lunes, 10 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 3




Habían transcurrido diez días desde la muerte de Leonel. 


Los diez peores días de la vida de Paula. Todos sus planes de futuro habían muerto con él... la feliz vida familiar que habían previsto para cuando naciera su hijo. Un hijo que Leonel había deseado casi desesperadamente.


Cuando los médicos les comunicaron que era improbable, si no imposible, que Leonel la dejara embarazada, fue su marido el primero que acarició la idea de la inseminación artificial. Paula se había mostrado reacia a que un desconocido engendrara a su hijo, y todavía más cuando Leonel sugirió la posibilidad de pedir a Pedro Alfonso que donara su esperma.


Pedro ha comentado más de una vez que no es de lo que se casan —le había dicho Leonel—. No desea tener esposa ni hijos.


— ¿Por qué crees que Pedro accederá a... a donar su esperma para que nosotros podamos ser padres?


—Porque piensa que está en deuda conmigo desde que le salvé la vida, siendo unos críos. Además, es inteligente y el mejor amigo que he tenido nunca.


Al principio, ella se negó a considerar siquiera la idea de que Pedro fuese el donante, pero poco a poco Leonel consiguió vencer su resistencia.


«Leonel y tus estúpidos sueños de juventud!», le dijo burlona una voz interior.


— ¿Necesita ayuda aquí, señora Chaves? —pregunta la agente Nancy Steele asomando la cabeza por la puerta.


—No, gracias, Nancy. Ya casi lo tengo todo empaquetado.


—Bien. Cuando esté lista para colocar los bultos en la furgoneta, avíseme.


—De acuerdo. Muchas gracias.


—De nada.


—Ah, Nancy...


— ¿Así?


—Me gustaría dejarte un recado para Pedro Alfonso.


—Faltaría más. Esperamos que llegue esta tarde. ¿Quiere dejarle un mensaje escrito, o...?


—Verbal. Por favor, dile que le deseo lo mejor y que le agradezco... —la voz de Paula se quebró. ¿Qué le agradecía? ¿Que pasase en Crooked Oak el año venidero? ¿Que le hubiese prometido cuidar de ella y del niño?


—Comprendo, señora Chaves —Nancy miró a Paula con ojos apenados—. Pero seguro que el señor Alfonso... es decir, el sheriff Alfonso... se pasará por su casa para ver cómo está.


«Dios santo, eso es lo que más temo». Se dijo Paula. «Nadie sabe que el niño que llevo en las entrañas no es hijo biológico de Leonel; nadie salvo los médicos de Nashville, Pedro Alfonso y Sofia.»


¿Creería la gente del pueblo que las atenciones de Pedro hacia ella sólo obedecían a su deseo de cuidar de la viuda de su mejor amigo?


—Sí, creo que tienes razón. Al fin y al cabo, Pedro era el mejor amigo de Leonel. Es natural que vele por mí...


—Todos lamentamos mucho lo de Leonel. Era la mejor persona que he conocido. Pero usted lleva dentro a su hijo, y eso debería ser un consuelo.


—Sí, lo es —Paula casi se atragantó al mentir. «No es hijo de Leonel» quiso gritar. «Ese es el problema, ¿no lo comprendes?»


—Me iré para que pueda terminar. Avíseme cuando esté lista para marcharse—Nancy salió del despacho y cerró la puerta.
Paula se sentó en la enorme silla giratoria de Leonel y paseó la mirada por su oficina. No, va no era la oficina de Leonel. Pedro Alfonso juraría el cargo de sheriff del condado de Marshall al día siguiente.


Debió haberse llevado las cosas de su marido un día antes, pero no había sido capaz de ponerse a ello. Vaciar la mesa, descolgar sus títulos y sus cuadros de las paredes, quitar sus libros y sus revistas de la pequeña repisa del rincón...


Paula alzó el marco de plata que yacía sobre una de las cajas aún abiertas. Una pareja sonriente la miraba desde la fotografía. Su foto de boda. Habían sido muy felices aquel día, el primero de su vida de casados. Leonel la había amado profundamente y se había consagrado a ella por completo. Había sido el más gentil y considerado de los amantes, y la noche de bodas había constituido el preludio de otras muchas sesiones de sereno amor.


Paula acarició la imagen de Leonel con la yema de los dedos.


—Ay, mi dulce esposo. ¿Qué voy a hacer sin ti? Eras mi protector. Me dabas seguridad y estabilidad. Mientras te tuviera, no debía sentir miedo de...


