viernes, 27 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 9




Pedro se giró para mirarla. Su expresión era controlada y tirante. Ella se encogió de hombros con pudor.


–Quería conocer a Ale un poco mejor antes de que tuviéramos hijos. Sé que era mi deber, pero no estaba preparada todavía.


Era una rebelión pequeña, pero después de tantos años de espera y de preparativos no iba a quedarse embarazada el primer mes.


Pedro le puso las manos en los hombros y aspiró con fuerza el aire.


–Lo planeas todo al milímetro, ¿verdad?


Paula tragó saliva.


–Soy un poco obsesiva con los detalles –dijo con tono ligero.


Pedro soltó una carcajada.


–Eres un caso, Paula.


Ella frunció el ceño.


–Lo que quiero es ser interesante. Deseable.


Pedro la estrechó entre sus brazos.


–Oh, desde luego que eres interesante y deseable. No recuerdo cuándo fue la última vez que…


Guardó silencio de pronto y ella alzó la palma de la mano para acariciarle la cara.


–¿No recuerdas cuándo fue la última vez que…?


–Nada. No es nada –aseguró tomándola en brazos y llevándola otra vez hacia la manta del refugio.


Volvió a besarla una y otra vez, y las llamas que había en su cuerpo se alzaban cada vez más con el contacto de sus labios. Pedro seguía con los calzoncillos puestos y Paula se arqueó contra él con frustración.


–Debes saber que estoy sano –le dijo Pedro mordisqueándole la oreja–. No tienes nada que temer. Siempre tengo cuidado con mis… aventuras.


Aventuras. La palabra se quedó alojada en el cerebro de Paula, negándose a desaparecer. Sabía que Pedro tenía muchas amantes, sabía que ella era una aventura más. Era aquí y ahora, una celebración de la supervivencia. 


Terminarían por rescatarles, de eso estaba segura, y volverían a sus vidas.


Sintió una punzada, pero no se atrevió a pensar en ello detenidamente.


–Ahora –le pidió con los ojos llenos ridículamente de lágrimas–. Por favor, ahora.


Antes de que le diera por cambiar de opinión. Antes de que las lágrimas que tenía tan guardadas escaparan de la caja de Pandora que era su alma. Antes de que Paula la aburrida volviera a apoderarse de ella.


Pedro se quitó los calzoncillos y entonces le sintió. Sintió la punta dura y caliente en la entrada de su cuerpo.


–Paula –murmuró él con la voz estrangulada por el control que estaba ejerciendo–. ¿Estás segura?


No podía pensar. No podía hablar. El pulso le latía en el cuello, en los oídos. Estaba segura, muy segura.


Le hizo bajar la cabeza y le introdujo la lengua en la boca. 


Pedro gimió suavemente y entonces se movió, embistiéndola con su cuerpo. Hubo un momento de pequeño dolor cuando atravesó la barrera, pero enseguida estuvo completamente dentro.


Sus cuerpos se unieron de un modo más íntimo de lo que nunca había imaginado. Era extraño sentir a un hombre tan dentro, sentir su pulso mientras él se mantenía muy quieto y la besaba suavemente.


–¿Estás bien? –le preguntó.


Paula le enredó las piernas alrededor de las caderas, sabiendo de forma inconsciente lo que se suponía que tenía que hacer.


–Oh, sí.


El dolor no era nada comparado con el placer. Finalmente había hecho algo por sí misma, había tomado una decisión y estaba haciendo lo que quería, no lo que los demás esperaban. Era maravilloso. Deliciosamente maravilloso.


Pedro empezó a moverse, despacio primero y luego más rápido, cuando captó el ritmo y se incorporó para recibirle una y otra vez. Tenía el corazón lleno de sentimientos que prefería no analizar. Su cuerpo alcanzó la cresta de la ola y empezó a dispararse mientras Pedro le hacía el amor.


No sabía qué esperar, pero no esperaba aquello. Aquella perfecta unión de los cuerpos, aquella sensación afilada, aquella sensación placentera que no se parecía a nada que hubiera imaginado con anterioridad. Se derretía más y más con cada embate del cuerpo de Pedro en el suyo. Y entonces alcanzó la cima de la sensación, quedó suspendida al borde del precipicio durante lo que le pareció una eternidad mientras su cuerpo hacía explosión en una mezcla exquisita de dolor y placer.


