domingo, 9 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : EPILOGO





Dieciséis de mayo.


—SIMPLEMENTE, no entiendo por qué has insistido en casarte el dieciséis de mayo —le dijo Lucinda Chaves a Paula, mientras le arreglaba el velo,


—Nos conocimos un dieciséis de mayo, hace dos años —explicó Paula con paciencia, mientras volvía a colocarse el velo tal como lo tenía antes—. Y no sé por qué te quejas acerca de mi lista de invitados. Con seguridad, doscientas personas han confirmado su asistencia. El dueño del restaurante está feliz.


—Por supuesto que lo está —indicó su madre—. Es probable que durante toda la semana no tenga tanta gente.


—Eso no es probable, pues es un restaurante muy popular —comentó Paula.


—Es una marisquería, Paula. A nadie se le ocurre celebrar un banquete de bodas en una marisquería.


—Tal vez no lo hagan los Chaves, pero sí lo hacen los Alfonso de Nueva York, Atlanta y Savannah. Para nosotros, tiene un significado sentimental.


—Supongo que en ese lugar os conocisteis —dijo su madre.


—Así es.


—De todas maneras me gustaría que lo ventilaran un poco —comentó su madre—. Todos nuestros invitados van a acabar oliendo a pescado


—Mamá, deja de quejarte. Ve a hablar con papá. Quiero ver a Pedro.


—¿A Pedro? —preguntó su madre sorprendida—. ¿No puedes esperar a verlo después de la boda, Paula?


—No.


—¡Paula! —exclamó su madre—. ¡Estás acabando con las tradiciones!


Vio a Pedro cuando estaba intentando hacer el nudo de la corbata de Kevin, sin conseguirlo.


—Permíteme —pidió Paula y lo aceptó—. Estas muy guapo, Kevin; tú también, Jonathan.


—¿Y yo? —preguntó Pedro.


—Se supone que no debo mirarte.


—Resulta evidente que has estado hablando con tu madre—indicó Pedro—. Ella no está contenta, porque no habrá una orquesta completa para tocar la marcha nupcial.


—Tendrá que conformarse con la flauta y la trompeta —respondió Paula.


—¿Cómo pudiste conseguir a esos dos músicos, los mismos que tocaban durante nuestra primera cita? —quiso saber Pedro.


—Una mujer desesperada puede hacer milagros —aseguró Paula.


—El anuncio en el periódico ha ayudado —comentó Eli, que llegó en ese momento—. ¿Acaso no queréis empezar la ceremonia?


—¿Qué sucede? —preguntó Paula con tono bromista—. ¿No puedes esperar a recibir el reconocimiento a tu talento como casamentera hasta después de la ceremonia?


—¿Casamentera? —preguntó Pedro con expresión confundida—. ¿Conozco a esta mujer?


—No, pero me conocerás —prometió Elisabeth—. Ya te recordaré, hasta el día de tu muerte, todo lo que me debes. Sin mí, Paula nunca habría tenido el valor de intentar convencerte de que te mudaras a Savannah.


—¡Eli! —protestó Paula con debilidad, pero su advertencia llegó demasiado tarde, pues Pedro ya había escuchado el comentario.


—¡Oh! —exclamó Eli.


—Así es —dijo Paula.


—Creo que será mejor que me vaya a echar un vistazo a las flores —sugirió Eli.


—Buena idea.


—¿De qué estaba hablando? —quiso saber Pedro.


—¿Te acuerdas del Día de San Valentín? —preguntó Paula.


—Sí, el día que vine aquí a buscarte.


—Bueno, no te dije que llamé a tu oficina esa misma mañana, y supongo que Helene tampoco te lo comentó, puesto que tú nunca dijiste nada.


—Es cierto —dijo él.


—¿Recuerdas que te dije que había estado pensando en algo, te pedí que tú hablaras primero? —preguntó Paula.


—Creo que sí.


—Bueno, había decidido intentar convencerte para que te trasladaras a Savannah y abrieras aquí una sucursal. Elisabeth fue la que sugirió la idea. Le dije a Helene que necesitaba verte con urgencia. Cuando te presentaste, creí que habías venido por eso.


Pedro empezó a reír.


—Supongo que lo que te dije te sorprendió mucho —indicó él.


—Se podría decir que sí —respondió Paula.


—Eso sólo prueba una cosa.


—¿El qué? —preguntó ella.


—Dos mentes que piensan igual se pertenecen. Seremos invencibles.


—Puedes apostarlo —aseguró Paula con voz suave, antes que él le besara la boca. Aquel beso estaba lleno de una ternura inmensa, y revelaba todo el amor que Pedro tenía para ofrecerle.


