domingo, 30 de junio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 37





A pesar de estar atravesando uno de los periodos más duros de su vida, Paula se sentía mejor que en mucho tiempo. Era muy extraño. 


Le entristecía profundamente perder el bar y al mismo tiempo era más feliz que nunca a nivel personal. Y todo gracias a Alfonso.


«Sólo es una aventura», se recordaba una y otra vez. Pero en el fondo sabía que lo que estaba creciendo entre ellos era otra cosa. ¿Un hechizo? Quizás. Lo único que sabía era que él la hacía reír en todo momento, la encendía en todo momento y la hacía sentirse protegida y nada sola.


Se había acostumbrado rápidamente a dormir a su lado en la cama. A veces se despertaba en mitad de la noche y lo contemplaba durante un buen rato. Él era bello y arrebatador incluso dormido.


Algunas veces, durante el día, lo había pillado tarareando alguna canción en voz baja y había pensado en pedirle que le cantara algo. Sólo a ella. Pero no se había decidido a pedírselo. Le parecía algo demasiado personal... demasiado íntimo.


Y además no quería que le cantara una canción que había escrito para otra mujer.


Se repetía a menudo que no les quedaba mucho tiempo, que en cuanto La Tentación cerrara, Alfonso también se iría de su vida. Y no podía evitar preguntarse si podrían continuar juntos después de ese momento. O para siempre.


Paula se obligó a pensar en otra cosa. La puerta se abrió. Para su sorpresa, era Dina. La camarera llegaba antes de su horario. Llevaba entrando a las cinco toda la semana, y esa noche iba a ser la única en la que Paula realmente necesitara su ayuda. Era viernes e iba a tocar un grupo de country, así que esperaban a bastante gente con ganas de beber y de pasárselo bien. No como el resto de la semana, en que los pocos clientes habían estado medio dormidos.


—¿Cómo estás? —saludó a la camarera—. Zeke ya se ha ido, por si estás... ya sabes... intentando tener algo con él.


Dina puso los ojos en blanco.


—He renunciado a Zeke. Ese hombre está más ciego que un murciélago, no ve la joya que tiene delante de él.


—Es tímido.


Ambas mujeres se sorprendieron de la intervención masculina. Alfonso se acercó a ellas desde el pasillo trasero del local. Llevaba toda la mañana trabajando, descolgando de las paredes viejas fotografías y pósters, e intentando averiguar si habría forma de salvar el mural que Paula había hecho pintar en la pared el año anterior. El mismo artista que había pintado los carteles de La Tentación había creado un mural que contenía el espíritu del local: representaba el jardín del Edén.


Dina resopló.


—¿Que es tímido? ¡Me río!


—Lo digo en serio —insistió Pedro sentándose en un taburete y agarrando una botella de agua que le ofreció Paula—. Ayer me preguntó cuándo un hombre puede permitirse que una mujer le pida una cita.


Dina se ruborizó.


—Yo desde luego no le he pedido ninguna cita.


—Déjame adivinar —intervino Cat—. ¿Le has pedido sexo?


Dina intentó golpearla con el bolso, pero Paula se apartó fácilmente y se rió ante la expresión furiosa de la mujer.


—Era una broma —añadió Paula—. Sé que no estás completamente desesperada.


Alfonso bebió de su botella de agua.


—Creo que lo que Zeke me preguntaba era si sería apropiado que él dijera que sí —explicó, y al ver que Dina no decía nada, continuó—. Creo que lo dijo en caso de que alguien le pidiera una cita en algún momento.


Dina se quedó boquiabierta y se arregló el pelo con expresión satisfecha.


—¿Se refería a mí?


—Eso creo —contestó él.


Dina sujetó a Pedro de las mejillas y le dio un sonoro beso en los labios. Paula tuvo que contener una carcajada al verlo sonrojarse. Para ser alguien tan sexy y tan seguro de sí mismo, él a veces reaccionaba como si fuera tímido.


—Ha merecido la pena venir hoy antes de tiempo —aseguró la camarera mientras entraba detrás de la barra y guardaba su bolso.


—¿Por qué has venido antes? —le preguntó Paula.


—Me han dado órdenes de que te sustituyera esta tarde.


—¿Órdenes?


Paula frunció el ceño confundida. Entonces miró a Alfonso y vio su expresión de satisfecho consigo mismo.


