lunes, 27 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 37






La cara expresiva de Bárbara se tornó seria al sentarse frente a su hija a la mesa de la cocina.


—Que sucediera una vez no significa que vuelva a pasar, cariño. Si crees que esto podría funcionar para ti, aprovéchalo. No hay muchas segundas oportunidades para la felicidad.


—Mamá, si es un don nadie —Paula estaba sorprendida—. No se trata ni de un Chaves ni de un Lambert.


—Es el sheriff. A la gente ya le cae bien y lo respeta. Dentro de diez años, nadie recordará que no nació aquí.


—Y a ti no te vendría mal estar emparentada con el sheriff—conjeturó ella.


Bárbara tomó su mano y miró en los ojos azules de su hija con inusual tristeza.


—Sé lo que es perder a alguien a quien amas. Pero tu padre y yo tuvimos muchos buenos años juntos. Tú también lo mereces, Paula. Manuel y tú os merecéis tener a alguien en vuestras vidas.


Durante un instante, vislumbró una faceta de su madre que no sabía que existía. ¿Había algo aparte de sus maquinaciones y cotilleos que se le había pasado por alto todos esos años?


Se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. El tío Ulises y Manuel entraron muertos de hambre. La cháchara de Manuel ocultó el incómodo silencio que surgió tras las palabras de su madre.


Comieron con humor festivo y charlaron sobre el Día de los Fundadores.


—He oído decir que el sheriff va a inaugurar el nuevo pozo minero que abrieron la primavera pasada —comentó Bárbara mientras servía pudín de plátano—. Espero que tenga preparado el discurso.


Paula también, pero no lo dijo.


—Es el pozo donde creen que se mató aquel chico —observó el tío Ulises—. Justo después de la guerra. Por eso lo cerraron y la gente lo olvidó.


—Otra historia de fantasmas —descartó Bárbara.


—Puede —Ulises miró los ojos brillantes de Manuel—. Pero a mí no me gustaría ir por ahí al anochecer.


Manuel insistió en que contara la historia, pero Paula le indicó que era hora de irse.


—La contaremos durante la semana —prometió el tío Ulises, sonriéndole al joven—. Pásatelo bien en la escuela.


—¿Vas a casarte con Pedro? —inquirió Manuel al marcharse de la casa de su abuela.


—¿Alguien te ha dicho eso, Manuel? —apartó un instante la vista de la carretera.


—En realidad, no —reconoció con un encogimiento de hombros—. Pensaba en ello.


—No nos conocemos muy bien —explicó Paula—. Debes conocer a alguien antes de casarte.


—¿Cuánto tiempo? —preguntó el niño—. ¿Cuánto tiempo conociste a papá?


—Crecimos juntos —sonrió—. Cuando yo tenía diez años, me pintó la cara de color naranja en Halloween. No pude sacarme la pintura ni con agua ni con jabón, y durante dos semanas tuve que ir a la escuela así antes de que se fuera quitando.


—Pero más adelante lo amaste —rió Manuel.


—Sí. Lo amé mucho.


—No tendrías que olvidarlo para casarte con Pedro, ¿verdad? Quiero decir que aún podríamos hablar de él y esas cosas.


—Si me caso con Pedro —prometió—, todavía hablaremos de él. Pedro jamás podría ocupar su lugar.


—Pero Pedro te hace sonreír —anunció Manuel con toda la convicción de un niño de ocho años—. Y creo que yo también le caigo bien.


—Creo que sí —corroboró Paula—, Pero no precipitemos las cosas, ¿de acuerdo? Deja que primero nos conozcamos un poco antes de pensar en otra cosa.


—De acuerdo —aceptó y pasó a hablar de otros temas.


Giraron en la curva del terreno de los Hannon y echaron un vistazo a la tierra calcinada y a lo que quedaba de la casa. La camioneta de Pedro no estaba, y una llamada a la oficina fue contestada por un ayudante que no tenía idea de dónde estaba el sheriff.


A la mañana siguiente, Paula envió a Manuel a la escuela, hizo acopio de valor, se vistió y fue a la oficina.


Si Pedro le había hablado en serio, ya habría tenido tiempo para pensar en ello. Lo mejor era averiguarlo. Sabía que dispondría de una vida entera para lamentar su ausencia.




DUDAS: CAPITULO 36




El jefe de bomberos reiteró sus palabras y los tres hombres se estrecharon la mano, luego los coches regresaron al cuartel general de los bomberos. Arliss se marchó para preparar la edición vespertina del Bugle. Los dos ayudantes vagaron por el escenario hasta que Pedro les dijo que reanudaran sus patrullas.


