jueves, 4 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 13




Estaba sentada en el soleado salón, desde donde podía escuchar a su hermano Ricardo refunfuñar con respecto a los exagerados vicios de su tío Rodolfo. Por lo visto éste había gastado una gran suma de dinero en diversas casas de juego, firmando pagarés a nombre de su sobrino, a sabiendas de que éste, debido al empeño que ponía en que no se relacionase ninguna actuación reprobable con su apellido, haría frente a dichas deudas para que nadie tuviese nada que comentar sobre su familia. Y su sobrino, pensó ella, estaba que echaba humo porque ya le tenía unas cuantas guardadas a su querido tío. Como, por ejemplo, el matrimonio con su dulce Marianne.


Podía verlo desde su posición, sentado detrás del enorme escritorio de roble que había en el opulento despacho, ojeando las facturas que se veía obligado a afrontar en defensa del buen nombre de su familia, y con la puerta abierta lo suficiente como para poder vigilarla. ¡Vigilarla! 


Pero si no hacía otra cosa que deambular por el enorme corredor para después sentarse con un libro junto al gran ventanal que daba a uno de los jardines de la gran, y aburrida, casa. Llevaba así todo el día a consecuencia de su castigo. Y no es que fuera una dura penitencia, pero sí lo suficiente como para volverla loca teniendo en cuenta su desesperada situación. Ella necesitaba que Clara la ayudara. 


Lo que había hecho era demasiado delicado como para comentarlo con Marianne, quien no dejaba de ser su tía, y aunque también fuese joven, y su amiga, no se fiaba de que no corriese a contárselo a Ricardo, sobre todo después de la escena que presenció la noche de la cena. El motivo de su castigo había sido que Ricardo la había encontrado en estado de absoluta embriaguez en casa de su amiga, sacándola de allí en brazos para devolverla a su hogar. Y en cuanto su hermano la hubo llevado a casa, sana y salva según él, le echó tremendo sermón acerca de la decencia y del saber estar, así como un sinfín de razones por las que tenía la obligación de mantener un comportamiento ejemplar e intachable, que según él era totalmente indispensable para su apellido. Y después la castigó sin salir a ningún evento social donde no fuese acompañada por él mismo, ni ir a pasear o recibir las visitas de su amiga. Por eso estaba tan molesta: ella tenía que encontrar a ese hombre con urgencia, y hablar con él, y, sin embargo, la habían castigado sin salir como si se tratara de una niña pequeña.


En un principio se había enfadado, incluso discutió un poco, pero, como siempre hacía con las personas que eran importantes para ella, decidió que tampoco era un precio tan alto a pagar para tener contento a Ricardo. Después de todo, no era su hermano, sino el hijo del hombre que se casó con su madre. Paula era consciente de que debía estarle agradecida al actual conde de Hastings porque siguiera velando por ella una vez fallecidos los padres de ambos. Y tenía que reconocer que éste la apreciaba, le demostraba afecto, y hasta se preocupaba por ella a pesar de ser tan rígido, por lo que la mayoría de las veces se encontraba soñando despierta, pensando que Ricardo era realmente su hermano.


Dejó su novela y se dispuso a mirar a través del cristal de la enorme ventana. Estaba un poco desesperaba por salir, puesto que aún tenía que hablar con Clara. Se suponía que entre las dos intentarían reparar, en lo que fuera posible, el daño que ella misma se había causado con su inconsciencia. 


Entre las dos darían con el hombre de esa noche, y después
verían qué hacer. Pero primero tendrían que encontrarlo.


—Te estoy viendo, Pau. —Ricardo parecía querer pagar con ella el disgusto que le había provocado su tío.


—Sólo estoy mirando por la ventana.


—Recuerda mis palabras —le dijo—, eres una mujer comprometida, y no me hagas describirte de nuevo en qué estado te encontramos, tanto tu prometido como yo, y otras tantas personas, junto con esa malcriada.


—Esa malcriada es mi mejor amiga —refunfuñó.


—No creo haberte oído.


Ricardo estaba insoportable esa tarde.


—He dicho que recuerdo perfectamente el bochorno que sentiste al verme así —repitió las palabras una vez más—, y que te prometí que no volvería a suceder.


—Pues no lo olvides, debemos velar por el buen nombre de la familia. Afortunadamente, Alfonso y Melbourne son hombres discretos y dados a las situaciones poco convencionales.


—Por supuesto.


Paula hablaba mecánicamente, lo solía hacer cuando Ricardo se ponía tan pesado. Le decía las palabras correctas en el momento oportuno, y él parecía tranquilizarse.


—Así que no creo que se origine ningún escándalo por esa parte.


—Si supieras—soltó bajito.


—De otro lado está la cuestión del escándalo de tu amiga en ese lugar. Por lo visto iba acompañada de otra mujer a la que todo el mundo intenta ponerle rostro. —Ricardo la miró directamente desde su lugar en el amplio escritorio y Pau dio un respingo. ¿Estaba hablando de esa noche? Por suerte para ella, nadie parecía conocer su identidad.


¡Como llegue a enterarse de que era yo, me mata!


—Clara no me ha dicho nada —se apresuró a contestar—, y no creo que lo haga. No sería correcto.


El hombre se quedó observándola durante unos segundos intentando descubrir cuánta verdad había en sus palabras.


—Sólo espero que tú no tengas nada que ver con ello, o me veré obligado a tomar medidas drásticas.


Ricardo no hablaba en serio y Pau lo sabía, pero siempre habían mantenido ese juego en el que él la amenazaba y ella se dejaba amedrentar, o al menos fingía hacerlo.


