lunes, 28 de marzo de 2016

REFUGIO: CAPITULO 11




Estaban en la cama después de hacer el amor y él le acariciaba el brazo, mientras pensaba que Pedro estaba convencido que ella no podía adaptarse a esa vida. No es que ella quisiera adaptarse, pues pensaba volver a Nueva York... Mentirosa, dijo para sí. Era su hogar después de tres años e iba a echarlo de menos y cada día que pasaba se sentía más a gusto allí. Más a gusto con Pedro. Pensar en dejarle, le formó un nudo en la boca del estómago— ¿Qué piensas? — preguntó él al notar que se tensaba.


—En que sólo llevo dos días aquí y parece que ha pasado un siglo. —levantó la vista y le miró a los ojos — ¿Es un error que nos hayamos acostado?


Él frunció el ceño— ¿Por qué lo dices?


—Me voy a ir…


Pedro se tensó sentándose en la cama y ella le miró sentándose también— ¿Ya estás pensando otra vez en irte cuando acabas de llegar?


—No es eso, es que…— asombrada vio que se levantaba —¿Qué haces?


—Creo que voy a dormir en mi habitación.


—¿Por qué?


—Está claro que no quieres sentirte atada a mí. —Paula se sonrojó viéndolo subirse los pantalones — ¿Me equivoco?


—Cuando me vaya… —le vio ir hacia la puerta— ¿no me escuchas?


—Has dicho cuando te vayas, en lugar de decir si me voy. — cogió el pomo de la puerta— Esa frase ya lo dice todo. —la miró fijamente— Está claro que sólo estás acostándote conmigo para tener sexo. Así que cuando quieras un polvo, avísame. —salió de la habitación dejándola con la boca abierta.


—¿Pero qué mosca le ha picado?


Se pasó horas pensando en lo que había pasado y le quedó muy claro que Pedro pensaba que lo estaba utilizando para tener sexo. Pero él también hacía lo mismo, ¿o no?


Dándole vueltas al tema al fin se quedó dormida, pero escuchó el gallo que la sobresaltó sentándola en la cama— Mierda. — susurró pasándose la mano por la frente intentando despejarse.


Se levantó y se puso el camisón para salir de la habitación. 


Estaba saliendo del baño, cuando se encontró con el abuelo— Buenos días.


—No sé qué ha pasado, niña. Pero has metido la pata. — dijo cerrando la puerta del baño, dejándola con la boca abierta.


Cuando se vistió con unos pantalones cortos y una camiseta vieja, hizo el desayuno, pero cuando Armando y el abuelo estuvieron sentados miró hacia el pasillo—¿Y Pedro?


—Se ha ido a la ciudad. Tenía cosas que hacer.


Hizo una mueca entristeciéndose. No debía haber abierto la boca y enfrentarse a las consecuencias cuando llegara el momento de irse. Estaba claro que como había dicho el abuelo, había metido la pata.


Después de dar de comer al perro, que se había despertado, salió de la casa para continuar con la pintura. El abuelo la acompañaba, mientras Armando se había quedado trabajando en el pajar.


Cuando estuvo pintada la parte delantera de la casa, sonrió mirando el resultado. La verdad es que el porche pedía que se le diera una mano, así que se puso a ello para asombro del abuelo— ¿Qué haces, niña?


—Sino quedará feo. Todo de blanco quedará mejor.


—Esto es un rancho, no una casa de veraneo.


—Lo sé. Pero quedará muy bien.


—¡Habrá que retocarlo todos los años!


Le miró atónita— ¡Como si fueras a hacerlo tú, viejo gruñón!


El abuelo entrecerró los ojos— Por lo que tengo entendido tú tampoco.


Esa frase la sonrojó y se detuvo con la brocha sobre la barandilla. Suspiró bajándola. Tenía razón. —Perdona, tienes razón.


El abuelo se sentó en su mecedora mirándola fijamente— Estás hecha un lío, ¿verdad?


Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las reprimió asintiendo— No te agobies. Tienes muchas cosas en la cabeza. ¿Por qué no te diviertes para variar? Seguro que has pasado estos últimos años preocupándote por vigilar tu espalda. Ahora no tienes que hacerlo. Estamos nosotros.


—¿Qué me divierta? — preguntó pasando una mano por su nariz pintándola de blanco.