Era en definitiva, el principió de... una eternidad.


Fin


LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 26





Día de San Valentín


—¿HAS tenido noticias de Pedro hoy? —preguntó Elisabeth Markham a Paula, mientras la joven paseaba de un lado al otro por los pasillos de la pequeña tienda de St. Christopher's, contemplando los artículos—. Pau, algunos artículos están muy viejos. Si continúas jugueteando con ellos, los destrozarás. ¿Por qué no te sientas y me dices lo que tienes en la cabeza?


—No puedo sentarme —confesó Paula y continuó paseando. Eli esperó con paciencia, hasta que al fin Paula admitió—: Creo que he cometido un error terrible.


—¿Qué error?—preguntó Eli.


—Le dije a Pedro que se estaba matando, y que nunca me casaría con él si no aminoraba ese ritmo.


—De acuerdo —convino Elisabeth lentamente—, creo que comprendo. ¿Qué es lo que es tan terrible?


—¿Y si él no puede hacerlo? —preguntó Paula—. Es una larga historia, pero durante toda su vida, Pedro siempre ha tenido esa terrible necesidad de éxito.


—¿Has hablado con él sobre esto? —preguntó Eli.


—No he hablado con él, no desde que salí de Nueva York, después del Año Nuevo. No me ha llamado ni una sola vez.


—Comprendo —volvió a decir Elisabeth—. Dime algo, Pau. ¿Si tuvieras que empezar de nuevo, volverías a enamorarte de Pedro?


—No sabía que pudiéramos escoger a la persona de la que nos enamoramos —comentó Paula sonriendo.


—Ahora hablas como yo —señaló Eli—. Sabes a lo que me refiero. Cuando conociste a Pedro, ni siquiera sabías cuál era su apellido, y él no sabía dónde localizarte. Si hubieran dejado las cosas así, habría sido un encantador recuerdo romántico. Sabiendo todo lo que ahora sabes, si pudieras volver atrás... ¿habrías acabado tu relación en ese momento?


Paula meditó la pregunta. Recordó que se había convertido en una mujer más fuerte y segura de sí misma desde que conoció a Pedro.


—No —respondió al fin Paula.


—¿Por qué? ¿Qué era lo que te atraía del hombre que conociste aquella noche? —preguntó Eli.


—El fue cariñoso conmigo, me ayudó y fue muy atento —explicó Paula—. Me hizo sentir de una manera como nunca antes me había sentido.


—¿Todavía tienes momentos así? —quiso saber Eli.


—Algunos —respondió Paula. Empezaba a comprender el punto de vista de Eli—. Por lo general, en Savannah.


—Entonces, me parece que la respuesta es obvia —aseguró Elisabeth.


—No creo poder convencer a Pedro para que se mude a Savannah. ¡Ni en un millón de años! La única vez que le comenté la posibilidad de que él saliera de Nueva York, se enfadó mucho.


—¿Y si él abriera una sucursal en Savannah? —preguntó Eli—. Ya tiene un par de clientes en Savannah, ¿no es así? Sería un paso natural. No sé mucho de publicidad, pero.... ¿eso no le daría presencia en el sureste?


—A mí me parece que tiene sentido —admitió Paula—, pero él parece decidido a quedarse en Nueva York. No estoy segura de que ni siquiera esté dispuesto a escuchar la idea.


—Tal vez lo haría, si se la presentas de manera apropiada —le aconsejó Eli—, con un poco de vino, bajo la luz de las velas. Me parece que el Día de San Valentín sería el mejor momento para intentarlo.


—¿Qué haría yo sin ti? —le preguntó Paula y la abrazó—. Gracias, eres maravillosa.


—Sólo intento seguir siendo la mejor casamentera de la ciudad.


—Tú no me presentaste a Pedro—le recordó Paula—. ¡Ni siquiera lo conoces! 


—Sin embargo, ¿quién te mandó de vuelta a Savannah, para que volvieras a verlo? ¿Quién te animó a trasladarte allí, para que lo vieras con más frecuencia?


—De acuerdo, de acuerdo —aceptó Paula riendo—. Si funciona, recibirás un reconocimiento.


—No quiero reconocimientos, sólo una invitación para la boda.


—La tendrás. Cruza los dedos por mí, ¿lo harás? —preguntó Paula.


—Siempre lo hago. Algo me dice que esta vez no lo vas a necesitar.


—Espero que tengas razón —dijo Paula—. De verdad lo espero.



****


Paula hizo la maleta rápidamente y la metió en el maletero del coche. Luego volvió a entrar en casa para llamar a la oficina de Pedro.