—Acabarías matándome —dijo con una sonrisa que provocó que él también sonriese.


—Exactamente.


Paula sabía que el hombre no hablaba en serio, pero no por ello podía dejar de preocuparse. Desde que el padre de Ricardo muriera, poco después que su madre, siempre pensó que el nuevo lord se desharía de ella por considerarla una molestia; después de todo era un hombre joven que se veía obligado a velar por una jovencita a quien no unía ningún lazo de sangre. Y ese miedo siempre estaba presente, por eso se desvivía en complacer al que consideraba su hermano.


—Ricardo —lo llamó apartándose de la enorme ventana y entrando en el lugar de trabajo de éste—, ¿te sentirías muy defraudado si rehusara casarme con Melbourne?


La miró como queriendo descubrir a qué venía aquella extraña pregunta. Ese matrimonio lo había concertado su padre hacía ya cinco años con el propio Melbourne, y él estaba dispuesto a hacer honor a la palabra dada.


—Mucho.


Paula no pudo evitar sentir que un nudo se formaba en su garganta, un nudo provocado por todos los acontecimientos vividos en los últimos días y que la última palabra dicha por él, único hombre, aparte de su difunto padrastro, que se había preocupado por ella en toda su vida, había acabado por ahogarla.


—¿Ocurre algo que yo deba saber? —le preguntó preocupado por la expresión de tristeza, y espanto, de su hermana.


—No, claro que no —se apresuró a responder—. Sólo que había estado pensando que tal vez no le guste a mi prometido —mintió—, puede que incluso no le caiga bien.


Lo que en realidad no le iba a sentar bien a Melbourne era conocer de la pérdida de su inocencia, pensó con ironía.


—Le gustarás —le dijo para tranquilizarla—. No te preocupes por eso, es un buen hombre y te tratará bien, y estará encantado con los beneficios que le reportará este matrimonio.


—¿Te refieres a mi dote? —Aquello no hacía sino empeorar la situación. Con una cuantiosa dote de por medio, el hombre no estaría dispuesto a dejarla marchar.


La miró y se preocupó un poco al verla tan desdichada. Por ello, se levantó de su asiento y se acercó a ella. Él la quería de verdad, siempre le había caído bien ese bebé llorón que pronto dejó patente que era poseedora de una escasa visión, por lo que solía ir tropezándose y dándose golpes de forma habitual. Y Ricardo se había visto obligado, sin querer, a estar pendiente de cada uno de sus pasos para que no se hiciera daño. Sin embargo, ese sentimiento de protección se hizo más fuerte cuando su padre, a la edad de diecisiete años, lo llamó a su despacho para confesarle que la pequeña Paula era en realidad su hija y no del difunto sir Frederic Chaves, a quien el conde había matado en un duelo para acabar casándose con la hermosa señora Chaves, madre de la niña. Por lo tanto, realmente era su hermana. Su única hermana. Y a partir de ese día, Ricardo decidió que alguien debía procurar dar respetabilidad a su apellido por el bien de ambos, y tendría que empezar por él mismo, dado que su progenitor era un completo inconsciente. También decidió guardar el secreto del origen de Paula, pero sólo para protegerla de los comentarios malintencionados de las damas de su entorno social, quienes no dudarían en despedazarla sólo por distraerse. Incluida la que su hermana consideraba su mejor amiga, la más chismosa de todas las mujeres que conocía. Estaba convencido de que era mejor ser la hija legítima de un simple caballero que la bastarda de un conde, que para empeorar la situación fue concebida en adulterio.


—Me refiero a ti —dijo levantándole el rostro hacia él y dándole un delicado beso en la mejilla—. Anda, ahora pórtate bien y sigue leyendo. Hoy no estoy para muchos sentimentalismos.


Paula respondió dándole un fuerte abrazo, y luego se marchó al jardín, agradecida porque Ricardo la quisiera cuando ella no se lo merecía. Después de la conversación mantenida con su hermano, decidió que debía encontrar a su hombre misterioso cuanto antes, tenía que tener una solución preparada para cuando todo se descubriese, así él no sufriría tanto. Por eso se dedicó a hacer recuento de todo lo que podía recordar de su amante y de aquella noche, para más tarde contárselo a Clara.


Ella iba a dar con él.


Lo iba a encontrar e intentaría arreglarlo todo; pero… 


¿cómo?


«Si es que soy una mala mujer.»



***** 


Pedro se dirigió a casa de lord Hastings para informarle de los últimos descubrimientos que había hecho con respecto a su tío. Todo indicaba que Rodolfo tenía amigos en la corte rusa y que, últimamente, sus ingresos habían subido inexplicablemente, así como sus gastos, los cuales parecían no tener fin. Él no tenía dudas de que de ese hombre partía todo, aunque aún no sabía cómo lo había hecho. La pregunta era: ¿cómo había descubierto su parentesco con el zar? Nadie, que él conociera, sabía de ese lazo; todos sospechaban y murmuraban que podía ser su bastardo, pero nadie podía imaginarse que su madre fue la primera zarina, su esposa secreta, eso sí, pero esposa finalmente. Y se encontró una grata sorpresa.



***


Se arrodilló en el suelo intentando recuperar, a tientas, sus anteojos. Cayeron en la tierra cuando se agachó a recoger una peineta que se había soltado de su cabello, deshaciendo por un lado su elaborado peinado, y se había perdido entre los rosales. No le importó mancharse el delicado vestido de mañana con la tierra mojada por la fina llovizna caída durante la noche; en ese momento todo su empeño iba dirigido a recuperar su visión.


