sábado, 3 de agosto de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO FINAL




Pedro paseaba nervioso por la sala de espera del hospital general Mercy. Intentaba repasar mentalmente los sucesos del día, concentrarse en la investigación y en su resultado final. Pero hechos y detalles se volvían borrosos, y en lo único que podía pensar era en Paula y en lo cerca que había estado de convertirse en otra de las víctimas de Mariano.


Por unos estremecedores segundos, había llegado a pensar que Mariano había sido tan preciso y diestro con su pistola como con su escalpelo. Cuando vio que Paula recibía el tiro y se derrumbaba en el suelo, fue como si el corazón le estallara en mil pedazos. Pero la herida solamente había sido superficial.


La bala de Pedro, a su vez, había perforado el centro de la mano derecha de Mariano. Lo peor que podía sucederle a un cirujano. Daba igual, por supuesto, ya que jamás volvería a ejercer como tal.


—¿Dónde está, Pedro? ¿Dónde está Paula?


Pedro alzó la mirada para descubrir a Janice dirigiéndose hacia él, con sus tacones resonando en el suelo de baldosa. Tenía una expresión de verdadero pánico.


—Ahora mismo está con el doctor.


—¿Se encuentra bien?


—Sí. Se recuperará. Su herida es superficial.


Para cuando estaba terminando de contarle lo sucedido, aparecieron los padres de Janice. 


Todos se reunieron en la sala de espera, hablando en voz baja. Pedro no tardó en sentirse un tanto incómodo en medio de aquel círculo familiar. Aquellas personas se querían, se pertenecían. Él, en cambio, era el policía, y aunque todos le estaban agradecidos por haber salvado a Paula y a Rodrigo, resultaba obvio que lo consideraban como algo natural. Como un trabajo lógico, ya terminado. Al cabo de unos minutos se disculpó para ir a visitar a Rodrigo, que se encontraba bajo observación en una habitación aparte.


Una enfermera lo llamó justo en el momento en que se disponía a retirarse.


—¿Inspector Alfonso?


—Sí, soy yo.


—Paula Chaves ha preguntado por usted. Dentro de unos minutos la subirán al quirófano para hacerle una pequeña operación, nada importante. Pero el doctor ha dicho que puede quedarse con ella hasta entonces.


—Gracias.


—Sígame.


Los otros hicieron amago de seguirlo, pero la enfermera se lo impidió.


—Solo una persona. La paciente preguntó por el inspector.


Estaba temblando por dentro cuando entró en la habitación. El amor asustaba. No tanto como los peligros con los que se había enfrentado aquel día. Pero asustaba de todas formas.


Paula sintió el contacto de su mano en la suya y abrió los ojos. Pedro estaba frente a ella, recortada su silueta a contraluz de la ventana.


—Gracias —susurró—. Me has salvado la vida.


—Soy yo quien tiene que darte las gracias por haber permanecido con vida.., hasta que llegué.


—¿Rodrigo se encuentra bien?


—Sí. Parece que no se acuerda de gran cosa. Al parecer Mariano lo sedó tanto que no se enteró de casi nada.


—Me alegro. ¿Cómo pudiste dar con nosotros, Pedro?


—Tu amiga Matilda se puso en contacto con su cuñada. Y Penny, temiendo que fueras a ser la próxima víctima, nos lo contó todo.


—¿Penny sabía durante todo el tiempo que Mariano era el asesino?


—No. Ignoraba por completo que Javier o Mariano pudieran estar relacionados con los crímenes del asesino múltiple. Pero sí sospechaba desde el principio que Javier Castle había asesinado a Karen. Mariano le había aconsejado que no dijera una palabra, asegurándole que Javier era peligroso y que, si hablaba, la mataría a ella al igual que había matado a su amiga.


—¿Estás diciendo que Javier asesinó a Karen?


—Sí. Pero Mariano mató a las otras cuatro jóvenes. Javier mató a Karen para evitar que su esposa descubriera su aventura y lo de su embarazo, pero evidentemente después se derrumbó, se vino abajo. Llamó a Penny para quedar con ella y hablar. Penny creyó que iba a amenazarla o a intentar comprar su silencio. Pero, en lugar de ello, la avisó de que era Mariano quien planeaba matarla debido a todo lo que sabía. Asustada, fue a buscar a su hijo y huyó. Afortunadamente, Matilda sabía dónde localizarla.


