viernes, 23 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 3




Paula se dio la vuelta y caminó hacia el final del jardín dando la vuelta por los arbustos y entrando en su propiedad. Sólo pensaba en esa palabra: peligroso.


Alfonso había mencionado la cárcel por iniciativa propia, como si quisiera espantarla, pensó. Mientras recogía sus útiles de jardinería recordó su rostro, sus duros rasgos, sus severos e intensos ojos negros. Había sido consejera matrimonial durante tres años, y estaba acostumbrada a tratar a gente con problemas. Podía leer en aquel semblante sin dificultad. Era evidente que él lo había pasado muy mal, que era lo que mucha gente llamaba un alma envejecida. 


Desde su manera de estar y de moverse, llena de tensión, hasta su forma de torcer la boca, pensó, todo en él hablaba de una enorme inquietud cuya causa era desconocida. ¿Acaso había escapado de la cárcel y estaba por eso hecho un manojo de nervios?, se preguntó.


Debía alejarse de él, insistió Paula en silencio.


Aquella atracción sólo podía causarle dolor. Tenía que dejar de una vez de ser una doña Arréglalo-todo, pensó. No podía ayudar a todas las almas en pena con las que se cruzaba en la vida. Sin embargo, no resultaba fácil dejar de hacerlo, recapacitó. Llevaba así demasiado tiempo.


Su necesidad de ayudar a los demás había surgido cuando era niña, mientras veía la creciente insatisfacción de sus padres ante el matrimonio. Ella siempre estaba en medio, y siempre trataba de calmar las aguas turbulentas y evitar la pelea. A pesar de todo, sus padres se habían ido distanciando y habían acabado por divorciarse cuando ella tenía dieciocho años, al finalizar la escuela. Los tres llevaban vidas separadas, y todos sus empeños habían resultado finalmente frustrados.


Ésa había sido, recapacitó, la principal razón por la que se había hecho consejera matrimonial. Había sufrido mucho en casa al verse impotente. Por supuesto consideraba que tenía cierta capacidad para comprender las emociones humanas, pero en realidad había sido su necesidad de sentirse importante en la vida de alguien lo que la había empujado a dedicarse a ese trabajo. Había llegado a un punto en el que ni siquiera le importaba a quién ayudaba, simplemente necesitaba ayudar, sentir que alguien la necesitaba. 


Además, pensaba, salvando todos aquellos matrimonios ayudaba también a los niños.


Así que, nada más graduarse en el colegio, había comenzado a trabajar en el Bedley Hills Family Centre como consejera matrimonial. Había sido allí donde había conocido a Ramiro Chaves, un compañero de trabajo. Su querido y pobre Ramiro, se lamentó. Él la adoraba. Nadie, nunca, la había amado así, y a cambio ella le había entregado contenta su corazón y su cuerpo. Por fin se sentía necesitada, feliz con un hombre, y sólo deseaba hacerlo feliz a él también.


Pero Ramiro había muerto en un accidente de tráfico. Su cuerpo entonces pareció entumecerse de dolor. No pudo volver a trabajar como consejera, se sentía incapaz de ver todo ese amor muriendo a su alrededor. Su matrimonio con Ramiro le había demostrado que dos personas, cualquiera que fuese, incluso aunque no se atrajeran sexualmente, podían compartir un matrimonio feliz. Sólo tenían que pensar en el amor.


Enamorada del amor, Paula había decidido entonces abrir una tienda de novios. De ese modo, se dijo, vería a las parejas en sus comienzos, llenas de felicidad. Y si, de vez en cuando, acechaba algún problema, siempre podía dar un consejo.


Llevaba algo más de un año con la tienda, y salir cada mañana a trabajar constituía una verdadera satisfacción. De ningún modo iba a consentir que Pedro Alfonso rompiera ese equilibrio y esa felicidad con su magnetismo sexual, pensó. 


Lo creía, por experiencia, una persona incapaz de preocuparse por nadie, y menos aún de necesitar a nadie en su vida, y sabía que no debía de acercarse a una persona como él. El sexo no era suficiente, recapacitó. La infelicidad de sus padres se lo había demostrado.


Cerró la puerta del cobertizo y se encaminó hacia el patio entrando por la parte trasera de la casa. Alfonso le había hecho plantearse muchas cosas, pensó. ¿De dónde venía? ¿Cómo se había hecho aquellas cicatrices? ¿Tenían acaso alguna relación con su deseo de mantener su intimidad?, se preguntó.


