lunes, 17 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO FINAL





Dos meses después, Paula paseaba por las habitaciones privadas de Alexander.


—Deja de pasear, por favor —le rogó su marido—. Estás dejando marcas en el mármol.


—No puedo evitarlo. Somos recién casados, estoy embarazada, deberías ser más comprensivo.


—Cada uno lidia con el estrés a su manera —contestó él, pasando una página del Wall Street Journal—. Ahora mismo yo intentó calmarme leyendo las páginas de economía.


Paula estuvo a punto de creerlo… hasta que vio cómo golpeaba el suelo con elnpie una y otra vez. Estaba tan nervioso como ella.


Cuando por fin Alexander entró en la habitación, los dos se levantaron a la vez y lo miraron como dos niños recalcitrantes enfrentados a su profesor de Matemáticas.


—Alexander, tenemos que hablar contigo —dijo Paula.


—Sí, es cierto —asintió Pedro, tragando saliva.


—¿Qué ocurre? —preguntó el niño—. Ah, seguro que lo sé: la abuela te ha convencido para que organices una gran boda. De verdad, tía Paula, no me puedo creer que fuera una ceremonia tan sencilla. Yo habría hecho una grande, con una tarta enorme…


—No, cariño, no es eso. Alexander, no sé cómo decirte esto, pero… —Paula miró a su marido, nerviosa—. Pedro y yo hemos decidido que debemos contarte la verdad.


—¿La verdad?


—Verás… —de nuevo, Paula miró a Pedro en busca de ayuda.


—La verdad, Alexander, es que eres hijo nuestro.


El niño miró de uno a otro, atónito.


—Sé que esto debe de ser una enorme sorpresa para ti —siguió Pedro—. Yo mismo lo descubrí hace sólo unos meses y…


—Sé que es difícil de entender, cariño, pero debes saber que Karina y Maximo te quisieron como si fueras su propio hijo.


—Lo sé —dijo Alexander entonces—. Pero pensé que no debíamos hablar de ello.


—¿Lo sabes? —repitió Paula.


—Mamá y papá me contaron la verdad unos meses antes de morir. Pero meadvirtieron que no dijera nada porque, aunque ellos me querían mucho, a ti se tehabía roto el corazón cuando tuviste que dejarme —Alexander miró a Pedro—. Y cuando tú me salvaste en esa granja pensé que a lo mejor eras mi padre. Como nos parecemos tanto… Si queréis, ahora podemos hablar de eso, pero… ¿puedo tomar un helado? —preguntó Alexander.


Paula miró a su marido y, sin poder evitarlo, los dos empezaron a reír. Y se dio cuenta entonces de que todo iba a salir bien. Mejor que bien.


Pedro la tomó por la cintura con un suspiro de alivio.


—Somos una familia —le dijo—. Y eso significa para siempre.


—Para siempre —asintió ella, suspirando.


No podía imaginar nada mejor que vivir en un palacio con el hombre al que amaba, su hijo y un niño en camino… todo eso y un helado, además.





TE ODIO: CAPITULO 46





Pedro la sintió morir mientras, frenético, conseguía soltar las cuerdas.


La llevó en brazos hasta la playa, pero cuando la tumbó sobre la arena supo que era demasiado tarde. Estaba lívida, los labios amoratados. La había perdido.


«No», pensó, cayendo de rodillas.


La tumbó de espaldas para hacerle la respiración artificial, pero no respondía.


Hizo compresiones en su pecho, contando en voz alta: una, dos, tres… Paula no volvía en sí.


Había muerto.


—¡No! —gritó, cayendo sobre su pecho con un sollozo desesperado—. No, por favor. No me dejes, Paula…


Entonces sintió un tenue latido bajo sus dedos. 


De repente, ella tosió y cayó sobre la arena vomitando agua.


—¡Paula! Paula, has vuelto…


Pedro


—¡Has vuelto!


Paula se agarró a sus hombros, desesperada.


—Estoy embarazada y no importa el tiempo que tardes en perdonarme…


—No tengo nada que perdonarte, cariño —Pedro la abrazó con todas sus fuerzas—. Eres tú quien debe perdonarme a mí. Te quiero… te quiero con toda mi alma.


Cuando miró su rostro, tan lleno de vida a pesar de haber visto la muerte de cerca, pensó que nunca, en toda su existencia, podría sentirse más feliz.


—Oh, qué escena tan enternecedora.


El comentario de Durand hizo que los dos levantasen la cabeza. Estaba en el acantilado, encima de ellos, apuntándolos con la pistola.


—Como la quieres tanto, te dejaré decidir, Alfonso. ¿Cuál de los dos debe morir primero? ¿Tú o la princesa?