Paula se aferraba con fuerza a la mano de Pedro.


—Sigo sin entender cómo pudiste encontrar la cabaña.


—Penny había estado allí una vez. Había ido con Karen para ver a Mariano y a Javier, a un encuentro del club de fotografía... que no era realmente ningún club. Mariano contactaba con las mujeres en Internet y las citaba allí.


—Con intenciones bastante sórdidas...


—En efecto. Aquella noche había otra mujer en la cabaña, y Penny se quedó consternada al descubrir el tipo de actividades que realizaba el grupo. Nunca volvió, pero sabía cómo localizar la cabaña. Mariano la amenazó para que no revelara a nadie la existencia del presunto club, pero Penny sentía tantos remordimientos que, finalmente, quiso advertirte de manera sutil de lo que estaba tramando tu marido.


—¿Así que la llamada anónima que recibí era suya?


—Sí. También intentó llamar a Sara Castle, pero aquella mañana Sara no contestó al teléfono. Luego, cuando Karen fue asesinada, Penny se dejó llevar por el pánico y se prestó a hacer lo que le pedía Mariano.


—Por eso me insistió tanto en la gran persona que era mi marido, y que a pesar de la cantidad de veces que había telefoneado a Karen, jamás había habido nada entre ellos.


—Exacto.


—¡Mariano, el gran manipulador! El noviazgo, la boda... Desde el principio, toda nuestra relación no fue más que una farsa, una estratagema...


—Efectivamente. Ya te contaré más detalles después.


Pedro se abismó en sus reflexiones. La vida de Paula había estado tan estrechamente ligada a la de su padre... Como la mayor parte de la gente de su posición, Dalton había cometido muchos errores mientras proyectaba una apariencia pública completamente distinta. La clásica doble moral. Pero los recuerdos que su hija conservaría de él siempre estarían presididos por el amor. Y, a ojos de Pedro, ese era el principal legado de Gerardo.


La enfermera se asomó a la habitación.


—¿Lista, Paula?


Paula asintió.


—¿Estarás aquí cuando me vuelvan a bajar, Pedro? Será una operación muy corta.


—Por supuesto —se inclinó para besarla levemente en los labios. Fue un beso que contenía una promesa de pasión. De amor duradero—. Te esperaré todo lo que haga falta. Porque siempre estaré a tu lado.


—Ten cuidado con lo que prometes.


—Lo tengo. Cuenta con ello. Cuenta conmigo.


Esa vez, Paula sabía que podía hacerlo. Esa vez, su verdadero amor había llegado para quedarse. Una mujer no podía pedir más.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 65




Pedro hundió el pie en el freno y de un salto bajó del coche. Medio envuelta en una vieja manta, Paula caminaba tambaleándose bajo los árboles, hacía la cabaña. Corrió hacia ella con la pistola en la mano, preparado para disparar.


—Yo que tú no lo haría, inspector.


Se detuvo al oír la voz de Mariano. En esa ocasión no tenía un tono calmado, sino todo lo contrario. Parecía alterado, nervioso. Tenía un arma en la mano y estaba apuntando a Paula.


—Baja la pistola, Mariano. Todo ha terminado. Sabemos que mataste a todas esas mujeres. Sabemos incluso lo de Tamy, y tus sospechas acerca de que tenía una aventura con Gerardo Dalton.


—Yo no sospechaba que tuviera una aventura. Lo sabía. Ella me lo dijo. A sabiendas de que yo la amaba. Se merecía morir. Y el senador también.


—Lo mataste, ¿verdad? Estaba en el hospital bajo tu cuidado, y te aseguraste de que no sobreviviera a la operación.


—Se merecía la muerte. Todos vosotros os la merecéis.


—Pero no puedes matarnos a todos, Mariano. Yo también estoy armado, y si disparas a Paula, te mataré.