—Todo esto que me pasa es un castigo por ser una mala mujer, lo sé. —Paula hablaba consigo misma cuando estaba molesta por algo o, como en ese instante, decidida a hacer algo—. Aún no me explico cómo nadie se ha dado cuenta de la vergüenza que he traído a la familia. —Se sentó sobre sus talones, decidiendo dónde podría estar su apreciado aparato de visión, pasándose una mano por la frente en un gesto de frustración, la cual se le quedó manchada de barro, junto con el dobladillo y la falda de su vestido—. Y aún es más vergonzoso porque no tengo el más mínimo remordimiento. Lo único que quiero es conocer al que pudiera ser el posible padre de mi hijo en el caso de que hubiera alguna consecuencia. —«Y repetir lo que hice.»


—¿Puedo ayudarla?


Paula alzó rápidamente el rostro hacia el lugar del que procedía aquella imponente voz. La había reconocido de inmediato, era uno de los problemas añadidos a sus ya extraordinarias circunstancias. No podía ser otro que lord Alfonso. Entrecerró los ojos para intentar enfocar la imagen, pero fue inútil. Sin sus lentes sólo veía bultos. Aunque sin duda podía imaginárselo: inmaculado como siempre. Con su brillante pelo rubio cortado perfectamente a la moda, con betas un poco más oscuras en las puntas, y esa mirada directa y transparente que parecía decirle tantas cosas, o al menos es lo que presentía, cuando la miraba tan abiertamente. La hacía sentir deseada, hermosa, osada. 


Parecía que hasta compartieran algún secreto.


«¡Ay, Pau! Un hombre así, marqués, inmensamente rico y apuesto como el diablo, nunca se fijaría en la hija de un simple caballero sin ningún atractivo como tú, así que no imagines que siente el más mínimo interés.» Un sonido lastimero surgió de su garganta y, cuando se dio cuenta de ello, empezó a toser para disimularlo, provocando con ello que Pedro se arrodillara junto a ella, preocupado por su salud.


—¿Te encuentras bien? —le preguntó mientras se agachaba junto a ella en el suelo del jardín aplastando, sin darse cuenta, las lentes que ella andaba buscando.



Pedro había decidido la tarde anterior que no perdería su tiempo con la hermana de Hastings. La chica había demostrado tan poco interés en él, desde su interludio amoroso, que lo había desconcertado. No esperaba que se echara en sus brazos delante de todo el mundo, pero al menos sí que no lo tratara con tal indiferencia cuando estaban a solas, lo cual, por cierto, se estaba volviendo una costumbre para ella. Él, que se ponía duro como una piedra cada vez que la veía, tenía que soportar que ésta no le dedicara ni una simple sonrisa de cortesía, con lo que su interés se acrecentaba. A veces le daban ganas de hacer algún comentario obsceno, sobre sus dotes íntimas, delante de los demás, aunque sólo fuera por darle una lección, pero se contenía, no era tan ruin. Aunque ella se lo merecía; después de todo, lo había utilizado para saciar su deseo y, a continuación, lo había desechado. «Como has hecho tú con tantas mujeres», se dijo.


Y sin querer, ahí que se la habían vuelto a encontrar y, a pesar de todas las promesas que se había hecho de ignorarla, no había podido pasar de largo y tratarla como si no existiese, como ella solía hacer con él. Por el contrario, se acercó para hablarle mientras la observaba sin que ella le prestase la más mínima atención. Al verla sentada en el suelo, con el peinado desecho y sin esas horribles lentes, le recordó a la apasionada mujer con la que él había querido mantener una relación clandestina, la misma que se había entregado con total desenfreno, perdiendo la inocencia en la mesa de la cocina de una casa extraña. Y se volvió a excitar. 


Necesitaba acercarse a ella, hablarle junto al oído, relatarle todas y cada una de las cosas que le gustaría hacerle y todos los sensuales sueños que había tenido con ella como única protagonista. Eso fue lo que lo empujó a acercarse, quería que ella supiera que él estaba ahí, y que estaba esperando algún gesto por su parte para hablar de lo ocurrido entre ellos. Para hacer que volviera a ocurrir. Que algo tan sublime no quedara en el olvido.


—Creí que había entendido que no tiene permiso para tutearme —le contestó con desagrado.


Paula era consciente de que su comportamiento con el hombre no era racional, pero era mejor así, que pensara que le resultaba molesto a que se diera cuenta de que a ella, como a la mayoría de las féminas que conocía, le resultaba tremendamente atractivo. ¡Si hasta se hubiese lanzado a su boca para que la besara nuevamente! Sin embargo, a diferencia de las demás mujeres, Paula había descubierto que ella no era alguien que podía controlar sus apetitos, como quedó demostrado hacía pocas noches con un desconocido, y como le ocurrió la otra noche con Alfonso, cuando éste la abrazó para besarla o, mejor dicho, la besó, y ella sintió de nuevo ese calor y esos sofocos. Y esa necesidad que la consumía… Respiró hondo haciendo un esfuerzo por controlarse. «Si es que soy una mala mujer. Me ha ocurrido ya con dos hombres diferentes, ¿pasará lo mismo con cualquier hombre que se me acerque para seducirme? ¿Tan débil soy? Y Ricardo pensando que el tío Rodolfo es la oveja negra.»


—Pues yo creo que me he ganado el derecho de hacerlo —le dijo.


Pedro no entendía nada. ¿Por qué esa inquina sin sentido hacia él? ¿Y por qué lo miraba entrecerrando los ojos?


