viernes, 1 de mayo de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 15




Paula entró en casa arrastrando todo el peso de la jornada tras de sí. Las tardes solían ser especialmente pesadas. Era cuando más clientes tenían. La nueva eau de toilette, había tenido una gran aceptación promovida por la publicidad. Bergamota, unida a flores silvestres. Y la sugerencia implícita de exóticos días de verano al sol.


—Ya estoy aquí —gritó desde la puerta con una alegría que no sentía.


Esperaba que Juan hubiera bañado y dado de cenar a Camila. A ella solo le tocaría leer el cuento.


No se detuvo ni a quitarse el abrigo. Tenía una necesidad acuciante de ir al baño. Se extrañó de que Camila y el perrucho no hubieran salido a recibirla como dos potrillos desbocados. Paula no recordaba haber pasado un minuto a solas en el cuarto de baño desde que Camila dio sus primeros pasos.


Tiró de la cisterna, y mientras se lavaba las manos se contempló en el espejo. Su rostro afinado y las ojeras azuladas eran producto del cansancio. Nada más. Ya había pasado bastantes días desde que había tenido el mal hado de encontrarse con Carlos Bouza. Las aguas volverían a su cauce.


—¡Mentirosa! —dijo a su propia imagen reflejada en el espejo.


Nada había cambiado, pero poco a poco lo haría. No pensaba pasarse el resto de su vida llorando por Pedro.


Juan estaba viendo el canal de deportes, con una cerveza en la mano y expresión hosca. Así la recibía, desde que ella se había alejado de Pedro. Por muy amigo suyo que fuera, ella no podía hacer otra cosa. Y además tampoco parecía que Pedro se lo hubiera tomado a mal. No había intentado dar ni una sola explicación.


—¿Has cenado?


—Encontré un poco de jamón reseco en tu nevera. Por cierto, a ver si la llenas, está más vacía que las arcas del estado.


—No sé si esas están vacías o no, pero la comida la tengo que pagar yo, así que cuando cobre la llenaré. Hay patatillas y un ciento de latas de conserva.


—No te preocupes —la cogió de la mano cuando se aproximó a él y le acarició los nudillos con cariño—.Voy a cenar ahora.


—¿Fuera?


—Sí. Hemos reservado mesa para las diez y media.


—¿Hemos? ¿Con quien vas?


Juan cogió la jarra de cerveza, dio un largo sorbo y volvió la cabeza.


—Con Lourdes.


La boca de Paula se abrió de puro pasmo.


—¿He oído bien?


—La invité el otro día al salir de aquí y aceptó. No sé si acabaremos heridos en el hospital o presos en la Comisaría más cercana.


¿Por…?


—A lo mejor me ataca.


Ella rió con ganas.


—Procura no hacerla enfadar y todo irá bien.


—Lo intentaré. Aún no se fía de mí, pero empiezo a hacer progresos.




—Te gusta, ¿eh?
Se encogió de hombros, sin querer dar importancia al tema.


—Ella es real. Estoy harto de mujeres que solo buscan aventuras. Sexo, dinero y paseos en moto.


—Te advierto que si haces daño te arranco lo pelos.


—¿Y por qué a mí? ¿Y si es ella quién me maltrata?


—No hay cuidado de que eso ocurra —rió Paula.


Se alejó hacia su cuarto satisfecha. Algo que salía bien. Ya no tendría que sufrir sus continuos y molestos enfrentamientos nunca más.


Él la observó. Aún tan delgada era muy guapa. Llevaba un traje pantalón oscuro y zapatos de tacón. Parecía una delicada modelo, aunque en realidad era una luchadora. Su hermana merecía ser feliz. Después del nacimiento de Camila lo pasó muy mal, preocupada por cómo iba a sacar a su hija adelante. Lo había conseguido. Trabajaba en firme. 


Era querida y respetada.


—Juan —gritó desde el dormitorio—. ¿Se ha acostado la niña?


Él respondió sin apartar la mirada de la televisión.


—Ese chucho maloliente y ella estarán pintando la mona en el dormitorio. A tu hija hoy se le ocurrió disfrazarse de exploradora.


—¿Y para qué quería vestirse de exploradora? —preguntó muerta de risa desde la habitación.


—Y yo que sé. Si no paran. Hasta le puso la correa al perro y todo para llevárselo por el hielo. Un husky dijo.


