viernes, 21 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 3




Seis años después


Cuando sonó el silbato que anunciaba el final del partido fue como estar atrapada en el cuerpo de una gigantesca bestia dolorida. Paula, apoyada en la entrada del túnel de vestuarios, no había podido ver el partido, pero sabía por el gigantesco suspiro de decepción que recorrió el estadio de Twickenham que Inglaterra había caído.


San Jorge podía haber matado al dragón, pero había encontrado la horma de su zapato en el equipo de Los Bárbaros.


Aunque eso le daba igual. El equipo podía perder contra un grupo de niñas de seis años… mientras las camisetas no hubieran desteñido.


Cuando intentó moverse, descubrió que le temblaban las piernas. Era el momento de descubrir si todo el trabajo de los últimos meses, y el pánico de las últimas dieciocho horas, habían servido de algo.


Como en sueños, se acercó a la boca del túnel y miró hacia el estadio, que en ese momento le parecía la arena de un circo romano. Con la cabeza baja para evitar la lluvia, los hombros caídos, los jugadores del equipo de Inglaterra volvían resignados a los vestuarios. Paula miró a unos y a otros y, a pesar de sus caras de abatimiento y cansancio, sólo pudo sentir alivio.


No habían hecho lo que se esperaba de ellos pero, por lo que podía ver, las camisetas no habían desteñido. Para Paula, diseñadora del nuevo y muy publicitado uniforme del equipo nacional de Inglaterra, eso era lo único que importaba.


Ya había tenido que soportar muchos comentarios irónicos sobre la coincidencia de que ese encargo recayera precisamente en la hija del nuevo presidente de la federación nacional de rugby, de modo que cualquier error, por pequeño que fuera, sería un suicidio profesional.


«Por eso es importante que nadie se entere de la crisis de última hora con las camisetas».


Cuando llegó a la entrada del túnel el viento, que atravesaba el anorak y el delicado vestido de cóctel que llevaba debajo, estuvo a punto de tirarla al suelo. Había salido de una cena benéfica la noche anterior para ir corriendo a la fábrica. Doce horas, numerosas llamadas de ayuda a su hermana Soledad y toneladas de café después, tenían suficiente camisetas para todos los miembros del equipo, pero se había pasado el partido rezando para que no hubiera sustituciones. Sólo ahora podía respirar tranquilamente.


Y eso duró diez segundos.


Porque cuando miró la pantalla gigante del estadio el aire desapareció de sus pulmones para ser reemplazado por algo que parecía napalm.


Era él.


Por eso había perdido el equipo de Inglaterra. 


Pedro Alfonso había vuelto. Pero ahora estaba jugando para el equipo contrario.


El corazón de Paula parecía haber saltado de su pecho para alojarse en su garganta. ¿Cuántas veces desde aquella noche mágica seis años antes había pensado que volvería a ver a Pedro? Aunque sabía que había vuelto a Argentina, ¿cuántas veces le había parecido verlo por la calle? ¿Cuántas veces se había acelerado su pulso al ver a un hombre alto y moreno en el interior de un deportivo, sólo para experimentar una punzada de desilusión y alivio a la vez al comprobar que no era él?


Ahora, mirando la pantalla del estadio, sabía que no habría respiro. Porque no había error posible. 


Aquel cuerpo alto y elegante, los hombros anchos bajo la camiseta blanca y negra de los Bárbaros, el gesto arrogante…


La multitud prorrumpió en aplausos al ver su hermoso y serio rostro sobre las palabras El hombre del partido.


Seguía llevando el protector en la boca, lo que acentuaba la sensualidad de sus labios, que sangraban por un pequeño corte. Un pañuelo rojo sujetaba su pelo oscuro y, durante un segundo, la mirada de Pedro Alfonso se clavó en la cámara de televisión.


Era como si estuviese mirándola a ella.