Paula cerró la puerta con cerrojo y se quedó mirándose la mano, sorprendida. Nunca antes había sentido la necesidad de cerrar con llave, reflexionó. Le gustaba su vecindario, siempre había confiado en la gente. Eran como la familia que nunca había tenido con Ramiro, pensó. Mejor que una familia, puesto que nunca había discutido con ningún vecino. 


Hasta llegar Alfonso, desde luego. ¿Sería peligroso, o estaría ella preocupándose sin motivo?, se preguntó.


Lo más inteligente, quizá, fuera vigilarlo, se dijo mirando en dirección a la casa del vecino. Por si acaso.




POR UNA SEMANA: CAPITULO 2




Paula se acercó entonces a los arbustos divisorios para recoger las tijeras de podar y, en ese preciso momento, escucho a Pedro Alfonso maldecir. En respuesta se oyó un grito, y la voz de Pedro volvió a retumbar:
—¡Tú pequeño monstruo! ¡Me has hecho daño!


Paula rió. El chico, al que aparentemente Pedro había capturado, grito como si le estuviera pegando. La sonrisa del rostro de Paula se borro de inmediato. Miro por el agujero de los arbustos. Lo primero que vio fue a un hombre de pelo castaño oscuro y corto con vaqueros y una camiseta negra. 


Tenía que ser su vecino, se dijo. Tenía agarrado de la oreja a Frankie Simmons, de ocho años, y pretendía arrastrarlo hasta la casa.


—¡Frankie! —gritó Paula.


Pedro Alfonso y Frankie, el hermano menor de Ian Simmons se volvieron hacía ella sorprendidos. Sin pensar en las consecuencias, Paula se metió por el agujero de los arbustos y salió por el otro lado.


—¡Señorita Chaves! —Gritó Frankie con un rostro tan pálido que las pecas destacaban como manchas de tinta — ¡Quiere secuéstrame! Llame a la policía.


—Déjelo que se vaya —exigió Paula a Alfonso mientras se sacudía las hojas de la ropa.


Los ojos de Paula permanecieron fijos sobre el musculoso cuerpo de su vecino. Por si acaso hacía algún movimiento extraño, se dijo a si misma. No era por ninguna otra razón.


—¿Y quien es usted? —Preguntó Alfonso—. Me ha dado una patada.


—¡Ha sido en defensa propia! —Protestó Frankie serio, en voz alta—. El me agarro de la oreja primero, así que tuve que dársela. He tomado clases de defensa personal, y me explicaron que tenía que aprender a defenderme.


—Así que defensa personal, ¿eh? —Repitió Paula conteniendo la risa y dirigiéndose luego a Alfonso—. ¿Y cual es su versión?


Pedro Alfonso la miró de arriba abajo, fijando la vista finalmente sobre su rostro y distrayéndola del asunto principal. Aquella intensa mirada la atraía, y a pesar de su decisión de no dejarse seducir por ningún hombre, era perfectamente consciente de su presencia masculina. De sus ojos oscuros y sexys, de la forma en que la camiseta negra se ajustaba a su torso… pensó. Se sentía como la gelatina.


—No estoy contemplándolo —murmuro Paula entre dientes mientras se clavaba las uñas en las palmas de las manos e intentaba controlarse.



Y aunque lo estuviera haciendo se dijo, los hombres morenos y anchos de espaldas no eran su tipo. Ella prefería a los hombres con sentido del humor, y Alfonso era, evidentemente, demasiado serio.


—¿Ha dicho usted algo? —preguntó Alfonso.


Paula sospecho que la había oído perfectamente, no obstante no contesto.


—Si —intervino Frankie en su nombre—, le ha preguntado cual es la razón por la que agarra así a un niño.


Paula se mordió el labio intentando contener la risa. Por la cara de Pedro Alfonso cualquiera hubiera jurado que Frankie era el enemigo público numero uno del pueblo, pensó.


—No puedo creer que esto me este ocurriendo a mí —comento Pedro respirando hondo e inflando el pecho. Paula sintió que el hormigueo que roía su interior se transformaba en una ola de placer que la inundaba. Aparto los ojos de aquel cuerpo y se concentró en el rostro. Los ojos, oscuros, tenían una expresión dura, y los labios se curvaban en una mueca decididamente agria—. El chico ha entrado en mi propiedad.


—Puede que eso sea cierto, señor Alfonso, pero cuando el que lo hace tiene solo ocho años se le regaña y se le manda a casa —contesto Paula observando dos cicatrices en el brazo de su vecino y vacilando—. Y no se llama a la policía, al menos la primera vez.


Ya estaba, pensó Pedro, aquella esbelta mujercita que se comportaba como mama osa lo había malinterpretado, pero no tenía intención alguna de defenderse, se dijo mientras contemplaba su figura y sus grandes ojos marrones. 