—Mantened los ojos abiertos —advirtió—. Puede que éste no sea el fin.


Los dos hombres subieron a los coches patrulla y lo dejaron de pie entre las cenizas de lo que podría haber sido su hogar.


Ninguno le había preguntado por la octavilla con la foto, pero él había podido percibir la interrogación en sus ojos.


«¿Fue usted el responsable?»


¿Los agentes de Asuntos Internos no le habían hecho esa pregunta docenas de veces antes de quedar satisfechos? ¿Él mismo no se la había formulado todos los días desde aquella terrible noche?


Contempló el caos a través de ojos cansados. 


Su mente se negaba a funcionar. No era capaz de reconocer la pérdida o de tomar decisiones. 


Aparcó la camioneta, se dirigió a la caravana y se echó a dormir.



***


Paula dedicó la tarde a repasar sus cuentas, intentando encontrar dinero para pagar la camioneta y la caldera. No quería volver a ver jamás a Pedro Alfonso.


Al principio, se había enfadado por acusarla de desempeñar una parte en la trama, porque no confiara en ella. Se preguntaba quién era la mujer de la foto.


Raquel Andrews. ¿Habría sido Pedro responsable de su muerte? ¿No había percibido en más de una ocasión que él sabía lo que era enfrentarse a una pérdida?


Supo, sin lugar a ninguna duda, que esa mujer era la información que los Chaves habían encontrado para usar contra el sheriff. Lo habían insinuado, pero no les había hecho caso, pensando que Pedro sería capaz de cuidar de sí mismo.


Pero ya no estaba segura.


En cuanto se vistió y limpió la casa, se sintió abatida. La pasión de la ira habría sido un alivio ante el terrible vacío que amenazaba con engullirla. Antes de conocer a Pedro, su vida había sido plácida. A veces solitaria, pero había intentado que eso no la venciera.


Después de darse cuenta de que se había permitido enamorarse de él, experimentaba el vacío que dejaría la marcha de Pedro. Justo cuando había empezado a pensar que su futuro no iba a ser tan desolador. Los ojos oscuros de Pedro habían emitido un brillante rayo de esperanza que había sacado su corazón a la luz del sol.


Intentó serenarse mientras iba a recoger a Manuel. Su madre vivía a las afueras de la ciudad. No dispondría de tiempo para limpiarse la cara si se ponía a llorar. No quería tener que explicarle a su madre por qué tenía los ojos enrojecidos.


«¿De verdad puede creer que he estado ayudando a Tomy?», no pudo evitar preguntarse. La ciudad no lo había recibido bien, y ella misma ya había reconocido que conocía la situación de la casa de los Hannon. De un modo perverso, se sintió halagada. Al reconocer que estaba tan centrado en ella que no le prestaba atención a su trabajo, Pedro revelaba cuáles eran sus sentimientos.


Sonrió al pensar que no había guardado en secreto dichos sentimientos.


Cómo la había besado. Paula había desconocido que hubiera un sitio donde no existiera espacio para el pensamiento o el miedo. Cuando se encontraba en sus brazos, volaba, tan ligera y libre como un pájaro.


Cierto era que había pagado por esos sentimientos con una punzada de culpa, aunque algo que había dicho Emma tenía sentido. Jose no había sido un hombre egoísta. No habría querido que se quedara en casa y no volviera a vivir en el mundo. No habría querido que lo llorara cuando mirara a su hijo.


Lo que sentía por Pedro era más fuerte y arrebatador. Quizá fuera un poco mayor, y la pérdida de su marido a una edad tan temprana le había agudizado los sentidos.


No creía que amara a Pedro más de lo que había amado a Jose. Se trataba del amor de una mujer mayor, que había sufrido y continuado con su vida, sin adivinar jamás que algo tan intenso pudiera aparecer en su camino.


El tío Ulises y Manuel subían desde el arroyo cuando entró en el patio. Paula sabía que tendría que hacer a un lado sus preocupaciones para tratar con su madre y su hijo. No le quedaba otra alternativa que preguntarle a Pedro si hablaba en serio sobre sus acusaciones. Esperaba que no.


—Los peces no han picado —informó Manuel, alzando una cesta vacía.


—Vamos a comer los platos deliciosos que tu madre ha estado preparando para el almuerzo, si quieres quedarte, Paula —invitó el tío Ulises con sonrisa abierta.


—Me encantaría —dijo, abrazándolo—. ¿Está mamá en casa?


—¿Dónde, si no? —repuso él—. No puedo apartarla de ese maldito teléfono. Éste le hizo esto a aquél. Me impulsa a lamentar no haberme muerto a la vez que tu padre.