—Pues no sé cómo ha podido suceder algo así.


Ante ese comentario, quien se enfadó fue él. Bueno, en realidad no sabía si era enfado u otra cosa, pero tenía ganas de zarandearla. «Quizá porque he estado metido entre tus piernas», le hubiera gustado decirle, pero eso sería demasiado grosero hasta para él.


—No creo que fuese tan desagradable.


—Yo no he dicho que usted sea desagradable.


—Me refiero a lo que pasó. —Decidió que alguno de los dos debía hacer frente de una vez a lo ocurrido. Después de todo, nadie se había enterado, y la joven parecía estar muy a gusto con que nadie le reprochara su falta de decencia—. Y a la forma en cómo me tratas desde entonces.



¡Vaya hombre susceptible! Ella sólo lo trataba como a los demás, el que la hubiese pillado espiando a su hermano y a Marianne no significaba que tenía que olvidar el decoro, mucho menos el que la hubiese besado. Además, ella no le había dado permiso para tutearla. ¿Por qué no lo podía entender? No quería ser su amiga porque podía volver a comportarse como una mala mujer, sentía que con él podía volver a dejarse llevar por la lujuria, y aún tenía un problema que resolver.


—Usted —recalcó el trato— parece ser demasiado susceptible.


—¿Susceptible, yo? —Se giró un momento y entonces se percató de que había pisado algo porque oyó cómo se rompía un cristal.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó Paula cuando percibió el sonido y se dio cuenta de lo que había ocurrido—. ¡Mis lentes! Apártese, por favor. —Intentó empujarlo, pero él permaneció donde estaba, y al tocarlo sintió una descarga eléctrica.


Pedro también la sintió, y de nuevo estaba excitado, su miembro daba saltitos entre sus pantalones. ¿Y si la besaba, ahora? Lo cierto era que deseaba hacerlo. Lo deseó en cuanto la vio despeinada, sucia y sin sus horribles anteojos. 


Sin esa sosería que la caracterizaba. Ya no le parecía la tonta niña remilgada de la cena de hacía unas noches, ahora era verdaderamente su ninfa del amor. Claro que ayudó mucho el hecho de haberla visto completamente borracha junto con la peligrosa Clara. Le picaban las manos, sentía un hormigueo insoportable. ¡Por Dios bendito! Daría lo que fuera por meter la cara entre sus delgadas piernas.


—Apártame —la retó con una suavidad engañosa. Estaba a un tris de besarla con todo el deseo y ansia que sentía. Como volviera a tocarlo…


—Usted no es muy inteligente, ¿verdad? —Paula había hecho esa pregunta en serio y el hombre se quedó descolocado.


—¿Me estás insultando? —Desde luego que aquella muchacha tenía valor.


—Sólo hago una observación —si pensaba que iba a retractarse, iba listo—. Creo que ha aplastado mis lentes, sin las cuales apenas puedo ver, y en vez de ayudarme a encontrarlas sigue con sus jueguecitos de libertino. Esta usted en mi casa, lord Alfonso, y si me coloca en una situación comprometida, sólo habrá un camino. Recuerde que soy una dama. —También pensó que una dama sin virtud, pero él no tenía por qué saberlo, mucho menos que hubiese dado lo que fuera porque la tomara y acallara sus falsas protestas con un tórrido beso, y mucho más.


—Al parecer, usted es mucho más que yo, de todo. —Estaba enfadado y Paula entendió que era porque lo había puesto en su sitio, ya que se apartó y la ayudó a recuperar sus preciados anteojos.


Todo lo contrario de la conclusión a la que había llegado Paula, Pedro estaba que echaba humo porque ella seguía actuando como si no hubiera existido nada entre ellos y no porque hubiese tratado de insultarlo. Para ella no había ocurrido absolutamente nada. Es más, le había recordado que podía obligarlo a casarse con ella, y eso lo enfureció todavía más. Por eso se quedó observando cómo ella se ponía su artilugio sobre el pequeño puente de la nariz e intentaba calibrar los daños sufridos por éste mientras contaba mentalmente para poder contener su deseo.


—¡Vaya! —exclamó cuando vio que uno de los cristales estaba completamente hecho añicos—. Creo que tendré que comprar otras, éstas ya no sirven, ¿no cree?



Pedro sonrió sin poder evitarlo, evaporándose parte de su malhumor. Al verla con el pelo nuevamente recogido, y con sus lentes puestas, donde un ojo se veía perfectamente a través del cristal, y el otro no, debido a lo roto que estaba, no pudo evitar divertirse con lo cómico de la situación. ¿Cómo era posible que aquella muchacha lo hiciera sentirse de aquella forma tan contradictoria?


—Déjame que te regale unas nuevas —se ofreció seductor—; después de todo, ha sido culpa mía que estén rotas.


—Mejor se lo diré a Ricardo, no sé si le parecerá bien que un hombre que no es mi prometido me haga un regalo tan personal.


«A quien no le parece bien es a mí, teniendo en cuenta que mi monte de Venus está cobrando vida por momentos.»


—¿Personal? —Por el tono de su voz se notaba que él sabía que no quería el regalo y que estaba poniendo una excusa.


—Debo preguntárselo a mi hermano —insistió.


—De acuerdo, vayamos a preguntarle a tu maldito hermano —accedió contrariado—. Ahora deja que te ayude a levantarte —se ofreció poniéndose de pie. Necesitaba tocarla, aunque fuera de forma casual.