Paula se quedó paralizada. Volvió a subirse la cremallera del pantalón que se acababa de bajar con una calma que no creía poseer. Entró en la habitación de Camila. Sus peores sospechas se confirmaban. Allí no estaban ninguno de los dos. Su hija era demasiado astuta y conocía bien el punto flaco de su tío Juan. Había sabido aprovechar el momento oportuno. Justo cuando él había pasado al canal de deportes.


Aun así no se lo creía del todo. No podía porque entonces perdería la cabeza. Si a Camila le pasaba algo, ella moriría de dolor. Su propia vida dejaría de tener importancia.


—¡Camila!, ¡Camila! —llamó varias veces.


El silencio fue su única respuesta.


Abrió el armario y rebuscó en su interior. Se volvió, preguntándose dónde podría haberse escondido, aun a sabiendas de que allí no estaba.


Un frío intenso la cubrió de arriba abajo. Le castañearon los dientes. Camila había huido. Un sollozo desgarrador salió de su garganta. Llevaba callada demasiado tiempo, y ella no había hecho caso de los síntomas. Primero la abuela. Después, Pedro. Ella le había prohibido verlo para evitar que sufriera. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Era fácil herir a un niño. Se actuaba sin respetar sus opiniones y deseos más elementales.


Lloró por la pérdida de sus propias ilusiones y esperanzas


Se obligó a serenarse, a calmar los hipidos que se le escapaban sin control. El tiempo corría en contra, aunque ya suponía con quién estaba.


—¡Juan! —gritó.


—¿Se puede saber que te pasa ahora? —contestó desde el sofá.


—Camila…. ¡Camila no está en casa! ¡Te voy a matar! Te dejo al cuidado de ella y se escapa delante de tus narices.


Juan se puso en pie de un salto, con la cara blanca. 


Temblaba de pies a cabeza. La culpa le corroía. Llevaba un buen rato sin ocuparse de ella, porque se sentía a gusto sin
las continuas interferencias de la niña y del maldito perro. No pensó que se hubieran escapado ante sus narices.


—Vamos —rugió como un poseso—, ponte el abrigo, saldremos a buscarla. Pediré un taxi.


—Espera, espera. Sé donde puede estar. Quédate aquí y por favor no te muevas. Voy al piso de Pedro. Es posible que este allí.


Pedro me habría llamado.


Paula se ahorró la imprecación que tenía en la punta de la lengua. A esas horas dudaba de que existiera en el mundo algún hombre que pensara con coherencia.


—No te muevas de aquí, Juan, me oyes —repitió casi a gritos a ver si el zoquete de su hermano se enteraba de una vez.


Él, por una vez en su vida, no respondió. Estaba tan nervioso que no podía parar.


Tenía la necesidad de hacer algo. No podía imaginar su vida sin Camila. Él también la había criado. Fuera había mil peligros para una niña pequeña. El mal se presentaba de muchas formas. No quería pensar en que alguien se la llevara con algún engaño.


El timbre del teléfono cogió a Paula a punto de salir. Se abalanzó sobre él.


—Paula —la voz de Pedro sonaba calmada—. Camila está conmigo.


Las lágrimas rodaron de nuevo por las mejillas de Paula. Su hijita. Su aventurera hijita estaba a salvo. Pedro la cuidaría.


—Paula, ¿estás ahí?


Asintió con un gesto. Él no podía verla, pero ella era incapaz de decir ni una palabra.


Soltó un sollozo. La templada voz de Pedro fue un regalo para sus oídos.


—Vino a verme a Comisaría. Dentro de un rato te la llevaré a casa —vio al perrillo tirado a sus pies—. A los dos. Tengo que hablar con alguien para que me sustituya, y subo, ¿vale, preciosa?


—Juan y yo iremos a buscarla, Pedro. No te preocupes.


—¿Estás segura?


—Sí, sí. Voy a matarla, te lo aseguro.


—Paula —esa voz maravillosa que tanto añoraba sonaba con tanta dulzura que la hacía llorar a mares—. Solo vas a abrazarla. Nosotros somos los culpables. Después hablaremos con ella. Los dos juntos.


—¿Y por qué no subió a tu piso? —aún estaba enfadada, pero sonaba más tranquila.