—Eres joven. Diviértete. Disfruta un poco de la vida. —el abuelo frunció el ceño mirando el brochazo que le había dado a la barandilla— Y ahora acaba eso. No puedes dejarlo así.


Sonrió y siguió pintando la barandilla. Estaba terminando el lado izquierdo, cuando escuchó un coche acercarse a toda prisa. Pedro se detuvo levantando polvo por el frenazo y se bajó mirándola con el ceño fruncido dando un portazo— ¿Pasa algo?


—Sí. — siseó acercándose a ella y cogiéndola en brazos haciéndola gritar, soltando la brocha sobre el suelo de madera.


— Ahora tendré que pintar el suelo.


—Pues lo pintas. — dijo antes de besarla robándole el aliento.


El abuelo soltó una risita y dijo— Voy a ver lo que hace mi hijo.


Pedro la metió en casa y mirándola a los ojos la llevó hasta su habitación — ¿Qué tal si no hablamos del futuro? — dijo él con voz grave.


—¿Has hablado con el abuelo?


Pedro la miró confundido— ¿Qué?


—Nada. — le besó abrazando su cuello y Pedro gimió antes de tirarla sobre la cama para hacerle el amor sin preocuparse de quien los oyeran.






REFUGIO: CAPITULO 10





Realmente tenían poco que rascar, porque la casa casi no tenía pintura. Lo más complicado fueron las ventanas, pero la pintura casi se caía sola. Realmente necesitaba la pintura y la estaba pidiendo a gritos.


A la hora del almuerzo ya estaban preparados para pintar, pero le dijo al abuelo que después de la comida descansara porque hacía mucho calor. El hombre sonrió tumbándose en el sofá donde la almohada le estaba esperando y mientras tanto ella empezó a pintar la casa. Los perros no estaban por allí y eso era un alivio, porque con lo grandes que eran, no sabía si podía ordenarles que se largaran.


Estaba pintando el borde de la puerta principal subida a una escalera, cuando le pareció oír algo. Miró hacia atrás con la brocha en la mano, pero estaba desierto. Miró hacia el establo por si un coyote estaba por allí, pero no escuchó nada. Tanto silencio la estaba afectando. Siguió pintando y sonrió al abuelo cuando apareció al otro lado de la puerta.


—Entra en casa, niña. — dijo muy serio.


Al ver su cara, bajó lentamente la escalera y él abrió la puerta para que entrara en la casa— ¿Qué ocurre, abuelo?


—No sé.


Se puso nerviosa al ver que tenía la escopeta en la mano —He escuchado un gruñido.


Menudo oído que tenía el viejo. Ella con la brocha todavía en la mano miró por la ventana semiocultándose. —Llama a Pedro.


—¿Cómo?


—Por la radio que está encima de la chimenea. Dile que quiero que venga.


A toda prisa se acercó a lo que parecía un walki y pulso el botón— ¿Pedro? — soltó el botón, pero no escuchó nada— ¿Pedro? —el abuelo levantó la escopeta sin dejar de mirar al exterior —Pedro ¿estás ahí?


Entonces lo oyeron. Uno de los perros chilló y a Paula se le pusieron los pelos de punta— ¿Pedro?


—¿Paula? —respondió casi haciéndola desmayarse del alivio.


—El abuelo quiere que vuelvas. — dijo muy nerviosa— Ha oído algo y uno de los perros…


—¡En cinco minutos estoy ahí!


Nerviosa se acercó al abuelo con la radio en la mano —¿Abuelo?


—Tranquila. Es un animal.


—¿Cómo lo sabes?


—Si fuera un enemigo, te habría disparado cuando estabas en el porche. — dijo igual de concentrado. Entonces vieron un movimiento detrás de un seto y Paula jadeó al ver que uno de los perros se acercaba cojeando. Su pierna trasera estaba llena de sangre y Paula iba a salir cuando el abuelo la cogió por el brazo— No salgas hasta que llegue Pedro.


El pobre animal llegó hasta el porche y se tumbó en el suelo gimiendo de dolor y respirando agitadamente. Paula sintió mucha pena por él. Estaba sufriendo.


—Voy a salir. — el abuelo apretó los labios y asintió. Paula salió y dejó la brocha y la radio antes de acercarse al perro— ¿Qué te ha pasado, bonito?


