lunes, 17 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 26




Pedro contestó escuetamente a los saludos que recibió al entrar en la oficina. Esperaba que la jornada fuese tranquila, porque no le apetecía en absoluto tratar con problemas ajenos.


Cerró el despacho dando un portazo, comprobó la máquina de café situada sobre la mesita del rincón y agradeció que alguien hubiera tenido el detalle de dejarle café preparado. 


Tras servirse una taza, retiró la silla de la mesa y se sentó.


¿Qué había hecho mal? Estaba seguro de que Paula quería casarse con él. ¿Por qué, entonces, se había puesto hecha una furia cuando le propuso matrimonio esa misma mañana? No comprendía a las mujeres, sobre todo a una en particular.


«Vamos, Alfonso, admítelo» lo aguijoneó una voz interior. «Tu proposición no fue precisamente de ésas con las que una mujer sueña durante toda su vida. Sin rosas. Ni velas. Ni música romántica endulzando el ambiente. Debiste esperar el momento adecuado. Diablos, ni siquiera le has comprado aún el anillo.»


De acuerdo, en primer lugar necesitaba hacer un par de reservas para cenar en un sitio romántico. Luego llamaría a alguna joyería de Marshallton para encargar un anillo de diamantes. Y también pediría a la floristería local dos docenas de rosas... No, de lilas. Un enorme ramo de lilas.


Justo cuando alargaba la mano hacia el teléfono, alguien llamó a la puerta del despacho.


— ¿Sí?


Pedro, soy Richard —contestó el agente conforme abría la puerta.


— ¿Qué sucede? —Pedro se fijó en la expresión grave del agente y supo que algo terrible había ocurrido—. ¿De qué se trata?


—Acabamos de recibir una llamada del departamento de policía. Ha habido un grave accidente de automóvil. Un conductor ebrio se saltó un semáforo en rojo y chocó con el costado de un coche que había pasado el semáforo en verde.


—Maldición Me gustaría meter a todos los conductores borrachos entre rejas. ¿Y ha sido muy grave? ¿Algún muerto?


—El borracho ha fallecido. No llevaba puesto el cinturón de seguridad. La mujer que conducía el otro vehículo ha sido ingresada urgentemente en el hospital. Estaba inconsciente y ha perdido mucha sangre. El air bag no la protegió. Dios, Pedro... lo siento. Se trata de Paula Chaves.


El mundo se detuvo de repente, despojado de sonido, de luz, de movimiento. Pedro oía los latidos de su propio corazón. Veía moverse los labios de Richard Holman, pero no entendía nada de lo que decía.


Su cuerpo había sido engullido por un gélido pavor.


Paula había sufrido un accidente. ¿Y si estaba herida de gravedad?


¿Y si perdía el niño? ¿Y si moría?


Notó una mano en el hombro. Se giró para mirar al agente.


—Vamos —dijo Richard—. Te llevaré al hospital.


— ¿Está...? —Pedro se aclaró la garganta—. ¿Está muy mal?


Richard le dio un palmadita en la espalda.


—Me temo que sí.


Llegaron a la sala de urgencias del hospital quince minutos más tarde. El personal informó a Pedro que la señora Chaves estaba siendo intervenida en la segunda planta. No se detuvo a hacer ninguna pregunta. Cuando Richard y él entraron en el ascensor, se giró hacia el agente y le dijo:
—Quiero que me hagas el favor de llamar a Benjamin y Sofia.


—Ya me he ocupado de eso —respondió Richard—. Antes de salir de la oficina, pedí a Helen que llamase a tu hermano.


—Gracias.


¿Por qué diablos tardaba tanto el maldito ascensor en subir una condenada planta? Tenía que llegar hasta Paula. Tenía que estar con ella. Hacer algo para salvarla. Mientras se recordaba a sí mismo lo irracionales que eran sus pensamientos, la puerta del ascensor se abrió. Pedro salió corriendo y enfiló el pasillo, seguido de Richard.


Karen Camp salió inmediatamente a su encuentro.


—La señora Chaves está en el quirófano. La metieron hace diez minutos.


—Dime lo que sepas. Por favor —Pedro crispó los puños. Su
mandíbula se tensó. Los ojos se le empañaron levemente.