Pedro apretó los dientes, furioso.


—Déjala ir, Durand.


—¿Para que los carabineros puedan perseguirme durante el resto de mi vida?
No, no lo creo. ¿Cuál de los dos va primero? —preguntó Durand—. Tienes treinta segundos para decidir.


Pedro apretó los puños. Sabía que podría arriesgarse a subir por la pendiente y enfrentarse con Durand, pero eso dejaría a Paula vulnerable y desprotegida en la arena.


Sólo le quedaba una oportunidad.


—Cuando me dispare —le dijo a Paula en voz baja—, intenta llegar al agua. Y aguanta buceando todo el tiempo que te sea posible.


—No, no…


—Salva a nuestro hijo —la interrumpió Pedro—. Y háblale de mí.


—¡No!


—Han pasado los treinta segundos, Alfonso.


—Dispárame a mí.


—¡No! —gritó Paula.


Pero, mientras Durand apuntaba a su cabeza con la pistola, Pedro vio una sombra moviéndose tras el guardaespaldas y, un segundo después, alguien se le echó encima. Durand perdió pie, resbalando sobre la roca. Intentó agarrarse a algo, pero no había nada que pudiera sujetarlo y cayó al acantilado, golpeándose la cabeza contra una roca. Su grito terminó antes de que se lo tragase el mar.


Pedro reconoció a los dos guardaespaldas de Paula. Tras ellos había una elegante mujer de pelo blanco.


—Nadie va a hacerle daño a mi hija —dijo, apretando los labios—. Nadie.




TE ODIO: CAPITULO 45




—Buenas noticias —le dijo Durand desde el borde del acantilado—. Tu amante ha decidido pagar. Debes importarle mucho. Si alguien me hubiera pedido cien millones de euros por mi amante, le diría que estaba loco.


Paula intentó levantar la cabeza para decirle que se fuera al infierno, pero no le quedaban fuerzas. Después del accidente, Durand había usado un coche robado para llevarla hasta la playa y la había atado a una roca en el sitio donde Pedro y ella habían hecho el amor. 


Menuda ironía, pensó.


—¿Entonces me va a soltar?


Tenía que soltarla. Tenía que sobrevivir por su hijo…


—A lo mejor. Si el dinero llega a mi cuenta de Suiza antes de que suba la marea… —Durand se encogió de hombros—. Pero seguramente no. Es más fácil dejarte donde estás. No quiero testigos.


Paula quería suplicar por su hijo, pero sabía que, aunque le dijera que estaba embarazada, no tendría piedad de ella.


Si le hubiera hecho caso a su madre, que insistía en que fuera siempre con sus guardaespaldas…


Pedro te matará por esto…


Pero no pudo terminar la frase porque una ola chocó contra la roca a la que estaba atada.


—No te preocupes, no quiero separaros —contestó el hombre, marcando un número en su móvil—. En cuanto tenga el dinero, le enviaré contigo… ah, el dinero ha llegado ya, estupendo. ¡Alfonso ha pagado! —Durand cerró el móvil, soltando una carcajada—. Me temo que ya no te necesito, ma chérie. Seguro que ahora desearías que me hubiera llevado ese Monet, ¿verdad?


Paula tuvo que cerrar la boca para no ahogarse cuando otra ola, más alta que la anterior, la cubrió casi por completo. No podía ver ni oír nada y tosió, buscando aire…


Pero cuando abrió los ojos vio que se había producido el milagro. Pedro había aparecido por entre unos árboles y, como una furia, había tirado al ex guardaespaldas al suelo. Pero Durand metió la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar una pistola.


—Llegas tarde, bastardo italiano. El dinero es mío…


Pedro golpeó la pistola con el pie. Los dos hombres lucharon, rodando por el borde del acantilado. René Durand era un contrincante duro y no le importaba pelear sucio, pero Pedro no parecía sentir sus puñetazos.


—¡Deberías haber ido a por mí! —le gritó, golpeando su cabeza contra la tierra—. Bastardo… ¿por qué no has ido a por mí, cobarde?


—¡Pedro! —gritó Isabelle—. ¡Estoy aquí abajo, date prisa!


Las olas seguían llegando hasta la roca y cada vez tenía menos tiempo para hablar.


—Salva a… nuestro hijo.


Luego, al ver que otra ola, ésta más alta que todas las anteriores, estaba a punto de cubrirla, llevó aire a sus pulmones.


—¡Paula! —gritó Paolo. Tirando a Durand a un lado como un muñeco de trapo, se lanzó pendiente abajo, agarrándose a las raíces y las ramas que encontraba en su camino. Pero sabía que no llegaría a tiempo. La marea había subido del todo.


