martes, 29 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 23





El resto de la mañana pasó sin traumas y, cuando los invitados empezaron a llegar a las doce y media, Paula, ataviada con un suéter nuevo beige de cuello alto y mallas a juego, se sentía más o menos en control. El pavo estaba en el horno, la salsa hecha, el puré de patatas también y todo lo demás o estaba acabado o en proceso de estarlo.


Y la mesa... bueno, se veía bastante bien aunque las sillas no hicieran juego. Entre el mantel de encaje, la porcelana de la madre de Ines y los cubiertos nuevos que había comprado Pedro...


—No sé qué me gusta más —comentó éste, a espaldas de la joven—. Si cómo huele aquí o el aspecto de la mesa.


Paula se hinchó como un pavo. Miró la mesa con el ceño fruncido.


—¿Crees que les importarán los vasos de plástico?


—Con toda la comida que tienes, dudo mucho de que se fijen en eso.


Hubo un silencio.


—Siento mucho lo que pasó esta mañana — dijo él.


Paula abrió la boca.


—Yo no —repuso sin pensar.


Tardó un segundo en darse cuenta de que el zumbido que oía en su cabeza era el sonido de los latidos de su corazón.


—Quiero decir... —intentó explicar ella, sin saber cómo— que hacía mucho tiempo que no me besaban, eso es todo.


Sonrió.


La voz de Mario los sobresaltó a los dos.


—¡Eh, huele muy bien aquí! —dijo.


Llevaba vaqueros, camisa de franela abierta en el cuello y una chaqueta de flecos, y sonreía como de costumbre. Dio una palmada a Pedro en el hombro y se acercó a abrazar a Paula. Le dio un ramo de crisantemos amarillos y granates.


—¿Para mí? —preguntó ella.


—Bueno, no son para nadie más, preciosa —miró la mesa y lanzó un silbido—. Si esto no trae recuerdos, no sé qué puede hacerlo —dijo con suavidad. Contó los platos y frunció el ceño—. ¿Once personas? ¿A quién habéis invitado?


—Oh, tenemos un par de invitados con los que no contábamos —repuso Paula de modo casual. Arregló por enésima vez el centro de mesa que había preparado con plantas del jardín.


Y se preguntó si una persona podía llegar a morir de buenas intenciones. Tres horas más tarde seguía preguntándoselo. 


Ines le tendió la bandeja del pavo para que la secara.


—Yo diría que en conjunto no ha ido mal.


Paula reprimió una risa algo histérica.


—¿Quieres decir sin tener en cuenta que Mario y tu futuro yerno casi se pegan?


—Todas las fiestas necesitan algún tipo de distracción. Y ha venido Hector.


—¿Cuánto? ¿Veinte minutos?


—Es un comienzo, querida. O mejor dicho, es un milagro. Y es obra tuya.


Paula dejó la bandeja en la encimera y se sentó en una silla. 


Sonrió a Karen, que se acomodó en sus rodillas. Había sido un día difícil, sí, pero en la parte positiva, había salido airosa de la prueba de la cocina y Ana había dormido la siesta sin problemas.


Había habido también una parte negativa.


Hector, para empezar. Había aparecido en mitad de la comida, sí, pero apenas si cruzó tres palabras con nadie, aparte de felicitar a Paula por la comida, y se marchó antes del postre.


En cuanto a sus planes para Pedro y la profesora de Noah... bueno, no había tenido en cuenta a Mario, quien entró a matar antes de que Pedro tuviera ocasión de saludar a la joven. Aunque era evidente para todos que Mario sólo miraba a Tamara en beneficio de Daniela, o mejor dicho, de Andres, el novio de Daniela. Al que Paula había sorprendido mirando los vasos de plástico con el ceño fruncido.


Y sí, Pedro había tenido que salir. Diez minutos antes de que llegara Hector.


Paula vio que Karen se había dormido en sus rodillas y se levantó para acostarla. Le dijo a Ines que volvería enseguida.


Al pasar por la sala, observó a Noah y a Nicolas que veían un partido de fútbol en la tele sentados juntos en el sofá. 


Mildred Rafferty, ataviada con un vestido azul que seguramente tendría unos treinta años, se sentaba en un sillón cercano, en espera de que Ines la llevara a casa. Al verla, le preguntó cómo iba todo y Nicolas le dijo que se callara hasta los anuncios. Cuando Paual subía las escaleras, oyó a Mildred decirle a Nicolas que era un viejo antipático que debería avergonzarse de sí mismo.


