miércoles, 16 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 12

 

Hasta las propias montañas parecían haberse vestido de primavera para la fiesta. Las flores silvestres, rosas, amarillas, azules..., tejían un intrincado encaje sobre sus laderas verdes, proporcionándole al campo de golf de Laura un marco digno de una artista.


Sin embargo, el lejano retumbar de un trueno y la luz de un relámpago, supusieron un rápido cambio de planes: la cena ya no podía celebrarse al aire libre. Así que, evitando a duras penas las enormes gotas de agua que comenzaban ya a caer, Paula y el camarero contratado trasladaron la mesa al comedor, mientras Laura daba la bienvenida a los invitados en el espacioso salón de su mansión.


Paula esperaba poder estar fuera de escena durante toda la noche, y dedicarse a trabajar en la cocina. André tenía mucha experiencia en servir fiestas y cenas, de modo que podría manejárselas perfectamente en aquella cena de diez comensales.


A través de las puertas que separaban el comedor del salón, Paula pudo echar un vistazo a los invitados charlando entre las bandejas de entremeses que habían dispuesto en distintas mesas. La mayor parte de ellos, por lo que André le había contado, eran miembros del club de campo o de la estación de esquí de la que Laura era propietaria.


La joven se preguntaba si el doctor Alfonso no habría llegado todavía.


Pero, aunque hubiera llegado, no iba a fijarse en ella, se prometió. Y aunque lo hiciera, no podía ocurrirle nada. Por insultado que se hubiera podido sentir cuando había decidido aplazar la revisión hasta que llegara el otro médico, no iba a mencionarlo en una situación como aquélla. Por supuesto que no. Posiblemente, ni siquiera repararía en su presencia. En ocasiones como aquélla, los sirvientes eran prácticamente invisibles.


Aun así, soltó un suspiro de alivio cuando puso el último plato en la mesa del comedor y pudo regresar al refugio que le proporcionaba la cocina, donde se dedicó a continuar preparando bandejas de aperitivos.


En realidad, comprendió entonces, no era la reacción del doctor Alfonso la que le preocupaba. Era la suya. Se había sentido tan violentamente atraída hacia él que había hecho el ridículo el día que había estado en su consulta. Había permanecido en silencio durante la mayor parte de la visita y lo único que se le había ocurrido había sido un absurdo comentario sobre los callos de sus manos. Y como no podía confiar su capacidad de mantener cierto decoro en su presencia, tenía que procurar mantenerse a una prudente distancia.


—¿Puedes servir cuatro copas de Chardonnay, querida? —le preguntó André—. Ahora volveré a por ellas.


Paula sonrió, admirando el entusiasmo y la energía de aquel camarero. Ella necesitaría parte de esa energía, porque la suya estaba seriamente debilitada. El día había sido muy largo y había estado repleto de emociones demasiado agitadas.


No quería ver al doctor Pedro Alfonso otra vez. Porque le bastaba pensar en él para que el pulso se le acelerara.


Obligándose a mantenerlo fuera de su mente, sirvió el vino en cuatro delicadas copas de cristal. La luz se filtraba a través de aquel líquido fragante. Y de pronto un recuerdo se materializó. Ella había estado con una de esas copas en la mano, elevándola para hacer un brindis.


¡Era un recuerdo! ¡Un recuerdo auténtico! Dejó la botella en la mesa, intentando retener aquel recuerdo, mientras estallaba una alegría desbordante en su interior. Tenía tanto miedo de no volver a recuperar nunca la memoria... y de pronto allí estaba. Cerró los ojos y saboreó el recuerdo de aquella escena mientras intentaba recordar algo más, ver el rostro de las personas con las que estaba, o identificar al menos el lugar.


Pero no emergía ningún nuevo detalle a la superficie.


Aunque desilusionada en cierta manera, terminó de servir las copas mucho más animada de lo que anteriormente había estado. Por lo menos había recuperado un fragmento de memoria. Y aunque no podía estar del todo segura, creía que aquel brindis había sido en su honor. Era una celebración de algún tipo. ¿Pero qué estaría celebrando?


Estaba tan distraída en sus especulaciones, que cuando llegó hasta sus oídos una voz masculina particularmente grave procedente del salón la sorprendió con la guardia completamente baja. Reconoció aquella voz... y reaccionó inmediatamente a ella.


El doctor Alfonso estaba allí.


Prometiéndose con renovado fervor pasar el resto de la noche en la cocina, encontró tareas más que suficientes para mantenerse ocupada mientras daba el toque final a los cócteles, la sopa, las ensaladas y el plato principal.