Las lágrimas le hacían hablar gangosa


—Me vio salir de casa y ni corta ni perezosa se vino a la comisaría.


Ninguno de los dos quiso ponerse en el peor de los casos. 


Que él no hubiera estado en su trabajo. Que alguien se la hubiera llevado.


—Salimos ahora.


—Te esperamos.


Y ella hubiese dado lo que fuera porque esa promesa fuera para siempre.






REGRESA A MI: CAPITULO 14




PedroPedro…, hay alguien que te espera desde hace un buen rato.


Se volvió hacia la joven policía de nariz chatita y ojos cálidos que estaba en información. En otras circunstancias de su vida, aún le hubiera podido parecer atractiva. No ahora, cuando su corazón no dejaba de sangrar.


—¿Quién? —preguntó arisco, según la costumbre en los últimos días.


Ella pensó, que a pesar de esa mezcla de dureza y fatiga que mostraba su rostro anguloso, podría pasarse una noche con él, revolcándose desnudos en un lecho cubierto por sábanas de satén, como en las novelas románticas.


—Una niña.


—¿Cómo de niña?


—Pues… no sé, como todas las enanas, supongo


—¿Te refieres a una niña pequeña?


—Bastante, sí. No quiere decir ni su nombre ni su dirección. Eso que hemos intentado chantajearla a base de caramelos —respondió irónica—. Solo pregunta por ti. Está en el cuarto de la psicóloga.


—Gracias, voy a ver si consigo que me cuente algo —dijo de camino hacia la sala.


—Espera, espera, no te escapes, hay algo más…


Pedro la miró intrigado, pensando qué más “marrones” le caerían esa noche, aparte de tratar de localizar a los padres de la chiquilla.


—Te lo digo para que no te sorprendas. Viene acompañada de un perro pequeñajo y feísimo que devora caramelos a una velocidad de vértigo. Hemos intentado dejarlo abajo con el de puerta, pero la cría ha empezado a llorar y les hemos tenido que subir a los dos. Más que nada, por no salir mañana en los papeles por maltrato infantil —terminó la joven entre risas.


El rostro de del hombre se demudó. La joven ahogó la risa en una extraña tosecilla.


Había pretendido hacer una broma. Sin saber cómo le había salido mal. Con ese hombre nunca acertaba. Se preguntó si la niña sería su hija. Pocos conocían la vida privada de Pedro.


—Gracias, Vane.


—De nada—respondió por lo bajo, un poco desilusionada por no haber podido acaparar su atención.


Pedro corrió por el pasillo. El corazón le latía a la misma velocidad con la que Pongo se atiborraba de dulces. El horror de su infancia le asaltó de golpe, empapándole la espalda de sudor. Tenía las piernas agarrotadas. Con el mismo dolor que cuando corría por las pistas de atletismo durante su preparación física para ingresar en el Cuerpo de Policía. Camila por la calle, sin vigilancia. ¿La habrían atacado mientras jugaba en la acera?, ¿había logrado huir de unos secuestradores? Le parecía imposible que hubiera
recorrido a pie tanto camino desde su casa hasta la Comisaría. Pero… ¿de qué carajo de pasta estaba hecha esta sociedad? La gente veía a una niña sola y a un perro cotroso y nadie se paraba a preguntar. Estaba indignado. Aterrorizado.


Camila no parecía haber sufrido ninguno de los terribles pensamientos que pasaban por su imaginación. La vio a través del cristal, con Pongo tumbado a sus pies, pintando en unas hojas sueltas que Sofía, la compañera de uniforme que estaba con ella, le había dado. Feliz en su mundo de niñez.


Abrió la puerta. Sofía hizo un gesto de impotencia con las manos antes de salir de la estancia.


—Gracias por cuidar de ella —murmuró al pasar por su lado.


—No se merecen —respondió con simpatía—. Toda tuya. A ver si con tu encanto logras sacarle una palabra del cuerpo.


Él no necesitaba de su encanto para nada. La chiquilla hablaría con él porque a eso había ido.


—Camila…


La niña estaba sentada a la mesa. Su barbilla casi rozaba el borde. Levantó la cabeza y su rostro se llenó de dorado resplandor.


—¿Te gusta? —Preguntó con su sonrisa desdentada, mostrándole un dibujo—. He pintado a Pongo y a Daria en el parque.