La joven miró por encima de la barandilla y vio que Nicolas hacia una mueca.


Cuando Pedro volvió alrededor de las diez, encontró a Paula fregando el suelo de la cocina.


—Es increíble lo mucho que puede ensuciar una persona sólo para hacer una comida —dijo ella con voz más grave que de costumbre. Apretó los labios y frotó con la fregona un punto cerca de la cocina de gas.


—¡Ah! Eso lleva ahí desde siempre —la informó Pedro.


—Pues ya es hora de que salga —ella se apartó el pelo de la cara con el dorso de la mano—. Y, por lo que más quieras, siéntate antes de que caigas redondo.


Pedro no discutió.


—Ha venido Hector —dijo ella.


—¿Bromeas?


—No. Pero no se ha quedado mucho —se agachó para rascar algo con la uña del pulgar y volvió a incorporarse—. Quizá la próxima vez llegue hasta el postre.


Se volvió a mirarlo.


—Has estado fuera mucho tiempo. ¿Qué ha pasado?


Pedro bostezó.


—He tenido que ir a casa de Sam Frazier. Es un viudo con seis hijos que tiene una granja cerca del rancho de Mario. Una de las vacas lo ha coceado y le ha roto una pierna. La fractura era muy complicada para arreglarla aquí, así que he tenido que llevarlo a Claremore y buscar a alguien que se quedara con los niños, ya que la mayor tiene sólo doce años.


—¿Y el más joven?


—Dos años. Su esposa murió de un aneurisma el año pasado. Tenía mi edad. Se sentaba a mi lado en la escuela en clase de Biología —un dolor extraño se extendió por su pecho—. Sam y ella eran pareja desde niños.


—Eso es muy triste —suspiró Paula. Movió la cabeza y metió la fregona en el cubo—. Pero supongo que para él es un consuelo pensar en todo el tiempo que pudo pasar con ella.


Pedro miró su espalda delgada y sus manos pequeñas en el palo de la fregona.


—Tienes una vena romántica, ¿sabes?


Paula tardó un momento en hablar.


—Depende de lo que entiendas por «romántica». No pienso en el amor en términos de bombones, flores y un mundo de fantasía donde todo es perfecto —sacó la fregona y la pasó por el suelo—. Para mí el amor verdadero es que alguien te importe tanto como para... superar juntos los malos tiempos y los buenos —se detuvo, un poco jadeante, y se pasó la muñeca por la mejilla—. El amor significa no tener miedo de que alguien vea tus defectos. Y poder vivir con los de otro.


—¿En otras palabras, estar dispuesto a aguantar hasta el amargo final?


Paula levantó las cejas.


—No largarse a la primera señal de problemas, eso seguro. 
Y también tener el valor de ser sincero con la persona que quieres cuando ves que no ha elegido un buen camino. Y ahí fue donde me equivoqué yo con Javier. Apoyar a alguien no es lo mismo que verlo destruirse sin decir nada.


Soltó una risita amarga y se acercó a vaciar el cubo al fregadero.


—Yo me decía que seguía con él por el bien de los niños, cuando en realidad estaba contribuyendo al desastre. No volveré a cometer ese error.


Pedro miró de nuevo los músculos de su espalda y lo invadió la ternura.


—Por si te sirve de algo, creo que hacía años que no tenía una comida de Acción de Gracias tan buena —dijo.


Paula se volvió y se apoyó en el fregadero.


—Lo poco que has tenido.


Pedro no le pasó por alto su decepción.


—Te advertí...


—Ya lo sé. Y seguro que ese hombre y sus hijos te están muy agradecidos.


—Pero tú estás molesta.


La joven suspiró.


—No porque hayas tenido que irte —frunció el ceño—. Es sólo que... no me parece bien que no tengas vida propia.


—Mi vida es ésta.


—Pero no tiene por qué ser así. No todo el día y todos los días sin saber nunca cuándo podrás terminar una comida o dormir una noche seguida.


Pedro empezó a sentirse irritado.


—La vida de un médico rural es así y tú lo sabes.


—También sé que hay otros médicos que quieren que formes una clínica con ellos. Me lo ha contado Ines. O sea que sí tienes otras opciones, pero, por algún motivo, no quieres hacer que tu vida sea más fácil. Es puro hábito, y no intentes negarlo.