—Podrías irte a vivir solo —le dijo con el ceño fruncido al hermano de su madre.


—¿Y lavarme yo la ropa? —rió—. Vamos, Manuel. Guardemos las cañas. Lo intentaremos de nuevo la semana que viene.


—Creo que voy a entrar —indicó Paula, mirando la puerta blanca.


—Será mejor que lo hagas. Has sido el tema de conversación toda la mañana. Me he enterado de que anoche llevabas un vestido fantástico.


—Era un poco corto —reconoció con una sonrisa.


—Y un poco ceñido —añadió él—. Y me ha llegado a los oídos que los ojos del sheriff estuvieron a punto de salírsele de las órbitas cuando lo vio.


—A Pedro le gusta mucho mamá —intervino Manuel con una amplia sonrisa.


—No importa —los echó con un gesto—. Entraré a recibir mi medicina.


Su madre hablaba por teléfono en la impoluta cocina verde y blanca, pero en cuanto su hija entró por la puerta, colgó.


—Vaya, qué noche la de anoche —observó su madre.


—Buenos días, mamá —besó la mejilla sonrosada.


—¿Qué vestido te pusiste, cariño? Creo que jamás he visto un modelo como el que me han estado describiendo.


—Un vestido que compré hace años, pero era demasiado corto y ceñido —expuso Paula. No tenía sentido mentir al respecto. Su madre terminaría por averiguarlo.


—Es lo que pensaba —Bárbara Auden asintió. Llenó un cazo con agua y lo puso a hervir—, Y bien, ¿qué me dices del sheriff, Paula? Llevo toda la semana oyendo hablar de vosotros dos. Que pagó para que te arreglaran la caldera y que asististeis juntos al Baile de los Fundadores, celebración a la que no ibas desde la muerte de Jose. Y Manuel no ha parado de hablar de él.


—Creo que ya conoces todo, mamá —Paula meneó la cabeza—. Hasta incluso podrías informarme de una o dos cosas.


—Supongo que ya estás al corriente del incendio —su madre la miró con expresión astuta mientras empezaba a preparar el almuerzo.


—¿Incendio? —preguntó, sobresaltada.


—Me lo contó Mandy Lambert hace unos minutos. Puede que haya tenido lugar mientras venías hacia acá —comentó su madre, complacida de saber algo que su hija desconocía—. Alguien incendió la casa del sheriff junto con leña nueva que había encargado. El jefe de bomberos dice que ha sido provocado. Alguien vertió gasolina encima de todo y le prendió fuego.


—¿Él se encuentra bien? —demandó.


—Cuando llegó, el incendio ya había sido sofocado. Alguien dijo que vieron su camioneta en tu entrada a primeras horas de esta mañana.


Las dos mujeres se miraron en la alegre cocina.


—Vino a contarme lo sucedido en su oficina —explicó Paula—. Sabía que me iba a interesar, ya que había empezado a trabajar con él.


—La situación no parece muy buena para Tomy y Ricky, ¿verdad? —indicó su madre con el arte de una curiosa perfecta—. Sospecha de ellos, ¿no?


—No lo sé —mintió, no queriendo entrar en esa conversación—. Él es el sheriff, pero el condado probablemente enviará a un investigador especializado en casos de incendios.


—Todo el mundo notó que Tomy llegó tarde al baile —Bárbara suspiró—. No hace falta ser un genio para relacionarlo. Dijiste que el sheriff no era tonto, ¿verdad?


—Es alto y atractivo, mamá —rió—. Como sin duda ya sabes. Es inteligente y divertido, y le gusta Manuel. Aunque se toma su trabajo demasiado en serio, y temo que, si tengo una relación seria con él, podría perderlo. Es un héroe. Como Jose.



DUDAS: CAPITULO 35



El domingo amaneció brillante y frío en Gold Springs. El sábado por la noche todo el mundo sabía ya qué había sucedido en la oficina del sheriff.


Paula había hablado con varias personas por teléfono, incluyendo su madre. Como todos sabían que trabajaba con el sheriff, dieron por hecho que ella conocía la historia completa.


Pedro no fue una de las personas con las que había hablado aquella noche. Esperó despierta hasta pasada la medianoche para que la llamara o fuera a verla, pero no recibió noticias de él.


Se había quedado dormida en el sofá con el teléfono en la mano. Despertó cuando llamaron a la puerta. Colgó de inmediato el auricular. Se ajustó la bata y corrió a abrir.


—Intenté llamarte, pero daba siempre comunicando —explicó Pedro. El sol brillaba sobre sus facciones cansadas—. Me tenías preocupado.


