miércoles, 23 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 3




Los niños se fueron y la madre se apoyó de nuevo en las almohadas con un suspiro.


—Les estoy muy agradecida —dijo—. Pero tendremos que irnos pronto, no quiero molestar.


Pedro arrugó la frente.


—A menos que pueda asegurarme que va a tener ayuda en los próximos días, no saldrá de aquí hasta que yo lo diga.


La mujer levantó su barbilla puntiaguda, sólo un poco más grande que la de su hijo.


—Ha sido un parto sencillo. Y las otras dos veces estaba en pie a las pocas horas.


—¿Por elección suya?


Lo sobresaltó ver lágrimas en aquellos ojos grises. Ella apartó la vista y se desabrochó el camisón para acercar a la niña a su pecho. Pedro las observó con interés. La recién nacida acertó con el pezón casi a la primera. Paula soltó una risita y Pedro sintió derretirse algo en su interior y se creyó obligado a justificar su presencia en la habitación.


—¿Cansada? —preguntó.


Paula negó con la cabeza. Acarició la mejilla de la niña con un dedo.


—No.


—No es un signo de debilidad admitir que esté cansada si acaba de dar a luz.


—Estoy bien.


—Vale, está bien. ¿Le apetece hablar?


Ella tardó un momento en responder.


—¿Se refiere a contestar preguntas?


—Si una desconocida da a luz en mi casa, es normal que sienta curiosidad. Y también interés.


La mujer lo miró con orgullo.


—Le pagaré por sus servicios.


—Estoy seguro. Pero no es eso lo que quiero saber.


Vio otra vez lágrimas en sus ojos, y supuso que haría lo imposible por evitar que rodaran.


—Puedo decirle que no es de su incumbencia.


Pedro la miró con exasperación.


—Ahora ya sí es de mi incumbencia. Pesa usted diez kilos por debajo de su peso normal, así que perdone que me tome mi trabajo en serio, pero quiero saber por qué. Tiene suerte de que la niña esté bien, pero no puede seguir descuidándose a sí misma. ¿Ha tenido cuidados prenatales?


Paula miraba a la niña con la boca fruncida.


—Ha sido mi tercer embarazo, sabía cuidarme sola —levantó la vista—. No fumo ni bebo y he comido tan bien como he podido. Y nunca he pesado más de cincuenta kilos, ni siquiera cuando...


Se interrumpió. Acarició la mejilla de la niña. Pedro suspiró.


—Yo no te juzgo —dijo—. Sólo quiero saber si te vas a cuidar como es debido. Y también a tus hijos.


—Sobreviviremos.


Pedro se cruzó de brazos.


—¿Por qué no has tenido a la niña en el coche?


—No había espacio —musitó ella—. Y no me gusta que me mire la gente.


—Supongo que no. Yo sólo quiero que en los próximos días te preocupes únicamente de dar de comer a tu niña y recuperar las fuerzas.


La mujer le lanzó una mirada acerada.


—No necesito...


Pedro la miró con fijeza y ella guardó silencio.


—Usted no nos conoce —dijo—. ¿Por qué se siente obligado a cuidar de nosotros?


Pedro sintió deseos de estrangularla. Se sentó en el borde de la cama y se inclinó de modo que ella no tuviera otro remedio que mirarlo a los ojos.


—Vamos a dejar algo claro. La obligación no tiene nada que ver con esto. Te guste o no, tu hija y tú sois ahora mis pacientes, ¿entendido? —esperó un momento—. Bien —tomó un cartón de la mesilla con una hoja de papel encima—. Vamos a hacerlo oficial. ¿Nombre completo?


—Paula Maria Chaves.


—¿Edad?


—Veinticuatro.


—¿Dirección?


Cuando ella no contestó, levantó la vista.


—¿Paula?


Ella tardó un momento en mirarlo a los ojos.


—De momento no tengo una. A menos que cuente el Flecha Doble.


El Flecha Doble era el motel de su hermano Hector. No era el Hilton precisamente, pero allí estaba segura. Sin embargo, los moteles baratos también costaban dinero, y sospechaba que ella tenía poco.


—¿Dónde estaba antes?