Fue consciente de que Pedro la siguió, de que su cuerpo bombeaba dentro de ella con más fuerza y más velocidad, de que se ponía tenso, gemía y se derramaba.


Soltó una palabrota que la llevó a tensar los músculos de su sexo alrededor de él. Pedro jadeaba y ella también. Él apoyó la frente en la suya con cuidado de no aplastarla.


–Ha sido increíble –murmuró–.Tú eres increíble.


Seguía dentro de ella, todavía duro, y Paula alzó las caderas ligeramente, preguntándose si volvería a sentir algo ahora que se había terminado. Pedro gimió.


–Quieres matarme, ¿verdad? –protestó con cariño.


–Por supuesto que no –afirmó Paula sintiéndose más poderosa que nunca–. No he terminado contigo todavía.


Entonces él se rio.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 8




El cuerpo de Paula estaba en llamas. Por la ira, el deseo y por muchos otros sentimientos que no podía contener. Pedro tenía razón, maldito fuera. No había amado de verdad a Ale. Pensaba que sí, pero estaba mucho más enfadada por el modo en que la prensa la retrataba que por no llegar a ser nunca la reina de Santina.


Y estaba enfadada con sus padres y con los Santina porque sentía que les había decepcionado al no haber conseguido atrapar el corazón de Ale. No le habían dicho nada al respecto, pero así lo sentía ella. Sabía cuáles eran sus esperanzas y sus sueños.


Y todo había quedado en ruinas.


Ale nunca le había dado una razón para pensar que la amaba, solo le había mostrado la cortesía que merecía su prometida. Fue ella la que llenó los huecos en blanco. Se tomó su aceptación del matrimonio acordado como una aprobación tácita de su futuro en común.


Qué ciega había estado. Pero ya se había cansado de ser obediente, de actuar como todos esperaban.


Pedro seguía apoyado en el tronco del árbol y la observaba con interés. Con algo más que interés. Como si ella fuera un postre al que deseara devorar. Como si fuera un vaso de agua fría en un día caluroso.


No era ninguna de esas cosas, pero le gustaba ver aquella expresión apasionada en su bello rostro. Nunca antes la había mirado nadie así. Ningún hombre había hecho que se estremeciera de aquel modo. Le tiraba la piel de todo lo que sentía, y creía que haría explosión si no hacía algo pronto.


Pero ¿qué? Le había dicho que quería sexo apasionado en aquel instante y así era, pero también le daba miedo. Miedo a dar el salto y estrellarse. Era como saltar sin red, porque iba contra todas sus creencias.


–Paula –murmuró Pedro con voz tensa.


Y ella supo entonces, antes incluso de pensar en lo que iba a suceder después, que la estaba rechazando. Pedro no la deseaba. No era atractiva a pesar de lo que le había dicho antes cuando tenía el cuerpo duro contra el suyo. Había sido una reacción provocada por la proximidad, no porque hubiera un deseo auténtico.


En cuanto al modo en que la miraba, estaba claro que no se le daba bien captar el significado que había tras su expresión. Se había equivocado. Completamente.


Sintió una nueva oleada de humillación. ¿De verdad era tan torpe, tan ciega? Se le llenaron los ojos de lágrimas de frustración y de ira. Pero prefería morirse antes que llorar delante de aquel hombre, antes de hacerle saber cómo le había dolido su rechazo.


–No puedo hacerlo –dijo Pedro–. No puedo aprovecharme de lo que me ofreces por mucho que quiera.


–No –le espetó ella con tono seco–. Por el amor de Dios, no me mientas.


Pedro adquirió una expresión angustiada.


–¿Crees que te estoy mintiendo?


Paula soltó una carcajada amarga.


–Por supuesto que sí. Ni siquiera te habías acostado cuando llamé a la puerta de tu habitación, o al menos no en tu cama.
Cuando deseas a una mujer la tomas, sobre todo si se te ofrece –se rodeó el cuerpo con los brazos y alzó la barbilla. Le temblaba el labio inferior–. Así que debo concluir que no me deseas.


