martes, 8 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 9






–¿Te importaría dejar de mirar esa cosa? –el padre de Pedro dejó caer el hacha con fuerza sobre el tronco, acercándose peligrosamente al monitor que descansaba sobre la barandilla del porche.


La temperatura bajaba con rapidez y un gélido viento aullaba entre los pinos. Se avecinaba otra tormenta de nieve y las reservas de leña no aguantarían el invierno.


–Fer sabe todo lo necesario sobre el cuidado de bebés –insistió el hombre.


Paula estaba en el bar y Ana no estaba en condiciones de cuidar a las niñas, de modo que Fer se había ofrecido voluntaria.


–¿Y eso?


–¿Recuerdas hace unos años que tuvo un cachorrito? Pues Rascal se convirtió en todo un perro.


–Papá, incluso yo sé que hay mucha diferencia entre criar a un perro y a un niño.


–Fer es una buena mujer –el hombre se secó el sudor–. Las crías podrían estar en peores manos.


–¿Y desde cuándo vosotros dos os lleváis tan bien?


–¿A qué te refieres? –¿era rubor lo que había asomado a las mejillas de su padre?


–Ya sabes… –Pedro guiñó un ojo–. Creo que le gustas.


–¿Fer y yo? –Javier rio–. Nuestra relación es complicada. Por cierto, los chicos de la cafetería hablan de que Paula y tú podríais terminar juntos. Lo cual sería vergonzoso. Paula con el marido de su hermana muerta.


–Que hablen todo lo que quieran –Pedro tomó un leño del montón–, aunque se han olvidado de mencionar que Melisa era mi ex, y que me esperan en la base dentro de tres semanas. Además, ya tuve bastante con una Chaves.


–Supongo que tienes razón –gruñó su padre.


–¿Estás de acuerdo conmigo?


–No me gusta hablar mal de los muertos, pero Melisa te lo hizo pasar muy mal. Y Alex también. Aun así –el hombre se interrumpió–. Supongo que, si alguna vez voy a tener nietos, tarde o temprano tendrás que volver a las andadas.


–Si fuera tan sencillo –Pedro dio un respingo–. ¿Desde cuándo te apetece ser abuelo?


–Me estoy haciendo viejo. Y, por cierto, tú también –Javier reanudó la tarea–. Por mi experiencia, te diré que hacerse viejo solo no es nada bueno.


–Entonces, ¿por qué no te buscas una buena mujer? Así me dejarás tranquilo


–Javier, cielo –Fer asomó la cabeza por la puerta–. ¿Qué te apetece cenar, tacos o chile?


–¿Cielo? –Pedro sonrió a su padre–. Yo en tu lugar me lo tomaría como una señal.



****


–¿Y qué le sucede? –preguntó Paula a su padre, preocupada por el estado de su madre.


–No estoy seguro.


–¿Qué síntomas tiene?


–Estoy bastante seguro de que no es más que cansancio.


–Pero a ella le encanta quedarse con las niñas –insistió Paula–. Quiero hablar con ella.


–Preferiría que no lo hicieras –su padre bloqueó el paso al pasillo.


–Ahora sí que estoy asustada. ¿Qué está pasando?


–Lo está pasando muy mal con todo esto. Los dos lo estamos pasando muy mal.


–Por «todo esto», ¿te refieres a lo que le sucedió a Melisa o al testamento?


–Déjalo estar –su padre suspiró y sacudió la cabeza.


–De acuerdo –Paula estaba harta de llorar, pero el nudo de la garganta, que ya le resultaba más que familiar, le dificultaba la respiración.


Aunque lo último que quería era distanciarse de sus padres cuando más los necesitaba, Paula cedió a los deseos de su padre y los dejó solos a los dos.



*****

–Ha sido muy amable por parte de Fer y tu padre acercarse a echar una mano –Paula le pasó a Pedro el último plato para secar.


Viviana y Vanesa jugaban en el parque. Por una vez estaban tranquilas.


–Mientras Fer cuidaba de las gemelas, papá y yo cortamos un montón de leña.


–Gracias –el dolor del rechazo de su padre seguía doliendo, y aunque Paula había controlado sus emociones durante la cena con Javier y Fer, se sentía peligrosamente cerca de derrumbarse–. Agradezco tu ayuda. Organizaré un nuevo horario en el bar mientras estés por aquí.