Vio la furia en los ojos de Mariano, contorsionado su rostro, tensos los músculos del cuello como cables de acero. Pedro supo que iba a apretar el gatillo. Que iba a matar a alguien por última vez. Sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.


Mariano apretó el gatillo. Y Pedro también. El tiroteo fue ensordecedor.


Mariano cayó al suelo mientras Pedro corría hacia Paula. Cuando se derrumbó en sus brazos, sintió la caliente caricia de la sangre. 


Envolviéndola en la manta, la estrechó con fuerza.


—No te mueras, Paula. Por favor, no te mueras. Por favor, Dios mío, no la dejes morir...




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 64




Pedro encontró la fotografía en el garaje de los Chaves. No tuvo que preguntarse por lo que significaba. No había tiempo para la furia, ni para lamentar errores. Aquel no era simplemente otro caso. Se trataba de Paula.


Oyó el sonido de un coche deteniéndose frente a la casa. Rodeó el garaje a la carrera. Era Janice.


—¡Mira que encontrarte aquí...! —exclamó, irónica—. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer que arruinar la vida de mi prima?


—Déjalo ya, Janice. No me importa lo que pienses en este momento de mí, o lo que te parezca el comportamiento de Mariano. El hecho es que es un asesino, y que acaba de secuestrar a Paula y a Rodrigo.


Janice abrió la boca para protestar, pero cambió de idea al detectar el tono de pánico de su voz.


—¡Oh, no! —enterró la cabeza en las manos por un instante, antes de alzar la mirada hacia él—. No te quedes ahí, Pedro. Eres un policía. Tienes un arma. Ve a salvarlos.


—Lo haría si supiera adónde ir. Piensa en todo lo que sepas de Mariano... ¿Dónde habría podido llevarse a esas mujeres para matarlas?


—¿Mujeres? ¿En plural?


—Exacto.


Janice musitó una maldición.


—No tengo ni idea...


—¿Sabes el número de teléfono de Matilda?


—Sí, lo tengo en mi bolso, en la agenda.


—Tráemelo. No podemos perder ni un segundo. La vida de Paula depende de ello.


Casi al momento tenía el número en la mano. Lo marcó en su móvil, rezando para que Matilde estuviera en casa y le proporcionara la respuesta que necesitaba. El corazón le latía a toda velocidad cuando respondió.


—Escucha, Matilda, necesito hablar con Penny Washington. Es un problema de vida o muerte...



****


—Los efectos de la medicina están desapareciendo —pronunció Mariano—. ¿Estás preparada, cariño, para nuestros últimos momentos juntos?


Paula reconoció su colonia cuando se inclinó para desatarle las ligaduras de los brazos. Se los masajeó lentamente para activar de nuevo la circulación. Luego, le liberó los tobillos y la levantó en vilo como si fuera una pluma.


—Ahora tendremos que salir. La sangre salpica mucho, y aunque esta cabaña no es ninguna maravilla, no me gustaría mancharla.


La envolvió en una manta y cruzó con ella la habitación, abriendo la puerta con el pie. La luz del sol la cegó, después de todo el tiempo que había pasado a oscuras. Le parecía tan extraño como injusto que fuera hubiera tanta luz, que los pájaros cantaran, que la brisa susurrara suavemente a través de las hojas de los árboles… el mismo día en que iba a morir. 


Intentó mover los brazos, pero vio que le colgaban fláccidos a los lados, como muertos. 


Podía pensar, pero sus músculos y su capacidad para moverse y coordinar movimientos seguían bajo el efecto de la droga.


Mariano la tumbó sobre un gran plástico extendido sobre el suelo. Paula lo vio blandir el afilado escalpelo, y comprendió que había llegado su hora. La tortura primero, y luego el desangramiento mortal a partir de la incisión en el cuello, en cuestión de segundos.


El corazón le atronaba en los oídos mientras esperaba a que empezara el dolor. De repente sintió vibrar el suelo. Vio que Mariano se agitaba, nervioso, como si una nube de abejas se hubiera abatido sobre él. El escalpelo resbaló de sus dedos.