—Ten cuidado. — dijo el abuelo con la escopeta levantada —Puede sentirse amenazado.


Ella al ver tanta sangre, entró en la casa a toda prisa y cogió una toalla vieja. Cuando se estaba agachando al lado del perro, llegaron varios hombres a caballo e iban armados. Dos se detuvieron alejados de la casa mirando el suelo, mientras que Pedro y Armando se acercaban a toda prisa— ¿Qué ha pasado? — preguntó Pedro con una escopeta en la mano.


—Hay que llevarlo a un veterinario. — dijo muy nerviosa. El perro gimió y ella acarició su cuello calmándolo, antes de colocar la toalla sobre su herida. El pobre perrito lamió su mano y los ojos de Paula se llenaron de lágrimas— ¡Hay que llevarlo al veterinario!


—Cálmate, nena. — Pedro estaba a su lado y la cogió por los brazos apartándola — Déjame ver.


Muy nerviosa le vio apartar la toalla y apretó los labios. Tenía tres heridas en diagonal al principio de la pata —No se puede hacer nada. — dijo él levantándose.


—No digas eso. ¡No eres veterinario!


—Quedará cojo toda la vida, nena. —dijo mirándolo —Eso si sobrevive.


—Pero tenemos intentarlo.


La angustia de su voz le hizo asentir y miró a su abuelo— Voy a por la ranchera.


—Perderás el tiempo.


Sin responder, bajó corriendo del porche y Armando preguntó—¿Qué ha pasado?


—Escuché un gruñido y no oí a los perros, así que me levanté de la siesta. —explicó el abuelo— Sabía que pasaba algo.


Armando miró al perro y los que estaban alejados llegaron a toda prisa —Hay huellas de lobos.


—¿Lobos? Nunca se acercan a la planicie. Se quedan en las montañas. — dijo señalando con la cabeza las montañas de detrás de la casa.



—Pues no es sólo uno. Es una manada.


—¿Estás seguro de que no son coyotes? Los hemos visto estas noches atrás.


—No, son lobos. — dijo un hombre que parecía indio —Jefe, el macho es enorme. Los coyotes deben estar rapiñando sus presas y se acercarían para comprobar si había alguna.


—¿Está diciendo que una manada de lobos nos acechan? 
— preguntó ella sorprendida.


—Empezarán atacando a las reses. —Armando se tensó mirando a su alrededor.


—Lo que no entiendo es que hacen por aquí, en lugar de cerca de las manadas.


—Debemos hacer una batida. — dijo el indio mirándola fijamente —Si el otro perro no ha aparecido…


Armando la miró de reojo— Ya.


Paula al entender lo que querían decir, se llevó una mano al pecho —Madre mía.


—Tranquila Paula, los atraparemos.


—Bill, vete con los hombres a rastrear y que los otros mantengan los ojos de abiertos para proteger las reses. Sobretodo los toros— dijo Armando viendo como Pedro se acercaba con la camioneta, deteniéndose ante la casa. Armando se acercó al perro y lo cogió en brazos, bajando los escalones mientras uno de los hombres abría la portezuela. Paula iba a bajar los escalones, pero Pedro la miró —No, nena. Te quedas en casa.


—Pero quiero ir.


—No. — la miró a los ojos— Es mejor que te quedes. Si se puede salvar, te prometo que harán lo que haga falta.
Paula apretó los labios retorciéndose las manos y asintió —Volveré cuanto antes. — le dijo a su padre.


—No te preocupes. Me quedaré en casa.


Aceleró saliendo a toda prisa y Armando pasó su brazo por los hombros de Paula— Entra en casa, pequeña. Hoy no se pinta más.


Ella fue hacia la casa, pero al ver la sangre se agachó y cogió la toalla —Ya lo limpiaré yo, Paula. —dijo Armando tras ella.


—No. — dijo reteniendo las lágrimas— Es mi trabajo.


Para no alterarla más, la dejaron hacer y cuando terminó de limpiar la sangre, volvió a coger la brocha y se puso a pintar. 


Ni Armando, ni el abuelo le dijeron nada de quedarse fuera. 


