miércoles, 9 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 12




El viernes llegó y Pedro se encontraba en el aeropuerto con Paula, a punto de subir al avión que les llevaría a Valdez. Lo cierto era que se sentía aliviado. Cuanto antes terminaran, mejor.


Desde la fiesta, Paula había estado muy huraña, las niñas no habían ayudado. ¿Y él? Su humor oscilaba entre la simpatía por Paula y la irritación. La conocía lo bastante como para comprender que la camaradería que habían compartido hasta entonces había desaparecido.


Afortunadamente Fer y su padre se habían ofrecido a cuidar de las niñas.


–Y yo que pensaba que las cosas no podían ir peor –murmuró Paula.


–¿Qué pasa?


–¿Qué probabilidades hay de que esta tormenta afecte a nuestro vuelo? –ella le mostró su móvil.


–Ninguna –de haber sido otras las circunstancias, le habría dado un beso–. Deja de preocuparte.


–Imposible. Cuanto más se acerca el momento de convertirme oficialmente en madre soltera, más me duele el estómago.


–¿Y qué se supone que debo hacer yo? Aunque quisiera, no puedo pedir más permisos.


–Lo sé, y siento mucho seguir dándole vueltas a este tema. Considera el asunto zanjado.


–De eso nada, no vas a…


–Señor –les interrumpió el empleado de la compañía aérea, gesticulando para que lo siguiera.


Al mirar a Paula le llamó la atención la palidez de su rostro. 


¡Pues claro! Acababa de perder a su hermana en un accidente de avión. ¿Por qué no le había sugerido viajar en ferry?


–Oye –Pedro la agarró del brazo–. No pensé en cómo te afectaría subir a un avión. No hace falta que vengas. Yo puedo firmar los papeles solo.


–Benton nos aconsejó presentar un frente unido –las piernas le temblaban visiblemente y tuvo que sujetarse a la barandilla de la escalerilla con ambas manos para subir al avión.


Pedro se le ocurrieron varias respuestas, pero no era el momento ni el lugar para entablar una discusión. Si Paula se negaba a bajarse del avión, lo menos que podía hacer era permanecer a su lado, suponiendo que ella, llegados a ese punto, quisiera su apoyo.


Paula optó por sentarse en la parte trasera y él la siguió.


Solo había tres pasajeros más en el vuelo, todos sentados en la parte delantera.


A medida que el piloto anunciaba el despegue, el rostro de Paula se volvía más macilento.


Pedro le tomó la mano, pero ella intentó soltarse.


–Puede que me marche el domingo, pero, de momento, aquí estoy y te voy a ayudar.


Y no le soltó la mano durante todo el vuelo. Aterrizaron en medio de un cálido y radiante sol y Pedro no pudo evitar preguntarse si sería un regalo de Melisa para tranquilizar a su hermana.


En cuanto las ruedas del avión tocaron tierra, Paula le soltó la mano y Pedro sintió aflorar los nervios. ¿Estaba haciendo lo correcto? Aunque un pequeño trocito de su consciencia le decía que no, ¿qué otra cosa podía hacer? Le quedaban, como mínimo, dos años más en la marina. E, independientemente de lo que Melisa hubiera dispuesto, no le debía nada a esa mujer.


«¿Y qué pasa con Paula?».


«¿Y qué pasa con ese beso que no consigues olvidar?».


Pedro ignoró las voces en su cabeza. Tres semanas antes apenas pensaba en ella. ¿Por qué en esos momentos no conseguía pensar en otra cosa que no fuera Paula y sus adorables sobrinas?







UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 11




Decir que Pedro se sentía fatal por lo que Paula estaba pasando sería quedarse corto. Llevaban casi dos semanas viviendo juntos y veía desde primera fila cómo se desmoronaba su vida.


Desde que tenía recuerdos, esa mujer había sido su amiga, su colega. Pero últimamente habían despertado en él algunas sensaciones con respecto a Paula y las niñas. Por una parte se moría por regresar a la base, pero por otra odiaba tener que dejar a Paula y a las niñas solas.