Pedro cruzó los brazos y la miró a los ojos.


—Cuando la gente de aquí me llama, quiere verme a mí, a la persona en la que confían. No tengo derecho a cambiarles las reglas del juego.


—¿Tú conoces a los otros dos médicos?


—Sí.


—¿Y te fías de ellos?


—Son buenos médicos. ¿Adonde quieres ir aparar?


—A que, si les das ocasión, puede que tus pacientes también se fíen de ellos. A que puede que tomarte una noche libre muy de vez en cuando no suponga tanto trastorno para tus pacientes como te gusta creer.


—Y puede que cómo viva mi vida sea asunto mío.


Los ojos grises de ella lo miraron sin parpadear.


—Sí, claro que sí. Pero yo cuando veo un problema lo digo. Tú puedes escucharme o no, a mí me da lo mismo. ¿Tienes hambre? Porque puedo calentarte algo.


—¡Maldita sea, Paula! —Pedro se levantó de la silla—. No, no tengo hambre. Y si tengo, puedo calentarme algo yo sólito.


La joven retrocedió un poco y Pedro le puso las manos en los hombros para detenerla. Ella lo miró con ojos brillantes por las lágrimas.


—Lo siento —dijo él—. No quería gritarte. Estoy nervioso, eso es todo. Pero, por el amor de Dios, tú ya has pagado de sobra tu deuda. Tienes que dejar de poner las necesidades de todos por delante de las tuyas.


Paula soltó una risita estrangulada.


—¡Mira quién habla!


Pedro sonrió sin alegría.


—Vale, pero conmigo es distinto.


—No, no lo es. A ti te encanta cuidar de otros, igual que a mí. Sólo que yo lo hago cocinando y limpiando, eso es todo.


Movió la cabeza.


—¿Paula?


—Mira, cuando me casé, estaba llena de fantasías sobre lo que debe ser el amor y el matrimonio —miró al suelo y luego de nuevo a él—. Y supongo que he puesto demasiado empeño en la comida de hoy. Quería que fuera perfecta.


Pedro no la entendía del todo.


—No te toca a ti arreglar el mundo —dijo.


—¡Yo no quiero arreglar el mundo más de lo que tú quieres cuidar de todos sus habitantes! Sólo quería celebrar una fiesta como es debido por una vez en la vida.


Pedro se apoyó en la encimera.


—¿Como las que celebrabas con tus padres adoptivos?


Paula asintió con la cabeza.


—Querer eso no es nada ilógico —dijo él.


—No lo sé.


—Dime —comentó él—. ¿Y lo de invitar a la profesora de Noah entraba en lo de querer que todo fuera perfecto?


Ella tardó un rato en contestar.


—Ya te lo dije —musitó al fin—. No tenía adonde ir.


—¿Y lo de que esté soltera no influyó?


Paula levantó la barbilla.


—Claro que no.


—Vamos. Han intentado emparejarme demasiadas veces para que no reconozca la maniobra a un kilómetro.


—Sólo fue una idea —comentó ella—. Olvídalo.


—Ésa es mi intención. Además, no necesito a nadie aparte...
-«De ti». Las palabras se le atragantaron en la boca mientras el corazón le latía con fuerza. —... a mí mismo —terminó.


Paula se echó a reír.


—¡Oh, por el amor de Dios! Cualquier con dos dedos de frente puede ver lo solo que estás.


—¿Solo? ¿Quién tiene tiempo de estar solo?


Hubo un silencio. Paula se volvió para salir, pero lo miró desde la puerta.


—Pregúntate por qué me has besado esta mañana —dijo—. Y creo que encontrarás la respuesta.













NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 22





ENTRE los preparativos de la comida de Acción de Gracias y ayudar a Nicolas a instalarse en la casa, los diez días siguientes pasaron en una nube y Paula tuvo poco tiempo de pensar en nada, incluido el médico que empezaba a poner en peligro su buen juicio.