Paula quería apartar los ojos de la pantalla, pero no podía hacerlo. Era como volver atrás en el tiempo. Tenía dieciocho años otra vez, emocionada al ver que Pedro se acercaba a ella…


Los jugadores ingleses estaban en la boca del túnel, aplaudiendo al equipo ganador, pero entonces Bruno Saunders, que jugaba con el número diez por primera vez, volvió al centro del campo. Y Paula vio que se quitaba la camiseta para ofrecérsela a Pedro en un gesto de respeto.


El orgulloso argentino vaciló durante un segundo y la multitud guardó silencio. Todos parecían preguntarse si el antiguo niño de oro del equipo inglés aceptaría la camiseta con la que había conseguido tantos éxitos para el equipo antes de darle la espalda unos años antes.


Y rompieron a aplaudir cuando Pedro se quitó la camiseta para ofrecérsela a Bruno. Su torso, perfectamente definido, y el estómago plano llenaron la pantalla. Algunas mujeres gritaron cuando la cámara se fijó en el tatuaje del sol, el símbolo de la bandera argentina, sobre su corazón.


Paula, clavándose las uñas en las palmas de las manos, tuvo que apartar la mirada.


Sí. Pedro Alfonso era guapísimo, eso era indiscutible. Pero también era el hombre más arrogante y frío que había conocido nunca.


Entonces, ¿por qué lo miraba como una adolescente enamorada mientras se dirigía hacia el túnel, poniéndose la camiseta del equipo inglés?


Pedro llevando una camiseta del equipo inglés.


Una camiseta manufacturada en el último minuto con sangre, sudor y lágrimas… y que Paula no podía perder.


Intentó abrirse paso entre los periodistas, entrenadores, preparadores físicos y fans, sus tacones enganchándose en el barro.


—Por favor, tengo que…


Parecía invisible. Había demasiada gente y demasiado ruido como para que alguien se fijara en ella. Los periodistas habían rodeado a Pedro y Paula tuvo que volver atrás.


La camiseta. Tenía que recuperar la camiseta…


Intentó abrirse paso de nuevo, aprovechando su menor estatura para pasar bajo el brazo de un periodista. Alguien tiró de su anorak, pero el miedo le daba fuerzas y se liberó de un tirón.


No hubo tiempo de registrar lo que estaba pasando y mucho menos de evitarlo. Paula sintió que caía hacia delante, donde esperaba encontrar un sólido muro de cuerpos, pero el grupo se había dispersado y no había nada.


Afortunadamente, un par de fuertes brazos la sujetaron.


—¡Paula, cuidado! —era Mateo Fitzpatrick, el número cinco de Inglaterra—. No me lo digas… al verme metiendo un gol has decidido que no puedes vivir sin mí.


Ella negó con la cabeza.


—No, lo que necesito… —Paula miró alrededor, buscando a Pedro—. Le necesito a él.


—Ah, ya veo. Es comprensible —suspiró Mateo, levantándola del suelo como si fuera una pluma—. ¡Alfonso!


—¡No, espera!


Pero era demasiado tarde, como a cámara lenta, vio que Pedro se daba la vuelta y clavaba sus ojos en ella.


Pero luego apartó la mirada, como si no la hubiera reconocido.


—¿Sí?


—Alguien está buscándote —dijo Mateo, dejándola en el suelo.


No la reconocía, pensó ella, angustiada. No. claro que no. seis años antes tenía el pelo de otro color, más largo. Y era mucho más joven.


Y no había significado absolutamente nada para él.


No importaba, se decía a sí misma. Que Pedro hubiera recordado su último y único encuentro habría sido insoportable. El instinto de supervivencia le decía que no mirase a los ojos del hombre que había puesto su mundo patas arriba para alejarse después sin mirar atrás.


Pero su instinto de supervivencia no había contado con el efecto de sus fuertes y musculosas piernas.


—¿Y qué podría querer de mí lady Paulña Chaves?


Ella lo miró entonces, pero sus ojos oscuros eran tan gélidos como el mar del Norte.


De modo que sí la recordaba. Y tenía el valor de mirarla como si fuera ella quien hubiese hecho algo malo. No ser lo bastante atractiva, quizá.