La mañana del Wharf-o-Ween, mientras Fer y su padre cuidaban a las gemelas, Pedro sacó del ático las maderas del puesto callejero del bar de Paula.


–Me debes un poco de diversión. Esto no es el ratito corto que me habías descrito.


–Si te hubiera dicho la verdad, ¿te habrías ofrecido a ayudar? –ella sonrió.


–Ahí me has pillado –Pedro le devolvió la sonrisa.


–Ayúdame a limpiar esto y nos pondremos a montarlo todo.


–Qué divertido…


Después de tres horas torturándose por no poder poner las manos sobre Paula, lograron construir una réplica del juego de los anillos al estilo del Lejano Oeste.


–Ha quedado muy bien –con las manos apoyadas en las sensuales caderas, ella dio un paso atrás.


–¿Y a quién se lo tienes que agradecer?


–A ti –ella lo abrazó antes de apartarse bruscamente.


Pedro deseó que el abrazo hubiese durado más tiempo. 


Paula olía a suavizante para ropa y a las fresas que había preparado para el desayuno. Estar a su lado no solo era agradable, también excitante. Paula conservaba todas las cualidades de su infancia, pero la versión adulta era aún mejor. El beso había encendido una curiosidad que lo había dejado lleno de dudas.


–Aprecio todo lo que has hecho –continuó ella.


–Ha sido un placer –Pedro se quitó un imaginario sombrero vaquero.


–¿No exageras un poco, vaquero?


–Sí, pero ya que no tengo físico, recurro a mi facilidad de palabra para impresionar a las damas.


–Lo que buscas es un cumplido –ella le dio una amistosa palmada.


Pedro sonrió. Se le había acelerado el corazón con el intercambio de bromas. Sin embargo, considerando que casi tenía un pie en el avión, no sabía si era buena idea.



*****

Aquella noche, mientras Paula atendía el puesto con Pedro, la princesa Viviana vio a un niño vestido de hombre lobo y estalló en un histérico llanto.


Vanesa, en brazos de Pedro, se limitó a incorporarse para ver mejor.


–¿Quieres sujetar tú a esta? –le ofreció él a Paula– Intentaré calmar a Vivi.


–Gracias –Paula observó maravillada lo poco que necesitó Pedro para calmar a la niña.


A la hora del biberón, las gemelas se alteraron de nuevo y Pedro se ocupó también de la situación, llevándolas a un lugar tranquilo.


–Tiene buen aspecto –su padre apareció por el puesto y sonrió tímidamente.


–Gracias. Pedro hizo la mayor parte del trabajo.


–¿Y dónde está ahora?


–Ha subido a las gemelas a mi apartamento para darles el biberón y cambiarles el pañal.


–¿Y por qué no te ocupas tú de eso? –su padre la miró confuso.


–¿Te digo la verdad? A él se le da mucho mejor. Las niñas lo adoran.


El hombre frunció el ceño mientras señalaba con la cabeza la calabaza de plástico que había dispuesto con la foto de boda de Melisa y Alex, y un cartel pidiendo donativos para el equipo de rescate de Conifer que había intentado salvar a su hermana.


–Eso es bonito.


–Cualquier ayuda vendrá bien. ¿Cómo está mamá?


–Sigue en la cama. Espero que el médico no le dé más sedantes. Le afectan a la cabeza.


Paula no estaba segura de qué responder. El dolor de las acusaciones de su madre seguía fresco.


–Me he enterado de lo que te dijo. No me gustó –él miró de nuevo la foto de Melisa–. Piensa que era su dolor el que decía esas locuras. Todo volverá a la normalidad.


Ella asintió mientras se enjugaba las lágrimas que rodaban por sus mejillas.


–Ya estamos contentos otra vez –Pedro apareció con los bebés–. Ah, hola, Luis.


