lunes, 12 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 6




El resto del viaje hasta lo que los aborígenes llamaban «el agujero en la roca» fue muy agradable. El mar estaba en calma y el barco apenas se balanceaba. Pedro estaba contento con su decisión de pasar el día allí... pero menos contento con las atenciones que uno de los empleados del
barco prestaba a Paula.


Sólo había una cosa que hacer, decidió, y era demostrarle a todo el mundo que Paula no estaba libre. De modo que miró al joven con expresión severa y se alegró al ver que entendía el mensaje inmediatamente.


Luego atravesó la cubierta y se sentó al lado de Paula en el banco de popa, donde ella estaba tomando el sol.


‐¿Lo estás pasando bien? ‐le preguntó.


‐Pues sí, sorprendentemente sí.


‐¿Sorprendentemente?


‐Bueno, ya sabes. En realidad, no estoy trabajando. Esperaba que éste fuera un fin de semana más serio, más aburrido, pero es como estar entre amigos.


Su sincera respuesta lo hizo sonreír. ‐¿Qué sueles hacer los fines de semana?


‐No sé... muchas cosas.


Tan evasiva respuesta lo irritó. ¿Pasaría los fines de semana con Ling?


No, ese hombre sólo salía por las noches, como los vampiros. Algo, o alguien más, ocupaba sus fines de semana, estaba seguro.


‐Cuéntamelo.


Paula se volvió para mirado. ‐No veo por qué.


‐Tal vez sólo quiero conocerte un poco mejor.


‐Yo no lo creo ‐contestó ella‐. A pesar de lo que he dicho antes, estoy aquí por una cuestión de trabajo y nada más.


‐y ese trabajo requiere que me tengas contento, así que te preguntaré otra vez: ¿qué haces los fines de semana?


Paula intentó apartarse un poco, pero la forma del banco, en curva siguiendo la popa del barco, sirvió para todo lo contrario. Cuando movió el trasero hacia un lado, sus rodillas entraron en contacto con las de Pedro.


‐Me dedico a cuidar el jardín. ¿Contento?


‐Sí, mucho ‐sonrió él, poniendo las manos detrás de la cabeza y levantando la cara hacia el sol‐. ¿Y te gusta cuidar de tu jardín?


De repente, le pareció ver una mueca de tristeza en su rostro. ¿Por qué?


No podía estar seguro, pero su comportamiento cambió casi
inmediatamente, como si de repente hubiera decidido dejar de luchar.


‐Sí, me gusta. Es lo que más me gusta. Cuando me pongo a trabajar en el jardín me olvido de las preocupaciones.


‐¿Tienes muchas preocupaciones?


La pregunta quedó colgada en el aire, entre los dos.


‐Como todo el mundo ‐dijo Paula por fin‐. Y, si no te importa, voy comprobar que lo tienen todo preparado para el almuerzo.


Pedro apartó a un lado las piernas para dejada pasar porque
prácticamente salió corriendo. Sin duda, huyendo de su atracción por él y de la verdad.


Pero había pocas cosas que a Pedro Alfonso le gustasen más que un reto y aún no había habido ninguno que no hubiera ganado.





ROJO: CAPITULO 5





El sábado por la mañana amaneció con un cielo claro y una ligera brisa típica del mes de abril en esa zona. Eran días así lo que daba a la región el sobrenombre de «el norte sin invierno».


Claro que, después de las lluvias e inundaciones del invierno anterior, imaginaba que a la mayoría de la gente de por allí no le haría mucha gracia el sobrenombre.


Paula intentó disimular un bostezo mientras iba a la cocina.


‐¿No has dormido bien?


Pedro estaba sentado a la mesa, con el ordenador portátil frente a él y una taza de café a su lado. Paula observó e! polo de color crema y el pantalón caqui, que se ajustaba a sus poderosos muslos.


‐He dormido perfectamente, muchas gracias ‐mintió, acercándose a la cafetera para servirse una taza.