Empezó a correr. Alarmada, Paula intentó levantarse. Tenía que buscar a Rodrigo, pero su cuerpo se negaba a moverse. El suelo seguía temblando, como un terremoto, amenazando con tragársela... Consiguió enfocar la mirada en algo negro, borroso, y comprendió el origen de las vibraciones: era un coche circulando por la pista a toda velocidad. Tenía que buscar a Rodrigo.


—¡Socorro! ¡Por favor, ayúdenme!





INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 63





Pedro caminaba de un lado a otro de su minúsculo despacho, con un móvil en la oreja y el otro en la mano. Tenía media docena de coches patrulla bajo su mando y aún no había sido capaz de localizar a un joven autista desaparecido. Ni a un cirujano trastornado y convertido en asesino.


Cortó la comunicación de un teléfono y descolgó el de la mesa.


—¿Diga? Inspector Alfonso al habla.


—Soy Sally Ann Leiderman, del departamento de policía de Monticello.


—¿Ha encontrado algo? —llevaba tiempo esperando aquella llamada.


—Por desgracia, poca cosa. Al parecer, Tamy Sullivan acababa de empezar sus estudios universitarios en la facultad de Shreveport y estaba trabajando a media jornada para un político de la localidad.


—¿Sabe el nombre de ese político?


—Gerardo Dalton. En aquel entonces era alcalde del pueblo, pero cuando murió, hace un par de años, era senador.


Pedro soltó un silbido de asombro, Cuanto más descubría, más se enredaba el asunto.


—¿Durante cuánto tiempo estuvo trabajando para Dalton?


—Unos pocos meses. Y hay más. Una de sus compañeras de estudios en la facultad dice que estuvo relacionada sentimentalmente con el senador.


—¿No era un poquito mayor para ella?


—Tenía treinta y ocho años, y ella diecinueve. Por entonces hacía cerca de un año que había fallecido su esposa. Es probable que Tamy se enamorara de él. El senador nunca reconoció esas relaciones, y poco después fue cuando apareció muerta.


—¿Estaba saliendo Tamy con alguien en Monticello?


—Con un chico que acababa de graduarse en el instituto. Seguro que no era tan excitante como Dalton.


—¿No sería por casualidad Mariano Chaves?


—Efectivamente. Uno de los policías que lo interrogaron en esta comisaría todavía se acuerda de él. Lo recuerda como un chico raro, pero sinceramente destrozado por la muerte de su novia. Si realmente llegó a sospechar que Tamy se estaba viendo con otro hombre, nunca lo admitió.


—Gracias por todo. Ahora mismo estoy ocupado tratando de encontrar a una persona. ¿Podré llamarla más tarde?


—Claro que sí. Me alegro de haberle servido de ayuda.


Pedro marcó a continuación el número de Paula. Tanto si le gustaba como si no, estaba decidido a recogerla para llevarla a su apartamento. Si Rodrigo se hubiera encontrado en un lugar desde donde hubiera podido llamarla, ya lo habría hecho. Y no estaba vagando al azar por las calles, eso era seguro. Habían peinado la zona por completo. Era casi seguro que lo habían secuestrado. Y probablemente Mariano tenía algo que ver en ello.


Paula no contestaba, y el temor de Pedro se multiplicó. Tenía que estar esperando una llamada de su hermano, de modo que... ¿por qué no respondía?


Gotas de sudor penaban su frente para cuando se activó el contestador automático. No le dejó ningún mensaje.


Salió a la carrera del edificio. Si llegaba demasiado tarde, Mariano no pisaría la prisión. 


Lo mataría primero, con sus propias manos… sin sentir el menor remordimiento.



****

Paula abrió los ojos y lo primero que vio fue el techo, viejo, con vigas de madera, del que colgaba una bombilla desnuda. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Debería levantarse, pero...


Su mente empezó a vagar, y se sintió como si estuviera flotando fuera de su cuerpo.


—Hay que despertarse. Abre los ojos. Hay que despertarse.