Los dos hombres se miraron con desconfianza y Paula recordó que hubo un tiempo en el que su padre había considerado a Pedro como a su hijo.


–¿Cómo está Ana?


–Saldrá de esta –contestó el otro hombre, poco habituado a compartir sus emociones.


–Debe de ser duro –Pedro acostó a las niñas en el carrito.


La tensión entre los dos únicos hombres que significaban algo para Paula se hizo insoportable.


–¿Qué tal si mamá y tú venís a casa a cenar el domingo? –sugirió.


–Es muy amable por tu parte –contestó Luis–, pero no creo que tu madre esté aún preparada.


–Lo siento –observó Pedro cuando el padre de Paula se hubo marchado.


–No pasa nada –contestó ella, aunque no podía ser más mentira.


Sentía unas inmensas ganas de hundirse en uno de los fuertes abrazos de Pedro, pero con ello no conseguiría más que demostrar que era la persona horrible que todos decían que era.



*****


–Date media vuelta –le ordenó Cleme a su jefa cuando esta acudió al bar el sábado por la noche–. Te dije que el turno estaba cubierto para que pudieras venir a mi fiesta.


–No estoy de humor para jugar a los chinos.


–Jugaremos al Pictionary y bailaremos. Y podremos ver en televisión Halloween I, II, III y IV.


–¿Insinúas que no echan Viernes 13? –Paula fingió horror.


–¿Te gustaría más? –Clementina alargó una mano hacia una aceituna.


–Deja de comerte la guarnición de las copas. Y estaba bromeando. El plan suena muy bien.


–Entonces, ¿vais a venir Pedro y tú?


–No sé si estás al día –Paula guardó el bolso tras la barra del bar–, pero mi hermana acaba de fallecer y ni siquiera debería hablar de fiestas.


–¿Y qué ha sido entonces el Wharf-o-Ween?


–Eso es diferente –ella se sirvió un refresco–. Necesitaba oír de nuevo la risa de las gemelas.


–Entiendo. De modo que está bien que las niñas rían, pero tú no.


–Ellas no comprenden lo que pasa. Sin embargo, me han sugerido que yo sí.


–¿Y quién ha sugerido tal cosa?


–Últimamente tengo la sensación de que todo el mundo. Ya te conté el encuentro que tuvimos Pedro y yo con Sofia. Y ahora mi madre ha perdido la cabeza, no la culpo, pero…


–Espera –interrumpió su amiga–. ¿Qué más pasó con tu madre?


Paula le resumió la última llamada de teléfono.


–¡Uff! –Clementina dio un respingo–. Siento que lo pagara contigo, pero cada uno vive la pérdida a su manera. Melisa no te permitió el lujo de meterte en la cama durante un mes. Tienes derecho a vivir el duelo por Melisa, pero sus hijas te necesitan para rendirle homenaje.



****

Durante el trayecto a su casa, las palabras de Clementina seguían resonando en la cabeza de Paula. ¿Se estaba tomando el dolor de su madre como algo demasiado personal? Al no tener hijos propios, ni siquiera era capaz de imaginarse lo que debía de estar sufriendo la mujer. Desde luego estaba triste por su hermana, pero nada comparado con lo que debía de estar pasando su madre, o la madre de Alex.


El jaleo que se oía en la casa la llevó a la sala de cine. 


Pedro estaba recostado en uno de los sillones de cuero y las niñas en la alfombra. Viviana miraba maravillada una escena de Buscando a Nemo, mientras Vanesa centraba toda su atención en un sonajero de oso polar.


–¡Hola! –saludó él–. No es que me queje, pero ¿qué haces en casa?


–Clementina insiste en que vayamos a su fiesta –Paula se sentó en la silla más cercana a Pedro–. Si a tu padre y a Fer no les importa hacer de canguros, ¿te apetece venir?


–¿Habrá muchos viejos conocidos? –él frunció el ceño.