—Acompáñame a la sala de espera —Karen lo tomó del brazo y luego saludó a Richard con un escueto gesto de asentimiento.


Llegaron a la sala de espera en pocos segundos—. ¿Por qué no nos sentamos? —sugirió Karen.


—No puedo sentarme —respondió Pedro—. Dímelo. ¿Está muy mal? ¿Qué posibilidades tiene?


Karen miró nerviosamente a Richard.


—Ha sufrido una hemorragia interna y el embarazo complica las cosas. El doctor Hall y el doctor Farr la están interviniendo —Karen tomó la mano de Pedro entre las suyas—. Es muy posible que tengan que practicarle una cesárea.


— ¿Una cesárea? Pero si ni siquiera está de siete meses —dijo Pedro— Es muy pronto para que el bebé nazca.


Karen le apretó la mano.


—Los niños prematuros tienen más posibilidades de sobrevivir ahora que hace unos años.


—No puede perder el niño —dijo Pedro—. No sabes lo que ese hijo significa para ella.


—Entiendo —los ojos de Karen se llenaron de lágrimas—. Sé que es lo único que le ha quedado de su marido. Créeme, los doctores harán lo posible por salvarlos a los dos.


Pedro deseó gritar a los cuatro vientos «No es hijo de Leonel, sino mío ¡Mi hijo!».


— ¿Quieres decir que existe la posibilidad de que tengan que elegir entre salvar a uno o a otro?


—Intenta no pensar en...


Pedro retiró las manos de Karen y la miró con severidad.


—Maldita sea, dímelo.


—Sí. Si deciden practicar la cesárea, puede que el niño corra peligro, pero Paula se salvará.


—Entonces, diles que le hagan la cesárea —Pedro asió a Karen por los hombros—. ¿Me oyes? Entra ahí y diles que Paula es lo primero. Tienen que salvarla.


—Oh, Pedro —las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Karen.


Pedro, ella no puede entrar ahí y decirles a los médicos lo que deben hacer —terció Richard posándole una mano en el hombro—. Además, tus órdenes no cuentan. Contarían si fueras el marido de Paula o el padre del niño.


—No soy el marido de Paula aún —Pedro se apartó del agente y se volvió para mirarlos a los dos—. Pero me casaré con ella muy pronto. Es mi prometida. ¿No cuenta eso para algo?


—Oh, Pedro, comprendo que te preocupes por ella, pero... —empezó a decir Karen.


—La amo —la profundidad de sus sentimientos por Paula se le hizo repentinamente clara. Sí la amaba... más que a nadie en el mundo—. Y si alguien tiene derecho a decidir sobre el hijo de Paula, soy yo. Yo les di a ella y a Leonel ese hijo. Pero Leonel murió. Y no pienso permitir que Paula muera también. ¿Me oís?


Pedro, estás trastornado —Richard miró nerviosamente a Karen—. No sabes lo que dices...


—Yo soy el padre del hijo de Paula —declaró por fin Pedro.


Karen emitió un jadeo. Un silencio absoluto se hizo en la sala de espera. Un silencio interrumpido al cabo de unos segundos, cuando entraron Benjamin y Sofia.


—Hemos venido en cuanto pudimos —Sofia abrazó a Pedro.


—Gracias a Dios que habéis llegado —dijo Karen—. Me temo que Pedro está muy trastornado.


—Karen y Richard creen que me he vuelto loco —explicó Pedro.


Pedro no está loco —dijo Benjamin—. El es el padre del niño.


—Leonel era estéril —prosiguió Pedro—. Yo doné mi esperma para que Paula pudiera ser inseminada artificialmente. El hijo que espera es mío.


—Iré a decírselo al doctor Farr —anunció Kendra, y se alejó corriendo por el pasillo.


— ¿Cómo se encuentra Paula? —Inquirió Sofia mientras
acompañaba a Pedro hasta el sofá—. Sentémonos.


—Sufre una hemorragia interna. Es lo único que sé. La están
operando. Y... es posible que tengan que practicarle una cesárea.


—Oh, Dios mío —exclamó Sofia con un jadeo sofocado.


—Será mejor que llame a Teresa —dijo Benjamin.


—Sí —convino Sofia—. Y hay que decírselo a Donna antes de que se entere por otras personas.