–Claro. Te echaré una mano en lo que pueda.


Aunque las palabras eran amables, a Paula no le pasó desapercibida la tensión. A pesar del tiempo transcurrido, tenía la sensación de conocerlo mejor que nadie, aparte de Melisa. Y esos hombros estaban demasiado cuadrados para estar relajados, y la mandíbula demasiado encajada.


Terminaron de fregar y secar los platos y, mientras Paula limpiaba la encimera, Pedro quitaba las migas de los mantelitos que Fer había dispuesto sobre la mesa.


–Escucha –Paula ya no podía soportar la tensión–, sobre lo de esta mañana en la tienda, yo…


–Déjalo. No debería haberme metido –Pedro se acercó peligrosamente a ella–. Pero lo dije en serio. Pau, eres una mujer preciosa. Algún día harás muy feliz a algún afortunado.


«¿A ti no?».


Lo que él no sabía, y no debía saber jamás, era que por muchos chicos con los que hubiera salido, ninguno había significado tanto para ella como Pedro. Melisa sí lo había sabido y Paula seguía furiosa por el numerito de casamentera. Antes de perder a su hermana, su tragedia había consistido en amar a un hombre que jamás podría tener. Qué irónico que, incluso sin Melisa formando parte de la ecuación, Pedro siguiera siendo igual de inaccesible.


Sin saber cuánto más podría soportar, se cubrió el rostro con las manos.


–¿Paula? –Pedro le propinó un suave codazo, un gesto repetido miles de veces siendo críos–. Conozco esa mirada. ¿Qué sucede? No te he preguntado cómo está tu madre.


–No está nada bien, y mi padre tampoco –ella retorció la bayeta–. Papá no quiso entrar en detalles, pero creo que mamá sigue alterada por el testamento.


–Lo siento –él la abrazó. Un abrazo de amigo, como los tantas veces compartidos.


Su fuerza, calor, su mera presencia significaba más para ella de lo que jamás sabría Pedro. Tenía que recomponerse. El dolor la estaba destrozando emocionalmente.


–Dentro de unos meses, cuando estés instalada en tu nueva rutina, todo irá mejor.


–Espero que tengas razón –Paula apoyó el rostro contra el fuerte torso.


Permanecieron abrazados largo rato, los cuerpos tan pegados que se volvieron uno. Paula se permitió la libertad de dejarle ser el fuerte, porque estaba harta de mantener la compostura cuando lo que de verdad deseaba era desmoronarse.


Ella contempló los deliciosos labios. ¿Cuántas veces había soñado con abrazarlo así? ¿Con ser abrazada así por él? Se había sentido mortificada al ver sus más íntimos secretos plasmados en la carta de Melisa. Qué vergonzoso, pero, al mismo tiempo, qué liberador. Pues, si ya tenía todas las cartas sobre la mesa, ¿qué podía perder si se ponía de puntillas y besaba fugazmente esos labios? Al principio no estuvo segura de haberlo hecho, pero Pedro gruñó, hundió una mano bajo sus cabellos y, de repente, lo que solo había pretendido ser un simple gesto se convirtió en algo muy complicado. Pedro la besó, hundiendo la lengua dentro de su boca.


–¡Dios mío! –tan rápido como había comenzado, el beso terminó–. Lo siento. Eso no debería haber sucedido.


–No, lo siento yo –Paula se llevó las manos a los electrizados labios–. No volverá a suceder.


–Por supuesto. No debería haber sucedido nunca.


–Estoy de acuerdo.


Durante un interminable minuto permanecieron inmóviles. 


Tanto mejor, dado que Paula no sabía qué hacer. Acababa de besar al exmarido de su hermana muerta. No podía caer más bajo.


–Cambiando de tema –Pedro se dirigió al otro extremo de la cocina–. ¿Sabías que a los seis meses el cerebro de un bebé tiene la mitad del tamaño del de un adulto?


Paula se limitó a mirarlo. No estaba de humor para charlas sobre bebés.



****


–Pareces una muerta viviente.


–Yo también te quiero –saludó Paula a Clementina la noche siguiente al entrar en el bar.


–Lo siento, pero ¿duermes lo suficiente?


La única respuesta fue una amarga carcajada.


–Espera, déjame adivinar. Pedro no te está ayudando con los bebés.