Apretando los labios, Paula hizo un esfuerzo para olvidar la pregunta que se había hecho a sí misma miles de veces desde esa noche.


—De ti, nada. Lo que necesito es la camiseta. ¿Podrías quitártela, por favor?


Mirarlo a la cara era un tormento. Debería estar acostumbrada porque la había visto en sus sueños más que a menudo en los últimos seis años, pero ni el más vivido de ellos le hacía justicia a aquella belleza brutal. Magullado y sudoroso, era el bárbaro perfecto.


—Ah, vaya. Han pasado… ¿cinco años? Y veo que nada ha cambiado.


Oh, no, su voz. El acento argentino, que casi había perdido después de tantos años viviendo en Inglaterra, era más fuerte ahora. 


Desafortunadamente.


Paula tragó saliva.


—Seis —lo corrigió. Pero inmediatamente deseó haberse mordido la lengua por darle la satisfacción de recordar exactamente el tiempo que había pasado—. Y yo creo que todo ha cambiado.


«Ya no soy tan ingenua como para pensar que el rostro de un ángel y el cuerpo de un dios pagano convierte a un hombre frío y cruel en un héroe». No lo dijo en voz alta, pero recordar eso le dio fuerzas para mirarlo a los ojos.


—¿Ah, sí? —Pedro alargó una mano grande, morena, para apartar el flequillo de sus ojos—. Bueno, el color del pelo es diferente, pero no estaba hablando de cosas superficiales. Es lo que hay debajo lo que me interesa —añadió, mirando el precioso vestido de cóctel bajo el enorme anorak y los zapatos de tacón manchados de barro.


—¿Qué quieres decir?


—Seguro que eso de pedirle a un jugador que se quite la camiseta suele dar resultado, especialmente ahora que tu papá es el presidente de la federación de rugby, pero a mí no me afecta. Claro que eso ya lo sabes, ¿no?


Paula no pensaba rendirse y no pensaba dejarse afectar por su voz o el roce de su mano. 


Mirando la cruz roja de San Jorge pintada en la pared del túnel, fingió un tono de profundo aburrimiento:
—Yo sólo quiero la camiseta.


Pedro dio un paso hacia ella. Los demás jugadores pasaban hacia los vestuarios y el eco de sus voces llenaba el túnel, pero parecía llegar de lejos, de muy lejos. Paula tuvo que tragar saliva. La realidad de su presencia actuaba como una droga sobre sus sentidos, haciendo que no pudiera apartar los ojos de su torso, que se sintiera aturdida por el olor a hierba mojada y barro, a hombre.


—Supongo que lo último que desea tu padre es verme con la camiseta del equipo inglés. Al fin y al cabo hizo todo lo que pudo para echarme de él hace seis años.


—Y yo supongo que la camiseta de los Bárbaros es mucho más apropiada para ti, ya que sueles portarte como tal —replicó ella. Sonriendo. 
Pedro se dio la vuelta, sus enormes hombros llenando todo el espacio—. ¡La camiseta!


Cuando se giró de nuevo, Paula vio un brillo peligroso en sus ojos de tigre y por un momento, pensó que iba a apartarla de su camino sin más. 


Pero no lo hizo. Si no lo conociera, diría que lo había hecho por caballerosidad, lo cual era ridículo porque ella sabía mejor que nadie que no había un átomo de decencia en el magnífico cuerpo de Pedro Alfonso.


—Si la quieres, quítamela.


Ella miró alrededor. El túnel estaba empezando a quedar vacío, pero aún había guardias de seguridad y un par de reporteros.


—¿Yo? ¿Que te la quite yo? Eso es ridículo.


—Los dos sabemos que puedes hacerlo porque lo has hecho antes. Pero si no quieres… bueno, entonces no será tan importante.


—Sí lo es —replicó Paula tomándolo del brazo.


Pero al rozar su piel fue como si recibiera una descarga eléctrica y tuvo que soltarlo. ¿Por qué no le había pasado eso con nadie en seis largos años, ni siquiera cuando hubiera querido que pasara?