Pedro soltó una palabrota.


–Estoy tratando de ser decente –murmuró entre dientes.


–¡No quiero que seas decente! –exclamó–. No quiero que pienses por mí ni me digas lo que debo hacer. Estoy cansada de eso, cansada de que todo el mundo crea que sabe mejor que yo lo que necesito.


–Estás actuando de forma impulsiva –gruñó él–. Y tú no eres así. Por el amor de Dios, piensa un poco. Yo no soy lo que tú quieres.


–¿Cómo te atreves? –le acusó Paula–. Tú eres el que me ha insistido desde que nos conocimos en que fuera yo misma, en que no me mostrara tan rígida.


–Paula…


–¡No! –gritó ella–. ¡No!


De pronto sintió que aquello era demasiado. Se dio la vuelta antes de que las lágrimas que estaba conteniendo se derramaran y salió corriendo hacia el mar. Había muy poca distancia, y enseguida estuvo saltando desde una pequeña roca al mar azul. Los pequeños cortes de los pies le ardieron, pero ignoró el dolor. Buceó y buceó poniendo a prueba los pulmones, dejando que le dolieran antes de darse la vuelta y subir a toda prisa a la superficie. El sol se filtraba
hacia las profundidades, provocando que el agua brillara. Allí abajo era todo quietud y silencio. Ojalá pudiera quedarse allí para siempre, en las profundidades del mar, donde el dolor no pudiera tocarla. Donde nadie la señalaría con el dedo ni se reiría de ella.


Siguió nadando hacia arriba y se dio cuenta de que había descendido más de lo que pensaba. La superficie no estaba muy lejos y sabía que llegaría a tiempo, pero unos brazos fuertes la rodearon y la elevaron hacia el cielo.


–¿Estás loca? –le preguntó Pedro cuando llegaron juntos a la superficie.


Paula aspiró con fuerza el aire y se llenó con él los pulmones. 


Le sentó muy bien respirar después de tanto tiempo negándoselo. Era casi como aprender a vivir cuando te habías negado los principios básicos de la vida, como la pasión, el amor y el calor sexual.


Paula echó la cabeza hacia atrás y se rio. Eso era lo que se sentía al estar vivo. Al rebelarse. Ella no se había rebelado en su vida, nunca se había cuestionado su destino. Siempre había hecho lo que le decían, pero no había sido suficiente. Había fracasado en la única tarea que le habían encomendado.


No le importaba. Qué diablos, no le importaba. Y eso era muy liberador.


–¡Paula! –gritó Pedro agarrándola de los hombros y agitándola con fuerza.


Nadaron juntos, con las piernas rozándose. Cada rozamiento era como una llama en la piel de Paula.


–Suéltame –le pidió. No quería sentir su cuerpo, no quería recordar la vergüenza que acababa de pasar.


Ya había tenido suficiente vergüenza para toda una vida. Si la soltaba, podría flotar de espaldas, reírse de cara al sol y decirse que ya no le importaba nada.


–¿Por qué has hecho eso? –inquirió Pedro–. Podrías haberte hecho daño.


Ella se apartó el pelo de la cara y alzó la barbilla en gesto desafiante.


–Porque quería hacerlo. Porque nunca hago lo que quiero sino lo que quieren los demás –Paula apretó las mandíbulas–. Y ahora suéltame.


Los dedos de Pedro se le clavaron en las costillas. Era delicioso. Excitante.


–¿Tienes idea de lo guapa que te pones cuando te enfadas? –gruñó él.


A Paula le dio un vuelco al corazón.


–No, y no te atrevas a decírmelo –le soltó–. No me deseas. Me lo has dicho.


–Yo nunca he dicho eso –afirmó Pedro–. Nunca. Lo que no quiero es aprovecharme de ti.


Paula se rio sin ganas.


–¿Cómo vas a aprovecharte de mí si esto es lo que yo quiero?


Pedro le brillaron los ojos. Tenía el pelo pegado a la cabeza y el rostro duro y perfecto. ¿Cómo había podido parecerle Ale guapo con Pedro en el mundo?