–Vuelve a intentarlo. Resulta que es una niñera SEAL. Cuando las gemelas duermen, investiga en Internet sobre los cuidados infantiles. Lo asimila todo y se dedica el resto del tiempo a presumir de lo que sabe, haciéndome sentir culpable porque yo no lo sé.


–Anímate –Clementina tomó el bolso para marcharse–. En unas pocas semanas, Pedro se habrá ido y, con suerte, no volverás a saber nada de él.


–Supongo que tienes razón –lo que Paula no podía compartir con su amiga era que la marcha de Pedro era gran parte de su problema. Ya había adoptado el papel de cuidador principal de las niñas. Casi era capaz de cambiar los pañales con una mano y conseguía darles el biberón a las dos al mismo tiempo. Ese tipo era como un pulpo de alto rendimiento.


–El sábado que viene doy una fiesta de Halloween –Clementina sacó los guantes del bolso–. ¿Querréis venir Pedro y tú?


–Gracias, pero me temo que Pedro se sentiría incómodo con los viejos amigos. Y mi madre está muy rara y no sé si querrá cuidar de las niñas. Además, yo debería estar aquí. Ya sabes que los días de fiesta esto es una locura.


–Y por eso Trevor y Rose se han ofrecido a cubrir tu turno. Vamos –ella propinó un codazo a Paula–. Será divertido.


–Lo pensaré.


–Al menos llevarás a las niñas al Wharf-o-Ween.


Paula había olvidado la fiesta de Halloween que se celebraba en el muelle todos los años.


–No lo sé –ella suspiró–. Tendríamos que conseguir disfraces y ¿qué pasa si la gente empieza a hablar? ¿No es muy pronto para que las niñas empiecen a ir a fiestas tras la muerte de su madre?


–¿Y qué si hablan? Puede que Melisa esté muerta, pero si dejó a sus hijas a tu cargo fue para que tuvieran una vida. La pregunta que debes hacerte es: ¿qué querría ella que hicieras?



*****


Pasó una semana.


Pedro hubiera querido borrar la melancolía que se había adueñado de Paula, pero parecían haberse sumido en un ritmo de orquestada evitación, al menos por parte de ella.


Cada vez que intentaba hablar con ella de algo que no fuera el tiempo, se escapaba a su habitación. Y dada la necesidad que tenía de aclarar algunas cosas, eso le volvía loco. 


Comparado con su trabajo habitual, cuidar de las gemelas apenas suponía esfuerzo físico. Lo que le agotaba era tener que hacerlo solo. Cierto que su padre y Fer aparecían de vez en cuando, pero, aparte de ellos, estaba solo.


Y si además pensaba en ese beso, estaba perdido del todo. 


Apenas era capaz de estar cerca de ella sin tocarla.


Y por eso el martes a la una de la madrugada, cuando Paula regresó a casa, prácticamente la asaltó al abrir la puerta, al menos verbalmente. Físicamente, mantuvo las manos quietas.


–Ya era hora. ¿No tienes empleados sin hijos que puedan ocuparse del último turno?


–Tal vez no estés familiarizado con este negocio –ella lo miró perpleja–, pero no es nada bueno que gaste más en sueldos de lo que gano.


–Ya sabes a qué me refiero –él regresó al salón, al artículo que había estado leyendo sobre el fuerte sentido del olfato de los bebés–. Si tienes hambre, he conseguido preparar una chuleta de cerdo bastante decente. Te lo he dejado en la nevera.


–Gracias.


Lo estaba intentando. ¿Por qué no podía ella hacer lo mismo?


Quizás fuera un gesto infantil, pero Pedro ni siquiera la miró mientras ella trasteaba en la cocina. ¿Por qué se comportaba como si estuviera enfadada con él? ¿Qué le había hecho, aparte de facilitarle la existencia?


No le había ayudado a quitarse el abrigo. No solo por falta de cortesía, también temía lo que pudiera desatar ese simple gesto de tocarla.


En cuanto sonó el timbre del microondas, Paula se llevó el plato a la isla, dándole la espalda.


¿Iba a quedarse allí sentada, comiendo sin pronunciar una palabra?


–¿Tan repulsivo te resulto que ni siquiera te dignas a mirarme mientras te comes lo que he preparado? –Pedro se colocó frente a ella.


Durante unos interminables segundos, ella lo miró fijamente antes de echarse a reír.


–Lo siento, pero pareces una esposa.


