domingo, 9 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO FINAL




Como ultimátum, era el colmo. ¿Lo quería allí invadiendo su vida otra vez? ¿Quería que la encandilara con palabras bonitas y volviera a acostarse con ella porque el asunto seguía sin resolverse? Sin embargo, vaciló porque le aterraba lo concluyente de su oferta. Quizá no hubiera creído que volvería a verlo, pero, en ese momento, se daba cuenta de que lo había esperado porque su amor era tan intenso que le parecía increíble que pudiera dejarla sin más. En ese momento, sabía que, si le daba la espalda, no volvería a verlo y esa débil esperanza quedaría aniquilada.


—¿Y bien? —insistió Pedro con voz temblorosa.


—¡Sí! ¡Te he echado de menos! Vaya cosa. ¿Acaso cambia algo?


—Eres la primera mujer a la que he echado de menos.


—¿Debería sentirme halagada?


Sin embargo, lo estaba y no quería estarlo, como no quería sentir el corazón acelerado, como no quería sentirse ridículamente conmovida porque la miraba con unos ojos desvalidos. No quería nada de eso porque nada de eso iba a cambiar a ese hombre incapaz de dar.


—No puedes dar nada, Pedro. Tampoco tienes derecho a engatusar a mi amiga para que te deje entrar y puedas sentarte ahí inventándote cuentos chinos solo porque no te di lo que querías.


—No estoy aquí para inventarme cuentos chinos.


Sin embargo, ella no podía olvidarse de lo mucho que había dado y lo poco que había recibido.


—¡Estás vacío por dentro, Pedro! Bastó una absurda conversación de tres segundos con una persona que te encontraste en el pueblo para que salieras corriendo. Bastó la más leve insinuación de que podría esperarse que ofrecieras algo más que sexo imaginativo para que huyeras como alma que lleva el diablo. Y, encima, tienes el valor de venir a decirme que me echas de menos.


—Lo entiendo, Paula. Debería haberlo entendido antes, pero lo entiendo ahora.


—¡Ni se te ocurra intentar congraciarte conmigo por tu propio interés! Repítelo. ¡No puedes comprometerte! ¡Ni siquiera puedes planear nada que dure más de un mes con una mujer porque podrías tener que salir corriendo antes! ¡No solo no quieres echar raíces, ni siquiera quieres dejar huella! —exclamó ella temblando como una hoja por la rabia.


—Paula, ¿crees que no sé que todo lo que has dicho es verdad? —él se inclinó hacia delante para apoyar los brazos en los muslos—. Tenías razón cuando me acusaste de ser sentimentalmente vago. Lo soy. Lo era. Siempre lo he sido.


«¿Lo era?». La esperanza brotó con la tenacidad de la hiedra. Exhausta por el arrebato y por el torbellino de emociones que se había adueñado de ella, se quedó en silencio y con la respiración entrecortada como si hubiese corrido un maratón. Quería apartar la mirada de él, pero no podía, como tampoco podía evitar que el corazón le sangrara como una herida abierta.


—Quiero que te vayas —susurró ella—. Tienes que irte.


—Por favor, déjame que… Es complicado para mí, pero escúchame. Hay algo que seguramente no sepas de mí… No, hay algo que no sabes de mí…


Volvió a sentirse en el borde del precipicio, pero le dio igual si se caía o no. Nada podía ser peor que las semanas que había pasado sin ella.


—Me crié en casas de acogida. Tú me contaste tu historia y yo, quizá, debería haber correspondido a tu confianza, pero nunca he sabido confiar. Es algo que te arrebatan cuando eres un niño en acogida. Enseguida aprendes a ser duro. Por eso, nunca le he contado mi historia a nadie —él esbozó una sonrisa torcida—. Hasta ahora.


—¿Casas de acogida? —preguntó ella sacudiendo la cabeza lentamente.


—Sí. No tuve una infancia privilegiada. En realidad, no tuve una infancia. Solo tuve ambición y, afortunadamente, un cerebro capaz de convertir esa ambición en éxito profesional, pero también fui alguien devorado por esa ambición, alguien que tuvo que luchar para salir de ese pasado lúgubre. ¿Qué puedo decir? No me quedó sitio dentro para compartir, quería dinero y todo lo que supone porque me hacía invencible. Eso fui durante mucho tiempo, invencible —la miró leyéndole el pensamiento—. Nada de palabras bonitas,Paula. Solo soy yo.