–No lo creo.


–Da igual. Si a ti te apetece –él paró la película–. Llamaré a papá.


Y así sin más, Paula consiguió una cita para Halloween, y además una cita con el hombre de sus sueños. ¿Por qué no estaba más contenta? ¿Por qué permitía que las horribles acusaciones de su madre arruinaran una velada de merecida diversión?


Porque, si Paula tocara a Pedro, las acusaciones de Ana serían ciertas.



****

–¿En serio? –Clementina frunció el ceño–. ¿De qué se supone que vais disfrazados?


–Pues, de antenas de televisión –Paula se ajustó el atuendo hecho con papel de aluminio.


–Ingenioso, ¿a que sí? –Pedro le entregó a la anfitriona las galletas con forma de calabaza que habían comprado de camino.


La fiesta estaba en pleno apogeo. Paula conocía a la mayoría de los veinte invitados, pero tuvo que presentarle a Pedro a unos cuantos que eran nuevos en la ciudad.


Tras perder varias partidas de Pictionary, él le ofreció una cerveza y tomar un poco el aire.


–Ha sido una buena idea –asintió ella en la terraza trasera.


–Sin ánimo de ofender, parecías un poco apagada ahí dentro.


–Tienes buen ojo –Paula soltó una carcajada.


–¿Hubo algo en particular que te entristeciera? –Pedro se apoyó en la barandilla y contempló el hermoso rostro bañado por la luz de la luna–. ¿O se trata de todo en general?


–Te acuerdas de cuando bajamos al sótano de Alex y Melisa y vimos los restos del cumpleaños de Craig Lovett?


–Claro.


–Es la primera fiesta a la que asisto desde entonces y se me ocurrió pensar en lo diferente que habría sido aquella reunión si hubiésemos sabido lo que iba a suceder –los ojos se le llenaron de lágrimas, pero Paula se obligó a guardar la compostura. Lo peor ya había pasado.


–Si hay algo que me haya enseñado la marina –Pedro la abrazó–, es que nadie tiene garantizado el día de mañana. Tienes que aceptar lo que la vida te ofrece a cada momento.


–Lo sé… –consciente de que él pronto se marcharía, Paula luchó por no ahogarse en los miedos de su incierto futuro de madre soltera de sus sobrinas–. Pero es más fácil decirlo que hacerlo.


–El viernes, cuando firme a la renuncia de mis derechos sobre tus sobrinas, quiero que tengas muy claro que no tiene nada que ver contigo –Pedro le tomó la barbilla con ternura, obligándola a mirarlo a los ojos–. Aunque esté de vuelta en la base, puedes llamarme.


–¿Y eso debería hacerme sentir mejor? –ella arrojó el gorro de papel de aluminio al jardín.


–Esperaba que sí. Lo último que quiero es que pienses que te estoy abandonando –aunque le daba la espalda, él se acercó y apoyó las manos sobre sus hombros–. Lo que hizo tu hermana, dejándome a cargo de sus hijas… –suspiró–. ¿En qué demonios estaba pensando?


Era la pregunta que Paula se hacía a diario.






UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 10







–Buenos, días, dormilonas –por una vez, Pedro se había despertado antes de que las niñas aullaran pidiendo el servicio de habitaciones. Vanesa seguía durmiendo. Pero en cuanto lo vio, Viviana empezó a lloriquear.


–No empieces, pequeñaja –Pedro la tomó en brazos–. Ha sido una noche muy larga.


La sonrisa del bebé lo dejó sin respiración.


–¿Te parece divertido? –acunándola, él le hizo cosquillas en la barriguita.


Por mucho que se repetía que era inmune a los encantos de las gemelas, temía que, si continuaba así, la nueva hornada de chicas Chaves también le romperían el corazón.


–Hola –Paula bostezó junto a la puerta de la habitación–. Quería levantarme antes que tú.