–Me alegra que te resulte gracioso. Me gustaría verte aquí, cuidando de dos bebés. Me estoy volviendo loco.


–Se nota –asintió ella sin dejar de reír–. Lo siento. No he ayudado gran cosa por aquí.


–No me importa hacer la colada ni provocar pequeños eructos, pero necesito una amiga. En mi unidad hay muchos tipos que tienen hijos y no paran de hablar de lo estupendo que es. Quizás soy demasiado frío, pero, por monísimas que sean Vivi y Vane, cada vez que las miro solo veo lo que sus padres me hicieron. Amaba a Melisa. Y Alex era como un hermano para mí –golpeó la encimera con los puños–. Volver a casa ha removido toda la mierda que creía enterrada.


Paula lo entendía perfectamente, pues en su caso lo que se había removido eran los sentimientos que albergaba por él. 


Se moría por tomar sus manos y besarlas hasta hacer desaparecer su ira.


–Cuanto más tiempo paso con esas niñas, más me doy cuenta de que esto no es ninguna broma. Pero ¿cómo puedo amarlas cuando su llegada al mundo no me trajo más que dolor? Nada, salvo la pérdida de mi madre, me ha dolido tanto como la traición de Melisa y Alex.


–Bueno –Paula suspiró y apartó el plato a medio terminar–. Por suerte para ti, no estarás mucho tiempo aquí. Y aunque no tengo derecho a ello, una parte de mí se vuelve loca al pensar que te vas a ir. No me malinterpretes, entiendo que no puedas dejar la marina así sin más, pero estoy sufriendo. Sé que mis padres terminarán por ceder, pero mientras tanto va a ser muy duro tener que criar a esas dos niñas yo sola.


–Durante las siguientes dos semanas no tendrás que hacerlo. ¿Qué te parece si te ayudo a elaborar un horario de cuidados infantiles y tú me ayudas a olvidarme de tu hermana?


–Trato hecho –Paula le ofreció una mano.


Cuando las palmas de ambos se juntaron, ella sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo hasta instalarse en su estómago. ¿Durante cuánto tiempo había deseado que fueran más que amigos? ¿Durante cuánto tiempo recordaría las dos semanas que les quedaban? Cuando Pedro se marchara, podría ser para siempre.


–¿Estás bien? –preguntó él sin soltarle la mano.


–Sí, estoy bien –la voz de Paula se quebró de emoción y deseo por lo que no podría ser.


–No tienes buen aspecto. Es decir –con la otra mano él enjugó las lágrimas que últimamente siempre rodaban por sus mejillas–, estás tan guapa como siempre, pero ¿qué puedo hacer para que no parezcas siempre tan triste?


¿Qué podía hacer? Todo.


Abrazarla, besarla, no marcharse nunca. Sin embargo, las probabilidades de que eso sucediera eran tan remotas como de que brotara una palmera en su jardín. Tenía que olvidarse de una vez por todas de las fantasías infantiles y continuar con su vida.


¿Y el beso? ¡Eso sí que tenía que olvidarlo!









UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 8





Pedro despertó varias horas después en el cine del sótano. 


De la planta superior llegaban unos gritos desesperados.


A su izquierda, Paula estaba muerta, roncando suavemente.


Levantándose de un salto, Pedro corrió hasta el salón donde el sol entraba a raudales. Sobre el mostrador de la cocina estaba el monitor que debería haber bajado al sótano.


Sintiéndose lo peor del mundo en cuidado infantil, corrió escaleras arriba.


–Os pido perdón, señoritas.


Tomó primero a Vanesa y luego a Viviana. La primera se calmó enseguida con unos suspiros cargados de reproches, pero no hubo manera de consolar a Viviana.


Tras cambiarles rápidamente el pañal, Pedro bajó al salón con su tropa y las dejó en el parque mientras preparaba los biberones. Minutos después, se sentó en el sofá con las gemelas.


–Lo siento muchísimo –volvió a disculparse–. Un error de novato que jamás volverá a repetirse.


La acerada mirada azul de Viviana le advirtió que mejor sería que no se repitiera.


El hecho de olvidar algo tan básico como el monitor, reforzó a Pedro en su convicción de que lo suyo no era cuidar niños, sobre todo los de Melisa y Alex.


Aunque Paula insistía en estar preparada, él dudaba seriamente que fuera más capaz que él. A los tres minutos de empezar la película se había quedado dormida como un tronco.