—Si tanto te importa, lo mejor será que me la quite.


Estaba retándola y Paula no podía dejar de mirarlo a los ojos, con el corazón latiendo dolorosamente dentro de su pecho.


«Hazlo», se dijo a sí misma. «Eres una adulta, no una ingenua adolescente. Demuéstrale que no puede intimidarte».


Para que no viera que le temblaban las manos, tomó el bajo de la camiseta y tiró hacia arriba mientras Pedro se quedaba inmóvil, los ojos clavados en su cara.


—Lo estás pasando bien, ¿verdad? —le espetó, airada.


—¿Siendo desnudado tan tiernamente por una mujer? ¿Quién no lo pasaría bien? —replicó él, irónico.


Paula se puso de puntillas para pasarle la camiseta por la cabeza, respirando agitadamente por el esfuerzo… y por tener que tocar aquel fabuloso cuerpo mientras trataba de esconder el traidor deseo que despertaba en ella.


Pero, de repente. Pedro hizo un brusco movimiento hacia atrás y Paula cayó sobre su pecho, dejando escapar un gemido de sorpresa.


La puerta del vestuario se había abierto y los jugadores del equipo de los Bárbaros empezaron a silbar y a hacer bromas. Paula se quedó inmóvil, sujetando la camiseta sobre el desnudo torso masculino, percatándose de la imagen que debían dar.


Exactamente la que él quería, claro.


—No me digas que tú no lo estás pasando bien —murmuró Pedro, burlón.


Paula se apartó y, de repente, se sintió invadida de una extraña calma. Era como si estuviera eligiendo una emoción de entre una gama de ellas: la rabia asesina era muy tentadora y también la indignación histérica… pero no. Iba a ser difícil, pero pensaba hacer algo más sofisticado.


Sonriendo lánguidamente, tiró de la camiseta hacia abajo para cubrir los marcados abdominales.


—Tápate, Alfonso —le dijo—, Cuando he dicho que me gustaba la camiseta me refería sólo a la prenda.


Los jugadores prorrumpieron en gritos y silbidos mientras ella lanzaba una mirada de desprecio sobre Pedro. Pero el momento de triunfo duró hasta que la puerta del vestuario se cerró tras él. 


Entonces se dejó caer sobre la pared, angustiada.


De repente, recuperar la camiseta le parecía el menor de sus problemas.


Sin prestar atención a las bromas de sus compañeros, Pedro se quitó la camiseta y la tiró despectivamente sobre el banco antes de tomar una toalla para dirigirse a la ducha. No sentía el agotamiento que solía descender sobre él inmediatamente después de un partido. Gracias a ese encuentro con la «gran sacerdotisa de la seducción y la traición» su cuerpo estaba aún cargado de adrenalina.


Adrenalina y otras, más inconvenientes, hormonas.


La zona de las duchas, separada por una pared del vestuario, era un sitio espartano de azulejos blancos, con seis enormes bañeras llenas de agua helada. Las investigaciones médicas habían demostrado que un baño frío inmediatamente después de un partido minimizaba el impacto de las lesiones y ayudaba a recuperarse, pero eso no hacía que la práctica fuese más popular entre los jugadores.


Un australiano gigantesco, Dario Randill, estaba en una de ellas, tiritando de frío.


—Bienvenido al spa de Twickenham, amigo —bromeó, aunque le castañeteaban los dientes—. Yo que tú conservaría puesta la ropa. No es que sirva de mucho, pero…


Pedro hizo una mueca mientras se metía en el agua helada.


—Prefiero helarme antes que llevar una camiseta del equipo inglés durante más tiempo del necesario —replicó, cerrando los ojos cuando el agua helada se clavó en su carne como los colmillos de un animal salvaje.


Afortunadamente, el frío se llevó el insistente deseo que reverberaba en su cuerpo desde su encuentro con Paula.


—¿Entonces no piensas volver con ellos? —rió Randall.


—Haría falta algo más que una nueva camiseta para que volviera con el equipo de Inglaterra.