–No estás pensando con claridad –insistió él–. Estás reaccionando ante todo lo que ha pasado. No sería justo que tomara lo que me ofreces. ¿Te has olvidado de que esta mañana me has rechazado?


Paula se sonrojó. No, no lo había olvidado. Pero todo había cambiado en el espacio de unas horas. Estaba cansada de ser Paula la aburrida. Estaba dispuesta a ser, aunque fuera solo durante un tiempo, Paula la excitante, la que hacía lo que quería y no se arrepentía.


–Eres un arrogante –jadeó–. Estás convencido de que sabes lo que me conviene. Pero no lo sabes, Pedro. Yo decidiré lo que es mejor para mí a partir de ahora. ¿No es eso lo que tú me has dicho que debía hacer? ¿Cómo puedes decirme ahora que me equivoco?


La expresión de Pedro se endureció. Sus dedos la quemaron. Tenía la piel en llamas. Los pezones se le endurecieron cuando la atrajo más cerca de sí. Se dirigieron hacia las suaves rocas grises por las que se había lanzado.


Cerca había una larga franja de playa de arena blanca.


–Esto es distinto –aseguró Pedro.


–¿Por qué? ¿Porque soy virgen? ¿Porque te preocupa que te pida algo que no puedas darme?


Pedro pareció asombrado durante un instante y Paula supo que había dado en el clavo. En cierto modo le hacía daño, pero también resultaba liberador. Sí, Pedro Alfonso, el famoso playboy, tenía miedo de que la novia abandonada estuviera buscando un marido de reemplazo. Qué insultante.


Eso hizo que se sintiera osada. Lanzada como nunca. 


Levantó las piernas y se las enredó en la cintura. A Pedro se le iluminaron los ojos con un brillo peligroso.


–Estás jugando con fuego.


–Tal vez quiera quemarme –era lo más irresponsable que había dicho en su vida, y se sintió libre al decirlo. Desafiante.


Pedro la atrajo hacia sí y flexionó las caderas contra ella. Paula contuvo el aliento y una corriente de frío helador amenazó con devolverla a la realidad. Estaba jugando con fuego, era cierto. Porque Pedro estaba duro, el bulto de su impresionante erección se clavaba contra la fina tela de sus braguitas. Paula tragó saliva. ¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad era tan valiente? ¿Estaba preparada para eso? ¿Podría abandonarse durante unas horas en aquella isla y luego regresar a Santina, a Amanti, como si nada hubiera sucedido?


Tal vez. O tal vez no. Pero estaba decidida a averiguarlo. 


Podrían haber muerto cuando el avión se estrelló en el mar. 


Ella podría haber muerto sin conocer la pasión. Aquella idea la impulsó hacia delante más que ninguna otra.


–Estoy tratando de protegerte –afirmó Pedro con voz tirante–. No soy bueno, Paula. No te ofreceré nada permanente. Debes saberlo.


Paula pensó en él aquella mañana, con el esmoquin y el lápiz de labios rosa en el cuello. Era un playboy, un granuja, un hombre que vivía por y para el placer. Guiñaba el ojo, sonreía y las mujeres caían en su cama.


Pero tal vez por eso era el hombre adecuado para aquello. 


Pedro sabía lo que hacía. Ella se sentía salvajemente atraída por él. Cuando les rescataran seguirían cada uno su camino y ella se concentraría en reconstruir su vida. Con quien quisiera y como quisiera. Era libre por primera vez en su vida. Libre de tomar sus propias decisiones. Y aunque era una de las cosas más aterradoras que había hecho en su vida, escogía a Pedro. Por el momento.


–¿Quién ha hablado de algo permanente? Yo solo quiero tu cuerpo. Nada más.


Pedro tenía una expresión torturada, pero las llamas de sus ojos crecieron todavía más.


–Paula –gruñó cuando ella volvió a apretar las caderas contra su cuerpo.


La sensación se apoderó de ella con aquel contacto. Si seguía flexionando las caderas y frotándose así contra él…
Pedro le rodeó la cintura con sus anchas manos y ella se dio cuenta de que se habían acercado a la orilla y ahora hacía pie.


