jueves, 1 de septiembre de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 35






Paula


Llevo ya unos días en Valencia y estoy hasta las narices del calor. ¿Esto es lo que yo echaba de menos? Voy con la nuca chorreando todo el día lo que equivale a que cada noche tenga que lavarme el pelo y, eso, en Valencia, es otra historia. ¿Cómo no recordaba la cantidad de cal que tiene el agua de la ciudad? No hay manera… se me queda fatal el pelo todos los días. ¡Con lo bien que se me quedaba en Navarra!


Y mi casa… siento que me falta el aire. Ahora me siento encerrada en mi loft, pero, claro, hay que tener en cuenta que comparto cincuenta metros con mi hermana pequeña. 


¡Cama incluida! Y pensar que me sentí asfixiada cuando llegué al norte por estar en medio de la nada. ¡Quién me lo iba a decir!


De mi nuevo trabajo ni hablamos. Vuelvo a ejercer de subdirectora pero en una oficina en la que tenemos trabajo por arriba de nuestras cabezas y, para rematar la jugada, tengo un director adicto al trabajo que nos hace quedarnos todas las tardes hasta las ocho. Joder, que casi tenía más vida social en el campo…


La relación con Santi no pasa por su mejor momento. 


Hablamos un par de veces porque con mi reincorporación fue necesario por asuntos laborales pero no quiero volver a saber nada más de él.


Y luego está Pedro.


Me acuerdo de él todos los días. A todas horas.


Aunque mis últimas semanas en Navarra ya no las pasé a su lado, no puedo evitar recordar las rutinas que ambos compartíamos: los despertares a su lado, las comidas en la posada, las cenas en casa, las noches viendo las estrellas desde el prado… Apenas veo las estrellas aquí, las luces de la ciudad no me lo permiten.


Y así podría seguir con una larga, larga lista.


El problema no es mi vuelta a la ciudad, el problema es que Pedro ya no está conmigo. Y como no está, pues todo me parece un asco. Un auténtico asco.


—Vete a gastar la Visa un rato —sugiere mi hermana.


—Uf, no me apetece.


—¿Qué dices? —me mira como si me hubiera vuelto loca—. Pero si eras una loca de las compras. Venga, que te acompaño.


La miro sin responder. Me siento tan apática.


—Ni se te ocurra protestar. Hoy vamos a tener un día de chicas.


—Vale.


Me agarra de la mano, me saca de casa a rastras y me mete en el coche en dirección al centro. Si un día de compras compulsivas no me sube la moral ya no sé qué lo hará.


Unas horas más tarde, el balance de la jornada es bastante positivo: hemos recorrido las tiendas de la calle Colón y de la contornada y vamos cargadas con bolsas que contienen ropa, bolsos y zapatos. Al más puro estilo Pretty Woman pero sin nadie que nos cargue los trastos. Ahora nos disponemos a sentarnos en La Petite Brioche para tomar el brunch antes de ir a hacernos las uñas.


Nos pedimos unas quiches con ensalada y rezamos para que quede un hueco en nuestros estómagos para poder saborear una de las deliciosas tartas que tienen. La verdad es que me encanta el local: tiene una decoración vintage muy cuidada que lo convierte en un sitio de lo más acogedor. 


A mí me recuerda a las bakeries neoyorquinas. ¡Ay! Un viajecito a la Gran Manzana, eso sí que me subiría la moral.


—Va, confiesa —dice mi hermana a la vez que me escruta con la mirada desde detrás de sus gafas de pasta azules—. Confiesa que la terapia ha surtido efecto.


—No puedo decirte que no…


—¿Pero?


—Es muy sencillo, Isabel, lo que pasa es que aunque me siento más animada es imposible que unas compras me hagan olvidar mi ruptura con Pedro.


—¿Tan en serio ibas?


Puede que ni yo misma lo supiera al principio, pero así era. 


Cada día que pasaba estaba más y más convencida de que era el hombre de mi vida. Tanto, que me hubiera quedado si me lo hubiera pedido.


—¡No me jodas, Paula! ¿Tú viviendo para siempre en un pueblo perdido en medio de un valle? Discúlpame pero no lo veo —exclama mientras se aparta su rubia melena de la cara.


—Te confieso que he echado de menos el día a día de la ciudad, pero, ¿sabes qué? He sido muy feliz allí.