Pero con Javier había aprendido que no tenía sentido soñar con un hombre que no te convenía. Y al menos con él había tenido la excusa de la juventud, pero ahora ya no tenía diecisiete años. Por desgracia, como su corazón parecía dispuesto a combatir a su lógica en ese tema, Paula se volvió más decidida que nunca a sacar a Pedro Alfonso de su estupor y conseguir que volviera a fijarse en las mujeres, aunque, por supuesto, una cosa era buscarle a alguien y otra muy distinta conseguir que saliera con ella. Pero todo podía ser. En ese espíritu asistió a la reunión de padres de la clase de Noah y miró con nuevos ojos a Tamara Mclntyre, la profesora. Era atractiva, de unos treinta años, con los dedos limpios de anillos, inteligente, simpática y una mujer de carrera. ¿Qué más podía desear un hombre?


Y cuando descubrió que la señorita Mclntyre no pensaba ir a su casa en Texas en Acción de Gracias, bueno, hubiera sido muy poco hospitalario por su parte no invitarla a la comida, ¿no?


A continuación, Paula se juró a sí misma que se retiraría y dejaría que la naturaleza siguiera su curso. También se juró que no se enfadaría si ocurría.


Cuando sonó el despertador a las cinco y media el día de Acción de Gracias, Paula dio un salto y lanzó un gemido. 


¿Por qué se le había ocurrido fijar la comida para la una en punto? Bostezó y escuchó con atención, pero sólo oyó la respiración acompasada de Ana.


Se quitó el camisón y se puso los mismos vaqueros y la sudadera del día anterior, sin molestarse en ponerse sujetador ni en pasarse un peine por el pelo.


Entró en el baño a lavarse la cara y los dientes y bajó las escaleras. Y en la cocina encontró a Pedro tomando café recién hecho. Lo miró sorprendida.


—¿Se puede saber qué haces levantado a estas horas?


—He pensado que necesitarías ayuda para meter el pavo en el horno. ¡Eh! —protestó cuando ella encendió la luz de arriba—. Avisa antes de hacer eso.


—¿Y por qué necesito ayuda para meter el pavo en el horno? —preguntó ella.


—Porque es más grande que mi camioneta y no podrás levantarlo sin romperte algo. ¿Se puede saber cuánto pesa?


—Once kilos — Paula sacó apio, cebollas y champiñones de un cajón—. Y supongo que no se te ha ocurrido pensar que ya lo metí sola en el frigorífico y en el carrito de la compra — empezó a cortar apio— y que lo traje sola aquí.


—¡Y yo que pensaba que eras una de esas personas a las que les gustan las mañanas! — exclamó él


—Mientras siga oscuro, es de noche.


Pedro se levantó de la silla y se desperezó con lentitud.


—Te recuerdo que todo esto fue idea tuya.


Colocó un zumo de naranja delante de la joven, que dejó de cortar cebolla y lo bebió de un trago, cosa que la animó un tanto. Miró a Pedro, que sacaba el ave gigante del frigorífico, y decidió que no era mala idea dejarlo lidiar con él.


—Muy bien —dijo—. Puedes ayudar, pero en cuanto metas el bicho en el horno, te vas a la cama, ¿me oyes?


—Sólo si no me necesitas para nada más.


—Créeme —le aseguró ella, volviendo a las cebollas—. Lo mejor que puedes hacer por mí es quitarte de en medio. Si voy a hacer el ridículo, prefiero no tener espectadores.


Pedro colocó el pavo en el fregadero y buscó un par de tijeras para cortar el plástico que lo envolvía.


—Creía que habías dicho que sabías lo que hacías.


—En teoría sí. Ayudé varias veces a Graciela a preparar la comida de Acción de Gracias, pero es la primera vez que me ocupo yo sola.


Pedro tiró la envoltura de plástico a la basura y frunció el ceño.


—¿Y por qué lo haces ahora?


—Ya te lo dije. Para darte las gracias.


—¿Y por qué más?


Paula enarcó las cejas, pero siguió cortando cebolla.


—¿Quién ha dicho que haya algo más?


—Nadie. Se me ha ocurrido a mí solo.


La joven pensó un momento.


—Vale, supongo que lo veo como una especie de rito de paso. Después de preparar esta comida, ya soy una mujer.


—Lo lavo con agua fría, ¿verdad?


—Sí.


—Y por cierto, yo diría que hace tiempo que eres una mujer.


Paula se quedó inmóvil. Eran las cinco y media de la mañana, estaba allí sin sujetador, sin duchar, con el pelo revuelto y, si no se equivocaba, el aire estaba cargado de sexualidad.


Claro que podía ser una alucinación por su parte, ya que sólo un hombre ciego podría desearla en su estado actual.