—Señora Chaves —dijo Helene, claramente sorprendida al escucharla—. ¿Cómo está?


—Estoy bien, Helene. ¿Está el señor Alfonso?


—No, lo siento mucho, pero acaba de salir. Se fue de viaje de negocios—explicó Helene.


Paula tuvo que ocultar su desilusión. Pensó que tal vez era mejor de esa manera, y resultaría más efectivo si no hablaba de manera directa con Pedro. Si él estaba furioso con ella, un mensaje a través de una tercera persona podría llamar más su atención.


—¿Puedes localizarlo? —preguntó Paula.


—Por supuesto.


—Entonces, por favor dile que tengo que verlo de inmediato, que es urgente. En este momento salgo de Atlanta, y estaré en Savannah por la tarde. ¿Podrías darle ese mensaje?


—De inmediato, pero... —empezó a decir Helene, pero Paula colgó, antes que la secretaria pudiera decir algo que la hiciera cambiar de opinión respecto a su plan. Lo último que necesitaba escuchar era que el viaje de Pedro también era urgente, o que había volado a Los Ángeles para salvar el alma de Rubén Prunelli.


El tedioso viaje a Savannah nunca le pareció más largo. 


Durante las cinco horas y media que duró el viaje, Paula no dejó de repetirse sus argumentos, preparándose para el momento en que tuviera que convencer a Pedro de que su relación podría funcionar, que podrían vivir juntos, sin sacrificar sus necesidades, o las de ella.


Cuando estacionó el coche delante de su apartamento, estaba segura de que podría jurar que esa idea tendría éxito. 


Dos horas después, cuando Pedro todavía no había llamado, empezó a perder la esperanza.


Como terapia, Paula se fue a la cocina y preparó un coq au vin, una ensalada, pan fresco y tres pasteles. De pronto, oyó el sonido de una llave en la cerradura de la puerta y se quedó helada. A pesar de todo, todavía no se sentía preparada para enfrentarse a él.


—¿Paula?


—En la cocina —respondió ella sin aliento.


Cuando al fin encontró el valor para volverse, lo vio de pie, junto a la puerta. Tenía el cabello despeinado por el viento y el nudo de la corbata flojo. Tenía la apariencia maravillosa de un hombre que se había apresurado para llegar hasta allí.


—Estás maravillosa —murmuró Pedro.


—Gracias.


—Te he echado de menos —confesó él.


—Yo también.


—He estado pensando —dijeron al unísono y rieron con nerviosismo.


—Tú primero —pidió Paula.


—Tal vez deberíamos beber un poco de vino —sugirió Pedro—. ¿Tienes una botella?


—En el comedor —respondió ella. Mientas Pedro iba a buscar el vino, ella se sujetó a la mesa y respiró profundamente. Estaba decidida a dominarse para volver a enfrentarse a él.


—Paula —empezó Pedro con voz suave. Ella se volvió y casi se encontró entre sus brazos. Se miraron a los ojos y Paula tragó saliva—. Tu vino —le entregó la copa y ella la aceptó, sin permitir que sus dedos se rozaran. La temperatura en la cocina ya se había elevado varios grados, y ella sólo necesitaba una caricia para que su sangre se encendiera—. Por los pensamientos cálidos —brindó él, sin dejar de mirarla a los ojos. Paula desvió la mirada y bebió un sorbo de vino, lo cual la hizo sentirse más acalorada e insegura. Ansiaba con desesperación ser atrevida, pero no lo conseguía—. He estado pensando, y he tomado algunas decisiones.


—¡Oh! —exclamó Paula.


—El último mes ha sido el más miserable de mi vida —confesó Pedro—. Al fin he tenido que replantearme mis objetivos.


—¿Y? ¿Qué has decidido? —preguntó ella. Pedro se apoyó en la mesa.


—Todo vuelve a ti... No quiero perderte —ella se mordió el labio, para evitar llorar. Apretó la copa de vino, para no abrazarlo. Esperaba, y la tensión iba en aumento—. Me senté a hablar largamente con Eduardo, acerca de la compañía. Como resultado, ahora ya es socio. El dirigirá la oficina de Nueva York, todavía no puede hacerlo todo solo, pero es un comienzo.


—Debe de estar muy contento —comentó Paula.


—También he decidido abrir una sucursal aquí en Savannah. Ya tengo aquí dos clientes, y hay posibilidades de tener más. Todavía tendré que viajar a Nueva York y a Los Ángeles. Sin embargo, podré cambiar el ritmo, si todo sale bien con Eduardo.