Mi hermana coge mi bolso de golpe y se pone a rebuscar.


—¿Qué haces?


—Buscar tu móvil. Quiero ver a ese tío. Muy bueno debe estar para que estés así.


Suelto una carcajada ante la ocurrencia de mi hermana y pienso que sí, que Pedro estaba más que bien. Pero que aunque eso fue lo que primero me llamó la atención de él no fue su físico lo que me enamoró, fue su personalidad.


Recuerdo la primera bronca que me echó por malgastar agua y es inevitable que las lágrimas asomen a mis ojos. Al final, consigo contenerlas y, con una sonrisa en la cara, le cuento a mi hermana cosas de mi hombretón del norte: su afición por el surf y el montañismo, sus pectorales de tableta de chocolate, su sacrificio para sacar adelante la granja de sus padres, el horrible mono azul que usaba para trabajar en la granja… y sigo y sigo hasta que no queda comida en la mesa.


Mi hermana mira el reloj y decide que es hora de irse.


—No querrás que lleguemos tarde a Paniselo. Llevas unas uñas horrendas.


Asiento porque tiene razón. Creo que no me he hecho ni una manicura desde que me fui a Navarra.


Nos ponemos en pie y recorremos la calle Sorní hasta llegar al cruce con Colón y Jorge Juan. Estamos a punto de girar hacia esta última cuando mi hermana se detiene de sopetón, deja caer las bolsas al suelo y, con la boca muy abierta, señala hacia el otro lado de la calle Colón, en la plaza de los Pinazo.


Yo miro también pero no entiendo que es lo que la tiene tan asombrada. En esta plaza hay una boca de metro y está una de las entradas al Corte Inglés por lo que suele ser un lugar abarrotado de gente. Está claro que, entre el gentío, algo ha llamado la atención de mi hermana. Por su cara, debe ser bastante escandaloso.


—El mono ese que dices que llevaba Arturo, ¿es así, de tipo albañil?


—Sí —respondo sin hacerle mucho caso porque estoy más centrada en localizar lo que sea que ha visto mi hermana—. ¿Por?


—Pues… porque me parece que tu ganadero ha venido a visitarte y no se ha quitado la ropa de trabajo.


—¿Qué dices?


—¡Es como en la peli de Cocodrilo Dundee!


Mi hermana me coge de la barbilla y gira mi cabeza hacia el paso de peatones. Ahí un hombre rubio y con un mono azul se pasea nervioso y algo desorientado, como si no supiera dónde está. No puedo verle la cara entre tanta gente.


—Acaba de bajar del coche que conducía un matrimonio de unos sesenta años. La mujer ha salido, le ha abierto la puerta y lo ha obligado a salir del coche. Luego, se han largado a toda prisa.


—Maria y Juancho —murmuro para mí.


—¿Tu director y la mujer? Pues puede ser que fueran ellos, se parecían a los que he visto antes en las fotos del móvil y ese —señala al chico del mono—, también se parece a tu hombretón del norte.


En ese preciso momento, el semáforo se pone verde y mi hermana, en otro arranque, recoge las bolsas del suelo a toda prisa y se dispone a cruzar, derechita hacia él.


Yo, que temo lo que mi hermana pueda decir, la sigo. Ya casi estamos a su altura cuando mi hermana hace una mueca y se gira hacia mí:
—¡Qué asco! Pero si huele fatal…


Olfateo el aire y reconozco ese característico aroma a vaca.


Me acercó a él, que sigue de espaldas y no me ve. Quiero decirle algo pero no me atrevo. ¿Qué hace aquí? ¿Lo han obligado a venir o quiere arreglar las cosas? Y, lo más importante de todo… ¿por qué lleva esas pintas?





ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 34



Pedro


Observo a Paula alejarse de mí con paso decidido. La he perdido, la he perdido para siempre. Y lo peor es que he sido yo el que la he apartado de mí. He sido cruel y no creo que lo que le he dicho sea cierto, pero estaba tan enfadado que quería que se sintiera igual de mal que yo y, por lo visto, lo he conseguido.


Han pasado ya varios días desde que Paula se marchó. Lo sé porque el mismo Juancho me lo ha confirmado. Al día siguiente del mercado cargó sus cosas en el Golf y cogió la carretera de camino a Valencia.