—En Little Rock. Arkansas —ella hizo una mueca—. Nos mudamos allí desde Fayetteville cuando nació Noah. Vine aquí en busca del tío abuelo de mi marido. Quizá lo conozca. ¿Nicolas McAllister?


—¿Nicolas? ¿En serio? ¿Es familia suya?


—Por matrimonio... pero no nos conocemos —palideció aún más, si aquello era posible—. ¡Oh, no! No habrá muerto, ¿verdad?


Pedro soltó una risita.


—¿Nicolas? Ese viejo buitre nos enterrará a todos, pero sus huesos ya no son tan fuertes como antes. La semana pasada se rompió la cadera y ahora esté en el hospital, en Claremore, y estará allí bastante tiempo, por lo menos hasta que termine la fisioterapia.


—¡Oh! —Paula miró a la niña y le acarició la mejilla con mano temblorosa—. No tiene teléfono y usa un apartado de correos para las cartas. Sabía que era un riesgo venir así, pero no había nadie más que...


Guardo silencio. La niña se había quedado dormida. Pedro se la quitó de los brazos con gentileza.


—Tengo ropa para ella en el motel —dijo la mujer—, pero he olvidado traerla.


—Es comprensible —sonrió él.


Paula miró a la niña con un suspiro.


—Antes de que lo pregunte, mi esposo está muerto —dijo.


—Lo siento.


—Yo también, pero no por los motivos habituales.


—¿La ha dejado en la ruina? —preguntó él.


La mujer soltó una carcajada amarga, pero no contestó. De la cocina llegaba olor a tortitas y café y la voz de Ines hablando con los niños. Unos cuantos pájaros piaban fuera de la ventana y el sol empezaba a quemar lo que quedaba de la tormenta. Pedro dejó la niña en una cuna que había llevado desde su consulta antes del alumbramiento.


—¿Tus padres viven todavía? —preguntó.


Ella tardó un momento en contestar.


—Ya le he dicho que no tenemos a nadie.


Pedro no entendía lo que le ocurría. Cierto que se interesaba por todos sus pacientes, incluida la vieja señorita Hightower, cuyos contratiempos Pedro atribuía desde hacía tiempo al miedo a hacerse vieja y estar sola. Pero aquello era distinto. 


Aquel caso tocaba una fibra personal que no tocaban otros casos. Hacía mucho tiempo que nada lo afectaba de aquel modo. No sabía lo que iba a hacer con Paula, pero todo aquello no le gustaba nada. Se acercó a la puerta.


—Creo que voy a ver cómo están en la cocina y a limpiarme —musitó, sin saber por qué se sentía tan nervioso en su propia casa.




NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 2




Paula no protestó. Los siguientes minutos se redujeron a una serie de impresiones inconexas... el ruido de un radiador, la lluvia contra la ventana, ropa mojada que caía al suelo... el hecho de que no había nadie para ayudarlo, ni una esposa ni un ama de llaves.


De pronto sintió algo indoloro en el bajo vientre, como una aguja que pinchara un globo, y apenas tuvo tiempo de apretar la toalla entre las piernas para capturar el líquido caliente. Se secó una lágrima. Odiaba que un desconocido cuidara de sus hijos y de ella, odiaba no tener elección.


Con la siguiente contracción salió más líquido a la toalla. 


Paula vio a medias al médico envolver a sus hijos en mantas y sentarlos en un sillón enorme que había en un rincón de la habitación, cerca del radiador.


Oyó el cambio en su voz y supo que lo había visto.


—Quedaos ahí los dos un momento mientras examino a vuestra madre. ¿De acuerdo?


—Sí, señor —oyó al voz de Noah. Y sintió un gran alivio. El niño se mostraba temeroso con muchos hombres, sobre todo si eran tan grandes como ese doctor Pedro.


El médico volvió a desaparecer y regresó un minuto más tarde. Se pasó una mano por el pelo dorado y éste quedó en punta en la parte superior de la cabeza.


—Voy a meter la ropa de los niños en la secadora —dijo. Retiró la toalla de entre las piernas de ella—. El líquido es claro. Buena señal. Ahora vamos a ver cómo va todo.