—¿Qué pasó entonces? Eras invencible…


Intentó imaginarse a un Pedro joven, desafiante y airado. Se le encogió el corazón. Él había levantado las mismas defensas que ella, pero las suyas habían sido de acero y nunca las había bajado, y podía entenderlo.


—No vas a enredarme otra vez en una relación inexistente con una historia triste.


—No quiero enredarte otra vez en una relación inexistente.


—Ah…


La decepción la quemó como un hierro candente. Había ido a explicarse. Que hubiese pensado en ella lo bastante como para contarle su pasado era algo, pero ella quería mucho más.


—Necesito que entiendas que, para mí, era imposible meterme en una relación. Solo dependía de mí mismo y no estaba dispuesto a que nadie compartiera ese espacio. Hasta que apareciste, Paula, y, poco a poco, fuiste abriéndote paso…


—Nunca insinuaste siquiera que querías algo que no fuera una relación sexual.


—Me negaba a creerlo. He sido un necio, Paula —alargó una mano y tembló por el alivio cuando ella le permitió tomarle la mano—. Debería haber sabido que eras distinta, y no solo porque fueras más alta que las mujeres con las que solía salir. Fui así de torpe.


Él volvió a esbozar una sonrisa torcida y ella volvió a sentir todo lo que sentía cuando él estaba cerca


—Pasé de mirarte a fantasear y a desearte más de lo que había deseado a ninguna mujer en mi vida. Además, por el camino, llegó todo lo demás.


—¿Qué es todo lo demás?


—El deseo… el anhelo… la necesidad y el amor.


—¿Me amas?


—Sí, y nunca me di cuenta de lo que era —contestó él con la voz temblorosa—. No he venido para retomar una relación inexistente, como tú la llamas. He venido para pedirte que te cases conmigo y podamos empezar una historia de compromiso, de cuento de hadas y de ir al altar como nunca me había imaginado que viviría porque, Paula Chaves, me doy cuenta de que no puedo vivir sin ti. Si no puedes contestarme ahora, y lo entendería porque he sido un enamorado nefasto, puedes pensártelo.


Él se levantó y ya estaba en la puerta de la cocina cuando ella salió corriendo.


—Ni se te ocurra marcharte —dijo ella mientras lo rodeaba con los brazos y lo abrazaba con todas sus fuerzas—. Te amo, Pedro Alfonso. ¡Sí, sí y sí! Quiero casarme contigo, quiero estar contigo el resto de mi vida.


—¿No son palabras bonitas?


Ella se rio, sollozó y volvió a reírse.


—Yo también tenía mis barreras —reconoció ella llevándolo a la mesa otra vez y sentándose en sus rodillas—. Ya sabes todo lo de mi padre y supongo que creía que lo más seguro era no dejarse llevar, no exponerme a que me hicieran daño. Estaba decidida a no enamorarme de ti. Te catalogué a los pocos días de empezar a trabajar contigo y creí que eso me daba seguridad.


Le acarició el pelo, le besó la mejilla y cayó rendida cuando él también la besó cariñosamente.


—Quieres decir que, si era un malnacido, nunca te enamorarías de mí.


—Sí, pero esa imagen empezó a esfumarse poco a poco, y luego llegó París.


—Y luego llegó París.


—Yo… me dejé arrastrar por ti. Fue como si te adueñaras de mi corazón y me sentí aterrada porque habías dejado claras tus reglas, porque sabía lo que pensabas del compromiso. Decidí que la única forma de sobrellevarlo era echarme atrás completamente, que, si lo hacía, desaparecería el sentimiento que me mantenía pegada a ti, pero era demasiado tarde.


—Paula, también fue demasiado tarde para mí. Estabas todo el rato en mi cabeza y, como era un idiota, no me paré a pensar que era porque te amo, señorita Chaves, y estoy impaciente de que te conviertas en la señora de Alfonso.


—Yo también estoy impaciente.