No podía decirlo en voz alta. No podía expresar abiertamente cuál era su mayor temor. Pero el secreto que había mantenido sepultado en su corazón durante tanto tiempo no podía seguir siendo ignorado.


Leonel ya no podía salvarla de sí misma. No podía salvarla de la pasión, salvaje e ilógica, que siempre había sentido por Pedro Alfonso.


Aferró la fotografía con ambas manos, apoyó en ella la frente y rompió a llorar.



***


Al cabo de unos minutos, Pedro Alfonso la encontró aún llorando al abrir la puerta del despacho. Había salido temprano y llegado a Crooked Oak antes del mediodía. 


Cuando la agente Steele le dijo que Paula estaba vaciando la oficina de Leonel, entró enseguida con la esperanza de ofrecerle su ayuda.


Pedro permaneció en la puerta y la observó mientras lloraba. 


Deseó acercarse y abrazarla.


Maldición, ¿acaso Paula Chaves era la única mujer de la Tierra que le afectaba de ese modo? Siempre le habían gustado las mujeres, aunque no era tan mujeriego como sus hermanos, Benjamin y Leonardo. Y él solía gustarles a ellas. 


Siempre alababan su trato caballeroso, antes y después de cada romance. Pero sólo la viuda de su mejor amigo despertaba todos los instintos protectores, posesivos y cariñosos que albergaba en su interior.


«Es porque lleva a tu hijo en sus entrañas.»


¡Maldición! Había sido estúpido al acceder a la petición de Leonel.


Pero se lo debía. Además, cuando aceptó donar su esperma para la inseminación artificial nunca consideró la posibilidad de que su amigo pudiera desaparecer.


Leonel hubiera sido un magnífico padre para el crío. El mejor padre del mundo. A diferencia de Pedro, Leonel había crecido en el seno de una familia normal de clase media, y había heredado los maravillosos instintos paternales de su padre. 


El, por el contrario, sería un padre pésimo. Tan pésimo como lo fue el suyo antes de morir.


Pedro siempre había sabido que no estaba hecho para ser esposo ni padre.


Así que, ¿cómo demonios se las arreglaría para ser el padre del niño que Paula iba a tener? Asumir tal responsabilidad era lo que menos deseaba... pero la asumiría. Pedro Alfonso no rehuía sus obligaciones.


Nunca lo había hecho y nunca lo haría.


—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó con voz queda y serena.


Paula alzó bruscamente la cabeza y se quedó mirándolo.


Pedro


—Lo siento. No quería sobresaltarte.


—Pensaba que llegarías por la tarde —tras levantarse con piernas temblorosas, Paula se alisó los pliegues de la falda y miró nerviosamente a Pedro—. Quería llevármelo todo antes de que llegaras.


—No hace falta que te des tanta prisa —respondió él, echando una ojeada a las tres cajas situadas encima de la mesa—. Parece que casi has terminado.


—Sí, casi. Me disponía a cargar las cosas en la furgoneta.


En cuanto Paula hizo ademán de levantar una de las cajas, Pedro se acercó rápidamente y se la quitó de las manos. Ella lo miró con ojos redondos de asombro.


—No debes levantar objetos pesados —Pedro lanzó una mirada cargada de intención a su vientre, aún liso—. Estás embarazada.


Paula se llevó la mano al abdomen instintivamente.


—Las cajas no pesan tanto.


—Da igual —repuso él—. Yo las llevaré a la furgoneta.


—Gracias. La verdad es que debo irme ya —Paula echó una nueva ojeada a la habitación—. Estar en la oficina de Leonel me entristece. Pensar en el hecho de que nunca volverá a... —tragó saliva para reprimir un sollozo.


—Sí, lo sé —con la caja bajo el brazo, Pedro abrió la puerta y se apartó para dejarla salir—. Te prometo que detendremos a Carl Bates y que será juzgado por lo que hizo.


Paula pasó junto a Pedro, acelerando el paso para no estar cerca de él más de lo necesario. El la siguió hasta la furgoneta, abrió la puerta trasera y depositó la caja en el interior.


—Iré por las otras dos cajas —dijo—. Súbete en la furgoneta y resguárdate del frío.


Paula asintió, montó en el vehículo y aguardó. Una vez cargadas las otras dos cajas con las pertenencias de Leonel, Pedro dio unos golpecitos en la ventanilla. Ella bajó el cristal y lo miró directamente.


—Te seguiré hasta tu casa para ayudarte a descargar las cajas.


—No será necesario. Puedo...