—Me quedé dormida con el teléfono en la mano —repuso, notando que aún llevaba el traje negro. La camisa blanca se veía arrugada bajo la chaqueta abierta—. Creo que te vendría bien un café.


—Creo que me vendría bien una cafetera entera —sonrió, pero con ojos apagados.


—Estaba a punto de prepararlo. Te serviré uno.


—No quiero que te tomes ninguna molestia —indicó, aunque la siguió a la cocina.


—No es problema —aseguró ella—. También iba a preparar el desayuno. Si tienes tiempo, puedes quedarte a desayunar.


—Me encantaría.


Paula intentó decidir si debía subir a cambiarse, miró la cara de Pedro y se despreocupó. Tenía la cara despejada y la bata limpia. Con eso debería bastar.


—Y bien, ¿qué ha pasado? —preguntó mientras bajaba una sartén grande.


—Alguien irrumpió en la oficina, destrozó el mobiliario, manchó todo con pintura y se fue.


—Me han dicho que ha sido algo importante —frunció el ceño.


—Supongo que todo el mundo ya lo sabe —musitó y se quitó la chaqueta.


—Todo el mundo cree que lo sabe —indicó ella—. Es así como funcionan las ciudades pequeñas. Los rumores van de boca en boca. Y casi nadie conoce la historia completa.


—También escribieron algunas pintadas. Básicamente, la idea era hacerme quedar como incompetente.


—¿Y eso? —puso café en la máquina.


—Ya lo he visto antes —bostezó y se encogió de hombros—. Si consigues hacer que la gente crea que el sheriff no es capaz de ocuparse de su propiedad, ¿cómo podrá proteger la tuya?


—Estoy convencida de que nadie pensará eso —afirmó, sacando huevos y mantequilla—. ¿Tienes alguna idea de quién lo hizo?


—¿Y tú?—replicó.


—¿Quieres decir que piensas que formo parte de ese plan? —lo miró.


—No me refería a eso, Paula —le devolvió la mirada sin pestañear.


—Entonces, ¿a qué te referías, sheriff? —exigió.


—La gente que lleva viviendo mucho tiempo en un sitio nota cosas que los recién llegados no perciben —suspiró y se mesó el pelo—. Es por eso que los grupos comunitarios de vigilancia funcionan tan bien. ¿Has notado algo fuera de lo corriente? ¿Te ha llegado algún rumor sobre lo sucedido?


Los pensamientos de Paula se centraron de inmediato en el baile. Tomy Chaves no había estado presente cuando llegaron, y había insinuado que las cosas serían desagradables para el sheriff. ¿Sería el responsable de los daños?


—No se me ocurre nada —mintió, cuestionando su sentido del bien y del mal. No era capaz de exponerle a Pedro lo que sospechaba. No tenía derecho a implicar a Tomy cuando podía ser inocente.


Pedro contempló su rostro cuando depositó una taza de café delante de él. Si su expresión hubiera sido la normal, se habría sentido mejor. 


Paula Chaves mentía mal.


—Me di cuenta de que Tomy Chaves no llegó al baile hasta las ocho y media —intentó facilitarle las cosas.


—Eso no lo convierte en un delincuente —lo miró fijamente.


—Claro que no —coincidió—. Podría convertirlo en un sospechoso. Su familia y él dejaron bien claro lo que sentían por mí.


Con manos temblorosas, Paula cascó los huevos sobre la sartén. Una parte de ella estaba de acuerdo con Pedro, pero otra se negaba a creer que Tomy pudiera caer tan bajo. A pesar de todo, eran parientes.


—Exponer lo que sientes tampoco te convierte en delincuente —indicó con frialdad.


—¿De qué habló contigo anoche? —preguntó Pedro, a pesar de las señales de advertencia que veía en su rostro—. La conversación parecía bastante encendida.


Paula removió los huevos y bajó la palanca de la tostadora.


—¿Me lo preguntas en tu condición de sheriff y como parte de tu investigación? ¿O como Pedro Alfonso, amigo interesado?


Se miraron separados por la cocina. Paula al final apartó la vista para servir los huevos en dos platos.


—Yo sacaré la tostada —rodeó el mostrador. Se sentaron cada uno a un lado de la mesa. Paula apartó el huevo a un lado del plato mientras Pedro bebía café. El silencio sólo se veía roto por el ruidoso tictac del reloj de pared que había sido de su abuela—. Como ambos —respondió él al final—. No sé si se pueden separar.


—Entonces no sé si podré responderte a esa pregunta.