Disimulo la atracción física que sentía por ella apretando los dientes y pensó, que de haberla conocido en otro lugar y en otro momento, se hubiera dejado llevar por esa excitación. 


Pero no en Bedley Hills, desde luego. No había alquilado la casa para tener un romance. Solo se quedaría lo suficiente como para arreglar un asunto personal importante.


—Además estoy segura de que Frankie tenía una buena razón para entrar en su propiedad —añadió Paula decidida, sabiendo que el chico no era un gamberro.


—Y dígame, señorita Chaves, ¿porque cree usted que este pequeño monstruo tenía una buena razón para entrar?


—Por que Frankie es un chico amable y considerado, lo conozco desde pequeño. Y además es un genio —contesto agarrando del brazo desnudo a Pedro para que lo soltara. Él tenía la piel caliente y respiraba deprisa. Paula sintió que la sangre le hervía. Era una sensación que no le gustaba, así que aparto la mano. Nunca hubiera debido de tocarlo, se dijo. Tenía veintisiete años, y ya era hora de que supiera lo que le convenía, pensó—. Frankie no se divierte molestando a la gente, él esta entusiasmado con el ordenador y hace proyectos científicos, ¿No es cierto, Frankie?


El chico miro primero al hombre y luego a Paula, con la que por lo general tenía trato e incluso jugaba a veces al fútbol.


—Solo vine a advertirle de que ese cartel le iba a causar problemas, pero me asusto cuando abrió la puerta de golpe, así que por eso salí corriendo.


—Claro —contestó Pedro incrédulo—, pero si la gente hiciera caso del cartel no habría ningún problema.


—Si lo habría —insistió Frankie—, alguien podría…


—Frankie —lo interrumpió Paula—, ya basta.


—¿Si? —preguntó el chico con los ojos muy abiertos.


—¿Si? —repitió Pedro torciendo la boca.


-Vete a casa —añadió Paula comprendiendo que no tenía sentido seguir discutiendo cuando el chico estaba libre.


Frankie camino hacia la calle y Paula volvió a fijarse de nuevo en Pedro. Hubiera preferido marcharse y seguir fingiendo que su vecino no existía, pero él se paso una mano por el pelo en un gesto de frustración y Paula no puedo evitar mirar las cicatrices del brazo. Parecían antiguas, pero debían de haberle dolido, pensó. No debía de preguntarle como se las había echo, al y al cabo no era asunto suyo. Sin embargo, siempre había sido incapaz de contener su curiosidad.


—Esas cicatrices son grandes —comentó.


—Me las hice con una alambrada.


—¿Con una alambrada de espinas? —inquirió Paula imaginando que él era un cowboy de aquellos con los que solía fantasear.


—Sí, con una alambrada de espinas como las de las cárceles —declaró Pedro.


—¡Ah!


¿Cómo era posible que tuviera cicatrices a causa de una alambrada de una cárcel?, se preguntó Paula. A no ser que… comprendió al fin dando un paso atrás por si acaso.


¿Sería un preso fugado?, se preguntó.


Pedro observó como Paula se quedaba boquiabierta y sus grandes ojos marrones se abrían aun más. Mama osa se creía fácilmente cualquier cosa, pensó. De hecho lo cierto era que las cicatrices se las había echo con la alambrada de un rancho mientras ayudaba a su hermano Guillermo, que se había quedado enganchado.


La expresión de Paula Chaves era tan dramática que, por un momento, Pedro casi se sintió culpable de haberla asustado. 


Pero sólo casi. Si la pequeña y bien formada señorita Chaves pensaba que era un ex-recluso y lo dejaba en paz, mejor que mejor, se dijo. Aquello no le iba a molestar a nadie, y aun menos a él, que no iba a quedarse mucho tiempo en Bedley Hills.


Y mejor también para su adorable vecina, pensó. Gracias a su casero, Pedro lo sabía todo sobre Paula. Tuttle tan sólo se había olvidado de comentarle lo atractiva que era. Tenía unas pestañas muy largas y espesas, y sus ojos, marrones y cálidos, eran como los de una cervatillo mirando a su pareja, pensó. Su cintura era estrecha, y sus formas, bien redondeadas, estaban pidiendo a gritos que alguien se las comiera. Debería de ser ilegal llevar de esa forma los vaqueros y la camiseta, se dijo. En resumen, Paula lo tenía todo a ojos de Pedro, y no obstante no pensaba acercarse a ella.