–Estoy acostumbrado a madrugar aunque no haya dormido –Pedro seguía arrancando sonrisas a la niña–. Cuidar bebés no es nada comparado con desactivar artefactos nucleares.


–Ojalá tuviera la misma confianza que tú –ella suspiró.


–Ya le pillarás el truco.


–¿No era eso lo que te decía yo a ti? –Paula inclinó la cabeza.


El corto camisón se le pegaba en los lugares adecuados y dejaba al descubierto algunas zonas que al soldado le encantaría explorar. ¿Desde cuándo había empezado a ser tan sexy?


–¿Qué quieres que te diga? –él asintió–. La marina me enseñó a aprender deprisa.


–No te des tantos humos, soldado –dijo ella sentándose en la mecedora–. Domino lo básico: pañales, biberones, baños. Lo que me asusta es compaginarlo con mi trabajo.


–Pensaba que tu madre te iba a ayudar.


–Yo también, pero de repente parece haberse rajado. Tengo la sensación de que me culpa por el testamento de Melisa. Es una locura.


–¿Y qué hay de los padres de Alex? –insistió Pedro mientras le cambiaba el pañal a Viviana.


–Volvieron a Miami, no se puede contar con ellos –Paula sacó a Vanesa de la cuna y le besó la regordeta mejilla–. Todo el jaleo que montaron tus abuelos al saber que me haría cargo de vosotras y ¿dónde están ahora?


–¿Te gustaría ver a tus padres esta tarde? Quizás resulte más sencillo si yo te acompaño.


–¿Tenemos que hacerlo?


–No. Me pareció buena idea –Pedro se acercó a ella con Viviana en brazos–. Te la cambio.


Pedro sintió el roce de los brazos de Paula contra su piel y, al instante, deseó otro beso.


–¿Te apetece hacer algo?


–Quería consultarte algo –ella regresó a la mecedora con Viviana.


–Dispara.


–La semana pasada, Clementina nos invitó a una fiesta de Halloween.


–Estupendo. Me encanta Halloween.


–A mí también –Paula frunció el ceño–, pero necesitaremos una canguro y…


–Estoy seguro de que Fer y mi padre nos echarían una mano.


–Cleme también me recordó la fiesta de Wharf-o-Ween. Yo suelo poner un puesto infantil.


–Un momento –bufó él–. ¿Hablas de tequila para niños o algo así?


–Ya sé que suena raro –ella le sacó la lengua–, pero dado que todos los comerciantes del muelle participan, ¿por qué no el bar Paula’s? Y para tu información, no se sirve alcohol.


–Entiendo, pero ¿qué querías consultarme? –Pedro hizo un movimiento excesivamente brusco para el gusto de Vanesa que estalló en llanto–. Ya está, ya está –la calmó.


–Da igual. Deberíamos darles de comer.


–¿No podemos hacer las dos cosas a la vez?


Paula lo intentó, pero en cuanto Viviana oyó llorar a su hermana, se unió a ella. Y ninguna se calmó hasta que sus bocas estuvieron demasiado ocupadas con sendos biberones.


–Eso sí que ha sido intenso –Pedro suspiró en cuanto se instalaron en el sofá–. Si son así de exigentes de bebés, no quiero ni pensar en su adolescencia.


De inmediato lamentó haber hablado. Los ojos de Paula volvían a estar llenos de lágrimas.


–Fueron buenos tiempos –ella sonrió–. En cualquier caso, lo que quería preguntarte era si no te parece inapropiado por nuestra parte llevar a las niñas al festival.


–Si las gemelas fueran más mayores –contestó Pedro tras reflexionar un instante–, les dejarías decidir. Siendo tan pequeñas, la decisión es tuya.


–Y eso me lleva de nuevo a la misma pregunta. ¿Wharf-o-Ween o una tranquila velada en casa?


–Quizás sea cosa mía, pero me encantaría salir de esta casa un rato.



****

A Paula le dolía el costado de tanto reír.