—¿Tú has...?


—Sí —respondió él sin dejarla terminar—. Yo se lo he pedido. Gracias por venir, Dina. Paula se merece una tarde libre.


—¿Una tarde libre?


—¿Tienes algún gen de loro del que no me hayas hablado? —bromeó él.


—El único pájaro que hay por aquí es el gallo que trabaja en la cocina —intervino Dina—. Y yo soy la mujer que va a desordenarle un poco las plumas.


—No me cabe duda —dijo Alfonso.


Dina se acicaló y luego empujó a Paula fuera de la barra. Sin hacer caso de sus protestas, Alfonso la agarró de la mano y la llevó consigo hacia la puerta.


—¡No puedo irme así como así! —protestó ella.


—Claro que sí, Dina se ocupará de todo.


Paula se dio por vencida y se dejó llevar al exterior, donde brillaba el sol de la tarde.


—No te derrites con la luz del sol, ¿verdad? —preguntó él al verla entrecerrar los ojos.


—Soy ave nocturna —admitió ella—. Y me gusta vivir en los bares. Pero debo admitir que esto es agradable.


Pedro condujo a Paula al aparcamiento de la parte de atrás del bar y se encaminó hacia el coche de ella. Ella se detuvo en seco.


—¿Y si vamos en tu moto?


Él negó tajantemente con la cabeza.


—De ninguna manera.


—Vamos, a mí no me dan miedo.


—Pues deberían —murmuró él y se encogió de hombros—. Además, sólo tengo un casco.


—Entonces viviremos peligrosamente.


Aquellas palabras provocaron una violenta reacción en él, que la sujetó por los hombros.


—¡No! No quiero que te subas a un trasto de ésos con casco, como para permitir que lo hagas sin él...


Ella se apoyó una mano en la cadera y enarcó una ceja.


—Verás, si estás intentando convencerme para que no lo haga, lo estás haciendo muy mal.


Él se la quedó mirando, comprendió lo que ella quería decir y balbuceó:
—Paula...


—Era una broma —dijo ella y se soltó de él.


Se acercó a la Harley, que relucía bajo el sol.


—Es una auténtica belleza —dijo, pasando la mano sobre el asiento—. Elegante y peligrosa.


Para sorpresa de ella, él frunció el ceño. ¿No solían los dueños de las motos estar orgullosos de ellas?


—Sigamos —dijo él—. ¿Quieres conducir tú, ya que vamos en tu coche?


Ella hizo un mohín y lo intentó una vez más.


—¿De verdad que no podemos ir en esta maravilla?


—Está... estropeada, ¿recuerdas?


¿Cómo se le había podido olvidar?, se reprendió Paula y se acordó de lo que le había dicho Banks la otra noche: la moto no funcionaba bien últimamente, pero Alfonso no tenía dinero para repararla. Y ella estaba montando una escenita cuando él era demasiado orgulloso como para admitir el auténtico problema.


Sin decir nada más, Paula se colgó de su brazo, lo condujo hasta su coche y se sentó en el asiento del copiloto.


Él se subió y encendió el motor. Seguía con la mandíbula apretada.


—Alfonso, lo siento de veras —dijo ella intentando transmitirle que le comprendía—. Se me había olvidado que está estropeada. Cuando te pague por tu trabajo aquí, tendrás dinero para...


Él se giró hacia ella y la fulminó con la mirada.


—No vas a pagarme ni un céntimo.


—Pero si estás trabajando para mí...


—Y también me acuesto contigo —le espetó él.


—Sí, eso es por la noche. Pero durante el día...


—Paula, no voy a aceptar tu dinero.


Era su turno de ponerse orgullosa. Ella no necesitaba la caridad de nadie.


—Hicimos un trato. Sabes que no te habría permitido hacer tanto trabajo si no fuera a pagarte por ello.


Él no se enterneció un ápice.


—Eso fue antes de que tú y yo tuviéramos sexo. Cuando yo iba a dormir en el almacén, era un trabajo. Pero estoy durmiendo en tus brazos. No soy un maldito gigoló que cobre por ayudar a la mujer con la que tiene una relación.



CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 36




Él se preguntó si sería un buen momento para decirle que el aro era magnético y que no tenía agujereada la oreja. «Seguramente, no», se dijo.