Paula sintió un gran alivio, pero en seguida tuvo una sospecha. El momento en que sucedía todo eso le parecía muy extraño. ¿Era posible que Elisabeth hubiera llamado a Pedro, para sugerirle que hiciera todos esos cambios tan radicales?


Paula se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Cuándo has decidido todo esto?


—Eduardo y yo empezamos a hablar del asunto dos semanas después de que tú te fueras —explicó Pedro—. Precisamente hoy fue cuando al fin todas las piezas encajaron en su lugar. Tomé el primer avión para decírtelo.


Paula tuvo que controlarse para no estallar en carcajadas. El había llegado a la misma conclusión que ella.


Después de un momento, Pedro comentó:
—No dices nada. ¿Qué opinas?


—Opino...—Paula esbozó una amplia sonrisa—. Opino que es la noticia más maravillosa que he oído en mi vida.


—¿Estás segura?


—Oh, Pedro, nunca he estado más segura de nada en mi vida. Seremos felices aquí, lo sé. Podremos ir a Nueva York, cuantas veces quieras, para ver a tus hijos. Podemos buscar una casa. Los niños podrán tener sus propias habitaciones, para cuando nos visiten. Todo será perfecto.


—Tenía mis dudas —confesó Pedro con voz entrecortada. La abrazó—. De haberte perdido, Paula, no sé lo que habría hecho


—No me has perdido. Siempre supe que encontraríamos una solución —le aseguró ella. El se apartó un poco y la observó—. Bueno, alguna vez tuve dudas, pero eso no duraba mucho. Siempre volvía a recuperar la confianza.


—No sé por qué necesité tanto tiempo para comprenderlo —dijo Pedro—. Cada vez me gustaba más Savannah. El trabajo que he hecho para White Stone es lo mejor que he conseguido, y lo más importante es que tú eres feliz aquí. Eduardo me sugirió que abriera la oficina en Atlanta, pero pensé que sería un buen comienzo para los dos empezar en la ciudad donde nos conocimos.


—Estoy de acuerdo —comentó Paula.


—¿No va a importarte no estar en Atlanta?


—No —le aseguró ella—. Mis lazos allí se han aflojado con cada semana que he estado ausente. Mis padres no estarán muy contentos. Sin embargo, no estaré en el fin del mundo. Ya se acostumbrarán.


—Tal vez lo haga tu padre, pero... ¿y tu madre? —preguntó Pedro—. No estoy tan seguro.


—Se quejará un poco, pero si le presentamos dos nuevos nietos, quizá se olvide de mi ausencia.


—¿Dos? Eres ambiciosa —señaló Pedro.


—Me refiero a Jonathan y a Kevin —explicó Paula.


—¿Y qué te parecería que tuvieran una hermanita?


—No sabía que estuvieras encinta —bromeó Paula.


—Eres feliz en Savannah. ¿Disfrutarás trabajando aquí, cuando termines tus estudios?


—Sí, y lo mejor es que aquí no hay fantasmas, sólo largos y lentos días para construir una nueva vida juntos.


—¿Lentos? —preguntó Pedro, levantando una ceja.


—Bueno, he escogido mal las palabras. No pediré lo imposible.


—No, cariño —murmuró él y le acarició los labios—. Siempre pide. Juntos, podremos alcanzar hasta lo imposible.








LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 25






Cuando al fin los niños se fueron a la cama, Pedro la hizo sentarse en el sofá, a su lado.


Pedro, quizá esto debería esperar hasta mañana. Es casi la una de la madrugada —comentó Paula.


—No. Será mejor que me atrapes mientras tenga ánimos. Esto no es algo de lo que hablo con facilidad.


—¿Por qué, Pedro? ¿No sabes que puedes decirme cualquier cosa?


—Lo sé —dijo él—. Sé que quieres comprender por qué actúo de esa manera en el trabajo. Todo empezó hace treinta años.


—Pero entonces apenas eras un niño —indicó ella.


—Correcto, tendría aproximadamente la edad de Jonathan. Mi padre perdió su empleo. Eso le sucede a muchos hombres, ¿no es así? La empresa quebró y mi padre fue despedido. Al principio, mi madre y él intentaron ocultar que sucedía algo malo. El salía de casa todos los días, en busca de un nuevo empleo, pero ya era una persona mayor. El quería prepararse, pero no había muchas oportunidades para eso entonces. Hizo diferentes trabajos. Mi madre se dedicó a lavar y a limpiar casas. Sobrevivimos pero mi padre nunca estuvo bien, después de aquello. Nunca dejamos de quererlo, pero él perdió el respeto por sí mismo.


—Todo eso debió de ser terrible para ti —comentó Paula. No la conmovían tanto las palabras como la expresión de sus ojos, la tristeza de su mirada.