La niebla se disipó un tanto al sonido de la voz de Rodrigo. Lentamente pudo enfocar mejor la mirada, y la aterradora realidad la golpeó de lleno. Se volvió para mirar a su hermano. Estaba en el suelo, con las manos atadas a la espalda y los tobillos inmovilizados también con ligaduras.
Intentó levantarse y se dio cuenta de que no podía moverse. No era solamente la droga lo que se lo impedía. También estaba atada con cuerdas, como Rodrigo. Pero no yacía en el suelo, sino en un camastro de metal. Tenía las muñecas atadas al cabecero, y las piernas separadas, amarrada cada una a un poste. Afortunadamente, todavía no la había desnudado.


—Ah, la Bella Durmiente se ha despertado al fin.


Alzó la mirada y descubrió a Mariano en el umbral de la puerta, con una sonrisa en los labios. Llevaba puesta su bata blanca, con su estetoscopio al cuello, como si estuviera haciendo una revisión de rutina. Varios instrumentos punzantes asomaban en sus abultados bolsillos. Tijeras de quirófano. Un escalpelo. Y una herramienta especialmente aguzada que no logró reconocer.


Se acercó lentamente a Rodrigo, susurrándole palabras amables antes de hundirle una aguja en el brazo.


—No te saldrás con la tuya, Mariano —le costó pronunciar los sonidos, como si tuviera la lengua hinchada.


—Por supuesto que me saldré con la mía, corazón. Yo siempre me salgo con la mía. Soy un respetado cirujano. ¿Quién me creería capaz de asesinar a nadie?


Pedro. Él lo sabe todo sobre ti.


—No, cariño. Lo sabe todo sobre ti, sobre tus inclinaciones lascivas y tus tremendas indiscreciones. Me temo que conoce a mi esposa... demasiado íntimamente.


Rodrigo gruñó algo, golpeando el suelo con los pies. Paula tuvo la sensación de que se le detenía el corazón. Y no volvió a latirle hasta que, aliviada, oyó su rítmica respiración y vio el movimiento acompasado de su pecho. Afortunadamente, solo lo había dormido.


—¿Por qué te casaste conmigo, Mariano?


—Tú eres la mujer que quería. Lo supe desde el momento en que visitaste a tu padre en el hospital. Era mi venganza perfecta por los pecados del senador. Pero, con el tiempo, creo que habría llegado a amarte de verdad, Paula... si no te hubieras enamoriscado de ese estúpido policía y no hubieras empezado a meter las narices donde no te importaba.


«Los pecados del senador». Paula intentó encontrar algún sentido a esas palabras, pero era como si flotaran en la niebla que flotaba en su mente.


—Sé que vas a matarme, Mariano. Pero no le hagas nada a mi hermano. Él jamás ha hecho daño a nadie. Es incapaz de ello...


—Tu preocupación resulta conmovedora. No me afecta, pero resulta conmovedora.


—Entonces... ¿a qué estás esperando? Si vas a matarnos a los dos, hazlo ya.


—Estaba esperando a que te despertaras, querida. Te quiero sedada para que no te resistas, pero no tanto como para que no puedas disfrutar de las sensaciones que voy a provocarte con este instrumental... Luego, quiero que veas tu propia sangre, manando de tu cuello. Quiero ver tu último momento de agonía. Tus últimos instantes de vida.


Paula se echó a temblar cuando él se sentó en la cama, a su lado, y le acarició lentamente los muslos. Sintió el frío metal deslizándose entre sus piernas, y por primera vez comprendió que había cosas mucho peores que la muerte.



INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 62




Paula intentó volver a guardar las fotos en la caja, pero le temblaban tanto las manos que se le cayeron al suelo. La silueta de Mariano apareció entonces en el umbral. Ya no había salida. La miraba furioso, tensas como cuerdas las venas del cuello.


—Así que no solamente eres una fulana, sino también una cotilla. ¿Qué dirían tus amigos de la alta sociedad si supieran realmente cómo eres? Tu tío John y tu tía Gloria se quedarían consternados. Incluso a Janice la decepcionarías.


—¿Dónde está Rodrigo?


—No ha dejado de preguntar por ti, suplicándome que lo traiga a casa...


—¿Dónde lo tienes? ¿Qué le has hecho?