Las palabras de ella lo incomodaban. La intensidad de su voz, su mirada hambrienta... eran para Alfonso. Ella no estaba hablándole a Pedro, el hombre al que había conocido esa semana; estaba hablándole al roquero sin hogar que había contratado el domingo por la noche.


Pedro sabía que era ridículo sentir celos de sí mismo, pero era lo que sentía.


Antes de que pudiera hacer nada, aunque no sabía muy bien el qué, la puerta del local se abrió de par en par. Entraron dos mujeres y Paula les hizo una seña hacia las mesas vacías. 


Ella se había apartado un poco de Pedro, creando algo de espacio para conseguir tranquilizarse. Al verla ruborizarse, Pedro casi se echó a reír. Le resultaba gracioso ver a una mujer tan sensual y provocativa con las mejillas encendidas.


—Será mejor que compruebe si Zeke sigue por aquí, por si ellas quieren comer algo —murmuró Paula—. Esta semana le estoy dejando salir a las dos y regresar a las cinco.


Pedro contempló el local vacío y frunció el ceño.


—Desde el domingo esto no ha vuelto a llenarse, ¿eh?


Ella negó con la cabeza.


—Este mediodía vinieron algunas personas, pero igual que el resto de la semana. Son los que trabajan en las oficinas de alrededor, que todavía se pasan por aquí de lunes a viernes para comer y no tienen que lidiar con los desvíos. Nadie más se molesta en venir por aquí.


Una mirada triste y perdida oscureció su expresión al recordar su situación. Durante un rato, él había logrado subirle el ánimo, la había hecho reír y olvidar. Pero la verdad de por qué estaba él trabajando allí y la incertidumbre de su futuro volvieron a atenazarla.


Pedro había llegado a conocer a Paula tan bien, que comprendía perfectamente por qué el cierre definitivo de La Tentación iba a ser tan duro para ella. Sólo esperaba que su presencia en la vida de ella estuviera haciéndole ese mal trago un poco más fácil. Y quizás fuera una motivación para encarar el futuro cuando todo aquello hubiera terminado.


—¿Estás bien?


Ella inspiró hondo y expulsó el aire. Asintió y le sonrió tímidamente.


—Sí. No estupendamente, pero bien, que es lo que le estaba diciendo a mi hermana antes de que tú llegaras.


—¿A Luciana?


Paula asintió.


—Llamaba desde California. Parece que el fuego que amenazaba la casa de mi tía ya se ha extinguido. Luciana se ha ofrecido a regresar aquí.


Luciana iba a regresar... eso seguramente sería bueno para Paula. Pero haría desaparecer la necesidad de que él estuviera allí. Pedro no se movió y esperó a que ella continuara hablando.


—Le he dicho que no hacía falta —murmuró Paula.


Pedro sintió que el corazón le latía de nuevo.


—¿En serio?


—Sí.


Paula recorrió la sala con una mirada llena de ternura. Contemplo las mesas vacías, excepto una, el escenario, la máquina de discos, las ventanas, las lámparas del techo...


—No me interpretes mal —dijo ella por fin—. Cerrar el local sigue sin gustarme. Pero estoy acostumbrándome a la idea. Empiezo a ver más allá de este mes y hacer algunos planes.


Pedro deseó con todas sus fuerzas que lo incluyera en alguno de esos planes.


—Y todo gracias a ti, Pedro —dijo ella acariciándole el pecho.


Lo miró a los ojos llena de emoción.


—Tú me has dado la fuerza para hacer frente a todo esto sin sentirme tan... abandonada. Al tener tu fuerza a mi lado, he empezado a darme cuenta de que voy a sobrevivir a esto.


Él colocó su mano sobre la de ella y se preguntó si ella sentiría cómo latía su corazón. Porque sus palabras eran puro sentimiento y lo habían conmovido. Y por la forma en que ella lo estaba mirando en ese momento... él podría alimentarse sólo de eso durante semanas.


—Me alegro de que me pidieras que me quedara —le confesó él.


Una de las clientas carraspeó y Paula le hizo una seña.


—Enseguida la atiendo —le dijo.


—Será mejor que regrese al trabajo —dijo él—. ¿Le has contado algo a Luciana sobre tu ayudante?


Ella negó con la cabeza.


—Quiero que no lo sepa. Que lo nuestro sea algo privado.