En los minutos siguientes le palmeó el vientre, declaró que el niño estaba en la posición indicada y preparó la cama y a ella para el parto. Y todo el rato su rostro permanecía inexpresivo y sus modales tranquilos y eficientes, sin rastro de vergüenza, ni siquiera cuando la ayudó a quitarse las bragas empapadas. Le puso varias almohadas a la espalda y sacó del maletín el estetoscopio y el aparato para medir la tensión.


—Normalmente no dejo que nadie me quite las bragas sin saber antes su nombre —musitó ella.


Pedro —repuso él—. Los títulos están en la consulta —señaló con la cabeza hacia la derecha y miró a los niños, ambos dormidos ya—. Parece que ya han caído.


La mujer asintió y se lamió los labios.


—Yo no le hice eso —comentó.


—No suponía que hubiera sido usted. ¿Quiere agua?


Ella volvió a asentir. El doctor Pedro sirvió un vaso de agua y se lo tendió.


—Pero sólo un sorbo...


—Lo sé, lo sé.


Tomó un sorbo y le devolvió el vaso. Él tomó un teléfono inalámbrico y marcó un número.


—Voy a pedir refuerzos —explicó—. A la comadrona. ¿Cuándo salía de cuentas?


—Creo que se ha adelantado unas tres semanas.


El médico frunció el ceño y habló por el teléfono.


—Ines, tengo un parto en marcha aquí y me preguntaba si... aja —soltó una risita—. Pequeño, me parece. Se ha adelantado... No, no lo he hecho —miró a Paula—. ¿El tercer hijo?


—Sí.


—¿Cuánto tiempo lleva de parto?


Ella abrió la boca para hablar, pero se lo impidió otra contracción. El doctor Pedro se inclinó para masajearle el hombro.


—Sí, son muy fuertes —dijo por teléfono—. Y dudo mucho que la segunda fase vaya a ser muy larga. No, la puerta no está cerrada con llave.


Dejó el teléfono en la mesilla y la miró gravemente.


—¿Cree que el parto se ha adelantado tres semanas?


—Sí.


—Y el parto ha empezado hace poco, ¿no?


—Hace una hora.


Llegó otra contracción y, sin pensar lo que hacía, se agarró a su mano y cerró los ojos para reprimir mejor el grito que amenazaba con estrangularla. Sintió que la mano libre de él masajeaba su vientre.


—Un minuto y medio —dijo—. Bien.


Paula levantó la vista. Era más joven de lo que había creído al principio. No tendría más de treinta y pocos años. Él le subió la manga del camisón para tomarle la presión arterial.


—Por cierto, yo tampoco tengo la costumbre de quitarle la ropa interior a una mujer antes de saber su nombre.


—Paula. Paula Chaves.


—¿Y hay un señor Chaves?


La alianza de boda había sido una de las primeras cosas que había empeñado Paula.


—Ya no —repuso—. ¡Oh, Dios Santo!


—¿Está preparada para empujar? —preguntó él.


Paula, que ya estaba empujando, no consideró necesario contestar.


Pedro se puso unos guantes de látex que había sacado del maletín.


—Lo siento —dijo; bajó la sábana—. Tengo que examinarla.


—De acuerdo —ella jadeaba y se agarraba con fuerza a la sábana—. Pero esto no es algo que deje hacer a todos los hombres en la primera cita.


Pedro reprimió una sonrisa y la examinó deprisa, aliviado al comprobar que todo iba bien. Su presión arterial no estaba muy alta, pero sí lo bastante para requerir vigilancia. Los partos no le daban miedo; había visto unos cuantos en los diez últimos años, pero no lo entusiasmaba atender uno fuera del hospital con una mujer muy delgada con tres semanas de adelanto y cuyo caso no conocía.


—Empuje —dijo. Dejó la sábana levantada y se quitó los guantes.


El rostro de ella se contorsionó, pero no de dolor, sino de determinación. Pedro se puso otros guantes limpios y esperó. Tres empujones después vio asomar la cabeza del niño.


—¡Eso es, Paula, muy bien! No empuje, respire. El niño es muy pequeño, tiene que alumbrarlo, no lanzarlo en órbita.


Paula lo miró y por un instante pareció a punto de reír, pero otra contracción se lo impidió.