Simplemente dejaron las armas apoyadas en la barandilla del porche y cogieron unas brochas para ayudarla. El abuelo ni comentó nada de la cena, cuando vio que se acercaba la hora. Paula nerviosa miraba el camino, esperando a que Pedro volviera, cuando se dio cuenta de la hora. Entró en la casa mientras los hombres seguían pintando. Después de freír carne con patatas, les llamó para la cena. El abuelo sonrió y ella puso los ojos en blanco por su colesterol. 


Estaban acabando cuando escucharon la furgoneta acercarse y Paula dejó caer el tenedor para salir corriendo al porche. Pedro sonrió bajando del vehículo— Se pondrá bien, nena.


— ¿De verdad? — bajó del porche a toda prisa y fue hasta la camioneta.


—El veterinario ha tenido que operarle, porque también tenía la pata rota. No sabe si se quedara algo cojo, pero sobrevivirá.


Ella miró la caja y vio al perro que parecía dormido, con toda la pata vendada y un cono en el cuello — ¿Cómo se llama?
Pedro rió—Nena, casi lloras por él y no sabes su nombre. Es Lucas.


—¿Lucas? — le vio cogerlo con cuidado y lo subió al porche. Iba a dejarlo allí cuando ella protestó— Ni hablar. ¡Métele dentro!


—Pero…


—¡Métele dentro, Pedro!


—Menudo sargento. — dijo el abuelo divertido — ¡Mi postre!


Ella abrió la puerta para que pasara y corrió para coger una manta vieja, dejándola sobre el suelo en la cocina. Cuando acostó al perro, Paula sonrió acariciando el cuello del animal. 


Levantó la vista Pedro y movió la cabeza de un lado a otro —¿No me merezco un beso?


—¡Es tu perro!


—Pero he sido muy rápido.


Ella se levantó y le abrazó el cuello —Vale, te mereces uno.


—Ya empezamos. — dijo el abuelo aburrido.


Paula sonrió y besó suavemente a Pedro, antes de separarse para coger la tarta de la nevera, que estaba intacta de la noche anterior. Se acercó al abuelo con los platos y dijo—Serviros vosotros mientras hago la cena de Pedro.


—Habéis pintado mucho. — dijo él cogiendo una cerveza y tirando la chapa a la basura.


—¿Ah, sí?


—En dos días terminaras de pintar, ¿y después que harás?


—Aprender a disparar.


Todos se quedaron en silencio y ella levantó la vista de la sartén— Me enseñareis, ¿no?


—No necesitas aprender. — dijo Pedro perdiendo la sonrisa —Somos capaces de protegerte.


—¿Sabes? Es que me he dado cuenta de que en este sitio puede que esté protegida de los Falconi, pero hay otros peligros con los que no había contado. — dijo irónica tensándolo más — Coyotes y lobos. ¡El otro día estaba tendiendo y había coyotes vigilándome, Pedro!


—Esto no es algo habitual.


—¡Ayer dijiste que sí!


—Lo dije para que te tranquilizaras por los Falconi.


—¡Pues menudo alivio!


Él suspiró pasándose una mano por la frente— Vale, ¿quieres aprender? Te enseñaremos.


Sonrió y le sirvió la cena. —Voy a ducharme. — dijo Armando levantándose sonriendo.


El abuelo se sirvió otro trozo de tarta y ella le miró divertida— ¿Dónde lo metes?


—Trabajo mucho.



—Ya.


—No has ido por el caballo. — dijo el abuelo a Pedro, que juró por lo bajo cortando el filete.


—Les llamaré por la mañana. Gracias por recordármelo.


—De nada.


Se iba a servir otro trozo y asombrada le apartó el plato — ¡Abuelo!


—Era por si colaba. ¿Mañana la harás de frambuesa?


—No las tengo frescas, abuelo. ¿Tarta de queso?


—Te adoro. — dijo levantándose.


El perro gimió y ella se volvió en su silla— Pobrecito.


—Cielo. — miró a Pedro, que le cogió la mano por encima de la mesa— Sé que eres de ciudad y todo eso, pero en el campo ocurren cosas así.


—¿Me estás diciendo que me tengo que endurecer?


—Sí, cielo.


—Pues empezando a disparar me endureceré.


La miró como si no tuviera nada que ver— No me gustaría que te pegaras un tiro. Además, no vas a salir a tender la ropa con la pistola— dijo divertido.