Durante unos minutos la había observado mientras se preguntaba cómo iba a ocuparse del bar y de su nueva familia.


Siempre había sido una de las personas más fuertes que había conocido jamás, pero en ese momento se le antojaba vulnerable. Casi frágil. Estaba pálida y las mejillas aún conservaban la huella de las lágrimas.


Un sentimiento de culpa lo asaltó por dejarla sola con las niñas. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? El matrimonio de Melisa y Alex, que él consideraba una traición, le había cambiado. Le había robado lo que hubiera de tierno en su corazón, sustituyéndolo por puro acero.


Le había convertido en un soldado.


*****


–Soy de lo peor –se lamentó Paula mientras empujaba el carro de la compra con la princesa Viviana . Vanesa iba en brazos de Pedro–. Deberías haberme despertado.


–Déjalo ya –insistió él mientras elegía cinco botes de la fórmula láctea–. Los dos la fastidiamos. Yo soy tan culpable como tú. Pero, aparte de la mirada asesina de Viviana, no pasó nada.


–Sí, pero ¿y si hubiera entrado un ladrón o se hubiera incendiado la casa? –ella echó varios paquetes de pañales al carro–. Ya sabes a qué me refiero.


–El caso es que hubo suerte y las niñas están bien. Aprendimos la lección –llegaron a la sección de cereales–. ¿Sigues siendo una fanática de los Cap’n Crunch?


–Los adoro –Paula miró con nostalgia un paquete–, pero mis caderas no tanto.


–¿Qué les pasa a tus caderas?


¿En serio? ¿Iba a obligarle a explicar lo obvio? Siempre había sido de hueso ancho, pero últimamente el peso había empezado a convertirse en un problema.


–¿Se olvidó papá de decirme que te operaron o algo así?


–¿Te apetece algo en especial? –Paula se contuvo de decir algo que fuera a lamentar después.


–¡Oye! –Pedro la agarró del brazo–. Háblame, Pau. ¿A qué viene esta repentina frialdad?


Al contacto con la mano de Pedro, Paula sintió renacer en ella el viejo deseo que creía bien enterrado. Las lágrimas le ardían en los ojos. Sus amigos le repetían lo fuerte, divertida y trabajadora que era, pero nadie le había dicho jamás que fuera guapa, o que el vestido le quedaba muy bien, tal y como habían hecho constantemente con su hermana. Daría lo que fuera para que Pedro la mirara siquiera una vez como solía mirar a Melisa.


–¿Qué he hecho? ¿Tiene esto algo que ver con lo mucho que echas de menos a tu hermana?


Ella se soltó y continuó hacia el pasillo siguiente.


Desgraciadamente, Pedro corría más que ella. En un segundo estuvo frente al carrito.


–No vas a ninguna parte hasta que me lo expliques. Si estamos condenados a vivir juntos durante las siguientes tres semanas, comportémonos como personas civilizadas.


¿Condenados? Eso no le hacía sentir mejor.


–Por última vez, ¿qué tienen que ver tus caderas con nuestro viejo amigo el cereal?


–Estoy gorda. Ya está. Ya lo he dicho. ¿Satisfecho?


–¿Bromeas? –al menos Pedro tuvo el detalle de aparentar perplejidad.


–¿Podemos dejarlo ya? –las lágrimas le nublaban la visión.


–Lo primero es lo primero. Solo para que me aclare. ¿Gorda? Tú no estás gorda, por el amor de Dios. Eres una mujer voluptuosa y preciosa. Melisa solía estar siempre a dieta y me ponía enfermo. Si yo fuera a quedarme, les diría a Vanesa y a Vivi que son preciosas tal y como son.


«Pero no vas a quedarte». Las palabras quedaron retenidas en la garganta de Paula. Durante un incómodo instante, no supo qué hacer. Y entonces Pedro la miró fijamente a
los ojos.


Al fin apartó la mirada, para dirigirse a los cereales azucarados que devoraban de pequeños. Arrojó dos paquetes al carro antes de volverse hacia ella.


–Tú no estás gorda.








UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 7






Mientras Paula colocaba sus cosas en la habitación de invitados, él se conectó a Internet. Estaba decidido a abordar el asunto como si se tratara de una misión: profesionalmente, sin ninguna implicación emocional.