—¡Y yo que pensaba que no me mirabas como a una mujer!


Sintió la mirada de él en su cara; luego Pedro colocó el pavo en la bandeja y se lavó las manos. Paula siguió cortando verdura.


Pero se sobresaltó cuando él le tomó la barbilla y la volvió hacia él. Y antes de que pudiera reaccionar... la besó en los labios. Su bigote hacía cosquillas, pero de un modo agradable. Y sus labios... ¡Oh, sus labios! Se alegró de haberse lavado los dientes.


Luego se alejó y ella se quedó mirándole la espalda con expresión estúpida.


—¿Pedro?


Él se volvió desde la puerta.


—Cuando quieras que meta el pavo en el horno, grita —dijo—. Estaré en mi despacho.


Paula frunció el ceño. Aquello no presagiaba nada bueno para el resto del día.


¿Qué demonios le había ocurrido?


Pedro se pasó las manos por el pelo y gimió. Faltaban aún cinco semanas para Año Nuevo. Cinco semanas más teniendo a Paula donde podía verla, olería y desearla...


Se volvería loco. Completamente loco.


Un ligero ruido le hizo levantar la vista. Paula estaba en el umbral con los brazos cruzados y una expresión entre perplejidad y enfado.


—¿Quieres hacer el favor de explicarme a qué ha venido eso? —preguntó.


—Yo... —Pedro frunció el ceño y negó con la cabeza—. No.


—¿No, no quieres o no, no puedes?


—Las dos cosas.


—¡Hombres! — Paula se volvió y se alejó por el pasillo.


Ines llamó sobre las diez.


—Siento hacerte esto en el último momento, pero no puedo ir.


Paula casi se desmayó.


—¡Oh, no, no me digas eso! Te necesito.


La comadrona tardó en responder.


—Eso no suena muy bien.


—Mmm, necesito tu apoyo moral, nada más. Además, ¿quién va a ir a buscar a Mildred?


—Oh, yo te llevaré a Mildred, no te preocupes por eso —bajó la voz—. Daniela se ha presentado en casa hace unos minutos.


—Pues tráela contigo. No pasa nada.


—Mario.


—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Cuánto tiempo hace de eso, diez años? Y no ocurrió nada, ¿verdad?


Ines suspiró.


—Lo sé, pero...


—Ya es mayorcito, Ines. Supongo que puede soportar pasar un par de horas con su ex... lo que sea. Además, tú no tienes pavo en tu casa porque pensabas venir aquí.


—Parece que está prometida —dijo Ines en voz aún más baja—. Y él viene con ella.


Paula dejó de cortar para pensar en ello.


—A menos que ese hombre tenga pulgas, tráelo también —dijo—. Mario tendrá que lidiar con ello. Y si todavía siente algo, puede qué eso lo cure.


Del mismo modo que ella tenía que lidiar con Pedro y su beso cuando no quería pensar en ello porque era una mujer adulta y las mujeres adultas no se vuelven locas por un sencillo beso.


—Si estás segura...


—Claro que sí. Nos vemos a la una.


Acababa de resolver aquella crisis cuando Noah la llamó desde la sala.


—¡Mamá! ¡Karen ha vomitado en el suelo!


—¿Cuánto narices piensas servir esa comida, muchacha? — Nicolas entró en la cocina y le bloqueó la salida—. Estoy muerto de hambre.


—Cómete un panecillo. Así aguantarás hasta la una.


—¿La una? Me moriré antes.


Paula reprimió las ganas de golpearlo con la cuchara de madera.


—Lo dudo mucho. Además, hace una hora que te di cereales.


El viejo hizo una mueca.


—¡Cereales! Pretendes envenenarme. Yo necesito huevos con beicon, no comida de señoritas.


—¡Mamá!


—¡Ya voy! ¡Ya voy!


Pasó al lado de Nicolas y chocó con Pedro, quien se llevaba ya a Karen en dirección al baño.


—Me parece que se ha comido una bolsa de galletas de chocolate —dijo, sin mirarla—. No tiene fiebre ni le duele nada, sólo diez kilos de Oreos a medio digerir en el suelo de la sala. Tú vuelve a lo tuyo, esto está controlado.


Genial. Vómitos delante y Nicolas detrás. Una elección difícil.


¿Por qué demonios aquello le había parecido alguna vez buena idea?