—Algo íntimo —murmuró él.


—Exactamente.


Pedro lo comprendía, porque él estaba sintiendo lo mismo: deseaba que el resto del mundo los dejara tranquilos una temporada; el tiempo necesario para poder averiguar adónde se dirigían y cómo iban a llegar allí.


—Lo que le he dicho a Luciana es que estoy bien y que no necesito que vuelva hasta el día veintisiete.


Pedro no le cuadraban las fechas.


—¿Eso no es un lunes? Y el último día que puede funcionar el bar es el domingo, ¿no? Día veintiséis.


—Sí, ése es nuestro último día oficial. Pero si La Tentación va a cerrar para siempre, lo hará a lo grande. Ese lunes todo el que quiera acercarse se encontrará una fiesta. Que vengan todos los que sienten aprecio por este lugar: la familia, los amigos, los clientes habituales... —dijo ella y le guiñó un ojo—, los músicos...


—Allí estaré —le aseguró él con ternura.


—Lo sé —dijo ella igual de suave—. De hecho, no querría tener esa fiesta sin ti.



CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 35




El jueves, al final de la tarde, Pedro entró en La Tentación con un montón de cajas para la mudanza de las cosas de Paula. Ella estaba sola en el bar, detrás de la barra. Colgó el teléfono y esbozó una enorme sonrisa.


—Hola —le saludó ella al verlo entrar y enarcó una ceja al ver la cantidad de cajas—. ¿Eres consciente de que sólo poseo un armario lleno de ropa y una vajilla incompleta?


Él se acercó a ella y la miró desafiante.


—Esas cajas son sólo para tus zapatos.


Ella se mordió el labio inferior.


—Has curioseado en mi armario, ¿eh?


—En los grandes almacenes no tienen tantos zapatos.


Ella ladeó la cabeza.


—Todos tenemos alguna debilidad —afirmó ella.


«Y tú eres la mía», pensó él. Se apoyó en la barra y jugueteó con un mechón del pelo de ella.


—Muy bien, pues aprobaré tu vicio si te pones para mí una noche esas botas de cuero negro hasta por encima de la rodilla.


—Así que las has visto... —dijo ella y se humedeció los labios—. Eran parte de un disfraz de Halloween, pero me las quedé. Por si acaso...


—¿Por si acaso querías volver loco a un hombre?


—Por supuesto.


Sin que él dijera nada, Paula sacó un botellín de cerveza de la nevera y se lo ofreció. Pedro lo agradeció. No bebía mucho, pero cuando no tenía concierto le gustaba una cerveza helada al final del día. Ella recordaba perfectamente la marca que le gustaba más.


—Pues que sepas que mi colección de zapatos es ideal para seducir —comentó ella.


Él se puso tenso al pensar en Paula seduciendo a otro hombre.


—Mi amiga Graciela, la dueña de la librería de al lado, se puso el sábado por la noche uno de los pares de zapatos más atrevidos que tengo.


Estaba hablando de las ganas de seducir de otra mujer, no de las suyas. Pedro respiró aliviado.


Él había oído hablar de Graciela, igual que de otra amiga de Paula, Tamara, y de su hermana, Luciana. Pero aún no conocía a ninguna.


—Bueno, pues Graciela acudió con esos zapatos a la reunión de los diez años de su curso del instituto.


—¿Diez años, dices?


Menos mal que Graciela no era un año más joven. Porque si hubieran estado en el mismo curso, quizás ella sí que lo identificara al verlo.


—Sí. Y los zapatos hicieron salir a la Graciela que casi nunca se muestra al exterior.


Ella movió las cejas mientras sonreía. Pedro hizo una mueca.


—No me digas que tuvo una aventura de esas de los aniversarios. Creí que eso sólo sucedía en las comedias románticas, o en las películas de miedo.


—También sucede en las novelas románticas —replicó ella airadamente—. Pero bueno, sí que le sucedió. Estuvo comiendo conmigo el lunes y me contó todo lo que había sucedido esa noche mientras calzaba mis provocativos zapatos. Fue muy emocionante, ella y su pareja creyeron que eran otros —dijo ella con un silbido—. Cuando he visto al hombre hoy, lo he comprendido perfectamente. Se ha pasado a recogerla y... ¡menudo bombón!


Pedro sabía que ella estaba bromeando, pero no le hizo mucha gracia.