Pienso en ella y me cuesta creer que estamos separados por más de quinientos kilómetros. No es lo único que nos separa. También estamos separados por el muro infranqueable que yo mismo construí al verla besarse con Santiago y que terminé de rematar con nuestra discusión.


Es un muro insalvable.


Aunque quisiera arreglar las cosas, aunque quisiera retractarme; ya no hay nada que hacer.


Estoy bien jodido.


Sé que le he hecho mucho daño. Puede que incluso más del que ella me ha hecho a mí. Ahora, solo me queda esperar a que pase el tiempo, que como no dejan de recordarme Maria y Juancho, todo lo cura.


Sé que ya nunca seré feliz. Si ahí fuera había una mujer para mí, era Paula. Nadie podrá llenarme nunca como ella lo hacía. Así que a partir de ahora seguiré solo. Con mi ganadería y mis aficiones. El montañismo y el surf me relajan. Me pierdo en los bosques a pensar o me dejo llevar por las olas para poner la mente en blanco. Y, cuando llegue el otoño, iré a recoger setas.


Mi amigo Jacinto me ha llamado para quedar un par de veces, pero no me apetece. Quiero estar solo. Algo que Maria y Juancho no parecen entender porque recibo invitaciones para quedar con ellos noche sí, noche también. 


Y a Maria no hay quien le diga que no. Como, además, a Juancho le queda un telediario en la oficina, me sabe mal negarme.


Están planificando sus vacaciones. Se van a Benidorm y no hacen más que insistirme para que me una. ¡Lo que me faltaba! Soportar a Maria noche tras noche bien, pero toda una semana… No, yo también tengo un límite. Además, no quiero estar en la misma comunidad que Paula. Resultaría insoportable pensar que, a pesar de estar tan cerca, no vamos a vernos.


Pero ellos, o mejor dicho, Maria, erre que erre.


—Tú sabes lo bien que te vendría… Vamos a alojarnos en el hotel Bali. Nos dan pensión completa y luego a tomar el sol a la playita. Con lo que te gusta a ti el mar… —insiste una noche que he ido a cenar.


—Joder, Maria, ya está bien. He dicho que no.


—Mujer, deja al pobre Pedro —interviene Juancho—. Si no quiere venir que no venga… aunque a mí me encantaría.


Me parto. El pobre lo deja caer así, como quien no quiere la cosa. Anda que no agradecería tener la compañía de otro hombre y no solo la de la marisabidilla de su mujer. Pero oye, que él la eligió. Ahora que se la coma con patatas.


—Pues yo creo que te equivocas al no venir, Pedro.


Y dale, a esta mujer parece que le hayan puesto pilas Duracell. Hay que ver lo bien que cocina y lo mal que me acaban sentando todas sus cenas. ¡Siempre consigue indigestarme con sus comentarios!


—Es verdad, lo digo en serio.


Juancho y yo nos miramos y dejamos que siga con su perorata. Es imposible callarla así que mejor que cuente lo que le venga en gana. Al menos habrá alguien contento.


—Es más —continúa—, lo que en realidad deberías hacer es bajarte con nosotros en el coche y que te dejemos en Valencia.


Al escuchar la última palabra un trocito de carne se me va por el otro lado y me atraganto. Empiezo a toser como una bestia y Juancho me pasa un vaso de agua que bebo de golpe.


—Pero, hijo, no te pongas así… Es que no entiendo por qué no has ido ya a buscarla.


—Maria, te tengo mucho aprecio pero no voy a consentir que te metas en mi vida.


—Pues es que alguien tiene que decirte las cosas claritas y como Juancho no va a ser…


Niego con la cabeza y replico:
—No voy a buscar a Paula. No tengo nada que hablar con ella.


—Pues yo creo que sí.


¡Hostia! Esta mujer es incombustible. Ahora empiezo a entender las escapadas de Juancho… estoy por salir por patas yo también.


—Que sí, que sí y que sí. A ver, ¿por qué estás tan enfadado como para no poder hablar siquiera con ella?


Ya estamos con lo mismo.


—Joder, pues por el cierre de la oficina; porque se marcha. ¿Por qué va a ser?


Maria se levanta, retira los platos y se dirige a la cocina para traer el postre. Antes de salir del comedor se gira hacia mí y, como quien no quiere la cosa, dice:
—¡Y yo que pensaba que era por lo del beso con su amigo Santiago!