—Claro que me gusta —se agachó a su lado. Sus dedos volaron solos a la cabeza adorada de rizos negros—. Pintas muy bien, ya lo sabes.


—Sí —contestó ella con naturalidad.


—Camila, mírame, ¿qué haces aquí?


Camila se encogió de hombros. Los Mayores preguntaban y preguntaban, pero no les interesaban las respuestas. Creían que los niños sólo querían jugar. Le gustaba el tío Juan porque nunca hacía preguntas.


Ella quería un padre. Como el de Pamela, que les llevaba en verano a dar paseos en su lancha por la ría hasta las playas de enfrente. O como el de Rubén, que era maestro y jugaba a regatear con ellos en el campo de fútbol del cole, cuando acababan las clases.


En clase se hablaba del trabajo de los padres y ella no podía decir en qué trabajaba el suyo porque nunca lo había conocido. Su madre le había explicado que se había tenido que ir muy lejos. Desde que supo que los muertos vivían en estrellas, pensó que a lo mejor su padre vivía en una, quizás cerca de la abuela. Aunque ahora que ya era mayor no estaba segura. Tenía la sospecha de que su madre le había contado una de esas “patrañas edulcoradas” de las que tanto hablaba el tío Juan. Su padre se había marchado y nunca había vuelto, pero no tenía por qué estar en una estrella, sino en otro país. No había querido conocerla nunca. A ella no le importaba.


Lo había pensado bien. Sería chulo tener a Pedro de padre. 


El de Pamela trabajaba en un banco. Y el de Iván era el encargado del super. Pero el suyo sería un poli y podría contarles a todos en la escuela que tenía una pistola y perseguía a los malos, como en la tele. La abuela se lo había mandado a ella. Estaba segura.


—¿Sabe mamá que estás aquí?


Pedro se sentó a su lado. A ver si lograba conocer qué rayos hacía en Comisaría.


Camila siguió con la cabeza agachada, concentrada en su dibujo.


—Camila…—el tono de Pedro se endureció un poco.


Ella volvió a mirarle, esta vez con algo de preocupación. 


Pedro se le encogió el corazón. Vio en ellos la misma dulzura de su madre.


La niña al fin negó con la cabeza.


—No me dejan verte —gruesos lagrimones corrieron por sus mejillas—. Oí a mamá. Le dijo al tío Juan que nos habías engañado. Creían que estaba dormida, pero no podía dormir porque quería estar contigo.


El pecho de Pedro se hinchó de emoción. Jamás había sentido nadie por él ese cariño incondicional que manifestaba Camila. Y ése era el bálsamo que sanaba su corazón endurecido de hombre solitario. La levantó sin esfuerzo del suelo, la sentó en sus rodillas y la abrazó contra su pecho. Pongo pareció entender que estaban viviendo un momento trascendental. Arrastró su barrigota y se tumbó sobre los pies del hombre. Pedro se juró a sí mismo que nada en este mundo iba a apartarlo de las mujeres que amaba, y del perro astroso que había acompañado a la niña hasta él.


—No, Camila, no las he engañado. Nunca las engañaría. Solo que mamá está enfadada conmigo.


—¿Porque la has engañado…? —insistió ella no muy convencida por la explicación del hombre que había elegido para ser su padre.


—No, pequeñaja –murmuró junto a su oído con esa entonación suave que tanto le gustaba a Camila cuando le leía cuentos—. Solo que…, solo que no he sido muy sincero con ella, ¿sabes?


No. Ella no sabía. Ni tampoco le importaba. Pero aquello parecía ser una conversación seria y ella haría lo posible por entender.


—¿Cómo cuando yo le digo que no le he dado mi merienda a Pongo?


—Sí, algo así. Sólo que las mentiras de los adultos son muy crueles. Hacen mucho daño.


—Ya. ¿Y por qué has dicho una mentira?


Pedro se quedó pensativo con lo ojos clavados en la habitación. Los muebles funcionales un poco baqueteados por el uso y el paso del tiempo, el panel de corcho lleno de gráficos, notas y carteles, las paredes pintadas en un verde deslucido, algo desconchadas. Se preguntó cuántos adolescentes se habrían sentado ante aquella larga mesa, cuántos habrían logrado rehacer su vida como él lo había hecho con la suya.