Paula no quiso hacerlo sufrir y añadió:
—Sólo que no es músico de rock. Tiene esa voz engolada que tienen los ricos. Y seguramente le gusta la música de ascensor.


—Qué horror —dijo él secamente, aunque disfrutando del esfuerzo de ella por ponerlo celoso—. Yo sé que a ti te gusta la música más sensual.


Ella adoptó una expresión soñadora.


—Desde luego. Me gusta moverme y bailar, y vivir, al ritmo de la música sensual.


Perfecto, porque a él también le gustaba.
Pedro procesó lo que acababa de contarle ella sobre su amiga y trató de conseguir más información.


—Entonces, ¿Graciela y tú compartís secretos importantes?


Ella guiñó los ojos y no contestó a la pregunta que él estaba haciéndole en realidad: si habían hablado de él.


—Nosotras siempre compartimos secretos —respondió ella con expresión recatada.


Él hundió sus dedos en el pelo de ella y la agarró por la nuca, la atrajo hacia sí y se encontraron sobre la barra. Sus labios estaban a unos milímetros de distancia.


—¿Y le has contado que hice que tuvieras un orgasmo aquí mismo, mientras preparabas un par de cócteles el lunes por la noche?


Paula se estremeció y ahogó un gemido al recordarlo.


—Fuiste muy malo al hacerme eso. No quiero ni imaginarme lo que la pareja de la mesa cuatro pensó de todo el tiempo que estuviste buscando un cable por detrás de la barra. O el tiempo que yo necesité para preparar sus cócteles.


—No creo que se dieran cuenta de que estaba besando tus muslos desnudos bajo tu falda, o de que tenía mi mano en tu...


Ella le tapó la boca con la mano y soltó una risita.


—Entonces comprendí por qué me dijiste que querías verme alguna noche con minifalda en lugar de con vaqueros. Y esa historia del cable... soy tan crédula...


Él la devoró con la mirada.


—Sí que lo eres. Y en cuanto a la pareja que pidió los Mai Tai... bueno, si hay alguien capaz de pedir algo tan monjil en público, seguramente ni sabría lo que yo te estaba haciendo ahí detrás.


—¿Monjil, eh? ¿Quiere eso decir que no vas a pedir un Pezón Resbaladizo en una temporada?


—No, pero te aseguro que tengo pensado preparar uno.


Incapaz de resistirse por más tiempo, él la besó, entrando en ese terreno dulce, cálido y placentero al que accedía siempre que la besaba. Ella sabía a cerezas, a risa, a sexo y a luz del sol, todo junto.


Cuando se separaron, ella admitió:
—La verdad es que Graciela y yo no nos contamos todos nuestros secretos. Sobre todo, no los que queremos que vuelvan a suceder.


Él se inclinó apoyándose prácticamente entero sobre la barra, para poder verla de cuerpo entero.


—¿Llevas falda hoy?


Paula dio un paso atrás para que él pudiera ver la minifalda vaquera ajustada que resaltaba sus hermosas piernas.


—Y no llevo nada más —dijo con voz maliciosa.


Al escuchar aquello, Pedro saltó la barra y se acercó a Paula con calma.


—¿Qué estás...?


—Tú has despertado a la bestia, así que atente a las consecuencias —dijo él con voz ronca.


Ella soltó una risita. Acercó su mano a los pantalones de él y ahogó un gemido al comprobar que estaba plenamente preparado para ella.


—Pues lo siento —dijo ella con tristeza—, pero la bestia va a tener que quedarse en su jaula un poco, a menos que quiera que la vea algún cliente que entre en el bar.


Él se echó a reír y sacudió la cabeza. Luego la besó apasionadamente.


—Yo soy la bestia —dijo cuando se apartó de ella.


—No, tú eres el rebelde.


¿Rebelde, él?


—No exactamente.


Ella le acarició los labios con un dedo.


—Sí que lo eres. Desde la punta del pelo hasta la punta de tus botas, y cada delicioso centímetro que hay en medio —le aseguró.


Luego se estremeció, se apoyó en él y hundió sus dedos en el cabello de él.


—Y me vuelves loca —añadió—. Desde tus ojos hasta tu voz, desde la forma en que te sientan tus vaqueros usados hasta el aro que llevas en la oreja y que me resulta tan sexy.