–Te arrepentirás –afirmó Pedro–. Tal vez hoy me desees, pero mañana te arrepentirás de haberte entregado a alguien que no se lo merece. Resérvate para un hombre que te ame, Paula.


Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó unas palabras en griego.


–Deja de intentar salvarme de mí misma –le pidió finalmente–. Soy una mujer adulta y ya es hora de que haga lo que quiera. Me he estado reservando para un hombre en concreto durante años. Y lo único que he conseguido ha sido dolor.


Pedro cerró los ojos y murmuró una palabrota. Y luego salió del agua con ella entrelazada, la depositó con cuidado sobre la arena húmeda y se colocó encima. Paula experimentó una sacudida de excitación al sentir su cuerpo sobre el de ella. 


Alzó las caderas, su sexo ardía con un deseo dulce.


–Que Dios me ayude, no puedo decir que no –reconoció–. Soy un egoísta, Paula, y quiero lo que me estás ofreciendo. Recuérdalo más tarde.


–No me importa –susurró ella.


Los ojos de Pedro estaban oscurecidos y llenos de promesas. Paula tenía miedo, claro que lo tenía, pero también estaba dispuesta a vivir. A hacer algo por sí misma con independencia de lo que los demás pensaran.


Pedro se apoyó sobre un codo y con la otra mano le acarició la piel húmeda entre los senos. Y luego le sujetó la mandíbula y le echó la cabeza hacia atrás, descendiendo la suya tan lentamente que Paula sintió deseos de gritar.


–Voy a besarte, Paula. Como deberían haberte besado hace mucho tiempo.


Ella cerró los ojos y entonces sintió la boca de Pedro sobre la suya, sus labios cálidos y carnosos en los suyos. Le latió con fuerza el corazón. Fue un beso dulce, encantador. Todo lo que había soñado para su primer beso de verdad. Y sin embargo, sabía que había más, sabía que los besos podían volverse salvajes y apasionados y eso era lo que quería. 


Quería que Pedro la besara como si se muriera por ella. Se movió debajo de él y Pedro emitió un gemido gutural tan sexy que Paula se derritió.


–Paciencia –le pidió él contra la boca.


–No –jadeó ella.


Pedro se rio y luego le deslizó la punta de la lengua por las comisuras de los labios. Paula se abrió a él y le rodeó el cuello con los brazos mientras Pedro le introducía la lengua en la boca


Sabía a sal y a menta y tenía la boca caliente en comparación con la frescura del agua. Besar a Pedro era una revelación, el despertar de mundos que sabía que existían pero que no había vivido en su propia piel.


Así que en eso consistía besar. ¿Cómo era posible que el cuerpo anhelara mucho más que la fusión de las bocas? ¿Cómo se podía sentir tanta excitación con algo tan sencillo? ¿Cómo se podía desear tanto lo que no se había tenido nunca?


Pedro le apartó la mano de la mandíbula y se la deslizó por el cuello hasta que le abrió los dedos sobre el pecho. Sus pezones eran dos picos puntiagudos, y cuando Pedro se dio cuenta de ello emitió aquel sonido que tanto le gustaba a Paula. Le deslizó el pulgar por la piel excitada y le provocó escalofríos de placer por todo el cuerpo. Si era tan sensible cuando la tocaba a través de la tela, ¿qué pasaría cuando le quitara el sujetador?


Pedro apretó su excitación contra ella, creando una sensación deliciosa cada vez que alguno de los dos se movía. Paula quería algo más que aquella sensación, quería perder el control. Quería hacerlo antes de que empezara a pensar demasiado, antes de recordar todas las razones por las que no debería hacer aquello. Estaba decidida a ser valiente, pero una vida entera de costumbres no terminaba con una única decisión.


El beso se hizo más apasionado. Pedro exigía más de ella y Paula le respondió con ansia, bebiendo sus besos como si fueran agua en el desierto. Él le quitó el sujetador de un seno y le acarició el pezón entre los dedos pulgar e índice mientras ella gemía y se arqueaba.


Pedro dejó de besarla y se inclinó sobre su seno, succionándole el tirante pezón entre los labios. El deseo resultaba explosivo. Cada tirón de su boca creaba un pico de placer en su sexo.