¿Qué dice? Estoy boquiabierto, pero no hace falta que diga nada. Ya tenemos a Maria para eso.


—¡Ay, Pedro! Juancho y yo lo vimos todo. Que seamos muy discretos y no hayamos dicho nada es diferente… pero vuestro enfado está durando ya demasiado. No me queda otra que tomar cartas en el asunto. No puedo callarme más tiempo.


Juancho me mira y se disculpa con la mirada. No hay nada que hacer con Maria.


—Está todo decidido. Mañana sábado salimos para Benidorm y haremos escala en Valencia.


Muy bien, Pedrito, a ver quién es el guapo que le dice que no a esta mujer.


En un último intento de escapar de las tretas de Maria, me visto con el mono azul y me dirijo a la granja a ver a las pocas vacas que tengo ahí; el resto campan a sus anchas en los prados colindantes como siempre que llega el buen tiempo. Al cabo de una hora, estoy tan enfrascado en mi tarea que no me entero de que llegan.


—¿Pero se puede saber qué haces con esas pintas?


La voz de Maria resuena por toda la granja y mis vacas, que habitualmente son tranquilas, empiezan a mugir alteradas. 


¡Hostia! Si es que esta mujer sacaría de quicio al mismísimo Job.


—Te dije ayer que estuvieras preparado y ¡mírate! Estás hecho un asco…


—Muchas gracias por la parte que me toca.


—Pues no hay tiempo —sentencia—, tendrás que venirte así a Valencia.


—¡Ni hablar! Ya os dije que no pensaba ir.


Me callo al ver a Juancho que asoma la cabeza por la puerta.


—¿Queréis daros prisa? Tengo el coche en marcha y hemos de estar en Benidorm a mediodía.


Lo miro sin comprender.


—Tenemos pensión completa —explica—, hay que llegar para comer.


—Pues no os preocupéis por mí, haced camino. Yo tengo mucho trabajo.


Maria se me acerca y, decidida, me suelta una colleja de las buenas.


—¡Joder! —exclamo al tiempo que me froto la nuca.


—Tira para el coche —ruge—. Y no quiero escuchar ni una sola queja más. Que nos va a tocar viajar con este magnífico aroma a res y pienso hacer el sacrificio por vosotros porque, leñe, parece que los empujoncitos no te valen, hijo.


Se ve que no.


Y, Maria, para solucionarlo ha decidido empujarme al vacío.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 33





Paula


Como cierran la oficina a final de mes, Juancho no ha podido cogerse las vacaciones que tenía planeadas. Se las pagarán con el finiquito y yo me las cogeré ahora, como había pedido. Él cerrará solo la oficina. Así que aquí estoy, en pleno mes de agosto, y sin haber disfrutado de un día libre excepto los que estuve hospitalizada.


Antes de salir del hospital, Maria y Juancho se pasaron a verme. ¡Gracias a Dios ellos no estaban enfadados! Por desgracia no eran portadores de buenas noticias…


Pedro sí estaba enfadado.


Lo entiendo. Si vio lo que yo creo que vio… Yo no estaría enfadada, estaría furiosa, iracunda y, casi con toda seguridad, con ganas de matar a alguien. Probablemente a la mujer que lo hubiera besado. Seguro que si Pedro se topara de nuevo con Santiago le partiría la cara bien a gusto.


A Santiago le puse los puntos sobre las íes y tuvo que meter el rabo entre las piernas y volver a Valencia, pero el mal ya estaba hecho.


Por desgracia, en lo que respecta al asunto de la oficina, no hay nada que hacer. Por lo visto, Santi sugirió el cierre y a los de arriba no les costó nada tomar la decisión de hacerlo. 


No es una oficina rentable y eso lo supe yo desde el primer día que puse un pie en ella. Antes o después tenía que suceder.


En cuanto a Pedro, hemos rescindido el contrato de alquiler. 


Fui a casa a recoger mis cosas aprovechando que él todavía seguía en el hospital. Ya me había dejado bien claro que no quería saber nada de mí y no quería encontrármelo. Habría sido demasiado duro.


Hice un par de intentos de hablar con él y arreglar las cosas mientras estuve ingresada en el hospital, pero no quiso tener nada que ver conmigo. ¡El muy imbécil llamó a la enfermera e hizo que me sacaran de la habitación!