Los grandes almacenes de Conifer, Shamrock’s Emporium, disponían de una pequeña, aunque divertida, colección de máscaras, disfraces y maquillaje de Halloween. Pedro colocó una gigantesca máscara de Hulk sobre la cabeza de Viviana que, lejos de asustarse, empezó a reír.


–¡Para! –suplicó Paula al sentirse observada por los clientes–. Nos van a echar.


Vanesa miró la cabeza verde de su hermana y estalló en llanto.


Paula sintió que su corazón se derretía cuando Pedro tomó al bebé en brazos y la acunó.


–Lo siento, no quería asustarte.


Viviana seguía riendo.


–¿Qué te parece un halo de angelito? –Pedro colocó una diadema sobre la asustada niña.


–Espera –Paula sacó el móvil del bolso–. Tengo que hacerle una foto.


En ese mismo instante apareció Sofia que, al ver a los felices cuatro, se dio media vuelta.


–Sofia, espera –Paula corrió tras una de las mayores chismosas de la ciudad.


–¿Cómo has podido? –Sofia se volvió hacia ella–. El pobre Alex y tu hermana apenas se han enfriado en sus tumbas, ¿y así les mostráis vuestro respeto?


–Sofia –Pedro les alcanzó–, no es que sea asunto tuyo, pero lo mejor que podemos hacer por las dos niñas es proporcionarles constante amor y apoyo, y quizás incluso un poco de diversión.


–¿Y qué sabes tú de la pena, Pedro Alfonso? –espetó Sofia–. No es ningún secreto que Melisa te abandonó. La pobre acababa de perder a su hijo y tú…


–No sigas –ordenó él con voz peligrosamente baja, una que Paula jamás le había oído y que le asustó mucho–. No te atrevas a excusar lo inexcusable. Si mi esposa necesitaba consuelo, debería haber acudido a mí, no a Alex. Y te recuerdo que yo también perdí a mi madre siendo un crío –concluyó con la mandíbula encajada.


Sofia jugueteó con el marcador de precios antes de correr al almacén.


–Siento mucho que te dijera esas cosas horribles –Paula lo abrazó por detrás, movida por el instinto. Ya no se trataba del fornido SEAL, era de nuevo el chico que había conocido.
La madre de Pedro había fallecido de cáncer cuando el niño contaba cuatro años. Paula no recordaba el entierro, pero sí lo sucedido después. Al preguntarle si quería jugar a los cochecitos con ella, le había contestado que no podía. 


Sus mejores coches se habían ido.


–¿Adónde? –había preguntado ella.


–Al cielo, con mi mamá.


Pedro había metido sus coches preferidos en el ataúd de su madre.


–Nunca me gustó esa mujer –Paula siguió consolando a su amigo–. En la boda de Alex y Melisa me preguntó si quería su echarpe para cubrir mi indecente vestido de tirantes.


–¡Bromeas!


Pedro rio y dejó a Vanesa en el cochecito antes de abrazar a Paula y besarle la cabeza. El abrazo se prolongó hasta que ambos se sintieron transportados a un lugar más profundo y significativo que el de la amistad.


–Gracias –susurró él.


–No he hecho nada.


–Claro que sí. Cuando esta maldita ciudad me dio la espalda, tú siempre estuviste a mi lado. Y sigues estándolo. Y ahora… –Pedro suspiró–. Ojalá pudiera estar yo al tuyo.



*****

–¿Qué crees que quiso decir? –preguntó Clementina–. ¿Será su forma de declararte su amor?


–No digas tonterías –Paula llenó dos jarras de cerveza para un par de clientes habituales.


–Cosas más raras se han visto –señaló la otra joven.


–Y Bigfoot podría secuestrarme de camino a casa. Siento haberte dicho nada.


–¿Te he contado alguna vez cuando Bigfoot vino a mi casa? 


–Rufus Pendleton, uno de los clientes habituales, pidió otra cerveza.