—¿Por qué piensas que le he hecho algo? ¿Me tomas por alguna especie de monstruo?


Los aparentes síntomas del furor de Mariano parecían haberse evaporado con la misma rapidez con que habían surgido. Hablaba con voz carente de emoción y tenía la mirada apagada, como la de un frío autómata. Paula señaló las fotos que estaban a sus pies.


—Tú mataste a todas estas mujeres, Mariano. ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?


—Eran despreciables. No se merecían vivir.


—Eran seres humanos. Karen incluso confiaba en ti.


—No tanto como debería.


—¿Por qué estaba mi número de teléfono entre sus ropas?


—Se enfadó conmigo porque no quise convencer a Javier de que abandonara a su esposa por ella y por su hijo bastardo. Me amenazó con contarte lo de mi pequeño club de fotografía. Parece que estuvo a punto de cumplir su amenaza.


—¿Así que la mataste para acallarla?


—Yo maté a las demás, pero a Karen no. Me limité a sugerírselo a Javier Castle. Pero Javier era demasiado cobarde para hacerlo bien. Se arrepintió tanto que estuvo a punto de confesarlo todo, de modo que tuve que matarlo a él también. Ya lo ves, Paula. Soy un maestro en ese arte. Es por eso por lo que nadie me cazará, y menos aún ese pobre e incompetente amante tuyo.


Paula miró a su alrededor, desesperada. Mariano estaba loco. Y la mataría a ella. Y a Rodrigo a no ser que encontrara alguna forma de detenerlo. Era mucho más fuerte que ella, y se encontraba en una buena forma física. No tendría ninguna posibilidad en una pelea con él. 


Lo que necesitaba era un arma y la ventaja de la sorpresa.


Descubrió unas tijeras colgando de un gancho de alambre, en el estante que estaba justo encima de su cabeza. Se apresuró a desviar la mirada para no traicionar sus intenciones.


—Llévame con Rodrigo, Mariano.


—Por supuesto.


Empezó a acercarse. Paula se volvió rápidamente y descolgó las tijeras. Fue entonces cuando descubrió la aguja hipodérmica que empuñaba Mariano. Lo atacó, hiriéndolo levemente, pero de inmediato sintió el pinchazo de la aguja en el brazo.


Continuó luchando, pero ya era inútil. La herida de Mariano era muy superficial. Le inmovilizó las manos a la espalda mientras esperaba a que surtiera efecto la droga, debilitando sus reflejos y su capacidad de reacción.


Cayó al suelo como un muñeco desmadejado, mientras lo veía recoger las fotos para volverlas a guardar en su escondite. Pero se olvidó de una de las pequeñas. Apenas capaz de mover las manos, Paula consiguió metérsela en un bolsillo del pantalón, aprovechando el momento en que Mariano encajaba de nuevo la tabla en el suelo.


Cuando terminó de ordenar la habitación, la levantó en brazos y la bajó al garaje. Pedro la buscaría allí, pero no la encontraría. Para entonces él ya la habría matado, junto con su hermano Rodrigo, y terminaría escapando tal y como había hecho tantas veces antes. Tenía razón. Era demasiado inteligente.


Nadie encontraría sus fetiches. Haciendo un inmenso esfuerzo, Paula deslizó una mano en el bolsillo donde había guardado la foto y la dejó caer al suelo, rezando para que Mariano no la descubriera.


Por una vez, pareció que el destino estaba de su lado. Mariano no se dio cuenta de nada. Su primer error. Para Rodrigo y para ella era ya demasiado tarde, pero el pensamiento de que Pedro encontraría la prueba necesaria para detenerlo le suscitó una secreta satisfacción. Se había casado con un monstruo asesino. Al menos, sin embargo, contribuiría a impedir que añadiera más víctimas a su lista.


Una vez en el garaje, la metió en el coche. Con los ojos cerrados, sintió la mano de su padre sobre su hombro. La estaba esperando. Y su madre también. Casi podía verlos en medio de la niebla que parecía cerrarse en torno a ella. 


Pero no podía irse. Aún no. Todavía no se había despedido de Rodrigo... ni de Pedro.