Justo en el momento en el que Paula volvió a alzar la cabeza hacia él para rechazar su ayuda —no quería perder el poco control sobre su insaciable sensualidad—, vio cómo algo caía del techo hacia donde estaban y que iba a chocar justo en el cráneo del hombre. En ese instante no pudo avisarle, sólo actuar. Se abalanzó sobre Pedro, olvidando todo sobre lo que se estaba intentando convencer momentos antes, con todo el peso de su cuerpo, hasta lograr desestabilizarlo, consiguiendo así que se apartara de la trayectoria del objeto, y que al hacerlo se la llevara consigo, por lo que acabaron los dos tirados entre los rosales, con un sinfín de espinas clavadas en los brazos, con arañazos en cara y cuello, y con las piernas entrelazadas.


—¿Se encuentra bien? —le preguntó ella preocupada al ver su cara de sorpresa. «¡De nuevo este ardor, esta calentura!»


—Creo que sí, ¿y tú estás bien?


Pedro estaba enhiesto y ella lo percibió, y de forma inconsciente pegó el centro de sus anhelos a aquel prominente bulto.


—Un poco maltrecha —sonrió Paula, quien había vuelto a perder sus lentes—, pero creo que bien. Mis anteojos son los que creo que no han sobrevivido esta vez —le indicó con pesar, pero el hombre pudo percibir la carga sexual en su voz.


Pedro observó aquella dulce sonrisa y se quedó como en trance cuando se percató de que ella estaba buscándolo. 


Era la primera vez que la veía sonreír de verdad. Y se dio cuenta de que era hermosa. Mucho. Pero Paula apenas era consciente de lo que hacía, su cuerpo estaba tomando el control, y se encontró moviendo las caderas sinuosamente contra el cuerpo de Alfonso, que estaba encima del suyo. 


Éste la miró a los ojos y vio el ansia en ellos, la necesidad de ser poseída, de poseer.


Y no lo dudó.


Le puso una mano en el esbelto cuello, como recordó que había hecho anteriormente, y ella volvió a inclinar la cara hacia su mano; acto seguido le introdujo un dedo en la boca y ella lo succionó, suavemente. El hombre no podía dejar de observarla, de contemplar las expresiones que cruzaban por el rostro de la mujer, tanta sensualidad, tanta lujuria… ¿de verdad estaba volviendo a ocurrir? Le metió la mano entre las piernas, al descubierto debido a la posición en que se encontraban, sin pensar, sin medir las consecuencias de sus actos, sin miedo a ser descubiertos, y subió hasta donde éstas se unían, buscando la ansiada abertura, la cueva de sus delicias. Le metió dos dedos, sin pensar, sin temor, a la vez que le daba pequeños mordisquitos en los labios mientras ella intentaba atrapar la boca del hombre con un hambre voraz. Poseída. Soltó un gruñido de satisfacción cuando la oyó gemir y tomarle el brazo para que se hundiera aún más en ella mientras alzaba las caderas para recibirlo, y pudo sentir la humedad de su cuerpo recorrerle la piel, aquel líquido, caliente, que almizcló el ambiente, confundiéndose entre el aroma de las rosas. Introdujo sus dedos profundamente, arrastrado por ella, que lo instaba a hacerlo, moviéndolos en una imitación perfecta de lo que deseaba hacer con otra parte de su cuerpo mientras le metía la lengua hasta lo más profundo de su garganta. Al cabo de un momento ella se relajó y, con sus dedos todavía dentro del cuerpo de la joven, pudo sentir las palpitaciones de su feminidad satisfecha, por la llegada al clímax por parte de ella, y esa sensación lo excitó aún más.


Pensó que ahora Paula no podría ignorar esa pasión que los unía.


—Gracias —le dijo Alfonso mirándola a los ojos, pero ella lo esquivó, avergonzada. Ambos sabían que no sólo le estaba agradeciendo haberlo salvado.


—De nada —le respondió, con la voz embotada —, la verdad es que debo reconocer que ha sido toda una aventura. —Sonrió más abiertamente, intentando parecer mundana, distante, y él tuvo que cerrar los puños para no atraerla hacia su cuerpo y besarla de nuevo con pasión.


Por su parte, Paula pareció percibir algo de peligroso en él porque en seguida se incorporó por sí misma, sin ayuda, apartándolo de su cuerpo, de nuevo.


—¿Qué ha podido pasar? —le preguntó como al descuido, volviendo al tema que los había llevado a esa situación, actuando como si no hubiese ocurrido nada íntimo entre ellos.


La pregunta de ella lo hizo salir del estado en el que se encontraba, recobrando de inmediato la cordura. Entonces miró la enorme piedra, la cual había caído un poco a su izquierda, pero que le habría dado de lleno en el cráneo de no ser por Paula, y se hizo una idea de lo que podía haber sucedido.


—Supongo que habrá sido un accidente —le dijo para tranquilizarla y maldiciendo porque adoptara nuevamente esa actitud distante. «¿Por qué lo hace?»


—Por supuesto. ¿Puede levantarse? —Se preocupó de que aún siguiese tirado entre los espinosos rosales mientras ella se había levantado sin problemas.


Paula no quería hablar de lo que acababa de ocurrir y el hombre se percató de ello. Sin embargo, no iba a permitirle ignorarlo nuevamente.


—Paula tenemos que hablar de…


Se oyeron unas voces masculinas y unos pasos apresurados que acudían corriendo hacia ellos.


—¡Alfonso! —exclamó Julian, quien venía acompañado por el hermano de Pau, y que miraba extrañado a su amigo.


—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Ricardo a ella, con cara de preocupación.


—Un accidente —lo tranquilizó sonriente—, alguna piedra del tejado que estaría suelta.