—Sólo fue una lección —señaló Pedro—. Me juré que nunca dependería de otro ser humano para ganarme la vida, que cualquiera que fuera el negocio al que me dedicara, yo sería el dueño.


—Lo hiciste, querido. Tienes éxito. Tu negocio va bien —comentó Paula.


—Tengo que asegurarme de que continúe así, no sólo por mí, Paula, ni siquiera por los niños. Tengo empleados, más de cien, aquí y en Los Ángeles. Tengo una responsabilidad con ellos también, y con sus familias.


Paula pensó que era demasiada responsabilidad para un hombre solo; sin embargo, al fin comprendió. Podía comprender la necesidad de Pedro por mantenerse en la cima.


—¿No podrías compartir parte de esa responsabilidad, Pedro?


—Es mía, Paula. La acepté el día que abrí el negocio —replicó él.


——¿Y si perjudicas tu salud? —preguntó ella—. ¿Qué pasaría si de tanto trabajar sufrieras un ataque al corazón y te murieras? —preguntó con enfado—. ¿Quién sería entonces el responsable, Pedro? ¿Estás seguro de que tu comportamiento no es egoísta? Al parecer eres una especie de héroe, estarás contento, ¿no? Vuelvo a preguntarte, ¿qué sucederá si te matas mientras tanto? ¿Quién será entonces el héroe? ¿Y qué haremos tus hijos y yo sin ti?





LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 24





Nochevieja


DURANTE un tiempo, Pedro pensó que todo saldría bien. Al volver a la ciudad, se dedicaron a pasear con ella como turistas. Vieron en Broadway una obra de teatro. Discutieron sobre ella durante horas, mientras tomaban café con pastelillos en un restaurante italiano de Little Italy. Después, asistieron a una exposición en el Museo de Arte Moderno, la cual ella encontró ofensiva y él fascinante. De inmediato se metieron en un taxi y Paula pidió que los llevaran al Metropolitan. Una vez allí, enseñó a Pedro las pinturas de los viejos maestros.


—Eso es arte —aseguró Paula.


—Si los artistas sólo pintaran retratos y paisajes en ese estilo, se quedarían estancados —comentó Pedro—. El arte es un medio creativo, se supone que debe cambiar y evolucionar. Eso es lo mismo que dijiste acerca de esa obra que no tenía ningún sentido.


—Bueno...


—Vamos, Paula. Admítelo. Tengo razón. Experimentar es importante.


—Nunca he dicho que no lo fuera —aseguró ella.


—¿De verdad?


—No. Sólo he dicho que no me gustaba ese tipo de experimentación. Ahora, llévame a comer. Todo este debate me ha abierto el apetito.


—¿A dónde te gustaría ir? —preguntó Pedro—. ¿Quizá al Russian Tea Room?


Ella negó con la cabeza.


—Ese lugar que está en tu barrio me gustaría más. Tengo antojo de pepinillos en vinagre —confesó Paula.


Pedro se detuvo de pronto, con expresión estupefacta.


—¿Tienes antojo de pepinillos? —preguntó él. Ella asintió.


—¿Qué hay de extraño en eso? —quiso saber Paula.


—¿Antojo de pepinillos en vinagre? —repitió él.


Paula lo miró sin comprender, y al fin abrió muchos los ojos al hacerlo.


—¡Oh, Pedro, no estoy encinta!


—¿Estás segura? —preguntó él, con un nudo en la garganta por la emoción. Recordó lo que había sentido en Nochebuena, cuando la tía Mildred le sugirió que Paula debería tener una casa llena de bebés—. Eso estaría bien, en realidad, sería maravilloso.


Pedro, no sería maravilloso. Llámame tradicional, pero pienso que las parejas tienen que casarse antes de convertirse en padres.


—No hay problema, podríamos casarnos esta noche —aseguró Pedro—. No se me ocurre una manera mejor de pasar la última noche del año.


—No hagas sonar esas campanas, Romeo —indicó Paula con expresión de anhelo—. El único pasillo que tú y yo recorreremos en un futuro inmediato está en Bloomingdale's. Quiero ese vestido que vi en su catálogo.


—Ya lo veremos —respondió Pedro.


—¿El vestido? —preguntó ella.


—La boda.


—No intentes convertir esto en una discusión, Pedro —pidió Paula—. Solamente conseguirás hacerme cambiar de opinión si me convences de que podemos hacer que funcione.


—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso? —preguntó Pedro.


—El tiempo.


—Nos conocemos desde hace casi dos años —indicó él.