—Jadee, querida. Eso es, así... Bien, bien... eso es...


Dos segundos más tarde, salía una cabeza pequeña, con el cordón flojo alrededor del cuello. Pedro lo apartó y ayudó al niño a girar antes de sacar el primer hombro y luego el otro de debajo del hueso pélvico. Mostró enseguida el bebé a Paula Chaves, una niña que no llegaba a los tres kilos, roja arrugada y calva, pero con unos pulmones capaces de despertar a los muertos en tres condados.


Paula extendió los brazos con un sonido que era una mezcla de sollozo y risa.


—¿Está bien? Tiene que estar bien para llorar así, ¿verdad?


—Está bien —repuso Pedro.


Limpió rápidamente la naricita y la boca de la niña, la envolvió en una toalla limpia y la colocó en el estómago de Paula.


—Eres pequeñita, pero encantadora —dijo con suavidad; frotó la espalda de la niña a través de la toalla y miró a la mujer delgaducha de la que acababa de nacer. Sintió que algo cedía en su interior—. Lo ha hecho muy bien, mamá. Y ni siquiera ha sudado mucho.


Los ojos plateados de ella, llenos de regocijo y malicia, se clavaron en los suyos.


—Tengo una pelvis ancha —sonrió.


Un momento después llegaba Ines Gardner, una mujer madura, gruesa, con el largo cabello pelirrojo entreverado de canas y sujeto apenas por unos pasadores plateados. Echó un vistazo a la situación y dijo:
—Suponía que ya habían pasado la parte divertida y me habían dejado la limpieza —se acercó a la cama—. Soy Ines, querida. ¡Oh, qué pequeñito! ¿Niño o niña?


—Niña. Ana.


Paula sonrió.


—Ana. Adorada.


—Eso es.


Ines le masajeaba ya el abdomen para facilitar la expulsión de la placenta. Pedro se apartó.


Ines Gardner había asistido a más de quinientos partos en los últimos veinticinco años y nunca había perdido a un niño ni a una madre. Y suponía que en ese momento la paciente necesitaba también una madre.


Se quitó los guantes y miró por la ventana. Había dejado de llover y el cielo comenzaba a clarear por el este.


Pedro no pudo reprimir la sensación de que su vida acababa de dar un cambio.


Miró a los dos niños dormidos en el sillón y se le encogió el corazón. ¿Qué había llevado allí a esa mujer, con dos hijos y un tercero en camino? La ropa de los niños se veía limpia, pero gastada, probablemente de segunda mano.


Miró a la madre. Cabello castaño claro, pómulos altos, piel pecosa, frente elevada, nariz recta. Cuando hablaba o reía, lo hacía con voz profunda. Y su mirada era como un banco de nubes tormentosas.


Sus ojos, en ese momento, estaban clavados en la recién nacida y Pedro estaba seguro de que no veían la piel roja y arrugada ni el poco pelo aplastado contra la cabeza.


—Tienes una pinta muy graciosa —susurró.


Pedro estuvo a punto de echarse a reír.


—¿Mamá?


El médico se volvió. Noah estaba despierto.


—Hola —dijo—. Lo levantó del sillón con manta y todo—. Ven a conocer a tu nueva hermanita.


El niño se acurrucó un instante contra su pecho. Olía a limpio. Pedro lo dejó en la cama, a la altura de las rodillas de Paula, y el pequeño se frotó los ojos, bostezó y frunció el ceño.


—¿Otra niña?


—Oh, vamos —Paula soltó una risita y Pedro depositó a una Karen silenciosa al lado de su hermano—. Las niñas no tienen nada de malo.


—¡Santo Cielo! —Ines apartó la manta del hombro del niño—. ¿Qué lleváis puesto?


—Su ropa estaba mojada —dijo Pedro—. Así que la metí en la secadora. Pensé que estarían bien con una camisa mía.


Ines lo miró enarcando las cejas y él movió la cabeza en un gesto con el que quería indicarle que no hiciera preguntas. 


Noah miraba a su nueva hermana.


—¿Seguro que es una niña? Porque no lo parece.


Paula extendió una mano y le revolvió el pelo.