Las olas iban y venían, cubriendo la parte inferior de sus cuerpos, pero a Paula no le importaría ni que le cubrieran la cabeza siempre y cuando Pedro no dejara de hacer lo que estaba haciendo. Se dio cuenta de que le estaba sujetando con fuerza, con los dedos hundidos en su espeso y oscuro cabello. Él le quitó la copa del otro pecho y le succionó aquel seno también.


Pedro –jadeó echando la cabeza hacia atrás en la arena.


El cielo estaba brillante y azul. El sol se estaba hundiendo en el horizonte y no faltaba mucho para el anochecer. Nadie había ido a buscarles y ella se alegraba.


Pedro se levantó bruscamente.


–Aquí no –dijo ofreciéndole la mano.


Ella la tomó y dejó que la levantara y la llevara hacia el refugio. Allí la tumbó sobre la manta que había colocado antes. Era una manta plateada, hecha de un fino material térmico, y Pedro se detuvo un instante y sonrió.


–¿Qué pasa? –preguntó ella con el corazón latiéndole salvajemente.


–Esto le da un nuevo significado a la frase «servido en bandeja de plata».


Paula le miró desconcertada.


–La manta es plateada como una bandeja. Y tú eres una delicia –se colocó encima de ella, cerniéndose sobre su cuerpo sin llegar a tocarla–. Y yo soy un hombre muy afortunado.


Pedro, por favor… –dijo Paula cuando le puso la boca en el cuello.


Quería más. Y lo quería en aquel momento, antes de permitir que su cerebro tomara el control y lo estropeara todo.


–Todo a su tiempo, dulce Paula. Pero primero quiero que sepas que puedes parar esto cuando quieras –Pedro la miró con expresión seria–. Si tú dices «no», pararé al instante, ¿entendido?


Paula asintió. No quería decir que no, pero tenía que reconocer que no confiaba en sí misma lo suficiente como para estar tan segura. Saber que podía parar era un gran alivio. Pedro se inclinó para besarla otra vez y le puso la mano a la espalda. Un instante más tarde Paula sintió cómo se le soltaba el sujetador. Tuvo el repentino impulso de sujetarse la tela al cuerpo, de ocultarse, pero cuando Pedro se lo sacó por los brazos se dejó hacer.


–Eres demasiado perfecta –susurró antes de volver a reclamar su boca.


Los besos de Pedro se fueron haciendo más apasionados, más exigentes. Hacía bailar la lengua contra la suya en un ritmo que le provocó un creciente placer en el centro del sexo. El fuego se fue haciendo más intenso a cada beso.


Paula nunca había sentido algo así, aquella combinación de calor y dolor que la inundaba y le hacía buscar desesperadamente el alivio. ¿Cuándo entraría en su cuerpo y la llevaría al éxtasis?


Lo estaba deseando. Lo temía. Lo necesitaba.


Pero Pedro no tenía prisa. Le recorrió el cuerpo a besos, hacia abajo, lamiéndola del modo en que quería lamerle a él mientras ella se retorcía y gemía. Cada caricia era una revelación y la llevaba más y más alto hasta que estuvo dispuesta a suplicarle.


Pedro –le rogó.


–Paciencia –le pidió él contra la piel–. Te prometo que no lo lamentarás.


Le deslizó la boca por el abdomen hundiéndole la lengua en el ombligo y luego le bajó las braguitas de las caderas y le abrió las piernas. Ella emitió un sonido de protesta sintiéndose de pronto avergonzada. Nunca antes se había abierto así a un hombre.


–¿Quieres que pare? –le preguntó Pedro mirándola con los ojos oscurecidos.


Paula supo que no le había resultado fácil preguntárselo. 


Sonaba tenso. Cauto. Y a ella se le derritió el corazón.


Estaba muy guapo cernido sobre ella, con la barba incipiente y los ojos brillantes. La erección se le marcó contra la tela de los calzoncillos y Paula se quedó mirando aquella parte de su cuerpo, preguntándose cuánto le dolería aquella primera vez.


No quería mentirle.