Necesitaba conservar su intimidad, sobre todo en ese momento, y lo necesitaba mucho más que a una mujer, recapacitó.


—Apuesto a que esos chicos no van a dejar de venir por aquí teniendo a una vecina como usted, cariño. Debe de ser muy crédula cuando se cree la versión de ese chico.


—Por supuesto que le creo —se defendió Paula acalorada—. Frankie nunca ha causado problemas en el vecindario, es un chico dulce y de buenas cualidades. Tiene cosas más interesantes que hacer que ir por ahí llamando a la puerta de extraños.


—Frankie es un niño —respondió Pedro olvidándose de su enojo y pensando en lo atractiva que era su vecina. Él siempre había logrado controlar sus emociones, era el resultado de su larga experiencia en la vida. Eso, claro estaba, cuando alguna emoción llegaba a traspasar el iceberg en que su alma se había convertido, recapacitó—. Los niños son tramposos —explicó paciente—. El hecho de que sea un genio sólo significa que es capaz de inventarse excusas más verosímiles cuando le pillan.


—No lo creo en absoluto —contestó Paula, cuya irritación sobrepasaba con creces el miedo que sentía—. ¿Es que no hizo usted nada de pequeño que fuera mal interpretado por los mayores?


Pedro cerró la boca sorprendido. Paula había dado en el clavo. De pronto recordaba que, a los once años, había entrado a escondidas en el Tribunal de Menores de Kentucky. Diversas escenas y momentos de aquella noche volvieron a su memoria con increíble claridad: el cristal que había roto al entrar, los cajones del archivo metálico que había destrozado con una palanca, los expedientes que había tirado al suelo mientras buscaba lo que tanta urgencia necesitaba…


Por no mencionar los rostros enojados de las autoridades cuando finalmente lo pillaron. Había entrado esperando encontrar el expediente de su hermano Guillerno para saber con que nueva familia adoptiva vivía. Nadie, ni quiera el asistente social, había querido decírselo, a pesar de que él sólo deseaba ver a su hermano y asegurarse de que estaba bien. Nadie podía cuidar de Guillermo, aparte de él. Sin embargo, tras aquel incidente, lo habían etiquetado de problemático, y después nadie había vuelto a escucharlo, de modo que por fin había decidido callar.


Pedro hizo una mueca con el mentón y recapacitó. Lo único importante, al y al cabo, era que no había podido localizar a su hermano. Nunca más había vuelto a verlo, y eso era algo que seguía torturándolo a pesar del tiempo pasado, mucho más que aquella etiqueta que le habían colgado. Sí, se dijo, desde luego que alguna vez lo habían malinterpretado. Pero, ¿y qué?


—¿Señor Alfonso?


La dulce voz de Paula lo apartó de aquellos viejos recuerdos. Tragó intentando deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta y suspiró lleno de frustración.


—Está bien —contestó—, olvidémonos de Frankie por un momento. ¿Qué me dice de los otros dos chicos que vinieron con él? ¿Por qué justo cuando pongo el cartel de no molestar viene todo el mundo a hacerlo?


—¿Qué hubiera hecho usted con Frankie de no haber llegado yo? —quiso saber Paula, segura de que no iba a gustarle la respuesta.


Pedro respiró hondo antes de contestar:
—Bueno, me figuré que el chico no tenía nada que hacer, así que iba a ponerlo a quitar las malas hierbas del jardín.


—¿Iba usted a forzar a Frankie a trabajar para usted? ¡Pero si es sólo un niño!


—En ese caso alguien debería de controlarlo —contestó Pedro tenso. Luego, al ver el rostro serio de Paula, añadió—: No me mire usted así, pensaba pagarle.


Era imposible discutir con un hombre como aquél, pensó Paula poniéndose en jarras. Los ojos de Alfonso se quedaron entonces clavados a sus caderas. Bueno, no importaba, se dijo ella. Que mirase cuanto quisiera. Aquel encuentro con el nuevo y soltero vecino no le serviría más que para demostrarse a sí misma que no deseaba una aventura. Ni en su jardín, ni en el del vecino, pensó.


Frankie se había ido, de modo que había llegado la hora reconcederle a aquel hombre la intimidad que tanto reclamaba, se dijo Paula. Antes, sin embargo, tenía que decir la última palabra. Más que nada por ser tan quisquilloso, pensó.


—Será mejor que quite usted ese cartel tan llamativo, señor Alfonso, si no quiere que le molesten los chicos del barrio.


Pedro se dio la vuelta de inmediato, pero se detuvo en seco justo antes de perderla de vista. Sus labios esbozaban una ligera sonrisa, como si no tuviera costumbre de que la gente le gastara bromas.


