sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 14

 


Pedro y Paula se encontraron a medio camino entre la casa y el granero. Olivia se quedó más atrás buscando al perro.


La joven lo miró a los ojos, algo nerviosa.


—Espero que no te moleste que hayamos venido.


El hombre la miraba a su vez, incapaz de apartar los ojos de aquella boca que tan invitadora le parecía. Maldijo en silencio, haciendo un esfuerzo por recuperar su compostura, pero su corazón latía con violencia.


—Moro. Ven aquí, Moro —gritó la niña.


—Olivia quería ver al perro —explicó la joven, algo avergonzada.


Pedro miró a la pequeña.


—Probablemente es buena idea —dijo, con una calma que estaba muy lejos de sentir.


—No, no lo es —repuso Paula, cortante—. Ha sido una idea terrible.


Se volvió hacia su hija.


—Vamos, cariño, tenemos que irnos.


Contra su voluntad, Pedro se encontró suplicando:

—Por favor, no os vayáis.


—¿Estás seguro?


Sus ojos se encontraron un momento.


—No —musitó él, con brusquedad—. Ya no estoy seguro de nada.


—Vamos, perro —gritó Olivia—. Moro, ¿dónde te has metido?


Pedro sintió deseos de abrazarla. Su dulce voz aflojaba la tensión que había en el ambiente. Sonrió ligeramente.


—Lleva toda la mañana en el bosque.


Olivia corrió hacia él.


—¿Está enfadado conmigo?


—No.


El hombre se metió dos dedos en la boca y lanzó un penetrante silbido. El perro salió casi inmediatamente del bosque y no se detuvo hasta que llegó al lado de su dueño.


Olivia se echó a reír, extendió una mano y luego la retiró.


—Quizá sea mejor que hables con él sin tocarlo —le recomendó su madre, preocupada.


—No le hará nada —intervino Pedro, cogiendo la mano de la niña y llevándola hasta la cabeza del animal.


El perro levantó la cabeza y lamió aquella manita. Olivia sonrió de placer.


—Mira, mamá. Le gusto.


—Eso es fantástico. Ahora dile adiós a Moro. Tenemos que irnos.


—Apuesto a que a Moro le gustaría coger algo que tú le lanzaras, Olivia.


—¡Oh, mamá! ¿Podemos quedarnos un rato?


Paula miró al hombre.


—No tienes porqué hacer esto —dijo.


—Lo sé —repuso él. Miró a la pequeña—. Vamos, busquemos un palo.


Unos minutos después, Olivia le había lanzado ya varias veces el palo al perro. Se volvió hacia su madre.


—Te toca a ti.


Paula miró al animal, que descansaba al lado de su dueño, y se echó a reír.


—Yo no, cariño.


—Gallina —la retó Pedro, con una sonrisa.


La joven sintió una oleada de rabia.


—Dame ese palo.


Lo cogió y levantó el brazo. Dio un gran paso hacia delante y perdió el equilibrio.


—¡Oh! —gritó.


Pedro se lanzó a cogerla. Pero, como ambos estaban en movimiento, tropezaron y cayeron sobre la nieve. El hombre cayó debajo, amortiguando la caída de Paula, que quedó sobre él. Los dos se quedaron tan sorprendidos que, por un momento, ninguno de ellos pudo decir nada. Él sintió que su cuerpo se ponía rígido, pero no se movió. No podía. El cuerpo de ella contra el suyo le producía una sensación indescriptible. Se moría de ganas de tocar aquel cuello con su lengua.


Olivia se arrodilló a su lado.


—Mamá, eres muy torpe —dijo, riendo.


Paula se levantó y Pedro hizo lo mismo. Ambos se esforzaron por no mirarse a la cara.


—Es hora de volver a la tienda —dijo la joven—. Dile adiós a Moro, hija.


En lugar de ir hacia el coche, la niña cogió la mano del hombre y lo miró con ansiedad.


—¿Vendrás a la obra de Navidad de mi escuela?


—Oh, Olivia. No creo que le interese.


Pedro le guiñó un ojo a Olivia.


—Supongo que podré hacer un hueco en mi agenda. ¿Cuándo será eso?


—Dentro de dos días —repuso la niña.


Notó que Paula parecía no saber qué decir. A él le ocurría lo mismo; se sentía estúpido por permitir que sus emociones le hicieran olvidar sus propósitos. Aquella mujer suponía una amenaza para su paz de espíritu y no debía olvidarlo.


Ella esperó a estar dentro del coche y con el motor en marcha para decir:

—¿Puedo preguntarte una cosa?


—Depende de lo que sea.


—Esas tallas de madera —hizo una pausa—, me gustaría venderlas en mi tienda —terminó con un suspiro.


Pedro le costó trabajo contener su agravio.


—Olvídalo —dijo—. No están en venta. Ni ahora ni nunca.


—Bueno, perdona —repuso ella, mirándolo con frialdad.


Antes de que él pudiera añadir nada, puso el coche en marcha y salió pitando.




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