–Solo unas diez veces, querido –Clementina se inclinó sobre la barra para besarle la mejilla.


Paula se había sentido tan horrorizada ante la crueldad de Sofia que había necesitado contárselo a su amiga. Pero en esos momentos comprendía que debería haber mantenido la boca cerrada. Lo que Paula había interpretado como un momento dulce, la casamentera de Cleme lo había visto como lanzarse de cabeza a un apasionado romance.


«¿Y qué dices de ese espectacular beso?».


¿Acaso no había sido significativo? Pero esa información la guardó para sí.


–¿Qué has decidido sobre mi fiesta y la de Wharf-o-Ween? –Clementina se sirvió tres cerezas.


–¿No habíamos hablado de no comernos las cerezas? –Paula le dio un manotazo–. Y sí, pondremos el puesto de siempre, pero añadiendo una foto de Alex y mi hermana. Creo que será bonito recordar que hay que vivir el momento, porque nunca se sabe cuándo será el último.



****

Dado que Trevor se había ofrecido voluntario para cubrir el último turno, Paula aprovechó para visitar a sus padres.


–¿Hola? –llamó. La casa parecía una tumba.


La cocina estaba vacía y en el garaje no había ni rastro de la camioneta de su padre.


El último lugar que Paula inspeccionó fue el dormitorio principal. Y allí encontró a Ana, acurrucada sobre la cama, los ojos muy abiertos.


–¿Mamá? ¿Estás bien?


–¿A ti qué te parece?


–Hoy ha hecho un buen día –ella se sentó en el borde de la cama–. ¿Quieres ver la puesta de sol? Quizás te haga sentir mejor.


–No te molestes en fingir que eres inocente.


–¿A qué te refieres? –preguntó ella, sobresaltada por la ira de su madre.


–Sofia me contó tus planes de hacer vida normal en Halloween. Toda la ciudad habla de tu comportamiento aborrecible y claramente escandaloso. No creas que Sofia no me contó lo que hicisteis Pedro y tú en la tienda.


–Cielo santo. Lo único que hicimos fue comprar algunos artículos de Halloween para las niñas.


–A mí no me lo pareció. Recuerdo la carta de tu hermana, cómo hizo de casamentera. Sé que hay algo más y que te pegas a Pedro como si fuera tu novio. Él siempre le pertenecerá a tu hermana. Apuesto a que te encanta esa enorme casa también, ¿verdad? ¿Y el coche nuevo? Melisa tenía todo lo que tú deseabas y ahora que está muerta…


El horror de las palabras de su madre hizo que Paula se cubriera la boca con las manos.


–Deberías avergonzarte –Ana se sentó en la cama–. Eres aborrecible.


–No te reconozco –con voz temblorosa, Paula salió del dormitorio.


–¡Corre! –gritó su madre–. Pero corre directamente a la iglesia a rezar por el pecado de desear la muerte de tu hermana.


Y Paula corrió, pero hacia la cordura.


Corrió directamente hacia Pedro, al parecer el único amigo que tenía.



******


A la mañana siguiente, Paula fregaba los platos del desayuno cuando sonó el teléfono.


–¿Quién es? –Pedro tomaba una taza de café mientras hojeaba el periódico.


–Mamá –Paula frunció el ceño–. Seguramente estará mejor.


–¿Fuiste a la iglesia tal y como te dije que hicieras? –fue el saludo de Ana.


–Déjalo ya. Has perdido a una hija. ¿De verdad quieres perder a la otra?


Unos sollozos llegaron desde el otro lado de la línea.


–Mamá –continuó Paula, en parte asustada, en parte insegura sobre cómo proceder–, creo que papá debería llevarte al hospital. No te comportas de un modo racional.


–Tú eres la que…


Incapaz de oír más a su madre, ella colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.


–¿Crees que es demasiado pronto para una cerveza?


–Eso no suena nada bien –Pedro soltó el periódico.