Debería estar orgulloso, y no martirizado por la carga del pasado. Su mirada descendió al rostro de la chiquilla. Ella le miraba ansiosa, esperando una respuesta.


—Por miedo —respondió muy bajito, con temor a decir en voz alta lo que había guardado en su interior durante toda su vida de adulto.


—¿Tienes miedo de mamá? —preguntó incrédula, separándose un poco del pecho de él para contemplarlo con ojos llenos de asombro.


Tengo miedo de mí mismo, de no poder eliminar de la piel el apestoso lodo de mi niñez, la violencia de mi adolescencia. Tengo miedo de no poder cumplir las expectativas de tu madre, de ser rechazado por lo que fui…


—Un poquito —se limitó a susurrar con la voz rota por la emoción.


Camila rió feliz. Si ese era todo el problema, tenía fácil solución. Mamá no metía miedo ni a Pongo.


Se removió sobre su regazo hasta adoptar la postura cómoda a la que estaba habituada. Era igual que antes, cuando se sentaban juntos a ver Ratatouille y acababa dormida en los brazos de Pedro. Después él la cogía y la acostaba en su cama. Mamá la tapaba bien con el edredón. 


Ella se quedaba muy quieta, con los ojos bien cerrados.


Primero venía el beso suave de mamá. Después el más áspero de Pedro. Y su risa, acompañada de aquellas palabras que bailaban de dicha junto a su oído. Pequeña bruja, a mí no me engañas, sé que aún no te has dormido. 


Era su momento de mayor felicidad.


—Tendrás que decirle la verdad a mamá. Se enfada mucho, pero enseguida se le pasa –le aclaró con la seguridad de una experta.


—Claro. Aguantaré la riña —respondió con aparente valentía.


Camila asintió satisfecha. Después se quedó preocupada. 


Se había ido con Pongo, sin avisar. Su madre estaría enfadada. Se preocupaba mucho cuando se acostaba tarde.


Había sido tan fácil escaparse de casa… Ella llevaba toda la semana preparándose para ese momento.


—¿Vas a llamar a mamá? No le dije a nadie que me iba.







REGRESA A MI: CAPITULO 13





—¿Seguro que no tenes una casa a la que regresar?


Bajo el sarcasmo, la voz de Paula sonaba irritada. Lourdes y Juan llevaban horas sentados en el sofá de su sala. Eran cerca de las doce de la noche y no parecía que tuvieran intención de marcharse de allí.


—Pues bien, queridos, aquí los dejo. Me voy a acostar. El sofá en el que estan apoltronados tan a gusto es una cama. less traeré un par de almohadas y una manta. Pueden repartir el espacio, la mitad para cada uno.


Los dos la miraron espantados. Paula no podía pensar que iban a compartir algo más que una conversación. Estaban juntos para consolarla. Nada más.


—No me voy a meter en tu vida…


—No, no lo vas a hacer.


—No me voy a meter —repitió Lourdes, con una leve pausa para dejarle claro que pensaba interferir en ella—. Romper con Pedro es una de las mayores estupideces que has cometido. Y reconoce que has cometido alguna.


Pedro es un tío legal. Necesitas a alguien que te caliente la cama,Paula. Tanta soledad no es buena. Vivir sin sexo es envejecer antes de tiempo. Y Camila necesita un padre —terció reflexivo Juan.


Lucía se hubiera echado a reír si no fuera porque la palabra risa parecía haber huido de su vocabulario desde una semana antes. El botarate de su hermano mayor dándole consejos. Consejos vendo y para mí no tengo, como hubiera dicho su madre.


—No es por eso. Aunque no te lo creas, en la vida hay algo más que sexo, ¿sabes, ricura? —terció Lourdes con tono sibilino dirigiéndose a Juan.


Él parpadeó y la miró con falsa sorpresa.


—¿Si? ¿Y qué “eso más” es…“Salvemos las ballenas”…, por ejemplo?


Lourdes se sintió mortificada por la alusión cruel a su figura. 


Su rostro enrojeció. Ni se acordaba de cuándo había sido la última vez que se había acostado con un hombre. Una mujer como ella no tenía muchos pretendientes de los que presumir. Grande, gruesa, autosuficiente, de mal carácter.