Acababa de encontrar una página muy buena que explicaba por qué no había que utilizar polvos de talco cuando se oyó un fuerte golpe en el piso superior, seguido de un grito.


–¿Paula? ¿Estás bien?


El silencio fue la única respuesta y Pedro soltó el iPad para subir las escaleras a la carrera.


La encontró casi enterrada bajo un montón de ropa.


–Menos mal que las perchas son de plástico. De lo contrario te habrías sacado un ojo.


–Preferiría menos comentarios y más ayuda –ella asomó la cabeza bajo unos vaqueros.


–Pues no sé… –Pedro no pudo resistirse a hacerle una foto con el móvil–. Creo que podríamos sentarnos aquí un rato a disfrutar del momento.


–Eres un bruto –Paula empujó el montón de ropa e intentó levantarse del suelo.


–Pero un bruto muy guapo –bromeó él mientras le ofrecía sus manos para ayudarla.


La única respuesta fue una mirada asesina.


–¿De dónde has sacado tanta ropa? Siempre pensé que era Melisa la víctima de la moda.


–¿Has visto el tamaño de su armario? Créeme, esto no es nada.


–Supongo que la mayoría de los invitados no traerá tanta ropa como tú –Pedro agarró toda la que pudo y la dejó sobre la cama–. Por eso el perchero no ha resistido.


Durante un fugaz instante reapareció la vieja Paula, que le sacó la lengua. Sucedió tan deprisa que Pedro no estuvo seguro de que hubiera ocurrido realmente.


Miró a Paula. La miró realmente.


Y se descubrió encantado con lo que veía. Incluso con los largos cabellos más revueltos de lo habitual y las mejillas arreboladas, había algo en esa mujer que lo atraía. Los vaqueros y la camisa también ayudaban. Esa mujer tenía curvas justo donde había que tenerlas.


–¿Qué pasa? –preguntó ella con las manos apoyadas en las caderas.


–¿Eh?


–Me estás mirando –Paula se atusó los cabellos–. ¿Me cuelga el sujetador de la cabeza?


–¿No puede un hombre apreciar una bonita vista? –Pedro rio.


A las diez de la noche Paula seguía dándole vueltas a las palabras de Pedro. Al mencionar la «bonita vista», ella se encontraba frente al ventanal que dominaba el valle.


 ¿Hablaba de ella o del paisaje?


No. Frotó con energía una mancha de grasa. Desde que se habían conocido, Melisa había sido la única chica para él. Ni el divorcio, ni siquiera su muerte, podían borrar algo así.


Siguiendo el código no escrito entre hermanas, Pedro siempre le pertenecería a Melisa. Paula era demasiado orgullosa para desear a un hombre que la había situado en segundo lugar.


–No esperaba verte aquí –una voz familiar la sacó de su ensimismamiento.


–Lo mismo podría decir yo –Paula rodeó la barra del bar para abrazar a su padre–. ¿Por qué no estás con mamá? –el rostro del hombre evidenciaba el sufrimiento que vivía la familia.


–No ha descansado bien desde… –el padre de Paula se interrumpió–. Llamé al doctor Amesbury para que le administrara un sedante y por fin se ha quedado dormida.


–¿Y tú qué? No es que niegue los beneficios terapéuticos de un trago de whisky, papá, pero ¿no deberías haberte tomado algo tú también?


–Puede que tenga un aspecto horrible –él sacudió una mano en el aire–, pero estoy bien. Debo permanecer fuerte por tu madre. Ya estaba bastante destrozada por lo de tu hermana, pero ver cómo le quitaban a las niñas… –sacudió la cabeza–. Le ha roto el corazón.


–¿Sugieres que siga los pasos de Pedro y renuncie a la custodia? –preguntó Paula.


–No, a no ser que sea eso lo que tú quieres. Tu madre piensa que puede encargarse ella sola de todo, pero al ver lo agotada que se quedó esta tarde, sé que no podría volver a criar a un bebé.


Paula le sirvió a su padre una copa de su whisky preferido.


–Creo que ella no se da cuenta, pero tu hermana sí lo hizo, de que si asumiera el trabajo de criar a esas niñas, se perdería la alegría de ser su abuela –el hombre bebió un sorbo–. Tú y yo hemos tenido la suerte de disfrutar de ambas en la vida, y hay una diferencia.