—Sí, cariño, estoy segura. Si no me crees, pregunta al doctor.


—¿Crees que papá la habría querido más que a Karen y a mí?


La habitación quedó en silencio. Pedro vio que Paula se sonrojaba y recordó con rabia las cicatrices que había visto en la espalda del niño. No eran recientes, tenían varios meses por lo menos, pero no eran producto de un accidente. 


Paula parpadeó varias veces y tragó saliva. Atrajo la cabeza del niño hacia sí y lo besó en la frente.


—Eso ya no importa —dijo—. Ahora lo que importa es que no olvides cuánto os quiero yo a Karen y a ti. Os quiero a los tres con todo mi corazón. ¿Me oyes?


Noah sonrió y anunció que tenía hambre.


—Claro que sí, tesoro —anunció Ines, que se sentía en su elemento ayudando a parir y dando de comer—. Y seguro que tu madre también.


Miró al médico.


—He supuesto que no tendría nada decente en la cocina, así que he traído comida.


Pedro fingió sentirse dolido.


—No soy ningún bárbaro. Creo que hay huevos. Y café.


—Oh, muy bonito —protestó la comadrona—. Pero no puede darles café ni a la madre ni a los niños.


Se dirigió a la puerta en medio de un revuelo de faldas; la de aquel día llevaba espejos y cuentas por todo el borde. Se volvió y extendió la mano.


—Vamos a ver si vuestra ropa está seca — dijo—. Y luego podéis ayudarme a hacer tortitas.


Dos pares de ojos miraron a su madre. Karen se metió el pulgar en la boca.


—Podéis ir —dijo Paula con una sonrisa.




NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 1




-YA VOY! ¡Ya voy! ¡Que ya voy! ¡Maldita sea!


A pesar, del golpe en el dedo gordo del pie, Pedro Alfonso siguió bajando en calcetines las escaleras en penumbra al tiempo que se abrochaba la camisa de franela que se había puesto encima de la camiseta al primer timbrazo. Bostezó con fuerza, ya que hacía sólo dos horas que se había acostado, razón por la que su sangre no se movía todavía tan deprisa como para combatir el frío húmedo de finales de septiembre que impregnaba la casa. Y la lluvia que seguía golpeando el tejado indicaba que no habría amanecer.


El timbre volvió a sonar, y Pedro lanzó una maldición y abrió la puerta. Los dos niños pequeños que había en el porche dieron un salto. A Pedro se le encogió el corazón. Los pequeños estaban empapados y los ojos oscuros del chico relucían de miedo debajo del flequillo mojado. Sus dedos pálidos se agarraban a una sudadera con capucha y la otra mano tenía bien sujeta a la pequeña rubia que temblaba a su lado. Pedro no conocía a ninguno de los dos.


El niño retrocedió un poco, llevando consigo a su hermana. 


Abrió mucho los ojos y la boca, pero no emitió ningún sonido. Pedro comprendió que estaba muy asustado.


—No pasa nada, hijo —se acuclilló para quedar a su altura—. ¿Qué sucede?


—¿Es usted el médico?


—Sí.


El niño miró la oscuridad azotada por la lluvia.


—Mamá ha dicho que venga.


Pedro asintió con la cabeza y estiró la mano hacia las botas, colocadas al lado del felpudo de la entrada. Estaba ya bien despierto; con el hospital más próximo a tres cuartos de hora de allí, era normal que lo llamaran a cualquier hora.


—Ha dicho que se diera prisa —dijo el niño, que no podía tener más de seis años.


Pedro terminó de ponerse las botas, tomó la chaqueta vaquera del perchero y se la puso.


—¿Dónde está tu mamá? —se puso el sombrero de ala ancha con una mano y tomó el maletín negro con la otra.


El niño estiró el brazo.


—Por ahí. En el coche —lo miró con la barbilla temblando—. Ha dicho que le diga que ya viene el niño.


Pedro dejó el maletín sobre la mesa y metió a los niños en el vestíbulo. Se acuclilló de nuevo frente a ellos, apretó con gentileza el hombro del chico y sonrió a la niña.


—Quedaos aquí —dijo con suavidad.


Salió a la lluvia antes de que el niño tuviera ocasión de protestar.