Su mundo se había abierto el día que él entró en él y se sintió flotando en el aire cuando pensó en el porvenir que se presentaba ante ella.


—Quiero que me abraces y que nunca me sueltes, porque yo no voy a soltarte







LA TENTACIÓN: CAPITULO 21





Pedro había tenido que buscarla. El mes pasado había sido la peor pesadilla posible. No había podido concentrarse y había estado de un humor de perros. La gente se marchaba en dirección contraria en cuanto lo oían por la oficina. 


Incluso, había batido su récord personal y había salido con seis mujeres, con ninguna de las cuales había llegado más allá de una conversación cordial durante la cena. Esa condenada mujer lo había calcinado dos veces y, además, tampoco había encontrado una sustituta adecuada. Ya iba por la tercera secretaria y los presagios no eran buenos. Más de una vez se había reprochado haberle permitido que se despidiera sin cumplir con los trámites. Debería haberla obligado a que cumpliera las dos semanas exigidas.


Las noches no habían sido mejores que los días. El trabajo no había conseguido librarlo de unos pensamientos que no quería ni buscaba. La echaba de menos. Echaba de menos que dijera lo que pensaba, cómo se reía y cómo lo miraba. Incluso, echaba de menos cómo olía. Por todo eso estaba donde estaba, sentado en su cocina después de haber echado a su amiga, quien le había dejado entrar después de un interrogatorio inquisitorial.


—Creía que no ibas a volver. ¿Puede saberse dónde te habías metido?


Él lo preguntó en tono desenfadado para disimular sus emociones nada desenfadadas. Ella, que iba a tomar una botella de agua de la nevera para aliviar la sed que le habían dado las tres copas de vino, estuvo a punto de desmayarse al oír esa voz que la había perseguido durante el mes pasado. Muda, se dio media vuelta para mirar a la persona que estaba en la silla. Le flaquearon las piernas, se dejó caer en otra silla y se quedó mirándolo sin dar crédito a lo que estaba viendo.


—Llevo más de una hora esperando.


¿Había estado con un hombre? No. En ese caso, no habría vuelto tan pronto. Quizá hubiese salido con uno que había sido un desastre. Le gustaba esa idea. Él también había salido con muchas mujeres desastrosas.


Pedro


Ella no pudo decir nada más. Tenía la boca seca y el corazón le latía con tanta fuerza que parecía que le iba a explotar.


—Tu compañera de casa me ha dejado entrar.


—Lucia.


Era una conversación absurda. No podía dejar de mirarlo.


Estaba… desmejorado. Todavía llevaba el traje, pero se había quitado la corbata y se había desabrochado dos botones de la camisa. Para ser un hombre que siempre iba despreocupadamente elegante, estaba desaliñado.


—Efectivamente.



—¿Por qué has venido?


Ella sabía que tendría que parecer más tajante y enfadada, pero la voz le salía débil y vacilante. Se aclaró la garganta y siguió mirándolo en la penumbra. Aunque estaba distinto, seguía siendo ese hombre tan guapo que se le había clavado como una espina que no podía quitarse. Entonces, toda la rabia brotó. No podía olvidarse de que era el hombre sentimentalmente vago que se había alejado de ella sin mirar atrás porque se le había metido en la cabeza que ella podría, solo podría, querer algo más que un revolcón. Era el hombre que no tenía nada que ofrecer.


—No —siguió ella con frialdad—. A ver si adivino por qué has venido. Las secretarias que me han sustituido no te sirven. Si crees que voy a ceder y a hacer una buena obra, estás equivocado. Has perdido el tiempo y puedes marcharte. Ya sabes dónde está la puerta.


A él nunca le había faltado la seguridad en sí mismo. Eso le había dado el impulso para dejar atrás el pasado y la confianza de que podía hacerlo. En ese momento, la seguridad en sí mismo brillaba por su ausencia. Tenía la sensación de que estaba al borde de un precipicio con un pie colgando y sin una red que lo recogiera si se caía.


—No he venido para intentar que vuelvas al trabajo —replicó él con aspereza—. Aunque es verdad que tus sustitutas no me han servido.


—Entonces, ¿qué haces aquí, Pedro?


