jueves, 6 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 9




La luna llena colgaba sobre los jardines de palacio mientras Paula esperaba sentada en un banco, dentro de un laberinto de altos setos.


Estaba temblando. Seguía llevando la misma ropa que por la mañana, cuando se marchó abruptamente de Londres para ir a Nueva York. 


Estaba agotada y, sobre todo, muerta de miedo.


Temía que en cualquier momento el secuestrador de Alexander saliera de entre
las sombras…


Y temía que no lo hiciera y hubiese perdido a Alexander para siempre.


Pedro lo encontraría, se decía a sí misma. Pedro Alfonso era despiadado y cruel.


Si la mitad de los rumores sobre él eran ciertos, no se parecía nada al joven mecánico que una vez había hablado del pasado criminal de su padre con repulsión, el chico que parecía decidido a vivir una vida honesta.


Pero su madre había tenido razón: la sangre tiraba mucho.


Paula supo que no podía confiar en él desde que, horas después de haberle pedido matrimonio, se acostó con otra mujer…


Tras ella oyó un crujido entonces y se levantó de un salto, los tacones de sus botas clavándose en la hierba.


«No tengas miedo», se decía a sí misma, intentando calmar los latidos de su corazón. «No tengas miedo».


—¿Quién está ahí? —preguntó, con voz temblorosa.


No hubo respuesta. Pedro se había ido a Provenza siguiendo una pista, pero veinte de sus hombres, junto con dos de sus guardaespaldas de confianza, estaban
escondidos en el jardín, esperando al secuestrador como ángeles de la muerte.


A pesar de eso, Paula miraba el oscuro seto sin respirar. Sólo podía ver la luna y las hojas oscuras… y oír el rugido del mar golpeando las rocas del acantilado.


De repente oyó voces en la oscuridad. Golpes, carreras…


«Es Pedro», pensó, con el corazón en la garganta. «Ha venido a decirme que Alexander está muerto».


Paula cerró los ojos, recordando la dulce carita de Alexander cuando lo acunaba de niño, el sonido de sus carcajadas infantiles mientras daba sus primeros pasos sobre el suelo de mármol del palacio. Si estaba muerto, ella no quería vivir.


«Por favor, que no le haya pasado nada. Por favor, Dios mío, haré lo que quieras. Que no le haya pasado nada al niño».


—¡Tía Paula!


Ella abrió los ojos de golpe.


—Alexander —susurró, al ver la sonrisa en un rostro últimamente tan serio—. ¡Alexander, cariño! ¡Estás bien, estás a salvo! —gritó, abrazándolo con todas sus fuerzas.


El niño señaló a Pedro, que estaba detrás de él como un ángel de la guarda.


—Él me ha encontrado. Estoy bien —Alexander hizo una mueca—. ¡Me estás aplastando! ¡Ya no soy un niño, tía Paula!


—No, es verdad —asintió ella, las lágrimas rodando por su rostro.


Tras él, Pedro se cruzó de brazos.


—Lo hemos encontrado en una granja abandonada a cuarenta kilómetros de aquí. Estaba atado a una silla en un sótano oscuro, pero no ha derramado una sola lágrima —le explicó, mirando a Alexander—. Eres un chico muy valiente.


Hombre y niño se miraron. Tenían un color de piel similar. Los mismos ojos y el mismo pelo oscuro. El mismo gesto casi.


Alexander asintió con la cabeza.


—¿Para qué iba a llorar? Cuando eres rey, haces lo que tienes que hacer —dijo, muy serio.


Estaba repitiendo una frase que Paula le había oído pronunciar a su hermano muchas veces. Maximo, un marido infiel, había sido un padre maravilloso que adoraba a Alexander. Karina y él habían estado muchos años intentando tener hijos…


—Gracias por salvarme la vida, monsieur —dijo luego, como un rey medieval hablando con uno de sus súbditos.


—No ha sido nada —respondió Pedro, quitándose la chaqueta para ponérsela sobre los hombros. Luego se volvió hacia el hombre que lo acompañaba—. Bertolli, llévatelo a palacio sin que se entere nadie. Entra por esa puerta lateral y pregunta por… ¿por quién?


—Milly Lavoisier, su niñera —contestó Paula.


—¡Sí, Milly! —el rostro del niño se iluminó—. Me estará echando de menos — su sonrisa traviesa lo hacía parecer, por primera vez, un niño de nueve años—. Seguro que me da un helado por esto.


—Alexander, Milly sabe la verdad —empezó a decir Paula—, pero tiene que ser un secreto para los demás. La gente debe pensar que habías ido a esquiar conmigo.


—Lo sé, tía Paula —el niño levantó la cabeza, orgulloso—. Yo sé guardar un secreto.