—Tenemos que hablar, Paula —Pedro examinó la acera,
comprobando que algunos transeúntes habían aminorado el paso y los miraban—. En privado.


—Sí, supongo que tienes razón.


Pedro se sentó al volante de su Lexus, dio marcha atrás para salir del aparcamiento y siguió a la furgoneta gris de Paula por Main Street, hasta la autovía que llevaba fuera del pueblo.





MI MAYOR REGALO: CAPITULO 2




Paula estaba sentada en la cama, en el cuarto que había compartido con Leonel durante dos años. No estaba segura de poder dormir de nuevo en aquel dormitorio. Todo le recordaba a su marido. El olor de su colonia aún impregnaba las sábanas. Su ropa aún ocupaba el lado izquierdo del armario. Su foto de boda se alzaba, como un centinela, en la mesita de noche.


Si tan sólo pudiera llorar...


«Dios del cielo» rogó en silencio, «permíteme llorar.»


Pero estaba más allá del llanto. El dolor era demasiado intenso, aunque atemperado por el bendito entumecimiento que la envolvía.


Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Ricky la miraba con sus negros y grandes ojos de Terrier, como interrogándola. 


Paula le rascó las orejas y susurró:
—Estaré bien. No te preocupes por mí.


Al ver que su ama prestaba atención a Ricky, Fred atravesó el dormitorio, se subió en la cama de un salto y situó su cuerpo regordete de Bull Dog junto a Rick.


—Oh, así que estás celoso, ¿eh? —Paula frotó las orejas del otro perro, y entonces oyó un suave ronroneo. Sentadas al pie de la cama, las gatas Lucy y Ethel reclamaban sus atenciones.


De los labios de Paula escapó un suspiro de alivio. Al menos, algo seguía siendo normal en su vida. Sus animales eran ahora, como lo habían sido siempre, una fuente de compañía y de consuelo. Se colocó ambos perros en el regazo y los abrazó con ternura. Una única lágrima le brotó de los ojos y se deslizó por su mejilla. Luego siguió otra. 


Sentía los pulmones hinchados. El pecho le dolía. Le costaba respirar. Sus hombros empezaron a temblar. Y, por fin, las lágrimas afluyeron a raudales, llenando sus ojos, empapando sus mejillas.


Paula no sabía cuánto tiempo estuvo llorando, si fueron minutos u horas. Nadie invadió su intimidad, ni siquiera cuando lloró en voz alta, con fuertes sollozos que estremecieron su cuerpo.


Alzó la cabeza al oír que llamaban suavemente a la puerta.


—Somos nosotras —contestó Sofia—. Teresa, Donna y yo. ¿Podemos pasar?


—Por supuesto —Paula se enjugó las lágrimas y se sentó en el borde de la cama.


Sus tres mejores amigas entraron en el cuarto y rápidamente
formaron un semicírculo en torno a ella. Paula les dirigió una trémula sonrisa.


—Se han ido casi todos —dijo Teresa.


Pedro, Benjamin y Peyton siguen aquí, naturalmente —añadió Sofia.


—¿Seguro que no quieres que me quede a pasar la noche contigo? — preguntó Teresa.


—No, de verdad. Estaré bien —echó una ojeada a la enorme cama en la que estaba sentada—. No dormiré aquí. Anoche dormí arriba, en la vieja habitación de tía Alicia.


—Me gustaría quedarme contigo unos días —Donna se sentó al lado de Paula—. Créeme, sé lo difíciles que van a ser para ti los próximos meses.


Paula le tomó la mano y se la apretó con fuerza.


—Sé que lo comprendes mejor que nadie. Pero...


—Insisto. A diferencia de Teresa y Sofia, yo no tengo marido e hijos en casa.


—Gracias —Paula asintió—. Será agradable tenerte aquí por unos días. Hasta que... —el llanto le obturó la garganta—. Hasta que... — un nuevo torrente de lágrimas brotó de sus ojos.


Donna abrazó a Paula, consolándola, mientras Sofia y Teresa permanecían lo más cerca posible. Las tres intentaron valientemente no llorar, pero fueron incapaces de evitarlo.



****

—Me quedaré hasta que vuelvas —dijo Pedro a Donna Fields.


—Gracias. No creo que deba quedarse sola —Donna le dio una palmadita en el hombro—. Va a necesitar a todos
sus amigos y a los de Leonel para superar esto.


Pedro abrió la portezuela del Corvette de Donna y esperó a que el coche se perdiera de vista antes de entrar de nuevo.