Pedro no podía permanecer quieto. Se removió en el sofá durante unos minutos, y luego se levantó y empezó a pasearse por la sala. Se sentía como encerrado en una jaula. Deseaba correr... huir de la posibilidad de perder a Paula. Y al niño.


« Por favor, Dios, no lo permitas» rezó en silencio. «Ahora que Paula tiene la oportunidad de ser verdaderamente feliz. No me la arrebates. Por favor, que viva. Y también nuestro hijo. Te prometo que seré tan buen marido y padre como me sea posible. Jamás los decepcionaré. « ¡Lo juro!».


Los ojos se le inundaron de lágrimas. No había llorado desde que era niño. Ni siquiera al morir Leonel, que había sido como un hermano para él. Pero aquélla era Paula. Su Paula. La mujer a la que amaba.




MI MAYOR REGALO: CAPITULO 25




El sonido del teléfono sacó a Paula de un maravilloso sueño.., un sueño en el que Pedro y ella estaban felizmente casados. Al alargar la mano hacia la mesita de noche golpeó sin querer el despertador. Tras descolgar el auricular, contestó y miró hacia el otro lado de la cama.


Vacío. Pedro había desaparecido. Agotada tras la fiesta de
recaudación de fondos y una sesión de amor plenamente
satisfactoria, Paula se había quedado dormida como un tronco, y ni siquiera notó que Pedro hubiese salido de la cama.


— ¿Paula? ¿Estás ahí? —preguntó Sofia.


—Eh? Oh, lo siento. Sí, estoy aquí.


— ¿Sigue Pedro ahí contigo?


— ¿Qué? ¿Cómo has sabido que...?


—Las noticias se difunden muy deprisa —contestó Sofia—. ¿Está Pedro ahí?


—No lo sé. Puede que esté abajo.


—He pensado que debéis saberlo. La señora Brown ha ido diciendo por ahí que os sorprendió besándoos.


—Oh, cielos, me lo temía.


—Bueno, la señora Brown estaba encantada. Está segura de que pronto sonarán campanas de boda. Opina que Pedro y tú hacéis una pareja perfecta. Pero me temo que no todo el mundo está de acuerdo.


Paula se deslizó hacia el borde de la cama, se coló las zapatillas y se levantó.


— ¿Cómo es posible que se haya corrido la voz tan deprisa? La señora Brown nos vio ayer por la tarde.


—Eso no es lo peor —Sofia exhaló un suspiro.


— ¿A qué te refieres?


—Al parecer, han visto el Lexus de Pedro aparcado en el patio de tu casa, y todos saben que ha pasado la noche contigo. Eso, unido al relato de la señora Brown, ha hecho que los rumores corran como la pólvora por el pueblo. Hoy ya he recibido cuatro llamadas telefónicas, y son sólo las ocho.


—Maldición ¿Por qué se meterá la gente en los asuntos de los demás?


—He creído que debía avisaros. Así estaréis preparados para lo peor.


La puerta del dormitorio se abrió de pronto, y Pedro entró con dos tazas de cerámica.


— ¿Quién es? —preguntó mientras se acercaba a Paula.


Ella tapó el auricular con la mano y dijo:
—Sofia. Quería avisarnos de los cotilleos que corren por el pueblo. Parece ser que la señora Brown ha contado a todo el mundo que nos vio juntos ayer. Y alguien vio tu Lexus aparcado en el patio en plena noche.


Pedro le pasó a Paula una taza de chocolate caliente y luego le quitó el auricular de la mano.


—Sofia, soy Pedro.


—Mira, Paula y tú debéis saber que en el pueblo se han formado dos bandos... con opiniones contrarias sobre vuestra relación. Algunos se muestran encantados de que seáis pareja. A otros les es candaliza que hayáis ido tan deprisa, estando aún reciente la muerte de Leonel.


—A Paula y a mí no nos importa lo que piensen los demás. Pero puedes decirle a quien te pregunte que vamos a casarnos lo antes posible.


— ¿Qué? —gritó Sofia.


— ¿Qué... qué has dicho? —murmuró Paula, mirando a Pedro con los ojos abiertos de par en par.


—Paula te llamará más tarde —le dijo Pedro a Sofia, y luego colgó.