Pero después de tomar un sorbo deseó haber tomado algo más fresco, como agua o zumo de naranja. Algo en un vaso helado que pudiera ponerse en la cara, por ejemplo.


‐Los otros llegarán en media hora y luego iremos al embarcadero.


‐Estupendo. Estoy deseando empezar la excursión.


Pedro la observaba, en silencio. Tenía ojeras y sintió cierta satisfacción al saber que había dormido tan mal como él.


Podría haberla besado la noche anterior y ella le hubiera devuelto el beso, estaba seguro... el beso y algo más. Pero había sido mejor dejarla ir porque sabía que ganaría tarde o temprano y cuando lo hiciera, la capitulación de Paula sería total.


Sin embargo, tenía que disimular el deseo que experimentaba al mirarla.


Llevaba un top ajustado de color coral que se amoldaba a sus generosos pechos, cayendo después sobre la cinturilla de los vaqueros blancos.


Aquel día sería un día de castigo y placer, pensó. Paula lo afectaba como no lo había afectado ninguna mujer, de una manera que no le gustaba porque lo hacía sentir vulnerable. Pero se alegraba de haberla dejado ir, por el momento, porque sabía que al final conseguiría lo que quería... y para entonces la espera habría valido la pena.


Cuando por fin todos se dirigieron hacia el embarcadero de Russell, Pedro estaba tan tenso como una cuerda de guitarra. Sin embargo, las cosas no podían ir mejor con los clientes. Schuster había insistido en firmar el contrato antes de salir del hotel para que el resto del fin de semana pudieran estar relajados y cuando envió el contrato firmado al departamento jurídico de su empresa no podía dejar de sentirse triunfador por haberle ganado la partida a la incorporación Tremont.


Josh Tremont se había convertido en una espina en su costado durante los últimos años y cada vez que le ganaba la partida era un momento de gran satisfacción para él.


Sin embargo, estaba tenso y no sabía por qué. Los empleados del barco les sirvieron un té mientras se dirigían hacia el lugar más alejado de la excursión para ver una formación rocosa hecha por el viento y la marea en el cabo Brett. Y se alegró al ver que Paula se tomaba su papel de
anfitriona completamente en serio para que todos estuvieran cómodos.


Si pudiera encargarse de que él estuviera cómodo... desde que la vio en el casino, estar con ella se había convertido en un tormento.


Llevaban una hora viajando cuando oyó que una de las mujeres lanzaba un grito de admiración. Paula estaba señalando hacia delante con una sonrisa en los labios, llamando la atención de sus invitados hacia los delfines que nadaban al lado del barco.


Pedro se colocó tras ella, frente a la borda, la curva de su trasero rozándolo... y tuvo que disimular un gemido. Pero se apartó enseguida, lo último que necesitaba era que su estado de continua excitación fuera visible para todo el mundo.


‐El capitán dice que se puede nadar con los delfines.


‐¿En serio? ‐exclamó Paula.


La alegría que había en su voz era contagiosa y, después de preguntarles a sus invitados si estaban de acuerdo, decidieron ponerse el traje de neopreno para lanzarse al agua.


Pedro no podía apartar los ojos de Paula, con un biquini de color azul zafiro. Aunque no era excesivamente llamativo, lo que escondía era suficiente para hacerle perder la cabeza y tuvo que disimular su irritación mientras uno de los empleados la ayudaba a ponerse el traje de neopreno.


‐Espera, yo te ayudo ‐murmuró, apartando al otro hombre para subir la cremallera.


Paula, que estaba sonriendo, dejó de hacerla de inmediato. Sus pupilas se dilataron, el color de sus ojos convirtiéndose en fuego verde. Un fuego que encontró una respuesta inmediata en su cuerpo.


Pero Pedro se obligó a sí mismo a dar un paso atrás.


‐¿Necesitas que te ayude a ponerte las aletas?


‐No, gracias. Puedo hacerla sola.


No lo miraba a los ojos. Tal vez, con esa mirada, pensaba haberle dicho ya demasiado.