He seguido probando por mensaje, teléfono… y nada. La callada por respuesta.


Sé que además de lo del beso está dolido porque me marcho. Sé que le cuesta asumirlo, pero no puedo creer que de verdad piense que esto es cosa mía. Creía que me conocía, que en estos meses que habíamos compartido se había dado cuenta de cómo era yo.


Pero no.


Maria me recomendó alojarme en un precioso hotelito que hay en el pueblo de Lekunberri, el hotel Ayestarán. Lo cierto es que este pueblo, no tiene nada que ver con el de Pedro


¡Esto es otra cosa! Aunque no tengo ningún Zara, sí dispongo de casi todos los servicios que una persona necesita en su día a día y a Pamplona se llega en un santiamén. No puedo negar que estoy a gusto. Además, el hotel tiene un restaurante en el que se come de vicio: entrante, primer plato, segundo y postre. No, si cuando llegue a Valencia al final me va a tocar renovar el vestuario como siga así… También tiene una piscina, en la que estoy ahora tomando el sol.


Sí, el mes de agosto ha traído consigo al sol y, como no sé cuánto durará, aquí estoy; intentando ponerme morena y quitarme el blanco nuclear que arrastro desde que llegué a Navarra.


Mañana hay mercado medieval en la ciudad. Me han dicho que es una pasada, que invade todas las calles del casco antiguo. Tengo ganas de verlo. De hecho, tenía tantas ganas de verlo que, en su momento, le dije a Pedro que no nos iríamos a Valencia hasta después de las fiestas. Ahora, la única que va a volver a la ciudad soy yo. Y sola.


No entiendo a Pedro. Se ha encerrado en sí mismo y no atiende a razones. Se ha cerrado en banda y así es imposible arreglar nada. ¿Cómo solucionar las cosas con alguien que se niega a verte y a dirigirte la palabra?


Ahora viene al banco cuando yo salgo a almorzar a media mañana. Lo sé porque el otro día volví más rápido de lo habitual y lo encontré allí, hablando con Juancho. Se sorprendió un poco al verme, pero enseguida se sobrepuso. 


Ni una mirada, ni un gesto; nada. Absoluta indiferencia.


No puedo creer que eso sea lo que siente por mí. Pero es lo que trata de aparentar. Puede que él no me conozca a mí, pero yo sí lo conozco a él.


Por eso he decidido intentarlo una última vez.


Sé que mañana vendrá al mercado y yo voy a obligarlo a escucharme. ¡Tendrá que hacerlo quiera o no! Y, si después de oírme, sigue sin querer arreglar las cosas… ¡entonces se acabó! Prepararé la maleta y volveré a casa sin mirar atrás. Volveré a mi vida y olvidaré los acontecimientos de este último año.


El día siguiente amanece soleado y despejado, creo que hasta hace un poquitín de calor. ¡Qué gusto! Aprovecho el buen tiempo para ponerme unas sandalias, unos shorts y una blusa fresquita. Pensaba que nunca llegaría a usar esta ropa aquí.


Desayuno con tranquilidad y salgo al jardín, donde me siento a esperar a Maria y Juancho. Como mañana regreso, han decidido pasar el último día conmigo. ¡Son un encanto! Me percato de que ya están aquí cuando escucho el sonsonete de Maria riñendo a mi director. ¡Ay, qué mujer!


—Juan Ignacio —le reprende muy seria—, ni se te ocurra dejarnos ahora solas para irte a beber sidra y comer chistorra con tus amigos.


—¡Pero Maria! Si lo hago por vosotras, para que podáis hablar a gusto.


—Nada de excusas. Eres mi marido y tienes que estar conmigo.


—Pero…


—Pero nada. ¿Qué quieres, que todas las marujas del pueblo se piensen que estamos enfadados? Desde que te perdiste en el monte corre el rumor de que ibas a fugarte. No pienso darles más que hablar.


—Mira que eres exagerada.


—¡Tú no sabes la vergüenza que paso los domingos en la iglesia! —exclama ofuscada—. Si algún día pisaras la casa del Señor lo sabrías.


—Está bien, está bien. Me quedaré con vosotras —acepta de mala gana antes de girarse hacia mí—: Lo hago por ti, Paula, que conste. Porque es tu último día y me da mucha lástima que te vayas.


—¿En serio?


