—Bueno, ¿Qué os parece? ¿Es bonito?
Olivia miró el cedro que tenía delante.
—Es el árbol más bonito que he tenido nunca.
—Yo también.
Paula intentó mantener su tono tranquilo, pero no lo consiguió. No sólo el árbol estaba fantástico, decorado con sus bolas y luces rutilantes, sino que la tarde también había sido maravillosa.
Cuando llegaron a casa de Pedro, fueron inmediatamente al bosque, a ver algunos árboles que él había elegido previamente. De entre ellos, Olivia escogió su favorito.
Después, el hombre le tendió un hacha pequeña y le dijo que empezara a cortar. La niña se divirtió enormemente. Después de un rato, Pedro se unió a ella y juntos cortaron el árbol.
Paula los miraba en silencio. Tenía la garganta tan seca que no podía decir palabra.
Pero la magia no se había detenido allí. Después volvieron a la casa, donde comieron palomitas, bebieron cacao caliente y decoraron el árbol que, en aquel momento, contemplaban todos con orgullo. Sin embargo, todavía quedaba algo por hacer.
—¿Estás lista, preciosa? —preguntó Pedro.
Al ver a aquel hombre tan grande sujetar con tanta gentileza a la niña, los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. ¡Si pudiera! Pero se dijo que debía olvidarlo. Él no estaba interesado en asumir la responsabilidad de una familia ya formada. Sin embargo, ella lo había visto observar a Olivia; y había descubierto cierto dolor y vulnerabilidad en su modo de mirarla. O quizá todo fuera obra de su imaginación porque ella deseaba tanto que las aceptara.
Cuando el ángel estuvo colocado en su sitio, Olivia pasó sus brazos en torno al cuello de Pedro y lo estrechó con fuerza.
—¿Verdad que es precioso?
El hombre le pellizcó la nariz.
—Sí que lo es, pero no tan bonito como tú.
Paula volvió a experimentar la misma sensación que en el bosque. No podía hablar ni moverse. Algo muy dulce llenaba su corazón.
Pedro dejó a la niña en el suelo y ella la cogió de la mano.
—Es hora de acostarse, señorita.
—¡Oh, mamá!
—Nada de protestas. Ha sido un día muy largo.
Olivia se frotó los ojos y luego se acercó a Pedro.
—¿Vendrás a darme las buenas noches?
—Por supuesto. Es decir, si no le importa a tu madre.
—Oh, no le importa. Recuerdo que una vez mi padre me leyó una historia.
Se hizo un silencio y los ojos de Paula se encontraron con los de él. Tenía la boca seca y le temblaban las piernas.
—¿Quieres que te lea yo una? —preguntó Pedro al fin, aunque su voz sonaba tensa.
—¡Sí! —exclamó la niña—. Mi favorita es Rudolph.
Paula, que no quería mirar al hombre por miedo a que él leyera sus emociones, cogió a Olivia de la mano.
—Vamos. Llamaremos a Pedro cuando estés acostada.
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