—Sí, pero en realidad, sólo hemos estado juntos algo así como un mes, si sumas todas nuestras visitas —explicó Paula.


—Asegúrate de añadir el tiempo que pasamos en el teléfono —sugirió él con sarcasmo—. ¿Qué tiene que ver el tiempo con todo esto? Algunas personas se conocen y se casan de inmediato.


—Eso es muy romántico —señaló Paula— pero después, descubren todos los problemas.


—Y los solucionan —indicó él.


—O se divorcian —observó Paula—. Yo tengo bastante con un divorcio.


Pedro cedió, pues sabía que una vez que Paula tomaba una decisión, sólo la persuasión suave, y no la táctica insistente, resultaba efectiva.


Tal vez pensando en aquel asunto como si fuera una campaña publicitaria, tendría más éxito. El era el productor, y Paula representaba al público. Lo único que tenía que hacer era convencerla de que su vida no estaría completa si no tenía a Pedro Alfonso en su casa. Para un profesional con los éxitos que había conseguido, eso debería resultar muy sencillo.


Sin embargo, no resultó de esa manera. La campaña fue saboteada, antes que pudiera entrar en acción. Pedro cometió el error de llamar a su oficina desde un teléfono público en el restaurante. Era un hábito compulsivo, lo hizo sin pensar en las consecuencias. 


Naturalmente, se produjo una crisis.


—Estaré allí en diez minutos —le prometió Pedro a su secretaria—. Intenta arreglar una cita para esta tarde.


Cuando volvió a la mesa, su mente ya estaba en el trabajo. 


Sacó una libretita del bolsillo y empezó a anotar algunas ideas.


—Has llamado a la oficina —lo acusó Paula.


El la miró con expresión de culpabilidad.


—Estás de vacaciones —le recordó Paula.


—Eso no significa que ya no tenga responsabilidades —respondió él.


—Creí que habías dejado a Eduardo a cargo del negocio —comentó Paula.


—Lo hice, pero...


Pedro... ¿cómo esperas que él se convierta en socio, si no le permites hacerse cargo del trabajo cotidiano?


—Sí se lo permito —respondió Pedro—. Sólo le doy un poco de energía —aseguró Pedro a la defensiva.


—¿A qué hora es la cita? —preguntó Paula.


—¿Quién ha dicho algo acerca de una cita? —preguntó él.


—Te conozco —manifestó Paula—. Esa energía que le darás a Eduardo significa una cita. ¿A qué hora?


Pedro no quería darle la satisfacción de admitir que tenía razón. Por desgracia, no tenía alternativa.


—No estoy seguro —respondió él—. Helene va a concertarla.


—¿Y qué hay acerca de nuestros planes para Nochevieja, con los niños? Estarán en tu apartamento a las tres, y esperan pasar la noche con nosotros. Les prometimos juegos de video, películas y pizza


—¡Maldición, me había olvidado de eso! —murmuró Pedro—. Pero no importa, pues tú estarás allí, y yo no estaré en la oficina más de una hora. Tal vez esté de vuelta antes que ellos lleguen —tomó la mano de Paula—. Lo siento, cariño. Sé que esto no es justo para ti. Haré que la cita sea corta, para que no tengas que estar mucho tiempo sola con los niños.


—Jonathan y Kevin no constituyen ningún problema. Lo pasamos maravillosamente bien juntos —explicó Paula—. Anhelo volver a verlos. Sin embargo, ellos cuentan con verte a ti.


Pedro se sintió todavía más culpable. Desde que se divorció, había hecho un gran esfuerzo por no desilusionar a los niños.


—Paula, no voy a cancelar la reunión con mis hijos. ¿Cuál es el problema?


—Al parecer no lo ves, ¿no es así? —preguntó Paula. 


Suspiró y sacudió la cabeza.


—Y al parecer, tu no puedes aceptar que yo soy de esa manera. Siempre me ha gustado cumplir con mis obligaciones —declaró Pedro.


—Con tus obligaciones de trabajo —lo corrigió ella—. Parece que las obligaciones familiares han pasado a un segundo lugar.


Frustrado por la negativa de Paula para comprender, se levantó y puso un billete sobre la mesa.


—Me voy a la oficina —dijo Pedro—. Estaré en casa lo antes posible.


Al llegar a la puerta del restaurante, Pedro se volvió un instante. Paula seguía sentada, y, enfadada, se estaba dedicando a romper servilletas. Como si de pronto se hubiese dado cuenta de que él la estaba observando, levantó la mirada y la expresión de sus ojos casi le rompió el corazón. Tenía la expresión de una mujer que había perdido lo más importante de su vida.