Asiente con la cabeza y puedo leer en su expresión que es la verdad. Juan Ignacio y yo nos hemos cogido mucho cariño.


—Bueno, ahora cuanto te den las vacaciones en septiembre os venís unos días a Valencia a disfrutar del sol y la playa.


—¡Y a comer paella! —dice Maria, emocionada.


—Y a probar el Agua de Valencia —añade Juan Ignacio.


—Por Dios, Juancho, ¿puedes pensar en algo que no tenga graduación alcohólica?


Mi director ha dejado de hacer sus saliditas nocturnas pero le sigue encantando la juerga.


Sin poder evitarlo, sonrío.


—Hombre, hacía días que no te veía hacerlo.


—Tampoco había demasiados motivos, ¿no?


—Bueno, vas a volver a tu tierra, ¿no te alegra eso? —inquiere.


Eso me hubiera dejado en éxtasis unos meses atrás pero ahora… ahora solo quiero volver con Pedro. Que me envuelva con sus fuertes brazos y que me bese hasta que ya no pueda más. Eso es lo único que quiero. Lo único que necesito. Y, por lo visto, lo único que no puedo tener.


Echamos a andar y empezamos a recorrer el mercadito. Su fama es merecida, ¡es enorme! Empezamos por la parte en la que venden comida y donde aprovecho para comprar algunas cosas para llevarles a mis padres y seguimos con los puestos de artesanía, donde cae alguna pulserita que otra. ¡Es imposible irse de aquí con las manos vacías!


El pueblo entero parece haberse transportado a otra época: las calles están llenas de balas de paja y banderas del medievo y cuelgan guirnaldas de las casas. Los puestos están todos hechos de madera, los animales invaden las calles y los aromas que se entremezclan dan la sensación de estar en la Edad Media.


Disfrutamos del paseo y las compras. Cuando ya estamos agotados nos detenemos en el puesto de sidra y chistorra con el que Juancho lleva dando el coñazo todo el santo día. Allí, efectivamente, están sus amigos acompañados de sus señoras. Se ponen a saludar y yo me aparto.


Recorro con la mirada la plaza en busca de Pedro. Sé que venía al mercadillo porque Maria y Juancho me lo han dicho. Como veo que están ocupados, me escabullo y me pongo a buscarlo. Tengo que hablar con él. Quiera o no.


Entonces, cerca de donde tienen a las aves rapaces localizo a su amigo, el del balcón de los sanfermines. Jacinto, creo que se llamaba. Lo saludo con la mano y me devuelve el saludo, así que me hago el ánimo y me acerco a él.


—¿Qué tal? Eras Paula, ¿verdad?


Asiento y luego le doy dos besos.


—¿Cómo te encuentras? ¡Menudo susto nos diste aquel día en el encierro!


Me sonrojo al recordar mi numerito en su terraza.


—Bien, bien. No fue para tanto. Unos pocos puntos y veinticuatro horas en observación por si las moscas.


—¡Me alegro! Menos mal que lo de Pedro tampoco fue grave.


—Sí, gracias a Dios. —Solo de recordar el momento de la cogida se me ponen los pelos de punta y se me encoge el corazón.


—La verdad es que fue muy aparatoso pero, bueno, tu hombre es fuerte. Lo he visto antes por ahí y está como una rosa.


Jacinto no sabe que hemos roto, ¿quiere eso decir que todavía tengo una oportunidad? Si quiero encontrarlo, tendré que mentir.


—Sí, está estupendo. —Venga, vamos a contar mentiras tralará—. Por cierto, ¿dónde dices que lo has visto? He ido a comprarme algo de bisutería y lo he perdido de vista.


—Está al fondo de la plaza, con un amigo suyo que también es ganadero pero de vacas lecheras.


—Ah, pues gracias. Me voy para allí a buscarlo antes de que se crea que se me ha tragado la tierra.


Me despido con la mano mientras camino hacia el lugar que me ha indicado. Lo localizo enseguida. Con su camisa de cuadros y sus vaqueros raídos; con su espalda ancha y su grave voz. Un escalofrío me recorre el cuerpo al verlo y recordar lo que era sentir sus labios sobre los míos.


Me coloco a su lado y musito en voz baja:
—Hola.


Pedro se gira sorprendido al escuchar mi voz y, aunque sé que no quiere responderme, lo hace, aunque en un tono irónico que me da ganas de vomitar.