—Pues mira, a lo mejor te suena a chino... Pero, me estaba refiriendo a establecer una relación basada en el amor y la confianza. Aparte hay conceptos como la comprensión del otro, la entrega, la posibilidad de compartir una vida, sabiendo sortear los malos momentos, aprovechando los buenos para vivirlos con intensidad. Pero claro…, estas ideas son difíciles que entren en la mente cerrada de un zoquete como tú —respondió con voz serena.


Esta vez, Lourdes había decidido no dejarse alterar por sus provocaciones.


—Y entonces entra la orquesta con música de violines, mientras el chico y la chica se abrazan bajo la luz de la luna y se besan. Y The end. Te creía más realista. Nuestra pragmática Lourdes se ha convertido en un pastelito.


—Juan, ¡basta ya! —intervino Paula antes de que los dos prosiguieran con otra de sus interminables discusiones.


Estaba demasiado agotada para actuar de árbitro. En ese momento no encontraba gracia a sus puyas. Le molestaban sus insultos y descalificaciones.


—Si al menos nos dijeras qué ha ocurrido… Parecían una familia feliz. Juan tiene razón —no hizo caso del “Vaya, gracias” irónico que soltó el hombre—. Pedro es un buen tío. Sé de lo que me hablo.


Pedro es un buen hombre. Un tío legal. Alguien en quién confiar. De esos que siempre están ahí… ¿Cuántas veces había oído esas mismas palabras a lo largo de esa noche? No podía contar la verdad porque destruiría la imagen de hombre perfecto que tenían de él.


—Si callas es que te lo has encontrado con otra en la cama. Eso es lo único que nos hace huir a las mujeres. ¿Es eso? ¡Estaba con una guarra en la cama! Cómo no se me había ocurrido pensarlo. Si te ha hecho eso le mataré. Le quitaré el corazón y se lo daré a los perros de la Protectora


—Y ¿por qué iba a engañar a Paula? Está enamorado de ella, ¿no?


—Por lo mismo que lo hacen todos —saltó Lourdes incapaz de contener ya su furia, sabiendo que su tono dejaba traslucir el resentimiento de años—. La fidelidad es una palabra desconocida para Ustedes. Ven un par de tetas respingonas y una sonrisa de plástico y se pierden.


—Un culito respingón. Eso es lo que me pone —aclaró con sorna Juan, haciéndola enrojecer de ira—. Te estás pasando. Hay hombres fieles a sus parejas, aunque no te quepa en esa mollera tuya.


—¡Ahhh! ¿síiii? Habla el experto en fidelidad. Pues qué bien.


Esa vez el que se volvió del color de la grana fue Juan. Para él meterse con Lourdes se había convertido en un entretenimiento. Una manera de reclamar la atención de la mujer a la que había apartado de su lado de forma tan cobarde. Jamás se perdonaría por aquello. Su mundo interior, desde aquel día, se había trastocado. Su existencia era un continuo peregrinar en busca de una mujer como ella. 


No la había. Podía atestiguarlo.


Paula apreció su turbación y su silencio avergonzado. Los miró y notó la carga de tensión habitual entre ambos. Se preguntó que habría pasado entre ellos. Lourdes, su inteligente y apasionada amiga, defensora de las causas perdidas. Y el guapito descerebrado con moto, y aire de chico barriobajero. Tuvo la sensación de que en la larga relación que había entre los tres, ella se había perdido un capítulo importante que ninguno había tenido la decencia de contarle. Y ahora, ese par de cretinos esperaba que ella les descubriera sus más íntimos secretos.


—¡Vale, vale, chicos, no discutáis más! Solo puedo deciros…


—¿¡Qué!? —contestaron dos voces esperanzadas al unísono.


Pedro y yo lo hemos dejado antes de que la situación se complicara más. Sí, Juan, ya sé tu rollo sobre el sexo. Pero estoy de acuerdo con Lourdes. Eso no es suficiente. Pedro tiene demasiados secretos que no quiere compartir con nadie.


—Todo el mundo los tiene, Paula. Un hombre tiene derecho a guardar los suyos, sin que nadie pretenda inmiscuirse en ellos.


Paula se sorprendió de la amargura que rezumaban sus palabras, tan alejado del tono informal al que las tenía acostumbrados. No quiso indagar en ello. Su hermano era una tumba en lo que concernía a sus asuntos personales.