En el agua, los Pesek y los Schuster hablaban y reían en su idioma, mientras los delfines nadaban a su alrededor. Paula se había quedado un poco atrás, aparentemente contenta de flotar en el agua mirando a los preciosos mamíferos.


Pero cuando nadaba lo hacía con tal gracia que Pedro se preguntó si sería igual en el dormitorio. E iba a enterarse antes de que terminase el fin de semana, estaba convencido de ello.


Después de quince minutos con los delfines, todo el mundo volvió a subir a bordo y los invitados se retiraron a sus camarotes para cambiarse de ropa.


Pedro desabrochó su traje de neopreno, dejando que colgase de sus caderas. Y sintió que Paula estaba mirándolo antes de darse la vuelta.


Era como si diminutas lenguas de fuego acariciasen su piel y, confinado en el traje de neopreno, se sintió más incómodo que nunca.


Pero ella no tuvo el menor problema para quedar en biquini. 


La prenda mojada se pegaba a su piel, mostrando los contornos de su cuerpo y, por mucho que quisiera evitarlo, sus ojos viajaron por la gloriosa redondez de sus pechos hasta las puntas marcadas bajo la tela azul.


Pedro sintió una punzada de irresistible deseo al imaginar que apartaba a un lado la tela, dejando al descubierto esos pezones para acariciarlos con la lengua...


Se estaba volviendo loco, pensó. Tenía que parar de inmediato.


De modo que se dio la vuelta para dirigirse a la escalera que llevaba a los camarotes. No era una derrota, se consoló a sí mismo, mientras la brisa acariciaba su acalorada piel. Era una retirada táctica. Tenía que reunir fuerzas hasta que pudiera estar seguro de la victoria.


Y así la victoria sería más dulce.




ROJO: CAPITULO 4





Pedro se volvió para entrar de nuevo en el cuarto de baño, cerrando la puerta tras él y dejando a Paula con la boca abierta. El repentino calor que había sentido antes había sido rápidamente reemplazado por un sudor frío.


¿Nuestra habitación?


¿Pedro esperaba que se acostase con él? Atónita, se dejó caer sobre la cama un segundo porque le fallaban las piernas... y se levantó de un salto al darse cuenta de dónde estaba. Aquello tenía que ser un error. Ella no pensaba acostarse con su jefe, eso no era parte del acuerdo... ella nunca firmaría un acuerdo así.


Angustiada, volvió a entrar en el vestidor y, tomando su bolsa de viaje, salió al pasillo y abrió la puerta de otro dormitorio. Miró alrededor rápidamente, pero no había ni rastro de otras pertenencias... y tampoco en las otras dos habitaciones. ¿Estaba sola en la residencia principal... con Pedro?


El había dicho que estaban dando un paseo antes de la cena, no que se alojasen allí con ellos, de modo que debían estar en alguna otra de las casas. Paula había pensado que estarían todos en el mismo sitio pero, evidentemente, estaba equivocada. Pedro había reservado una villa para cada pareja.


Pero ellos no eran una pareja...


Pedro Alfonso esperaba que lo fuera ese fin de semana, estaba claro. ¿Qué habrían pensado los otros?, se preguntó. 


¿Creerían que Pedro y ella eran amantes?


Paula se quedó parada en la última habitación, la más alejada del dormitorio de Pedro, la que había creído era suya, pero que Pedro Alfonso iba a disfrutar en completa soledad.


Cerró la puerta con manos temblorosas, colgó su ropa en el armario, con la excepción de lo que iba a ponerse esa noche, y guardó su ropa interior en uno de los cajones.


Se sintió un poco más fresca después de darse una ducha y, mientras se ponía un pantalón de color verde y la túnica a juego que había comprado, sintió que su presión arterial volvía a la normalidad. Más o menos.


La caída de la túnica y el brillo de la tela dejaban claro que era una prenda de calidad. Sí, había usado la tarjeta de Pedro Alfonso. Era lo que él le había pedido, se dijo a sí misma, sintiéndose sin embargo culpable.