—Sí, es cierto.


El niño era un Chaves, después de todo. Los secretos eran una costumbre familiar. Pero cuando se inclinó para besarlo de nuevo, con un nudo en la garganta, Alexander se apartó, impaciente. Y luego desapareció entre los setos con Bertolli, hablando sobre el helado que iba a tomar y si Milly le dejaría tomar dos en lugar de uno.


—Tenías razón —dijo Pedro—. Ha sido uno de vuestros guardaespaldas.


—¿Cuál? —preguntó Paula.


—René Durand.


—Durand —repitió ella, mordiéndose los labios.


A pesar de su impecable currículo, nunca le había gustado ese hombre. Pero quiso pensar que su mirada, dura y cínica, era normal en un guardaespaldas, que no tenía razones para sentirse incómoda con él… y había dejado que lo contratasen como uno de los guardaespaldas de Alexander. Qué error.


—Debería haber llamado a la policía —dijo, furiosa.


—¿Por qué? ¿Había intentado algo así antes?


—Hace dos meses lo pillé intentando robar un Monet de palacio, llevándoselo como si fuera suyo. Se inventó todo tipo de excusa y me rogó que le otorgase el beneficio de la duda, así que lo despedí pero no lo denuncié a las autoridades…


—Lo encontré escribiendo una nota de rescate. Está endeudado hasta el cuello, por lo visto. Si quieres un consejo, Durand debería ir a alguna cárcel lejos de aquí. O mejor, haz que desaparezca para siempre…


—¿Qué?


—Como dice el viejo refrán: los muertos no hablan.


—¡No!


—Has dicho que no querías que esto lo supiera nadie.


Un minuto antes había estado dispuesta a matar a René Durand con sus propias manos, pero la idea de hacerlo «desaparecer» la hizo sentir un escalofrío.


—No de esa forma —dijo, muy seria.


Pedro la miró, a la luz de la luna. Su rostro medio escondido entre las sombras.


—Te estás arriesgando, Paula. Ser civilizado puede ser una debilidad. Ese hombre te odia y, si tiene una nueva oportunidad, intentará hacerte daño a ti o al niño.


—No pasará nada. Entrégalo a la policía o a los carabineros.


—Estás cometiendo un error.


—Afortunadamente, después de mañana esto no tendrá nada que ver contigo. Mariano…


—¿Mariano te protegerá? —Pedro hizo una mueca despectiva—. Si crees que Mariano puede protegerte de algo, es que estás ciega.


—No…


—Tiene dinero para contratar guardaespaldas, claro. Y, como tú misma has dicho, es uno de los hombres más rico del mundo. Así que, por supuesto, tú estás enamorada de él. Deja que sea el primero en felicitarte.


Paula abrió la boca para decir que no estaba enamorada de Mariano, pero volvió a cerrarla. Admitir que, no lo amaba la convertiría aún más en objetivo del sarcasmo de Pedro.


—Gracias —murmuró—. Estoy deseando que nos casemos.


—Seguro que será muy feliz, Alteza.


La frialdad de su tono la hizo temblar. Aquél era el hombre con el que tendría que pasar una noche… con el que tendría que compartir su cuerpo. ¿Con aquel ser frío, despiadado?


¿Qué había sido del chico al que había amado una vez?


Era sólo una ilusión.



TE ODIO: CAPITULO 8





Esperó que una ola de culpabilidad la embargase al pensar que iba a engañar a Mariano. Aunque la estaban chantajeando, aunque tenía que salvar la vida de su sobrino. 


¿No debería sentirse horrorizada al pensar que estaba a punto de engañar al hombre con el que iba a casarse? Después de todo, ella más que nadie había visto el daño que podía hacer una infidelidad.


Pero no sentía nada.


«Porque no quiero a Mariano», pensó. «Y sé que él no me quiere a mí». Lo único bueno en aquella situación terrible.


Para salvar a Alexander, se entregaría a Pedro durante una noche. Eso no era nada. 


Para salvar a su país, se entregaría a Mariano durante el resto de su vida.


Y durante toda su vida le escondería un secreto a los dos…


—¿Una noche? —repitió Pedro, desdeñoso—. Te tienes en gran estima.


—Hay un niño en peligro —le recordó ella, furiosa—. Si fueras una buena persona, no pedirías nada por ayudarme.


—No es hijo mío. Es el rey de San Piedro, con cientos de guardaespaldas y policías a su servicio. Podrías tener a media Europa buscándolo, pero has elegido pedirme ayuda a mí. Y como tú misma has dicho, no soy una buena persona.