— ¿Pedro? —Paula soltó la taza en la mesita de noche—. ¿Qué has querido decir con eso de que vamos a casarnos lo antes posible?


El soltó su taza junto a la de ella, y a continuación la agarró por los hombros con ternura.


—Lo he pensado mucho, cariño. Y es lo mejor. Estás embarazada de mí, y el niño necesita un padre. Reconozco que me da miedo la idea de intentar ser un buen padre y un buen marido, pero no se me ocurre otra solución. Es mi deber ocupar el lugar de Leonel. Naturalmente, tendrías que venirte conmigo a Alexandria cuando regrese al FBI.


Paula lo miró fijamente mientras hablaba. Las palabras que más resonaban en su mente eran «lo mejor», «solución» y «deber». Pero no había mencionado la palabra «amor». Pedro le estaba ofreciendo aquello con lo que ella había soñado... el matrimonio. Pero en sus sueños Pedro la amaba.


Paula se retiró de él. Pedro la miró inquisitivamente.


—Quiero que te vayas —dijo ella con voz serena y controlada. El se limitó a seguir mirándola con ojos interrogantes—. No quiero que te cases conmigo porque no encuentres otra solución. Porque creas que es lo correcto —poco a poco, fue alzando la voz—. ¡No quiero que me hagas favores! ¡No tienes que sacrificar tu bendita soltería por mí y por mi hijo!


—Paula, cariño, no te disgustes —Pedro alargó la mano, pero ella la rehuyó—. Creía que deseabas casarte, y...


—Márchate —le gritó Paula.


— ¿Paula?


—Maldita sea, Pedro Alfonso, desaparece de mi vista ahora mismo! — lo miró con la mandíbula tensa y los dientes apretados.


—Está bien. Cálmate. Me iré y te daré tiempo para que te lo pienses —Pedro se dirigió presuroso hacia la puerta. Luego se detuvo—. Sólo trato de hacer lo mejor para los dos.


Paula agarró una figurilla de cristal de la mesita de noche y se la arrojó a la cabeza. Fallando por muy poco, la figurilla se hizo añicos contra el marco de la puerta y cayó al suelo.


Pedro salió rápidamente. Paula se derrumbó en la cama, apretó los puños y golpeó con furia las almohadas.


¡Maldito fuera! ¿Cómo se atrevía a proponerle matrimonio de una manera tan fría y calculada? Deber. Responsabilidad. Lo correcto. Al diablo con todos aquellos nobles sentimientos. 


Ella los hubiera intercambiado gustosamente por una única palabra. Amor.


Necesitaba hablar con alguien que la ayudara a decidir qué hacer.


¿Tenía derecho a rechazar la oferta de Pedro y privar a su hijo de un padre?


Paula descolgó el auricular del teléfono, marcó un número y esperó.


— ¿Sí? —respondió una voz de hombre.


—Reverendo Swan, soy Paula Chaves. Necesito hablar con usted enseguida. ¿Puedo ir de aquí a una hora?


—Por supuesto que sí, Paula. Ven.


Tras darse un baño, Paula se vistió rápidamente, bajó a echarles de comer a los animales y dejó salir a los perros unos minutos. Al entrar en la cocina oyó el retumbo de un trueno. Estupendo. Iba a llover. Se acercó al frigorífico para sacar una botella de leche y reparó en la nota prendida en la puerta.


—Les he echado de comer a los perros y a los gatos —leyó en voz alta—. Tenemos que hablar esta misma noche. Te llevaré a cenar fuera. Pedro.


Paula arrugó la nota y la arrojó al cubo de la basura. Tras ponerse el abrigo, se dirigió al coche. De pronto, el cielo pareció abrirse, descargando una lluvia torrencial.


Paula condujo despacio, tomando precauciones extra, pues la carretera estaba resbaladiza y la visión era casi nula. Al llegar a un cruce, vio que un coche se acercaba por la izquierda a gran velocidad.


El conductor no aminoró la marcha. Paula comprendió lo que iba a ocurrir, sabiendo que no podría hacer nada para impedirlo. El descontrolado vehículo golpeó de lleno el costado del coche de Paula con una fuerza mortífera. El air bag se activó. Ella gritó. Y e pronto todo se volvió negro