****



Paula Chaves apretó el volante con fuerza y reprimió un grito. A pesar del frío húmedo que hacía en el interior del Impala, el sudor empapaba el camisón de franela que llevaba debajo del abrigo. Los dolores habían empezado tan de repente que su único pensamiento había sido salir a buscar ayuda. No se había molestado en ponerse calcetines y tenía los pies congelados en las zapatillas de lona.


Pasó la contracción y ella suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, decidida a no gritar, aunque era improbable que la oyera alguien con el ruido del viento y la lluvia. No había sido su intención llevarse a Noah y Karen consigo, pero ellos habían salido antes de que pudiera impedírselo. Y por lo menos había recordado el cartel de médico que había visto el día anterior en una casa antigua de dos pisos.


¿Pero y si no había nadie en la casa? ¿Y si tenía que dar a luz allí sola y cuidar además de sus otros dos hijos?


Llegó otra contracción y empezó a gemir. Sus dos primeros partos no habían sido para nada como aquél, sino mucho más lentos, sobre todo el de Noah.


El grito salió de sus labios sin que pudiera evitarlo. Intentó centrarse en la respiración, pero el dolor aniquilaba todo lo demás.


Se abrió la puerta del coche y entraron aire frío y hojas mojadas; una mano grande de hombre se posó en su vientre. Paula miró en su dirección y vio unos ojos claros, una boca decidida y mejillas con asomo de barba, todo ello oscurecido por un sombrero de cowboy.


—¿Dónde están mis hijos? —preguntó entre los dientes apretados.


—Dentro.


—¿Solos? —Paula sintió un miedo más intenso que las contracciones—. Les da mucho miedo estar solos en un sitio desconocido. Están...


—Bien —dijo el hombre con calma—. ¿Con qué intervalo se dan las contracciones?


Paula miró el agua que caía en el barro al lado del coche y notó que la mano del hombre seguía en su vientre.


—Espero que eso signifique que es usted médico.


—Parece que es su día de suerte, señora — apartó la mano y ella vio que estaba acuclillado junto a la puerta abierta del coche. Del ala de su sombrero caía agua—. Bueno, ¿con qué intervalo?


—No lo sé —repuso ella—. Muy poco.


—¿Puede andar?


—¿Cree que habría dejado salir a mis hijos con esta lluvia si pudiera?


Unos brazos fuertes la levantaron en vilo y la sacaron del coche. Paula soltó un gritito y apoyó la cabeza en aquel pecho firme que olía a humo de leña. El doctor la acomodó lo mejor que pudo dentro de su chaqueta, le puso el sombrero en la cabeza y cerró la puerta del coche


—¡Agárrese! —le dijo—. La llevaré a la casa lo más deprisa que pueda.


Paula asintió débilmente; por suerte, el dolor remitió durante el minuto más o menos que tardaron en llegar a la casa.


Pero en cuanto entró empezó otra contracción, que tensó todos sus músculos de las costillas a las rodillas. Se mordió el labio inferior para no gritar delante de sus hijos, que seguían con ojos muy abiertos al doctor, que llevaba a su madre en brazos por un pasillo estrecho y la dejaba en una cama cubierta con una colcha gruesa.


—¿Necesita empujar ya? —le preguntó.


Ella negó con la cabeza.


—Bien. Eso significa que tenemos un minuto.


La ayudó a quitarse el abrigo y desapareció. Volvió segundos después con sábanas blancas y el maletín negro, que dejó en la mesilla. Noah y Karen estaban clavados al suelo a poca distancia de la cama. Paula lanzó un gemido y luchó por incorporarse.


—Están empapados.


Otra contracción la dejó sin aliento. Se dobló y cayó de lado en la cama, mortificada y aterrorizada. Cerró los ojos con fuerza, pero se le escapó una lágrima. Sintió un contacto cálido y firme en el brazo que la tranquilizó un tanto.


—Yo me ocupo de eso —dijo el doctor—. Usted concéntrese en tener el niño, ¿me oye? —ella asintió con la cabeza—. Bien. ¿Ha roto ya aguas?


—No.


—Tenga —le pasó una toalla blanca—. Por si ocurre mientras me ocupo de los niños.