Devorándola con la mirada, Pedro se inclinó hacia delante, sus labios a unos centímetros de los de Paula. Su mirada hacía que se le doblasen las rodillas. No había dormido en dos días. Había tenido suerte de llegar a Nueva York sin ser vista por los paparazis y burlar a sus guardaespaldas en el hotel no había sido fácil. 


Lo único que podía pensar era que tenía que salvar a Alexander. ¿Dónde estaba? ¿Lo
estarían tratando bien? ¿Estaría asustado?


Pedro tenía razón. Ella no necesitaba una buena persona. No necesitaba a alguien amable y civilizado que supiera cómo hacerse el nudo de la corbata.


Lo que necesitaba era un guerrero, alguien fuerte y despiadado. Necesitaba a un hombre invencible.


Necesitaba a Pedro.


¿Pero a qué precio? ¿Cuánto podía arriesgar?


—¿Por qué quieres acostarte conmigo? —susurró—. ¿Para curar tu orgullo herido? ¿Para castigarme? Podrías acostarte con cientos de mujeres…


—Lo sé —Pedro pasó una mano por su cuello—. Pero te deseo a ti.


Esa frase provocó un incendio en su interior. 


¿Cuántas noches había soñado con él, reviviendo los momentos en los que la había tenido en sus brazos? ¿Cuántos días, mientras soportaba largos y aburridos discursos que harían que una persona cuerda quisiera suicidarse, había fantaseado con Pedro Alfonso?


Durante diez años lo había añorado. Incluso sabiendo que le estaba prohibido para siempre. Incluso sabiendo que, si volvía a entregarse a él, arriesgaría algo más que su matrimonio. Algo más que su corazón.


—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué yo?


Pedro se encogió de hombros.


—Quizá quiera poseer algo con lo que el resto de los hombres sólo pueden soñar.


—¿Poseer? —repitió Paula—. Aunque me convirtiera en tu amante, nunca podrías poseerme. Nunca.


—Ah, ahí está la princesa, claro. Sabía que no podrías seguir haciéndote la humilde durante mucho tiempo —Pedro acarició su cara—. Pero los dos sabemos que estás mintiendo. Te entregarás a mí y no sólo por tu sobrino, sino porque lo deseas. Porque no puedes resistirlo.


Ella no podía negarlo. No cuando el mero roce de sus manos provocaba una tormenta en sus sentidos.


—¿Mantendrías esa noche en secreto? —preguntó—. ¿Podrías hacerlo?


—¿Quieres decir si voy a llamar a los fotógrafos para jactarme de mi buena fortuna?


—Yo no he dicho… —Paula respiró profundamente—. Nadie debe saber que Alexander ha sido secuestrado. Y mi matrimonio con Mariano…


—Lo entiendo —la interrumpió él—. Déjame ver la carta.


Paula sacó una nota del bolsillo. Se la sabía de memoria, las letras recortadas de un periódico exigiendo que fuera sola a los jardines del palacio de San Piedro esa noche y no se lo dijera a nadie.


—¿Cómo te ha llegado?


—La metieron bajo la puerta de mi suite en el Savoy.


—No te dan mucho tiempo —murmuró Paolo, devolviéndole la nota—. ¿Qué pensabas hacer si yo me negaba a ayudarte?


—No lo sé.


—¿No tenías otro plan? ¿No le has pedido ayuda a nadie?


—No.


—Ah, entonces quizá debería exigirte algo más. Un mes entero, un año — Paula lo miró, horrorizada—. Afortunadamente para ti —siguió Pedro— yo me canso pronto de las mujeres. Una noche contigo será más que suficiente —añadió, acariciando su cuello, el óvalo de su cara, la sensible piel de la garganta—. ¿Estás de acuerdo con los términos?


Ella tragó saliva. Quería aceptar. Y, si era realmente sincera consigo misma, no era sólo por salvar a Alexander.


Pero era demasiado peligroso. Entregándose a Pedro, aunque sólo fuera una noche, arriesgaría todo lo que era importante para ella; su matrimonio con Mariano, su corazón y, lo peor de todo, su secreto. Dios Santo, su secreto…


—¿No puedo ofrecerte otra…?


Él interrumpió sus palabras con un beso, aplastando sus labios, esclavizándola con el roce de su lengua.


—Di que sí —murmuró con voz ronca, antes de volver a besarla—. Di que sí, maldita sea.


—Sí —susurró Paula.


Pedro la soltó abruptamente para sacar el móvil del bolsillo.


—Bertolli, llama a todos los hombres de la lista… sí, he dicho a todos. Pagaré diez veces el precio habitual. No puede haber errores. Esta noche.


Paula, temblorosa, se dejó caer sobre el sofá, sintiendo como si hubiera vendido su alma. Y él se volvió, ladrando órdenes al teléfono, como si se hubiera olvidado de que estaba allí.