—Tu hermana me ha salvado la vida, Hastings.


Ricard la miró sorprendido y Julian alzó una poblada ceja oscura, mirando a Pedro, intrigado, puesto que al hombre no le pasó desapercibido el semblante sonrosado y relajado de la joven, y el estado, más que evidente, de excitación de su amigo.



Afortunadamente el conde estaba tan preocupado por la salud de su hermana que no pareció notar nada.


—Yo sólo vi que algo caía del cielo y le iba a dar a lord Alfonso en toda la cabeza —explicó avergonzada—, así que actué para evitarlo, y nos caímos en mi intento por salvarlo. Nada más.


Esas dos simples palabras, «nada más», dichas con intención, fueron muy claras para el hombre. Lo había vuelto a utilizar.


—¿Tú estás bien? —Paula pensó que su hermano estaba exagerándolo todo.


—Muy bien.


—Vamos dentro, debería revisarte un médico —le ordenó.


—Pero Ricardo…


—Vamos.


Y se llevó de allí a una contrariada Paula, a quien le hubiese gustado estar segura de que el rubio se encontraba bien y aclarar que aquello había sido un error, un acto impulsado por sus inestables sentidos. Por otra parte, estaba eufórica con su acción. ¡Lo había salvado de morir bajo una enorme piedra! Había vuelto a actuar por sí misma, y además se encontraba muy relajada por el momento de excesiva lujuria que acababa de experimentar. Esto sí que no se lo pensaba contar a Clara, si no, ¿qué pensaría de ella? «Pues, que eres una mala mujer. ¡Sí, pero cómo me gusta serlo! Pues mejor que empieces a controlarte, o tendrás un problema con los hombres.»


Julian se quedó observando a su amigo un poco más hasta que le tendió la mano para ayudarlo a levantarse.


—¿Más accidentes? —le preguntó serio.


—Parece ser que así es. Y tú, ¿qué haces aquí?


—He venido a interceder ante Hastings para que levante el castigo de Paula. Al menos en lo de dejar que vea a mi esposa.


Julian parecía divertido y Pedro no lo entendió.


—¿Te parece gracioso que no quiera que su hermana sea amiga de Clara? —preguntó extrañado.


—Lo que no me parecería normal es que quisiera. Cuando esas dos andan juntas, siempre hay algún pobre tonto en su punto de mira.


Julián continuó sonriendo y Pedro se preguntó si no sería él el objeto de las maquinaciones de ambas. Después de todo, primero lo utilizaban y luego lo ignoraban. ¿Era ésa una treta para volverlo loco? Conociendo a la mujer de Penfried, estuvo seguro de que sí, y seguramente Paula era igual.


«No me gusta —volvió a convencerse—. Nada.»






INCONFESABLE: CAPITULO 12






Clara se quedó muda y Paula pensó que jamás hubiese creído vivir para ver tal cosa. Admitía que toda aquella situación era un tanto rocambolesca, extraordinaria, increíble e incluso inverosímil; pero, bueno, su amiga estaba más que acostumbrada a situaciones extrañas o, mejor expresado, a ser la causante de esas situaciones. ¿Quién mejor que Clara para comprenderla y apoyarla? La miró de nuevo, colocándose bien sus lentes, observándola atentamente con la esperanza de que diera con la solución a su problema, y temiendo que no lo consiguiera. La expresión de la joven rubia era todo un poema. Paula tuvo que aguantar las ganas de reírse: si no fuese ella el centro de aquella realidad, hubiese estallado en carcajadas. Había dejado a su amiga sin saber qué decir o hacer. Todo un acontecimiento teniendo en cuenta de quién se trataba, y estaba segura de que al marido de ésta le hubiese gustado ser testigo de aquello.


—¿Podrías hablarme, al menos? —Clara se aclaró la garganta mientras la miraba como si fuese un bicho raro—. Clara, por favor, estoy muy angustiada.


—No me digas —farfulló la rubia, y Paula se molestó—. Desde luego esto supera todas las que yo he hecho y por las que me has reprendido constantemente.


—Esperaba un poco de apoyo por tu parte —la acusó.


—Aún no he dicho nada que te haga pensar que estoy regañándote —se defendió la otra mientras servía un poco más de té en la taza que Paula aún sostenía y que parecía no querer soltar.


—¿Entonces? —preguntó ansiosa.


—Déjame pensar, Pau, no seas impaciente.


Clara miró a su amiga un momento y decidió que tenían que tomar algo más fuerte que un simple té, por lo que se levantó para cerrar con llave la puerta de la salita, donde el día anterior Paula la había estado esperando sin éxito y se había marchado llevándose consigo la botella de Jerez; aunque ese último detalle no lo conocía nadie. O eso esperaba. Su amiga tomó una botella de güisqui de un estante oculto en la licorera.


—¿Qué haces?


—Coger prestado un poco de este oro escocés que Justin guarda con recelo —la miró sonriente y marcando hoyuelos—, la ocasión lo requiere; es más, yo lo necesito para asimilar lo que acabas de contarme, aún no sé si estoy hablando con mi pequeña Pau u otra persona ha ocupado su lugar. Te has vuelto toda una aventurera.


La pelirroja alzó las cejas, provocando, con ese gesto, que se le escurrieran sus anteojos.


—Pues beberé otro —le indicó volviendo a colocárselos en su sitio—; si tú lo necesitas, imagínate yo.


Ambas se tomaron el pequeño vaso de Whiski de un trago, tapándose la nariz para intentar no sentir náuseas a causa del fuerte olor que éste desprendía. Después se miraron y empezaron a reír.