Aceptando esa ropa, y el dinero que le había ofrecido por el fin de semana, ¿qué más había aceptado?, se preguntó.


Paula sacudió la cabeza. Era absurdo, pensó, mientras se cepillaba el pelo. No podía esperar nada de ella. Pedro simplemente era su jefe, nunca había sido nada más.


Cuando terminó de maquillarse se miró al espejo, nerviosa. 


¿Habría salido él del dormitorio?


Una rápida mirada al reloj que había sobre la mesilla le confirmó que era casi la hora de reunirse con los invitados. Desde la ventana de la habitación podía ver la piscina y el porche que la rodeaba... y sí, allí estaba su jefe con el señor y la señora Pesek, frente a la barra del bar.


Después de mirarse al espejo por última vez, Paula salió de la habitación para reunirse con los invitados en el amplio porche de la residencia. Y se alegró al ver que el señor y la señora Schuster también habían llegado.


Cuanta más gente hubiera, mejor, pensó.


A pesar de que Pedro lanzaba sobre ella alguna mirada penetrante cuando intervenía en la conversación, la noche transcurrió sin incidentes.


De hecho, fue más agradable que el viaje. Había un ambiente más relajado entre los hombres, como si al haber llegado a un acuerdo sobre el contrato por fin pudieran portarse de manera abiertamente amistosa.


Había velas flotando en la piscina y otras muchas en el porche de madera.


La profusión de luces doradas mientras el sol se escondía en el horizonte le daba a aquel sitio un toque romántico, encantador, notó Paula mientras saboreaban unas deliciosa nécoras y bebían champán.


Casi podía creer que aquél era su sitio, pensó mientras los camareros se llevaban los platos y aparecían después con una bandeja de postres.


Cuando terminaron de tomar la mousse de chocolate experimentó un delicioso letargo, pero al ver que los Schuster y los Pesek se levantaban, todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo se pusieron en alerta.


Después de despedirse, Pedro cerró la puerta de la residencia y Paula se dirigió hacia el pasillo.


‐¿Tienes prisa? ‐le preguntó él.


Paula vaciló un segundo antes de darse la vuelta. Pero cuando lo hizo Pedro ya estaba a su lado.


‐Es tarde y mañana hay mucho que hacer.


‐Sí, eso es cierto. Pero dime, ¿por qué has sacado tus cosas de la habitación?


‐¡Tú sabes perfectamente por qué he sacado mis cosas de la habitación! ‐ replicó ella, airada‐. Acepté pasar el fin de semana contigo y con tus clientes como acompañante... por la empresa Alfonso. Nunca acepté nada más.


‐Y, sin embargo, pasas muchas noches con Ling. ¿Qué ocurre, es que no te he ofrecido suficiente? ¿No te ha gustado lo que has visto?


Paula tuvo que apretar los puños para no hacer lo que estaba tentada de hacer.


Pero Pedro levantó una mano para trazar su mejilla con un dedo.


‐¿Y bien?


Ella dio un paso atrás, apartándose del contacto antes de que pudiera sucumbir a la tentación.


‐Esto es ridículo.


‐¿Tú crees? ‐sonrió Pedro, dando un paso adelante para tomada por la cintura‐o ¿No te das cuenta de lo que me haces, Paula? ¿Esto te parece ridículo?


Algo duro rozaba su estómago y lo peor de todo era que le gustaba. Un extraño calor se apoderó de ella... le pesaban los párpados y tuvo que apoyarse ligeramente en su hombro. 


Pero al ver un brillo de triunfo en sus ojos se apartó de golpe.


‐¡Buenas noches!


‐Buenas noches, Paula. Espero que tú puedas dormir bien, porque te aseguro que yo no voy a ser capaz.


Paula se apoyó en la pared, sin fuerzas, mientras lo veía salir de la habitación. Había estado a punto de capitular y él lo sabía.


Se sentía como un ratoncillo atormentado por un gato que había decidido no jugar más por el momento. ¿Qué iba a hacer cuando ese gato estuviera hambriento de verdad?