Pero sabía que no la había olvidado. Paula estaba pendiente de él y Pedro de ella, como siempre. Como antes.


Había pasado años intentando olvidar a Pedro Alfonso. Había dejado lo que más quería para alejarse de su mundo egoísta y despiadado. Pero ahora se veía inmersa en él otra vez. Sólo podía rezar para no quedar irrevocablemente pegada a su telaraña.


Su amante por una noche. Ése era el precio. La usaría para su placer. Y, lo peor de todo, Pedro se encargaría de que ella también disfrutase. 


Sólo de pensarlo…


Paula se agarró al brazo del sofá y el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor.


Lo único que podía hacer era rezar para que nunca descubriese su secreto. El gran secreto de su vida


TE ODIO: CAPITULO 7




¿Su amante?


Paula lo miró, horrorizada.


—No puedes decirlo en serio.


Él sonrió, irónico.


—¿Te molesta ser mi amante? Qué raro. Antes no te molestaba en absoluto. De hecho, lo hacías por placer, no para devolverme un favor.


Era una grosería recordarle eso. ¿Amante? 


Pedro Alfonso no sabía el significado de la palabra amor. Y no podía confiar en él. Lo había demostrado diez años atrás.


Entonces, ¿por qué le sorprendía comprobar que seguía sin tener corazón?


—Hay algo que no ha cambiado. Sigues siendo tan egoísta como siempre.


—Más que antes —asintió él, acercándose, sus ojos tan oscuros como el océano a medianoche—. Pero disfrutarás en mi cama, te lo prometo.


Paula sintió un estremecimiento cuando apartó un mechón de pelo de su cara.


Pedro Alfonso podía no saber amar, pero el placer que le proporcionaba su mera presencia era otra cuestión. Moreno, guapo, tenía el mismo físico poderoso, los hombros anchos que recordaba, el mismo perfil romano y mandíbula cuadrada. Los mismos ojos oscuros, intensos.


Era cierto que ahora llevaba un carísimo traje de chaqueta hecho en Savilie Row en lugar de un mono de mecánico y tenía las uñas limpias y no llenas de grasa, pero era más peligroso que nunca.


Porque no era el primero, era el único. Y si volvía a hacer el amor con él, estaría arriesgando algo más que su corazón…


—No —dijo en voz baja—. No puedo. Te daré lo que quieras, pero eso no.


Pedro se dio la vuelta.


—Pues buena suerte encontrando a tu sobrino.


Paula tragó saliva. Estaba a su merced y lo sabía. Daría lo que fuera por volver a tener a Alexander en sus brazos, protestando para que lo dejase en el suelo, como siempre: «¡Tía Paula, que ya no soy un niño!»


Pero, rey o no, era un niño. Siempre lo sería para ella. Aunque había crecido demasiado rápido en las últimas dos semanas. Cada mañana, Alexander se reunía con Paula y su madre en la mesa del desayuno con los ojos enrojecidos, pero nunca lo había visto llorar. 


Hacía su papel de príncipe regente con dignidad, mostrando el tipo de hombre que sería algún día, el rey que San Piedro necesitaba.


De modo que era absurdo fingir que no haría cualquier cosa para salvarlo.


Aunque tuviera que venderse a Pedro Alfonso, el hombre al que había jurado evitar durante el resto de su vida.


Pero… no podía convertirse en su amante. 


Además de sus propias razones para alejarse de Pedro, nada debía evitar su matrimonio con el príncipe Mariano von Trondhem. Desde que las multinacionales se llevaron las fabricas textiles a países del Tercer Mundo, San Piedro estaba pasando por una difícil situación económica.


Necesitaban desesperadamente la influencia y el dinero de Mariano. Sin él, tendrían que cerrar más fábricas, más empresas se declararían en bancarrota, más familias se quedarían en el paro.


No podía dejar que eso pasara. Tenía que salvar a Alexander y salvar a su país.


Comparado con eso, sus propios sentimientos, su propia vida, no significaban nada.


—No puedo ser tu amante —repitió—. Estoy prometida.


—No lo estás, aún no. Tú misma lo has dicho.


Paula sacudió la cabeza.


—Pero lo estaré próximamente.


—Muy bien, como quieras. Si me perdonas…


—Espera.


Pedro la miró, levantando una ceja.


Ella intentó reunir valor. No había forma de convencerlo y los dos lo sabían.


—Una noche —dijo por fin, casi ahogándose con esas palabras—. Te doy una noche.


—¿Una noche? ¿Y te entregarías por completo?


—Sí —susurró Paula, incapaz de mirarlo a los ojos.