—Juan, son secretos terribles —ambos permanecieron callados.


Lourdes era consciente de su tez pálida, de las ojeras azuladas, del rictus de tensión en la boca. Y de su esfuerzo por contener el llanto.


—¿Cómo sabes tú de esos secretos?


Juan había dejado de ser de nuevo el joven despreocupado. 


Su voz era inquisitiva, recelosa. Paula no respondió. Se dirigió apesadumbrada hacia su dormitorio. Parecía soportar el peso del mundo sobre sus hombros.


A punto de cruzar el umbral, se volvió. Una fugaz visual al pequeño universo que ella había creado para su hija la llenó de ternura. Sus juguetes y los de Pongo estaban esparcidos por la sala. También ellos echaban de menos a Pedro


No entendían la complejidad del mundo de los adultos.


—Alguien a quién yo creía un buen amigo.


Antes de cerrar la puerta de su cuarto oyó la palabrota soez que soltó Juan, y la voz tranquilizadora de Lourdes conminándole a abandonar la casa.


La puerta de casa se cerró con suavidad. Paula permaneció tumbada sobre la cama con las ropas puestas, incapaz de desnudarse. Pensó en Pedro. Ella no se había alejado de él por sus pecados de juventud. Pedro era un hombre íntegro que la amaba por encima de todo. Jamás usaría la violencia contra ella. Pero estaba dolida por su falta de confianza, por dudar de ella y de su amor.


Cuando Carlos descubrió sus secretos con tanta maldad, fue su orgullo el que quedó vapuleado. Se quedó indefensa, sin argumentos con los que enfrentarse a semejante infame. Aún podía ver su mirada de triunfo al creer que la tenía dominada. No le importaba.


Para ella estaba muerto y enterrado.


Sufría cada momento del día. Cualquier tarea, por pequeña que fuera, se convertía en una pesada carga. Y además tenía que actuar con naturalidad, por Camila, que no paraba de preguntar por él


La necesidad de besar a su hija se hizo insoportable. 


Necesitaba tenerla cerca.


La visión de la niña alegró su corazón. Su cabeza de rizos negros descansaba plácida en la almohada rosa festoneada de volantes, estampada con sus héroes favoritos. A su
lado, sus prendas más preciadas. Uno de sus bracitos abrazaba un Pooh casi despeluchado al que le faltaba una oreja. El otro, sobre el infame Pongo, repantigado sobre la cama. Los dos, se pasaban el famoso Decálogo por la suela de los zapatos. Era inútil echarle al suelo, Pongo se subiría de nuevo a la cama en cuanto ella hubiera cerrado la puerta de la habitación. El intento de hacerle dormir en la cocina, con la puerta cerrada había sido un fracaso en toda regla.


Camila era su vida.


Desplazó al perrillo y se tumbó junto a ella. Esa noche tampoco el sueño acudiría.


Pedro le había ocultado una parte esencial de su vida, pero sabía que el amor por ellas era incondicional.


Su cuerpo era un ingrato en pugna con su mente racional. 


Poco le importara que ésta gritara las razones de su separación. Cada una de sus partes su piel, sus manos, sus dedos, sus pechos…, clamaban por Pedro, por sus besos, sus risas y sus caricias. No sabía cómo iba a poder vivir sin él. Por primera vez en su vida había conocido el verdadero amor y lo había perdido para siempre.


La negrura cubría sus pensamientos.


A la luz de la pequeña lámpara de su mesilla con el dibujo de la gatita Kitty, Camila contempló a su madre. Estaba dormida, aún así tenía una expresión muy triste.


Se acomodó entre el hueco de su vientre y las piernas dobladas. Le gustaba el olor a mamá que desprendía, distinto al de otras madres.


Pedro ya no estaba con ellas. Se había ido. Lo veía aparcar su moto delante del portal, pero ya no iba a buscarla al autobús del cole, ni la llevaba de paseo. Daria cerraba la puerta con llave para que no pudiera salir.


Cerró los ojos con fuerza y pensó en la abuela. Tendría que pedirle otro favor.


Abuelita, ¿te acuerdas…? A ver si puedes hacer algo…


Pedro es un buen padre…


Mamá me ha dicho que ahora él tiene su vida y nosotras la nuestra. Pero podemos juntar todas las vidas, ¿verdad?