—Muy gracioso.





REFUGIO: CAPITULO 9





Estaba claro que necesitarían más condones, pensó Paula mirando la caja sobre su mesilla, después de la noche que habían pasado. Él la despertó con un beso en la nalga izquierda y le susurró —Levántate dormilona. Tienes mucho que hacer.


—¡Mi desayuno! —gritó el abuelo desde la cocina.


Sonrió divertida volviéndose en la cama. Pedro ya estaba vestido con una camiseta que ella había planchado el día anterior y unos vaqueros limpios. Le acarició el pecho— Buenos días.


Pedro sonrió y la besó en los labios— ¿Voy haciendo el café?


—Vale.


Cuando llegó a la cocina estaba sin peinar con el vestido del día anterior y descalza. Sus ojos estaban somnolientos, pero nunca había estado más hermosa. Pedro la miró divertido mientras se bebía el café.


—Buenos días, abuelo. — se acercó y le dio un beso en la mejilla.


—Serán para ti. Yo no he pegado ojo.


—¿Y eso?


Pedro reprimió una risa y le miró. Al entender lo que había pasado, se puso como un tomate. Armando la salvó de humillarse más —Buenos días. — el padre de Pedro parecía
que había crecido varios centímetros y estaba cogiendo una taza de café, cuando miró de reojo a Paula que estaba poniendo la sartén al fuego. Bebió de su taza y dio una palmada en la espalda a Pedro que por poco se atraganta — Bien hecho, hijo. Estoy orgulloso.


Paula atónita les miró con un huevo en la mano y Pedro se volvió para disimular la risa —Vale ya, ¿no? — preguntó indignada.


—Nena, no te enfades.


—Deberíamos guardar las hueveras. —dijo el abuelo concentrado en lo que ella hacía.


—¿Para qué?


—Para insonorizar la habitación. Lo he visto en la tele.


Sus mejillas se encendieron y Pedro no lo soportó más. Se echó a reír a carcajadas —¡No tiene gracia!


—¡Claro que no la tiene! — dijo el abuelo indignado— ¡Cuando cogía el sueño, me sobresaltaba porque parecía que ardía la casa!


—Abuelo…— Armando sonreía divertido y se sentó en la mesa mientras Paula gemía friendo los huevos— Son jóvenes. Tienen mucha energía. —Paula bufó.


—Ya está bien. — dijo Pedro mirándola de reojo— La estáis avergonzando.


Ambos la miraron sorprendidos— No tienes que avergonzarte por disfrutar de tu sexualidad. — dijo el abuelo en plan paternal mientras Pedro tosía —Es muy sano. —y después susurró a su hijo— Pero debemos hablar con el cura. Esta chica debe confesarse. El chico no se ha casado con ella.


Paula miró a Pedro con los ojos como platos— No vais a hablar con nadie. — dijo Pedro rápidamente— Y dejar el tema que es problema nuestro.


—Y nuestro que no dormimos. —replicó el abuelo.


—Como sigas con el tema te quemo el beicon, abuelo. — dijo Paula de los nervios. Con lo relajada que se había levantado.


El abuelo chasqueó la lengua, pero Armando lo distrajo preguntándole qué iba a hacer durante el día, cuando escucharon un caballo acercándose a toda prisa. Pedro dejó la taza sobre la encimera y le dijo —Quédate aquí, cielo.


—Vale. — no estaba preocupada porque era uno de sus vaqueros. Si fueran los Falconi no irían a caballo. Pedro salió de la casa y habló con el vaquero. Entró cuando ella estaba colocando los platos en la mesa.


—Tenemos que ir al sur. Se han escapado algunas reses. — dijo sentándose en la mesa a toda prisa. Armando y él comieron tan rápido, que no le había dado tiempo a terminar una salchicha y ya habían acabado. Pedro se levantó y le dio un beso— Te veo luego.


Cuando salieron miró al abuelo— ¿Qué vas a hacer hoy?


El abuelo sonrió— Pues ayudarte a pintar, niña. ¿Qué voy a hacer sino?


Lo miró sorprendida— ¿No tienes nada que hacer en el establo?


—Va, me dan trabajo para entretenerme, pero tú me necesitas más.


—Estupendo. Pues empezaremos después del desayuno.