Paula asintió. Su abuela materna había fallecido dos años antes y siempre recordaría su amor y cómo la habían malcriado descaradamente esos amorosos brazos.


–Dicho lo cual, si no te ves capaz de hacerlo sola, puedes instalarte en casa.


–Estoy bien, papá –seguramente algún día sería verdad. De momento, lo único que podía hacer era honrar la memoria de su hermana–. Espero que mamá no esté enfadada conmigo.


–Lo que está es enfadada con el mundo –su padre apuró la copa–. Dale tiempo. Ya se hará a ello.


***

Paula cerró el bar a las dos de la mañana. Cuando llegó a casa de Melisa eran las dos y media.


¿Alguna vez sentiría esa enorme casa como su hogar?


Acababa de poner un pie en el porche cuando Pedro abrió la puerta.


–Hola.


–¡Hola! ¿Aún levantado? –Paula pasó a su lado y se dejó envolver por el masculino aroma de la loción de afeitar que llevaba usando desde el instituto. A esas horas sus
defensas estaban muy bajas y el pasado común despertaba una calidez que había creído desaparecida para siempre.


–No podía dormirme hasta saber que habías vuelto sana y salva –él se encogió de hombros.


–Gracias.


Pedro cerró la puerta con llave, aunque en Conifer prácticamente no había delincuencia.


–¿Tienes hambre? –Pedro le colgó el abrigo–. He preparado unos macarrones con queso.


–¡Qué rico! –bromeó ella–. No sabía que te hubieras vuelto todo un gourmet.


–Si lo dices porque suspendí economía doméstica, ni siquiera debería haber estado en esa clase –solo en Alaska podría suceder que el profesor de ebanistería se diera de baja por culpa del ataque de un oso–. Si me hubiera dejado más tiempo, esa tarta habría estado deliciosa.


–Sí, claro –Paula sonrió ante la expresión de un rostro que había cambiado, pero que a sus ojos seguía igual–. Tú no dejes de decírtelo. Uno de estos días puede que se haga realidad.


–Pues la próxima vez que te vayas a trabajar voy a preparar una tarta y tendrás que tragarte tus palabras –Pedro sacó un recipiente de la nevera y lo introdujo en el microondas.


–¿La vas a preparar partiendo de los ingredientes?


–¿Hay alguna otra forma de hacerlo?


–Claro. Hay mezclas ya preparadas. Y luego está la pastelería de Anne.


–¿Por qué sigues siendo como un grano en el trasero después de tantos años? –él sonrió.


–Modera ese lenguaje –lo reprendió Paula–. No olvides que hay niños delante.


El timbre del microondas sonó y Paula se sentó frente a la isla mientras Pedro le servía la cena. Lo que faltaba de sabor se vio compensado por la compañía. Había olvidado lo divertido que era pasar un buen rato simplemente bromeando con Pedro.


–Ahora en serio –él sacó una cerveza de la nevera y se unió a ella–. ¿Cómo estás?


–Estoy bien. No te equivoques, la adaptación va a ser dura, pero podré con ella. ¿Y tú qué? Esta noche has sido tú quien sacó la pajita más corta. ¿Cómo están mis adorables sobrinas?


–Vanesa ha sido un amor –de nuevo Pedro le dedicó esa sonrisa–, pero te juro que Viviana me ataca los nervios. Durante el baño me salpicó los ojos de jabón y estoy seguro de que intentó ahogar mi móvil deliberadamente.


–Entiendo –Paula era la única que seguía sonriendo–. ¿Y todo eso lo ha hecho un bebé que apenas es capaz de darse la vuelta en la cuna?


–No permitas que esa fingida inocencia te engañe –él tomó un trago–. Es dura de roer. Dentro de muy poco la pillarás fumando detrás de la leñera.


–Pues, si la memoria no me falla, fuisteis Melisa y tú a quienes pillaron en ese trance.


–Nadie pudo demostrar que fuimos nosotros quienes se fumaron esas colillas –Pedro le guiñó un ojo antes de arrojar la botella a la basura para el reciclaje–. ¿Preparada para irte a la cama?


–Debería estarlo, pero estoy demasiado despierta. ¿Te apetece ver una película?


–Me parece mejor plan que otra noche en el sofá –él bostezó.


–Hay otra cama.


–Sí –Pedro frunció el ceño–, pero tiene más fantasmas que el cementerio local.