—No lo dirá usted en serio, ¿verdad?


Paula, impaciente, se acercó al cartel clavado en el árbol y tiró de él.


—Si necesita que se lo enseñen por escrito, entonces tenga —contestó sacudiendo el cartel, que fue a caer al suelo boca arriba.


Pedro miró para abajo molesto, pero luego una sonrisa iluminó su rostro rápidamente. Sus ojos brillaban, y enseguida se echó a reír. Paula olvidó su malhumor y sonrió también. Por un momento vio algo en aquel alto y guapo soltero que le gustó, quizá su sentido del humor. 


Entonces, sorprendida, se dio cuenta de lo peligrosos que comenzaban a ser sus pensamientos. Muy peligrosos, se dijo, si tenía en cuenta lo atraída que se sentía hacia él.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 1





No molestar.


Si, me refiero a ti.


Paula Chaves torció la boca en una leve sonrisa mientras sacaba la cabeza por encima de los arbustos que separaban su jardín del de Pedro Alfonso y leía el cartel que él había clavado a un árbol. No era de extrañar que su vecino no dejara de tener visitas molestas, pensó.


La primera había llegado mientras ella podaba esos arbustos que servían de línea divisoria de ambas propiedades. Había escuchado una voz masculina y había pensado que tenía que ser la de Alfonso. Le estaba advirtiendo terminantemente a alguien de que no quería ser molestado. 


Cinco minutos después, todavía en el jardín, Ian Simmons, un chico del vecindario de nueve años, se escabullía riendo por el agujero de los arbusto divisorios que Paula nunca conseguía hacer crecer. El chico había entrado en su propiedad y salía corriendo hacía la calle sin verla siquiera. 


Justo en ese mismo instante escuchaba una voz masculina y enojada maldecir desde la propiedad de Alfonso. Aquello había acabado por excitar su curiosidad. Llevo los trastos hasta la esquina de su jardín para disimular y saco la cabeza para mirar.


Tenía que ayudar a Alfonso, se dijo, tenía que decirle que alguien había estado saboteando su precioso cartel. Luego, de pie, tratando de no echarse a reír, lo considero. Al fin y al cabo era una adulta, se dijo, de modo que debía de respetar los deseos de su vecino. <<No molestar>>, ponía. Eso estaba muy claro. En otras circunstancias un cartel como ese no la hubiera detenido; siempre les daba la bienvenida a los nuevos vecinos, iba a verlos y les llevaba una tarta de limón, su especialidad. Sin embargo, aquel no era un vecino excepcional, ni siquiera era su tipo.


Aquel vecino era soltero. Eli Tuttle, el casero de ambos, un anciano octogenario que vivía en la misma manzana, más abajo, le había informado bien. Y por supuesto le había aconsejado que se diera prisa en cazarlo. En su opinión era una estúpida si no le ponía las manos encima y reclamaba su derecho de propiedad sobre él, porque Pedro era, físicamente, su clon exacto. Cuarenta años más joven, por supuesto, había añadido el casero. Paula, enojada ante aquel nuevo intento de Tuttle de emparejarla, le había contestado que era tan extraño que él tuviera un clon que seguramente tendría un precio por encima de sus posibilidades, de modo que ni siquiera iba a pujar por él. Así que, por su propio bien, se dijo Paula, era mejor mantenerse de aquel lado de los arbustos.


No era que estuviese absolutamente en contra de volver a enamorarse, insistió para si misma intentando justificarse en silencio. Durante algún tiempo, un año después de la muerte de Ramiro, había estado citándose con hombres. Sin embargo, tras un desastre seguido de unas cuantas citas mediocres, había llegado a la conclusión de que el amor verdadero era algo que solo sucedía una vez en la vida. Y después de aquello no había vuelto a citarse. Era mucho más sencillo, pensaba, de todos modos al final uno siempre acababa solo. Además, con la tienda para novios ya tenía ocupación bastante, se dijo. De ningún modo iba a darle la bienvenida a Don No Molestar.


POR UNA SEMANA: SINOPSIS




Paula Chaves tenía un nuevo y misterioso vecino. Por su casa pasaba una mujer tras otra, desde espantosas amas de casa hasta vampiresas con minifalda. Paula no dejaba de preguntarse qué estaría tramando aquel hombre tan sexy.


No pasaría mucho tiempo hasta que lo averiguara. Un día, de pronto, Pedro llamó a su puerta y le pidió que se hiciera pasar por su mujer. Su curiosidad era tal que accedió. 


Después de todo, ¿qué mal podía causarle cuando se trataba de una semana?