—Hola, Paula. ¿Todavía por aquí?


—Mañana regreso a Valencia. Es mi último día.


Me mira serio, muy serio. Sé que no quiere hablarme, pero hay gente delante y si hay algo que no le gusta a Pedro son los numeritos.


—Es lo que querías, ¿no? —ironiza.


—No, no es lo que quería. —Me planto delante de él y lo miro a los ojos—. Lo que yo quiero es estar contigo.


—¡Ja!


Su risa falsa me cabrea. Él sabe que lo quiero.


Pedro, sabes que lo digo de la verdad.


—Si fuera verdad no habrías dejado que el baboso ese te besara… No me has respetado.


Vale, o sea que estaba en lo cierto, Pedro sí que vio todo lo del beso.


—No puedes ser tan injusto. Él me besó y no pude evitarlo. No es algo que yo quisiera.


—Claro, claro. Como tampoco querías regresar a tu ciudad, ¿no?


No piensa ceder. No piensa darme tregua. Se ha empecinado en que todo esto es cosa mía y de ahí no hay quien lo saque, pero he de intentarlo por última vez. No puedo darme por vencida a la primera de cambio.


—¡Por Dios, Pedro! Sabes que te quiero, que quiero estar contigo. No pude evitar lo que pasó y tú deberías saber que yo no quiero nada con Santi. Igual que sabes que lo del cierre de la oficina no es cosa mía. Yo no tengo la culpa.


Gruñe algo que no logro descifrar.


—Tengo que irme a Valencia, no me queda otra. Igual que tuve que venir a Navarra, ¿tanto cuesta de entender?


—Te vas porque quieres —afirma—. Y te vas con él.


—¡Claro que no! Me voy porque mi trabajo está ahora en Valencia. Y no me voy con él. Me voy sola y es culpa tuya, porque no quieres saber nada de mí. ¿Qué querías que hiciera?


Agacha la cabeza antes de responder:


—Quería que le dijeras que parase, que se alejara de ti, que era a mí a quien querías y que no pensabas volver a Valencia. Quería que te quedaras aquí, conmigo.


Pedro… yo traté de apartarme…


—A mí no me lo pareció. No vi que opusieras mucha resistencia.


—Sabes que te quiero.


No responde.


—Puede que me hubiera quedado contigo, Pedro, puede que lo hubiera hecho si no me hubieras apartado tan rápido de tu vida. Si me hubieras dado la oportunidad de explicarme…


Me mira con los ojos muy abiertos, sorprendido por mis palabras.


—Te he buscado para tratar de arreglar las cosas, pero me doy cuenta de que no vale la pena. Lo nuestro se acabó. Mañana vuelvo a casa y nunca volveremos a encontrarnos.


Me doy la vuelta y me alejo de él. De pronto siento que estira el brazo y me agarra la muñeca para que me detenga y noto que algo en él ha cambiado en los últimos segundos. 


Presiento como si hubiera una bomba a punto de explotar en cualquier momento.


—Paula.


Su voz es fría e impersonal. Ya no parece ni si quiera enfadado conmigo. Es como si no me conociera.


—¿Sí?


Me mira con un aire de superioridad que me enerva.


—Nada, solo que creía que eras diferente. Creía que dentro de tu bonito envoltorio había algo. Pero ya veo que no.


Estoy tan sorprendida por sus crueles palabras que ni siquiera le respondo.


—No me pongas tus ojitos de cordero degollado… No me he tragado nada de lo que me has dicho. Lo tenías todo perfectamente tramado desde el día que pusiste un pie en mi casa.


—¿Qué?


—Lo que oyes, bonita. Que todo eso de que me querías no eran más que cuentos —sisea con rabia—. He sido puro entretenimiento. Ahora que ya ha venido tu salvador a mí no me necesitas para nada, por eso te marchas.


Las lágrimas amenazan con asomar a mis ojos. Las palabras de Pedro son hirientes, muy hirientes. ¿Cómo puede pensar eso de mí? ¿Cómo?


Quiero responderle y mandarlo a la mierda. Decirle que es un capullo que no sabe lo que es el amor y que está tirando esta relación por la borda él solito. Pero las palabras no me salen. No puedo hablar.


Así que, como no puedo seguir escuchándolo, me doy la vuelta y me marcho.


Para siempre.