«Una disculpa por parte de Horacio Chaves, por ejemplo. Y de su hija».


—¿Has vuelto para cobrar viejas deudas?


—No. nada de eso. Es un asunto de negocios. Soy uno de los patrocinadores del equipo de Los Pumas.


—¿Los Pumas? —Randall lanzó un silbido de admiración.


—Estoy aquí porque se acerca la Copa del Mundo y es hora de recordar a la gente que Argentina tiene un buen equipo.


Cuando el fisioterapeuta le hizo un gesto con la cabeza, el enorme australiano salió de la bañera y se puso a saltar de un pie a otro para restablecer la circulación.


—Nos hubieran destrozado de no ser por ti. Te debo una copa en la fiesta de esta noche. ¿Piensas ir?


El asintió con la cabeza. Pero recordar la última fiesta que había celebrado con el equipo de Inglaterra hizo que el agua helada se convirtiese en algo insignificante. El olor a tierra mojada del invernadero de Harcourt, el aroma de su pelo, el tacto aterciopelado de la piel de Paula bajo sus temblorosos dedos mientras le quitaba el vestido…


—Muy bien, ya puedes salir, Pedro —dijo el fisio.


El no se movió. Un músculo latía en su cuello mientras recordaba aquella noche en Harcourt Manor…


La había dejado en el invernadero, intentando controlar la poderosa oleada de deseo que provocaba en él, para buscar a alguien que pudiese prestarle un preservativo. Le dijo que volvería enseguida y entró de nuevo en la casa… para darse de bruces con Horacio Chaves.


Su gesto de furia le dijo de inmediato quién era la chica que lo esperaba en el invernadero. Y qué significaría eso para su carrera. Acababa de darle Horacio Chaves la excusa que estaba buscando para echarlo del equipo.


—¿Eres masoquista Alfonso? Vamos, sal de la bañera de una vez.


Una excusa tan perfecta que resultaba imposible creer que hubiera ocurrido por casualidad.


Pedro se levantó, dejando que el agua helada cayese en cascada por su cuerpo antes de salir de la bañera. Eso explicaba que hubiera sido tan directa. Había pensado que era una chica ingenua, sincera, pero en realidad era todo lo contrario.


Le había tendido una trampa.


De vuelta en la zona de vestuario, tomó la camiseta de Inglaterra y la miró, pensativo. El nuevo diseño era llamativo e innovador y, a pesar todo, se sintió impresionado. Si aplicasen esos principios de diseño y tecnología al uniforme del equipo de polo, jugar bajo el sol del verano argentino que acababa de dejar atrás sería más soportable.


Estaba a punto de guardarla cuando se fijo en el número.


El diez.


Por un momento había olvidado que aquello era mucho más que una prenda ingeniosamente diseñada. Aquella camiseta, con el número diez, era lo que él había deseado durante años. 


Entonces había sido su objetivo, su destino, su santo grial. Y lo había logrado a costa de sangre, sudor y lágrimas.


Para que se lo quitasen de golpe, gracias a Paula Chaves.


Pedro tiró salvajemente la camiseta en la bolsa de deporte. Quería que se la devolviera, ¿no? 


Bueno, pues sería interesante averiguar hasta dónde llegaría esta vez para conseguirla. 


Porque no pensaba devolvérsela tan fácilmente.


Paula Chaves había sido directamente responsable de que perdiera su puesto en el equipo de rugby inglés y tenía una deuda pendiente con él.


Y él siempre cobraba todas sus deudas.




A TU MERCED: CAPITULO 2





Sobre la majestuosa chimenea de piedra de la entrada de Harcourt Manor colgaba el retrato de un antepasado de Horacio Chaves sonriendo maliciosamente contra un fondo de galeones en un mar embravecido. Sobre el cuadro, en extravagantes caracteres antiguos, estaba escrito: Dios sopló y fueron diseminados.


Pedro Alfonso lo miraba con expresión irónica. No había ningún parecido entre los dos hombres, aunque parecían compartir el mismo odio hacia la mítica Armada española.