–Quiero parar –dijo en voz baja. Los músculos de Pedro se tensaron. Paula supo en aquel instante que se pondría de pie, se marcharía y la dejaría en paz si eso era lo que ella de verdad quería–. Pero tengo más ganas de seguir que de parar.


–Ay, Paula –gruñó él.


Entonces se inclinó y la volvió a besar, deslizándole los dedos por el húmedo calor de entre las piernas. Luego le pasó el pulgar por el clítoris. La sensación se apoderó de ella. Había hecho aquello mismo ella sola, pero era distinto cuando se lo hacía él. Más intenso.


Los largos dedos de Pedro trazaron la forma de su sexo, acariciando cada parte: los henchidos labios mayores, los delicados labios menores, el pequeño bulto del centro en el que se concentraba todo el placer. La acarició una y otra vez, centrando todos sus esfuerzos en la zona más sensible.
Hasta que alcanzó el éxtasis con un grito. El cuerpo se le puso tenso entre sus brazos y las piernas le temblaron.



Gimió largamente y en voz alta y Pedro se bebió sus gemidos con la boca hasta que terminó.


–¿Bien?


Paula cerró los ojos, giró la cabeza para apoyarla en el brazo y asintió una vez. El calor se apoderó de ella, pero no supo si era el calor de la pasión o el de la vergüenza. No lo sabía y no estaba muy segura de que le importara.


Pedro jugueteó con las perlas que todavía le colgaban al cuello.


–Aún se pone mejor –se deslizó por su cuerpo y le tocó el sexo con la lengua.


–¡Pedro!


Él le abrió las piernas y la tomó con la boca. Estaba impactada. Había visto en aquel video la cara de la mujer cuando su amante le hacía exactamente aquello.


Era la gloria. La gloria pura. Cada terminación nerviosa estaba centrada en aquel único punto, que se iba haciendo más y más tirante hasta que llegó un momento en el que ya no supo si sería capaz de seguir soportando aquella dulce tortura.


Pedro no le daba cuartel. Le deslizaba la lengua sin cesar por la sensible piel, lamiendo y succionando hasta que la tensión se hizo insoportable.


–¡Pedro! –gimió estremeciéndose debajo de él. Todo el cuerpo se le convulsionó hasta que se quedó tumbada sobre la manta con las piernas temblorosas y el cuerpo inerte. Pensó que si no volvía a moverse, si se moría en aquel momento, sería feliz


Sentía como si se le disolviera el cuerpo, como si flotara en el vacío y, sin embargo, seguía inquieta e insatisfecha bajo la neblina del placer. Como si todavía no hubiera sentido todo lo que podía sentir.


Pedro se levantó y se alejó. Su maravilloso calor, la llama y la pasión desaparecieron. Asombrada, Paula se incorporó sobre los codos y le miró. Pedro le daba la espalda y no se movía, lo único que hacía era pasarse la mano por el pelo.


Estaba confusa.


–¿Pedro?


–No podemos seguir –le dijo él sin girarse para mirarla–. No podemos arriesgarnos a que te quedes embarazada.


Paula parpadeó. Y luego se puso de pie. Era consciente de su desnudez, pero el sol estaba ya muy bajo y había oscuridad entre los árboles. Y en aquel momento se sentía segura de sí misma y bella. Se acercó a él con osadía. No pudo evitar admirar su cuerpo. Era perfecto. Los músculos de la espalda se le tensaron cuando volvió a pasarse la mano por el pelo otra vez. Deseaba recorrerle cada rincón con los dedos, quería pasar horas descubriendo su tacto.


Pedro era muy sexy. Muy masculino. Y un hombre decente.


¿Decente? No le habría descrito así unas horas antes.


Le puso una mano en los fuertes bíceps, sintió el nudo de músculos calientes bajo las yemas de los dedos. Sintió la corriente que pasó entre ambos. Era una sensación extraña a la que, sin embargo, estaba empezando a acostumbrarse. 


Nunca había experimentado una química así con Ale, pero tal vez se debiera a que con él siempre se había mostrado rígida y controlada.


Con Pedro no. Al menos no en esos momentos.


–No pasa nada –dijo con el corazón latiéndole a toda prisa–. He empezado hace seis meses a tomar la píldora.