–Aparte de que mi madre bordea la locura, está el problemilla de que odio vivir en una pecera.


–¿Qué pasó?


–Al parecer, Cleme abrió su bocaza y habló de la participación del bar en el festival. Sofia ya le había contado a mamá lo escandaloso que había sido nuestro comportamiento en Shamrock’s y ahora todo el mundo habla de la irrespetuosa hermana. Y a mi madre se le ha metido en la cabeza que me alegro de vivir la vida de Melisa –Paula se secó las lágrimas con papel de cocina–. ¿Cómo pudo decirme algo así? ¿Cómo pudo ser tan cruel?


–Ven aquí –Pedro le ofreció un abrazo y ella se hundió en la deliciosa sensación–. Estoy seguro de que no lo dijo en serio. Era su dolor el que hablaba.


–Aun así –ella sollozaba contra su pecho.


–Tranquila –él le acarició la cabeza, inundándola de calor–. Todo saldrá bien.


¿En serio? Porque, a juzgar por cómo se sentía en brazos del exmarido de su hermana, no pudo evitar temer que parte de las acusaciones de su madre pudieran ser ciertas.



*****


–¿Qué les pasa? –una hora más tarde, recién duchada y aún avergonzada por la escena con Pedro, Paula entró en el cuarto de las aullantes niñas.


–Encontré este CD de nanas –sentado en el suelo con las gemelas en brazos, Pedro se encogió de hombros–. Pensé que les gustaría, pero en cuanto empezó a sonar se pusieron histéricas. ¿Crees que Melisa se lo ponía a menudo y se están preguntando por qué no está aquí?


–No me sorprendería –Paula apagó la música. Se unió al trío en el suelo y tomó a Viviana–. Lo siento, chiquitina. Sé que echas de menos a tus padres.


Al levantar la vista, descubrió a Pedro acunando a Vanesa.


En pocos minutos se hizo el silencio.


–Me pregunto cuántas más bombas de recuerdos habrá por ahí, listas para estallar.


–¿Puedo hacer algo por ti? Ha sido una mañana asquerosa.


–¿Eso crees? –ella rio, aunque no consiguió disimular lo dolida que seguía estando por las palabras de su madre.


–Vamos. Algo habrá que pueda hacer para que mis tres chicas sonrían.


¿Sus chicas? Paula se hundió en la peligrosamente atractiva mirada mientras se recordaba que no debía ver nada más que amistad en ella. Ese hombre se marcharía en una semana y, al igual que la casa perfecta y las niñas perfectas, no le pertenecía. Jamás le pertenecería.


–Vamos –insistió él–. Tiene que haber algo muy egoísta que desees.


–De acuerdo –ella sonrió–, si viviera en un universo idílico, disfrutaría con una pedicura y brownies.


–Hecho.


–¿En serio? –Paula enarcó las cejas–. ¿Y cómo vas a hacerlo realidad?


–En primer lugar –dejó a Vanesa en el suelo el tiempo justo para ponerse en pie y volver a tomarla en sus brazos–. Vamos a bajar a ese cine del sótano a ver alguna película cursi de chicas.


–Preferiría ver una de acción y aventuras.


–O eso –Pedro besó a Vanesa en la cabeza despertando unos irracionales celos en Paula–. Después voy a preparar unos brownies con la mezcla que compré en el supermercado.


Ella frunció el ceño, aunque no demasiado.


–Y mientras los brownies se hornean, voy a pintarte las uñas de esos preciosos dedos de los pies.


–¿Qué sabes tú de lacas de uñas?


–Puede que lo tenga un poco oxidado –él se puso serio–, pero cuando mi madre estaba enferma, siempre me pedía que le pintara las uñas de color rojo. Y yo me sentía orgulloso de arrancarle una sonrisa –incluso en la penumbra de la habitación de las niñas se veía el brillo en los ojos de Pedro–. ¿Me permitirás hacer lo mismo por ti?


Paula asintió con un nudo en la garganta.