Pedro sabía exactamente cómo se sentía Paula



****

Paula entró en el apartamento de Pedro con la llave que él le había dado cuando volvieron de Atlanta. Faltaba una hora para que llegaran los niños; se dio un largo baño caliente, y meditó sobre cada palabra que, enfadada, le había dicho a Pedro. Se preguntó si sería razonable por su parte esperar que él repartiera equitativamente su tiempo entre su trabajo y la vida con ella y sus hijos. Además, tanto trabajo podría dañar su salud.


Tal vez la verdad del asunto era que Pedro se parecía demasiado a Mateo, y no lo suficiente a su padre. Raul Chaves había nacido en una familia rica. Aunque tuvo que trabajar durante toda su vida para mantener la posición económica de la familia, nunca había tenido que luchar. 


Paula había llevado una vida segura, adinerada.


Mateo no había tenido que luchar para triunfar en la profesión médica. Tenía un talento natural, había asistido a buenas escuelas, parecía haberlo tenido todo en la vida, excepto la posición social que tanto deseaba, y por la que se casó con ella. Una vez que tuvo dinero y un lugar en la sociedad de Atlanta, se pudo dedicar a lo que en realidad quería... la cirugía. Solía pasar todo el tiempo en la sala de operaciones, excepto las pocas horas que necesitaba para dormir.


Todavía pensando en aquel problema, Paula se puso un suéter rojo y unos pantalones negros de lana. Con toda deliberación, se peinó hacia atrás, en un estilo que odiaba Pedro. Imaginó que él volvería nervioso, culpable...


Antes que pudiera continuar con esos pensamientos, sonó el timbre, anunciando la llegada de Jonathan y de Kevin.


—¡Hey, papá, ya llegamos! ¿Estás en el despacho? —preguntó Jonathan.


Paula los recibió en el vestíbulo.


—¡Feliz Año Nuevo a los dos! —exclamó Paula.


—Sí —asintió Kevin y corrió para abrazarla—. ¿Podremos quedarnos despiertos hasta la medianoche? ¿Tú también estarás levantada?


—No lo sé —bromeó Paula. Se arrodilló para ayudarlo a quitarse las botas—. Eso es muy tarde para mí. ¿Y tú, Jonathan? ¿Crees que estarás despierto hasta tan tarde?


—Seguro —respondió Jonathan—. Ahora tengo nueve años. Siempre me acuesto tarde.


—¿Tienes nueve años? —preguntó Paula—. Creía que el mes pasado tenías ocho. Eso significa que ha sido tu cumpleaños.


—Sí —dijo Jonathan—. Me regalaron muchas cosas. ¿Quieres verlas? Tengo algunas aquí—se asomó al despacho—.¿En dónde está papá?


—Tuvo que irse un rato a la oficina —explicó Paula—. Volverá pronto.


—Hmmm... —comentó Kevin y abrió mucho los ojos—. Mamá se va a enfadar. Se supone que no deberíamos estar aquí, mientras papá no esté.


—Estoy segura de que no hay problema, puesto que yo estoy aquí —indicó Paula, y se preguntó si eso sería verdad. Patricia no la conocía, y a lo mejor se pondría furiosa—. Tal vez debería llamarla. ¿Qué pensáis?


—Llamaré a papá —informó Jonathan—. Quizá él pueda llamarla.


Paula asintió, después de todo, era responsabilidad de Pedro.


—De acuerdo, llama a tu padre —respondió Paula—. Kevin, ¿por qué no me enseñas a hacer palomitas de maíz?


—¿No sabes? —preguntó Kevin.


—Las he hecho alguna vez, pero es probable que tú las hagas mejor que yo—comentó Paula.


—De acuerdo —dijo Kevin con solemnidad—. Te enseñaré.


—Empieza tú. Espérame en la cocina.


El niño corrió hacia la cocina, mientras ella esperaba a que Jonathan llamara a la oficina de Pedro.


—Hola tía Helene. Soy Jonathan. ¿Está papá allí? —puso expresión preocupada mientras escuchaba la respuesta—. De acuerdo, de acuerdo, adiós.


—¿Todo está bien?—preguntó Paula.


—Me dijo que papá está en una reunión —le informó Jonathan.


Paula sintió que la sangre le hervía.


—¿No hablaste con tu padre? —preguntó ella.


—Ella me preguntó si yo estaba aquí, y dijo que él me llamaría cuando terminara esa reunión—explicó Jonathan.


—¡Maldición! —murmuró Paula sin pensar, y sintió que una pequeña mano le tocaba el brazo.


—Está bien, Paula. A mamá no le importará que tú nos cuides.