—Entonces —le preguntó Clara—, no recuerdas nada de ese hombre.


Paula negó con la cabeza, tendiéndole nuevamente el vaso para que se lo llenara.



—No lo entiendo, Paula, por muy oscuro que estuviese tendrías que tener algún pequeño detalle que te indicara de quién podría tratarse. Recuerda que estabas en casa de tu tío, no es un lugar al que cualquiera pueda acceder en mitad de la noche porque sí.


La otra volvió a beber negando otra vez con la cabeza. Se quitó las gafas y se sentó de forma muy poco femenina en el enorme sillón floral.


—¿Ves como sí es algo grave? He entregado mi inocencia y no sé a quién. Mi hermano me matará, seguro.


—Bueno —la consoló su amiga—, no dramatices. Supongo que recordarás si era bajito o no, o si era gordo o por el contrario estaba fornido o delgado, si era esbelto, qué se yo. ¡Por favor, Paula!—exclamó la rubia sin poder contener la impotencia—. Lo has tenido entre tus brazos, por no decir en otras partes de tu cuerpo.


Las dos mujeres se sonrojaron y volvieron a beber.


—Era más alto que yo, mucho más —recordó—, tenía unos brazos fuertes y un cuerpo duro y…


Clara la miró con los ojos como platos y volvió a llenarle la copa mientras hacía lo propio con la suya.


—Y no olvidemos que estabas en casa de tu tío.


—Sí.


—Teniendo en cuenta que ocurrió después de que Julian montara la escena en ese lugar —dijo una Clara un poco contrariada—, y me sacara a las malas de allí, no tenemos muchas alternativas.


—¿Ah, no?


—Tuvo que ser un criado de la casa de tu tío. ¿Quién más podría estar en la casa a esas horas?


—No lo sé, Clara. —Paula no estaba muy convencida—. ¿Y si no lo fuera?


—Tendremos que seguir investigando. Por el momento vamos a averiguar quiénes son los hombres que trabajan para tu tío. Mañana mismo iremos a hacerle una visita a tu tía. ¿Se lo has contado a alguien más?


Paula negó con la cabeza y volvió a tenderle el vaso; casi habían acabado con el preciado Whiski escocés de Justin, el prometido de Sara, la hermana menor de su amiga y quien las acompañó a aquel lugar la otra noche.


—Todavía nos falta un pequeño detalle —susurró Paula, a quien le había dado un ataque de hipo. Por lo visto, siempre que bebía le ocurría eso.


—¿Cuál? —Clara creía que lo tenían todo controlado.


—Estoy preocupada por el hecho de que pueda haber consecuencias.


Su bella amiga la miró con compasión; no obstante, sólo duró un segundo, puesto que su pérfida mente ya estaba trazando un plan alternativo por si ello llegaba a ocurrir, aunque, claro, no pensaba decírselo a Paula. Clara pensó que para algo estaban los prometidos.


—Ahora mismo sólo tenemos que pensar en buscar a tu amante.


—¡Clara! —exclamó indignada.


—Lo es, o lo ha sido; después de haber sido tú la primera en conocer la intimidad con un hombre, no te pongas mojigata.


—¿Tú y Julian aún no…?


—Por supuesto que sí —indicó la otra con suficiencia—, pero me ha costado.


Volvieron a brindar y a reír como dos posesas. La diferencia entre ellas, pensó Pau, era que Clara había tenido relaciones matrimoniales; por el contrario, ella se había entregado a un completo desconocido a quien ni siquiera podía ponerle un rostro y de quien podría estar esperando un hijo. ¿Cómo se le cuenta eso a un hermano? Una cosa es que a una la pillasen en una situación comprometida con un hombre determinado, quien podría optar entre casarse o no hacerlo, y otra esperar un hijo de no se sabía quién.


Tomó aire.


Podría tratarse de un rufián, o algo peor.


Además, estaba el hecho de que tenía que enfrentar a su prometido, a quien aún no conocía. Podría saludarlo y decirle sin rodeos que había perdido la inocencia. «Por supuesto, Paula, y él te dirá que no tiene importancia. 


¡Vamos Pau, no eres tan ilusa como para creer eso!»


—Oye, Clara.


—¿Sí?


—Creo que Julian sabe que era yo quien te acompañaba la otra noche.


Clara abrió los ojos como platos y se sentó junto a Pau en el sofá, con muy poca delicadeza para una dama.


—¿Sabes, Pau? —le preguntó mientras volvía a vaciar su vaso—, me importa un comino y, si se le ocurre decir algo, me convertiré en una adorable e inmensamente rica viuda.


Y más risas.



****


Alguien estaba intentando entrar en la salita y Paula miró a Clara, quien al parecer no tenía ganas de levantarse del sillón y abrir la puerta. Pues ella tampoco, decidió. Así que se quedaron allí, medio adormiladas, esperando a que quienquiera que fuese se marchara y no las molestara más.


Ellas estaban inmersas en un dulce sopor a causa del Whiski, y sólo tenían ganas de relajarse. Cuanto antes se diera cuenta quienquiera que fuese de que no pensaban abrir, antes se marcharía. Sí, eso haría aquella visita indeseada, largarse. Después de que el intruso estuvo forcejeando con la cerradura un rato, acabó yéndose, y las dos se miraron sonriendo, aunque al cabo de poco tiempo volvió y abrió la puerta, y ellas se mostraron contrariadas cuando vieron al marido de Clara con cara de pocos amigos.