—¿Me estás diciendo que después de todos los esfuerzos que has dedicado para que se abriera la oficina, crees que estuvo bien que Tomy Chaves entrara a destrozarla?


—Te estoy diciendo que no sé si Tomy lo hizo —lo miró y en sus ojos vio un fuego furioso—. No estaba presente. Ni tú tampoco.


—No —aceptó con vehemencia—. Fue conveniente que estuviera contigo.


Paula se incorporó despacio, pálida.


—Subiré a vestirme. Cuando termines, ya conoces la salida.


—Paula, yo…


Ella cerró con fuerza la puerta de la cocina a su espalda. Pedro se pasó una mano por los ojos; supo que necesitaba dormir y que sus palabras habían sido precipitadas e inoportunas. Claro que no creía que Paula lo hubiera estado distrayendo mientras Tomy actuaba.


Había sido un tonto. Era un tonto cansado que tenía más que perder que un simple trabajo. Gold Springs se había convertido en algo más que un paso en su carrera. Quería vivir ahí. 


Quería que la gente lo respetara y hacer que se sintiera segura.


Y quería a Paula. Pero necesitaba dormir y darse una ducha, y ella necesitaba tiempo para calmarse antes de que él pudiera explicárselo. 


Esperaba ser capaz de encontrar las palabras para disculparse y hacer que lo comprendiera, pero en ese momento no podía pensar con claridad.


Colocó los platos y las tazas en el lavavajillas. 


Luego, vio el papel con la foto. Estaba en un rincón del mostrador.


Lo sostuvo en la mano y todos los viejos recuerdos inundaron sus sentidos. Se trataba de Raquel, por supuesto. Era una mala foto. No mostraba el fuego que anidaba en sus ojos ni el sol en su cabello. Contempló su rostro hermoso y oyó la risa y el llanto.


Sin duda los Chaves la miraban y veían en ella la única mancha en su historial que podía hacerle perder la confianza de la gente de Gold Springs.


Desvió la vista hacia la escalera y pensó en tratar de explicárselo a Paula. Y se preguntó por qué no le había preguntado qué significaba la foto y su incendiario pie.



Raquel Andrews, veintitrés años, perdió la vida en un fatal accidente de tráfico atribuido a los efectos del alcohol. El Marshal Pedro Alfonso ha sido suspendido mientras se investiga su papel en el accidente acaecido ayer en la zona sur de la ciudad. La señorita Andrews era la novia del sheriff Alfonso. ¿Queremos que un hombre responsable de un accidente de coche provocado por la ebriedad sea el sheriff de nuestra ciudad?


Estrujó el papel, se dirigió a la puerta y cerró de un portazo.


Con la camioneta aún en el sendero de Paula se dio cuenta de que algo iba mal. Los dos coches patrulla y tres coches de bomberos estaban en el camino.


Cruzó la calle y vio el humo denso y el fuerte olor a fuego. Antes de llegar al claro supo que todo se había perdido. Varios cargamentos de leña que había pedido que le entregaran la semana anterior junto con las maderas que había salvado al derribar la casa de los Hannon habían ardido.


—Sheriff —Arliss Tucker, con el bloc de notas en la mano, le hizo un gesto con la cabeza.


—¿Un rayo? —preguntó con voz cansada.


—Podría ser —Arliss lo miró a los ojos—. Por decirlo de alguna manera.


—Todo ha quedado destruido —expuso sin rodeos el jefe de los bomberos—. Si tenía un seguro…


—¿Parece un accidente? —preguntó Pedro.


—Yo apostaría que fue gasolina —el jefe meneó la cabeza—. Empaparon todo y le prendieron fuego. Fue rápido, sheriff. Lo siento.


—De todos modos, no había gran cosa —comentó Pedro desanimado.


—Lo investigaremos —le aseguró el jefe—. Ha sido un incendio premeditado, sin importar que fuera una táctica para echarlo o no. La ley es la ley.


—Gracias —le estrechó la mano.


—Me temo que incluso llegaron hasta el poste eléctrico, sheriff—indicó Arliss moviendo la cabeza cana.


Pedro supo que estaba cansado cuando sintió el impulso irresistible de reír.


—Supongo que tendré que buscarme otro.


El jefe de bomberos y Arliss se miraron.


—Me gustaría echarle una mano —ofreció éste último—. Tenemos un cuarto de más en casa. No es gran cosa, pero…


—Gracias, pero ya tengo en mente un sitio —respondió Pedro con sonrisa tensa.


Los ojos de Arliss reflejaron su comprensión, y asintió.


—Claro. No se me ocurrió. Bueno, si en algo puedo ayudarlo, sheriff…