Ella iba a morir. Ella y su hijo.


—Te quiero —susurró Paula, sabiendo que no podría oírla.


Una última ola la golpeó, cubriéndola por completo. Contuvo el aliento todo lo que pudo y sintió que Pedro intentaba soltar las cuerdas que la sujetaban a la roca.


Quería decirle que lo amaba, que lamentaba haber perdido tantos años, que lamentaba haber elegido la obligación por encima del amor…


Pero era demasiado tarde. Demasiado tarde para todo. Su cuerpo tomó el control y abrió la boca para respirar, el agua entrando en su garganta…


Sus pulmones se colapsaron y, de repente, todo se volvió negro.




TE ODIO: CAPITULO 44





Ella lo había traicionado no contándole la verdad sobre Alexander, sí. Pero él había cometido tantos o más errores.


«No te has hecho la vasectomía, ¿verdad?».


No le había prestado mucha atención a esa pregunta, pero ahora era evidente lo que significaba. No había fracasado. La había dejado embarazada. Paula iba a tener un hijo suyo… otro hijo. Y todo eso estaba en peligro porque él había sido demasiado orgulloso como para admitir la verdad.


—La quieres —dijo Mariano entonces—. Pensé que estabas jugando con ella, pero estás enamorado.


—Sí —admitió Pedro. Pero no había querido amarla. El amor significaba sufrimiento y él estaba decidido a vivir solo para siempre. Se había hecho millonario para no tener que depender de nadie. Se había convertido en el piloto más rápido del circuito para que nadie pudiese llegar a él…


Pero no había servido de nada. A pesar de sus esfuerzos, se había enamorado.


Otra vez.


Y nunca se había sentido tan perdido.


Nervioso, sacó el móvil de su chaqueta.


—Creo que Durand puede haberla retenido.


—¿Durand? ¿Su antiguo guardaespaldas?


—Es más que eso, me temo —suspiró Pedro. Pero antes de que pudiese llamar a la policía, sonó su móvil. Era un número sin identificar.


—¿Sí?


—Tengo algo que usted valora mucho.


Pedro reconoció enseguida la voz de Durand.


—Si le haces daño, te juro que te mato. Ni los buitres podrán encontrar tus huesos.


—Apunte este número. ¿Está listo?


Pedro sacó un bolígrafo de su chaqueta y miró alrededor, buscando un papel. Al no encontrarlo le hizo un gesto a Mariano para que levantase el brazo.


—¿Qué…?


—Dime —Pedro anotó el número en la manga del mono blanco de su hermanastro.


—En cuanto reciba el dinero en mi cuenta —anunció el ex guardaespaldas— le diré dónde puede encontrarla.


Y después colgó.


—¿Qué pasa? —preguntó Mariano.


—Paula ha sido secuestrada.


—¿Qué?


—Ponte en contacto con la policía ahora mismo —Pedro le tiró el móvil—. A ver si pueden localizar la llamada.


—Pero… ¿dónde vas?


Tenía una intuición. Había oído un griterío de gaviotas mientras hablaba con Durand. Un ruido que parecía hacer eco sobre las rocas…


—Creo que sé dónde puede estar.


—Iré contigo.


—No, podría equivocarme. Necesito que me ayudes, Mariano. Llama a la policía, a la guardia de palacio, a cualquiera que encuentres… ¡Bertolli! Llama a los hombres. Sigue las órdenes del príncipe Mariano hasta que yo vuelva. Pero antes… haz una transferencia a esta cuenta. De ingreso inmediato —Pedro señaló los números escritos en la manga del mono blanco.


—Sí, señor Alfonso —murmuró Bertolli, atónito.


Tomando el manillar de su moto, Pedro se abrió paso entre la multitud.


—¡La policía llegará enseguida! —le gritó Mariano desde la carpa—. Deberías esperar.


—No puedo.


—Están de camino.


«Olvídate de la carrera, Pedro», le había suplicado Paula. «Quédate, tenemos que hablar». Y él le había dado la espalda. La había amenazado, la había insultado…


¿Podría perdonarlo algún día?


¿Y sería él capaz de salvar a la mujer que amaba? ¿De salvar al hijo que esperaba?


«Te quiero, Paula», le dijo, en silencio. «Espérame, voy para allá».


—¿Qué esperas conseguir solo? —le preguntó Mariano.


Pedro subió a la moto y puso la mano sobre el acelerador.


—Espero llegar antes —contestó. Y, con un rugido del motor, dio comienzo a la carrera para la que se había entrenado durante toda su vida