—Querida. —El futuro conde no daba crédito a lo que veía, pero Paula pensó que ya debería estar acostumbrado a que su esposa actuara de forma contraria a cómo debía hacerlo una dama.


—Ah, eres tú —dijo Clara con la voz embotada por el alcohol y haciendo un gesto de despedida con la mano a su esposo—, cierra la puerta al salir, que estamos muy cansadas.



—Ji, ji, ji, hip, hip… —Paula no pudo controlar ni la risa tonta ni el hipo.


La situación hubiera resultado muy divertida si Julian no viniese acompañado, pero Paula no pudo ver bien quiénes eran las otras personas porque se había quitado las lentes, sólo había reconocido al marido de su amiga por la voz y por cómo le había hablado ésta.


—¡Pau! —La voz del conde de Hastings resonó en los oídos de Paula como un trueno.


«¡Ay, madre! ¡Me mata!»


—¿Pau? —requirió una tercera voz masculina—. ¿Quieres decir que ella es mi prometida? —preguntó un hombre risueño que no le resultaba nada familiar, aunque la palabra prometida resonó en sus oídos como una losa. ¡Ay, ay, madre!—. Querido Hastings, veo cuán tímida es tu querida hermana.


Si Ricardo, el hermano de Paula, captó la ironía en las palabras del otro, hizo como si no las hubiese escuchado, porque, claro, ¿qué explicación podía dar ante el horrible comportamiento de su hermana pequeña? Ninguno, y Hastings no era ningún estúpido. Para empeorar la situación, y sin que Paula fuera consciente de ello, un cuarto hombre se había mantenido en completo silencio durante toda la escena, actuando como un mero espectador. Dicho hombre había descubierto horas antes que Melbourne era el prometido de la hermana de Ricardo, su amigo, y que estos dos habían fijado la fecha del enlace matrimonial para dentro de unos meses. ¿Qué pensaría Melbourne del flexible sentido del decoro de su ansiada prometida? ¿Y qué decir del honor? Desde luego él no iba a iluminarlo dándole detalles de lo apasionada que podía resultar la muchacha tras esa fachada de sosedad y timidez. No, ni hablar. No pudo evitar sonreír al contemplar el estado en el que se encontraba ésta. Sólo había que verla en ese momento, con el pelo suelto cayéndole desordenado por los hombros, los ojos vidriosos y el cuerpo laxo, debido a la cantidad de alcohol que debía de haber ingerido, para hacerse una idea de lo mundana que podría resultar si iba de la mano del compañero adecuado.


—¿Entiendes algo, Pau? —le preguntó Clara a su amiga como si toda aquella situación escapase a su comprensión.


—¿Que por fin voy a conocer a mi prometido? Hip, hip, ji, ji, ji.


—Sí —Clara empezó a desternillarse de risa—, y en la mejor de las circunstancias.


—¡Clara Stanton! —tronó su marido recurriendo al nombre de soltera de su mujer, el cual solía usar cuando la regañaba—. ¿Se puede saber qué está pasando aquí, y por qué teníais cerrada la puerta con llave?


—Al parecer eso no ha sido un problema para ti —le dijo su esposa con los ojos entrecerrados—, tendré que hablar seriamente con el servicio.


Paula Chaves —dijo el hermano de la otra con los dientes apretados—, creo que usted y yo tenemos pendiente una seria conversación.


—¿Ahora? —preguntó la chica haciendo un gracioso mohín con los labios.


—En este instante, señorita.


—¿Puedo decir algo? —preguntó Melbourne.


—¡No! —exclamaron los dos hombres agraviados a la vez.


—Yo, que tú, mejor guardaba silencio —le aconsejó Pedro en voz baja—, y creo que te llevarás una sorpresa con tu prometida, teniendo en cuenta sus amistades. —Su lealtad como hombre para con otro del mismo sexo le urgía a avisarlo de algún modo de la joyita que tenía por prometida, aunque por lo visto a éste no pareció importarle. Y eso no le sentó bien a Alfonso. Por lo que llegó a la conclusión de que no le gustaba Melbourne como marido de la joven: una mujer apasionada necesitaba un hombre apasionado.


—¿Qué está ocurriendo? —preguntó una voz femenina llena de preocupación asomando la cabeza por la puerta de la salita. La hermana pequeña de Clara, lady Sara Stanton, acababa de llegar acompañada de su prometido, el dueño de la botella de Whiski—. ¿Clara, qué ha pasado?


—Nada, sólo estábamos charlando, pero al parecer no podemos.


—Siéntate bien, por favor, tenemos visitas —le indicó Sara cuando vio el lamentable estado de su hermana, aunque Paula estaba mucho peor.


—¿Os habéis bebido mi Whiski? —preguntó Justin estupefacto cuando vio la botella vacía tirada por la alfombra.


—Fue idea suya, hip, hip.


—Ya veo. —Justin estaba a punto de romper a reír, pero se contuvo al ver las expresiones tanto de su futuro concuñado como de Hastings.


—Creo que será mejor que acompañe a mi hermana a casa —le dijo Ricardo a los presentes sin atreverse a mirar a nadie. Aquello resultaba bochornoso—. Si me disculpan.


Tomó a una embriagada Paula en brazos y salió de casa de la familia política de Penfried con cara de pocos amigos. Ya le había advertido a su hermana que se mantuviera alejada de esa malcriada y atolondrada de Clara, pero, al parecer, Paula había tenido que ser obstinada en ese tema, y ahí estaban las consecuencias de sus actos. ¿Qué impresión se habría llevado Melbourne?


Posiblemente, la peor de todas.


A partir de ese momento iba a tomar cartas en el asunto.