Una silenciosa quietud parecía envolver la casa.


— ¿Te apetece una taza de café? —le preguntó Paula.


Pedro se giró bruscamente para mirarla. No la había visto allí de pie, en el vestíbulo. Pensaba que seguía refugiada en su cuarto.


—No, gracias —contestó.


— ¿Y un té? Voy a prepararme uno.


—No me gusta el té.


—Oh. De acuerdo.


¡Maldición! De repente, Pedro comprendió que Paula se sentía tan incómoda corno él. Estaban los dos solos en su casa. La casa que había compartido con Leonel durante dos años.


Pero tenían que afrontar los hechos. Leonel había muerto, y ninguno podía deshacer lo sucedido Lo sucedido cuando Leonel fue emboscado por Carl Bates dos días antes. Ni lo sucedido en la consulta del médico cuatro semanas antes, cuando Paula había sido inseminada artificialmente.


—Tenemos que hablar —dijo mientras la seguía a la cocina.


—Sí. Supongo que sí —Paula llenó la tetera de agua y la colocó en el fuego.


—Me han pedido que ocupe el puesto de Leonel hasta las próximas elecciones.


Mordiéndose el labio inferior, Paula sacó del armario una taza de porcelana y luego buscó una bolsita de té.


— ¿Piensas aceptar? —la mano le temblaba ligeramente mientras introducía la bolsita en la taza.


—Sí —¿por qué Paula no se volvía para mirarlo?—. Creo que se lo debo a Leonel. El hubiera querido que te cuidase mientras dure el embarazo.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. La tetera comenzó a silbar. Los hombros de Paula se estremecieron, y las manos empezaron a temblarle. La taza se rompió al estrellarse en el suelo de madera.


— ¿Paula? —Pedro se acercó presuroso a ella, deteniéndola mientras se disponía a agacharse para recoger los fragmentos de porcelana—. Déjalo. Yo lo recogeré.


Paula lloraba con un llanto bajo y lastimero.


Maldición, se dijo Pedro. ¿Qué se suponía que debía hacer? 


Deseaba tocarla, pero, ¿se atrevería? Tenía que estrecharla entre sus brazos.


¡Tenía que hacerlo! Se estaba derrumbando delante de él.


En el momento en que la tocó, tomándola entre sus brazos, Paula se fundió con él. Pedro sintió que todos los nervios de su cuerpo gritaban.


—Todo va bien, Pauly —le dijo, utilizando el apodo que le había puesto de niña—. Llora, desahógate y suéltalo todo. Yo estaré aquí contigo. No me iré a ningún sitio.


Paula se aferró a él. Sollozando. Temblando. Gimiendo. Y Pedro la abrazó tan tiernamente como pudo.


Por fin, ella alzó la cabeza de su pecho y vio miró con los ojos enrojecidos.


—Estaré bien —se retiró de su abrazo y dio un tembloroso paso atrás.


Cuando Pedro alargó la mano para sostenerla, ella lo rehuyó.


—Comprendo que deseas hacer lo posible por detener al asesino de Leonel —hizo una pausa, tomó aliento y prosiguió—: Si vuelves a Crooked Oak...


—Cuando vuelva a Crooked Oak —corrigió él.


—Sí. Cuando vuelvas, estoy segura de que nos veremos de vez en cuando durante el próximo año. No podremos evitarlo. La gente espera que nos... nos...


—Que nos hagamos amigos.


—Sí. Y yo lo deseo. Deseo que seamos amigos. Leonel lo habría querido así... Si te necesito, te llamaré. Pero tengo amigos que me ayudarán. Y, lo más importante, tengo a mi hijo.


—También es hijo mío.


—No —protestó Paula—. Es hijo de Leonel.


—Comprendo que pienses así, pero ambos sabemos que yo soy el padre biológico de esa criatura —Pedro colocó la mano sobre el vientre de Paula. 


Ella se quedó paralizada.


—El acuerdo consistió en que donases tu esperma porque Leonel no quería que un desconocido engendrase a nuestro hijo —se quitó del vientre la mano de Pedro—. Leonel confiaba en que guardarías el secreto.


—Y si Leonel viviese, yo jamás faltaría a mi palabra. Pero ha muerto. No puede ser el padre de tu hijo.


—Sí, Leonel... ha... —las lágrimas empaparon las mejillas de Paula.


Pedro la agarró por los hombros.


—El hijo que llevas dentro es mío. Y, te guste o no, tengo la
responsabilidad de cuidar de ti.