—¿Y si hubiera sido una emergencia? —preguntó Paula.


—Yo se lo hubiera dicho a Helene, eso es todo —respondió el niño—. En caso de emergencia, Helene se lo habría dicho a mi padre y él se habría puesto al teléfono. Pero supongo que esto no es una emergencia. Estamos aquí, contigo.


Paula abrazó a Jonathan.


—Sí, Jonathan, estáis bien aquí conmigo. Ahora, veamos cómo hace Kevin las palomitas de maíz.


A las siete, Pedro todavía no había vuelto, y Paula pidió una pizza por teléfono. Ya habían terminado de comerla y de jugar con el video cuando al fin Pedro apareció. Paula tuvo que dominarse para no reaccionar ante el cansancio que vio reflejado en sus ojos. También tuvo que ocultar su furia.


Jonathan y Kevin lo saludaron con entusiasmo, en apariencia, no preocupados porque él no estuviera en casa cuando llegaron. Pedro abrazó a Kevin y le alborotó el pelo a Jonathan.


—Nos hemos divertido mucho, papá —le informó Jonathan—. Paula es muy buena con los juegos de video.


Pedro miró a Paula, por encima de la cabeza de Kevin.


—Apuesto que así es —dijo Pedro—. ¿Me dejaron un poco de pizza?


—Está en el horno —señaló Paula—. La traeré.


—Gracias, cariño.


Cuando Paula volvió al comedor, Pedro estaba en el suelo, ayudando a Kevin a competir con Jonathan en otro juego de video. A pesar de que las arrugas de cansancio de su rostro estaban más pronunciadas que nunca, él rodeaba a Kevin con un brazo, y su atención estaba por completo dedicada al juego. Ese era otro indicio para Paula de que Pedro era un competidor compulsivo, sin importar el tipo de juego. Incluso un juego infantil requería de toda su energía. Pedro levantó la cabeza y le sonrió a Paula, mientras aceptaba la pizza.


—¿Vino, café, agua mineral? —preguntó Paula.


—Agua mineral.


Cuando Paula volvió con la bebida, intentó mantenerse apartada, pero de inmediato, Jonathan la obligó a jugar a su lado, pues declaró que Kevin tenía una ventaja injusta.


—Tienes que ayudarme, Paula, papá es muy bueno.


—Ya veo —murmuró ella—. Veamos qué podemos hacer al respecto.


Media hora después, cuando Paula y Jonathan resultaron victoriosos, Pedro rió.


—Al fin me vencisteis —comentó Pedro.


—Me temo que no lo suficiente —respondió ella.


—¿Por qué no vais a buscar esos pitos y todo lo que he comprado para el Año Nuevo? —preguntó Pedro a los niños—. Están en su habitación —cuando se fueron, se inclinó y besó a Paula—. Siento lo sucedido esta tarde.


Paula suspiró y le acarició las huellas de cansancio que se dibujaban en su rostro.


—Pareces exhausto —indicó ella.


—Lo estoy.


Pedro... ¿por qué...?


—Hablaremos de eso más tarde —prometió él—. Intentaré explicártelo. Por lo menos, te debo eso.


—Entonces, ¿eres consciente de lo que te estás haciendo? —preguntó ella.


Pedro asintió, y logró sonreír cuando sus hijos volvieron y lo obligaron a jugar con ellos. Si no hubiese sido por la conversación seria que tenía pendiente, Paula se habría sentido muy contenta. Esa era la familia que siempre había querido tener. Los niños la habían aceptado en sus vidas con mucha facilidad. Si aceptaba la proposición de Pedro, estaría con el hombre que amaba, con sus hijos y, quizá, con los hijos de ambos. Eso era más de lo que podía ambicionar. 


¿Entonces por qué se aferraba con terquedad al único problema que veía en esa solución?


Se dijo que eso era debido a que esa solución era demasiado importante. No se trataba de que Pedro recogiera los calcetines cuando se los quitara; eso tenía fácil solución. 


Un marido que nunca estaba cerca, y para el que su matrimonio estaba después que su trabajo, era algo diferente por completo.


—Paula, casi es medianoche —dijo Kevin con entusiasmo—. Esa enorme pelota empieza a moverse.


Los locutores de la televisión, y la multitud de Times Square anunciaron el Año Nuevo. Kevin y Jonathan hicieron sonar sus pitos. Pedro tomó a Paula en brazos.


—¡Feliz Año Nuevo, cariño!—exclamó Pedro.


—¡Feliz Año Nuevo! —respondió Paula.


Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Si pudieran atesorar ese momento en su mente, tal vez podría ser un feliz Año Nuevo.