Eso le hizo recordar las historias que su padre le contaba de niño en Argentina sobre sus antepasados, que supuestamente formaban parte de los conquistadores que viajaron desde España al Nuevo Mundo. Esa historia era uno de los pocos fragmentos de identidad familiar que poseía.


Pasando un dedo por el cuello de su camisa miró hacia el enorme pasillo de la mansión, con sus kilómetros de intricadas cornisas y paredes forradas de madera.


Sus compañeros de equipo estaban bebiendo y riendo con dignatarios de la federación de rugby y unos cuantos periodistas deportivos que habían tenido la suerte de ser invitados, mientras un grupo de rubias, chicas de la alta sociedad por supuesto, circulaban entre ellos, adulándolos y flirteando sin el menor pudor.


Lord Horacio Chaves, el entrenador del equipo nacional de rugby, había organizado aquella fiesta a bombo y platillo en su mansión para anunciar los nombres de los jugadores que formarían parte del equipo porque, según él, de esa forma demostraba que estaban muy unidos, que eran una familia.


Pedro tuvo que sonreír, sarcástico.


Todo en aquella casa parecía haber sido diseñado para demostrar que allí no había sitio para él. Y estaba seguro de que Horacio Alfonso lo había hecho a propósito.


Al principio pensó que estaba siendo exageradamente susceptible, que años en los colegios públicos ingleses lo habían preparado para estar siempre a la defensiva. Pero últimamente la animosidad del entrenador era demasiado obvia. Pedro estaba jugando mejor que nunca, demasiado bien como para que pudieran dejarlo fuera: pero la realidad era que Chaves lo quería fuera y estaba esperando que cometiese el más mínimo error.


Y esperaba que Chaves fuese un hombre paciente porque él no tenía la menor intención de cometerlo. Estaba jugando a su mejor nivel y pensaba seguir haciéndolo.


Después de tomarse el champán de un trago, dejó la copa sobre un aparador que parecía particularmente antiguo y miró alrededor con gesto de desdén. Allí no había nadie con quien le apeteciese hablar. Las chicas eran idénticas, todas rubias, todas con ese cortante acento británico que correspondía a una clase determinada, todas bronceadas en la Riviera. Su conversación iba desde la ropa de diseño a comentarios sobre otras chicas con las que habían estudiado y que parecían pensar, 


Pedro conocía también. Varias veces en fiestas como aquélla había terminado acostándose con alguna sólo para hacerla callar.


Pero aquella noche le resultaba particularmente insoportable. La corbata del equipo lo ahogaba y, de repente, necesitaba salir de aquel asfixiante ambiente de complacencia y privilegios.


Pero mientras se abría paso entre la gente para tomar un poco de aire fresco, la vio en la puerta que daba al jardín.


Una chica rubia de pelo largo y aspecto inseguro, en contraste con el vestido demasiado corto y los zapatos de tacón. Aunque no se fijó demasiado en eso; eran sus ojos los que llamaban su atención.


Eran preciosos, verdes quizá, almendrados. La intensidad de su mirada, que podía sentir incluso a distancia, lo dejó cautivado.


Al verlo se había erguido un poco, como si estuviera esperándolo, y bajó una mano temblorosa para estirarse la falda.


—¿Ya te vas?


Hablaba en voz muy baja y, por su tono, casi podría jurar que lo lamentaba. 


—Creo que sería lo mejor.


De cerca pudo ver que tras la exagerada sombra de ojos y el invitador brillo de los labios era más joven de lo que había pensado en un principio.


—No —dijo ella entonces—. No, por favor, no te vayas.


Pedro se detuvo, mirando aquel vestido tan sexy y tan fuera de lugar en aquella mansión. Se había puesto colorada y los ojos que lo miraban bajo unas pestañas larguísimas brillaban más que antes, seductores pero suplicantes.


—¿Por qué no?


La chica tomó su mano y el contacto fue como una descarga eléctrica por todo el brazo.


—Porque yo quiero que te quedes —contestó, con una sonrisa tímida.