—Estoy aquí… porque… porque…


Estaba balbuceando. ¿Desde cuándo balbuceaba Pedro Alfonso el invencible? Sin embargo, ella no iba a permitir que la más mínima esperanza se abriera paso entre los muros que había intentado levantar a su alrededor.


—Olvídalo —Paula apretó los dientes y lo miró a los ojos sin inmutarse—. No pienso volver a tener una relación contigo.


Ella se rio al darse cuenta de la tontería que acababa de decir. Nadie normal habría llamado a eso una relación.


—Una relación —siguió ella burlándose de sí misma—. Vaya chiste. Como me has dicho con orgullo, tú no tienes relaciones, ¿verdad, Pedro?


—Lo dije, pero ¿cómo iba a saber que el destino tiene la mala costumbre de reírse de tus buenas intenciones?


—Olvídalo, Pedro. Olvida las palabras bonitas. ¿Has salido con algunas de tus amigas de bolsillo y has decidido que todavía no has acabado conmigo?


—Te he echado de menos. ¿Me has echado de menos? Dime que no y me marcharé de esta casa y no volverás a verme.







LA TENTACIÓN: CAPITULO 20




Había pasado de trabajar en uno de los edificios simbólicos de Londres a la normalidad con un golpe ensordecedor. Un mes después de haber dejado a Pedro, estaba trabajando como secretaria en un pequeño despacho de abogados de los alrededores de Londres. Había pasado de ver toda la ciudad a sus pies a ver el aparcamiento de un supermercado. Había pasado de trabajar con uno de los hombres más apasionantes del mundo a trabajar con un hombre de mediana edad que se ocupaba de casos insignificantes y que, al parecer, se tomaba libres dos días a la semana para jugar al golf. Los reflejos del pelo le habían desaparecido y París y todo lo demás parecían un sueño. No sabía nada de Pedro y, aunque no lo había esperado, la esperanza con la que se despertaba todas las mañanas se convertía en una amarga decepción cuando se acostaba.


Estaba volviendo a su casa cuando sonó el móvil. Contestó y era su madre.


Pamela Chaves estaba recuperándose a pasos agigantados y la terapia se había reducido a una vez al mes. Además, no podía hablar de otra cosa que no fuese su aventura amorosa y ella, que había conocido al hombre en cuestión, tenía que reconocer que su madre estaba en buenas manos. Su madre le había dicho que el tiempo había avanzado y que ya no estaba donde estaba cuando se casó. Con eso quería decirle que ella debería haber llegado a la misma conclusión, que ya no era la chica que se había criado en una familia disfuncional y aterradora ni la chica que había tenido una aventura con alguien que había resultado que no era el adecuado. Quería decirle que ya llegaría el momento de tener cuidado y que era lo suficientemente joven para tomar el control de su vida y para correr riesgos. Ella podría haberle replicado que ya había corrido bastantes riesgos con Pedro, pero no había dicho nada.


En ese momento, su madre estaba hablándole sobre las vacaciones que había pensado tomarse y se maravillaba del giro que había dado su vida. Ella escuchó y comentó algo de vez en cuando mientras se bajaba del autobús y se dirigía hacia su casa. Hacía un día nublado y pegajoso y, aunque no había anochecido, le sorprendió que las luces de la casa estuviesen apagadas porque sabía que Lucia tenía que estar preparándose para pasar un ardiente fin de semana con el hombre que había conocido hacía unos meses. Eran poco más de las ocho. Se había quedado en el trabajo hasta las seis y luego había ido a beber algo con otras dos chicas del despacho que la habían incluido enseguida en sus salidas del viernes por la tarde. Estaba agotada.


Entró en la casa, dejó el bolso junto a la puerta y fue a la cocina mientras se quitaba la liviana chaqueta veraniega. El piso inferior estaba en una penumbra que le pareció reconfortante. No encendió las luces, pero subió cantando para que su compañera supiera que estaba en casa. La última vez que entró sin avisar, se encontró a Lucia y a su tortolito en la sala en una situación comprometedora. Desde entonces, siempre entraba haciendo todo el ruido que podía.


La última persona del mundo que había esperado ver estaba en una silla de la cocina, y llevaba allí una hora.