Pero supongo que tienes razón. Las dos cosas son importantes para mí. Heredé una flota pesquera de mi padre y eso hizo posible que pudiera invertir en caballos.


Paula lo miró.


–¿Y lo de Shakespeare?


–¿Te has dado cuenta? –inquirió él, impresionado.


Ella asintió.


–Es por mi madre –respondió él–. A ella le encantaba
Shakespeare.


–Ah –dijo Paula y se quedó un rato en silencio–. ¿Va a decirme por qué me ha preguntado si me gustan los caballos? ¿Y por qué tengo la sensación de que me ha traído aquí bajo falsas pretensiones? –quiso saber, pensando que nada era lo que parecía.


–La verdad es que necesito contratar a alguien. ¿Te gustaría
encargarte de dirigir este lugar, Paula?


Eso sí que no se lo esperaba ella, que se quedó sin palabras.


–No es un empleo de ama de llaves, sino logístico –continuó él–. Uso mucho la casa para hacer fiestas. Tengo un buen equipo de criados, pero necesito que alguien se encargue de coordinar las cosas aquí y en los establos.


–¿Y… eso? –balbuceó ella, perpleja–. Yo no soy experta en
caballos.


–No se trata de lo que hagas con los caballos en sí. Tenemos tres sementales y veinte yeguas. Además, vienen yeguas de fuera para ser montadas y tienen aquí a sus potros. Todo el papeleo necesario para llevar registro de ello es muy trabajoso. Así como comprobar el pedigrí de las posibles yeguas para nuestros sementales. Necesito a alguien que pueda organizarlo todo en un programa informático.


Paula respiró hondo, sin decir nada.


–Tengo que liberar al encargado de los establos y a los criadores de caballos del papeleo y, de paso, librarles de toda la gente que entra y sale a todas horas de aquí.


–Ah –fue lo único que consiguió decir Paula.


Pedro le lanzó una breve mirada irónica y continuó:
–Hay una cómoda casita para empleados que iría con el empleo, lo bastante grande para ti, para Sol y para tu madre. Incluso tienes aquí un amigo para Sol, Armando –señaló él, mirándola con intensidad.


–Pero… –comenzó a decir ella y se aclaró la garganta–. ¿Por qué yo?


–Me has impresionado –afirmó él y se encogió de hombros–. Eres tan buena como Roger o, incluso mejor. Creo que es una pena que derroches tu talento como secretaria. Tu capacidad organizativa y tu don de gentes son muy adecuados para el puesto que te ofrezco.


–Yo… –balbuceó ella y respiró hondo–. No sé qué decir. No me lo esperaba.


–Hablemos del sueldo, entonces –continuó él y le hizo una oferta más que generosa.


Y difícil de rechazar…


–Tendremos un periodo de prueba de tres meses –prosiguió él y sonrió–. Así podrás comprobar si echas de menos demasiado la ciudad o lo que sea.


–Si no traigo a mi madre… –comenzó a decir ella, deteniéndose a mitad de frase.


–¿Por qué no ibas a traerla?


Paula le contó lo de la nota que había encontrado en casa.


–Ha sido muy buena conmigo, pero yo sé que a ella le encantaría ocuparse de ese encargo. Me gustaría que pudiera hacerlo… pero no sé cómo –confesó Paula y meneó la cabeza–. Si se viene aquí, tampoco va a poder dedicarse a lo que le gusta.


–Podrías compartir la niñera de Armando para que cuide a Sol.


Paula se quedó mirándole, llena de incertidumbre.


–¿Por qué lo hace… en realidad? ¿Qué es lo que espera de mí a cambio?


–¿A qué te refieres? –preguntó él en tono apenas audible.


–¿Incluiría el empleo acostarme con mi jefe?


Sus miradas se entrelazaron y Paula percibió cómo la expresión de él se endurecía.


–Querida Paula, si crees que tengo que llegar tan lejos para
conseguir eso, te equivocas.


–¿Qué quiere decir?


–Sabes tan bien como yo que, si nos diéramos la mínima oportunidad, ninguno de los dos podría resistirse. Pero, si prefieres continuar caminando por la vida sola, adelante –añadió él con tono duro.


Paula apretó los dientes.


–Es usted quien lo ha dicho –replicó ella, acalorada.


–Al menos, soy honesto.


–Yo no soy deshonesta.


–Es verdad –repuso él y se quedó esperando su respuesta.


Ella apretó los dientes.


–Lo que quiero decir es que algunas personas creen que ser
madre soltera significa ser… una mujer fácil.


Paula pensó que Pedro Alfonso no podría sorprenderla de nuevo con su respuesta. Pero se equivocó.


–Sé bastante sobre madres solteras. Mi hermana lo era y, por eso, comprendo por lo que estás pasando, Paula Chaves.


Ella abrió la boca. Y la volvió a cerrar. ¡Así que aquello explicaba la acogida comprensiva que él le había mostrado cuando le había contado su historia!


–Y, para ser completamente honesto, también creo que serías una buena influencia para Armando –señaló él–. Yo no puedo estar con él todo lo que debería. Empieza el colegio el año que viene, así que nos distanciaremos todavía más. Quiero que este último año antes de ir al colegio sea memorable para él. Quiero que sea feliz.


–Usted no sabe… ¿Cómo sabe que yo sería buena para él?


Pedro se apoyó en la silla.


–Te he visto con él hace un momento. Desde el primer momento en que hablaste de tu hija, sé lo mucho que significa para ti. Se te ilumina la cara sólo con decir su nombre.


–De todas maneras… ¡Es todo demasiado rápido!


–La habilidad de darme cuenta de las cosas y tomar decisiones rápidas es, en parte, el secreto de mi éxito.


–Qué modesto –se burló ella.


–Lo sé –replicó él con un brillo de humor en los ojos.


–Bueno…


–Con permiso… –dijo una mujer en la puerta, interrumpiéndolos–. La comida está lista, señor Alfonso. La he servido en la cocina, si le parece bien.


Pedro Alfonso se levantó.


–Muy bien, señora Preston. Gracias.