El problema llegó a la hora del postre.


—Mientras sirvo el pastel y el helado —le indicó André—, vete sirviendo el café —y no había forma de discutir aquella propuesta.


El helado se derretiría antes de que se sirviera el café si ella no lo hacía.


Consideró la posibilidad de fingirse enferma, pero no podía arruinarle la noche a André. Además, antes o después iba a tener que volver a encontrarse con el doctor Alfonso, sobre todo si continuaba saliendo con Laura.


Escudándose en aquel lúgubre pensamiento, agarró la cafetera y siguió al camarero. Al acercarse al arco que daba entrada a la zona del comedor, oyó el rumor de las conversaciones. Entre ellas destacaba la casi musical voz del doctor Alfonso, que estaba relatando alguna anécdota.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 11

 


Aquella resolución, por sabia que fuera, la condenaba a una terrible soledad. Y quizá fuera esa la razón por la que le había afectado tanto su visita al doctor Alfonso. Había estado prácticamente sola desde el accidente, Ana era la única persona con la que había podido hablar desde entonces... La soledad podía llegar a convertirse en un poderoso afrodisíaco, pensó. Especialmente cuando una se encontraba con un hombre tan viril como aquel médico.


—¡Pero eso es fantástico! —exclamó efusivamente Monica. A Paula le pareció detectar cierta nota de envidia en su voz—. No sé de nadie que haya salido con él desde que ha vuelto.


—Yo tampoco —replicó Laura sin poder disimular su satisfacción—. Y no sólo eso —se interrumpió, probablemente para tomar un sorbo de vino y mantener durante algunos segundos el suspense—, sino que va a venir a la cena que celebro esta noche.


—¡No me digas! Paty Jennings se va a poner verde de envidia.


—Debería haberse aferrado bien a él cuando estaba en el instituto.


—Cada vez que lo ve, echa espuma de rabia por la boca.


—¿Y no lo hacemos todas? —ambas mujeres se echaron a reír.


Con renovada curiosidad por quién podía ser aquel rompecorazones, Paula continuó limpiando, esperando alguna pista. Suponía que pronto lo averiguaría, puesto que Laura había insistido en que se encargara ella, junto con el camarero del club de campo que habían contratado para la ocasión, de la cena. Paula pensaba permanecer durante todo el mayor tiempo posible en la cocina. No quería arriesgarse a que alguien se fijara en ella. En una población tan pequeña como Sugar Falls, las preguntas surgían fácilmente. Y ella no estaba en condiciones de enfrentarse a ninguna pregunta.


Un grito procedente del solario puso fin a sus especulaciones,


—¡Mis sandalias! ¡Mis sandalias nuevas! Tofu, ¡eres un perro terrible! ¡Mira lo que has hecho!


Paula respingó y se asomó a la ventana. Tofu, un bonito Shih Tzu blanco y negro, estaba inclinado al lado del jacuzzi con una sandalia entre las garras. Paula deseó poderle evitar al perro el castigo que, estaba segura, se había ganado. Era un perro al que se trataba con excesiva dureza. La preferencia de Laura por su nuevo caniche, estaba interfiriendo con la necesidad de Tofu de hacer patente su condición de macho dominante. ¿Cómo era posible que Laura no se diera cuenta? Para Paula estaba perfectamente claro y...


—¡Paula!


Paula se sobresaltó ante la llamada de Laura. Dejó el plumero en la mesa y corrió al solario, donde la atractiva viuda y la elegante rubia permanecían sentadas, cada una en su jacuzzi, sin mover un solo dedo.


Antes de que Paula pudiera decir una sola palabra, Laura señaló hacia el perro, que la miraba con las orejas gachas.


—Mira lo que les ha hecho a mis sandalias. Las ha convertido en jirones de cuero. Limpia todo esto y encierra a Tofu en el armario de la limpieza. Tiene que aprender que todas esas maldades no van a servirle de nada —y le comentó a Monica—, está tan celoso desde que traje a Fluff-Fluff que se está dedicando a destrozar zapatos, ropas, muebles...


—Ya que lo menciona, señora Hampton —intervino Paula, olvidándose de su habitual prudencia—, en realidad no son los celos los causantes del problema. Lo que está haciendo Tofu es definir su territorio. Castigarlo no va a servir de nada. Ya ve...


—Paula —la arrulló Laura, con su más meloso tono de voz—. Ahora que ya eres parte de la familia, puedes llamarme señorita Laura.


Frustrada por aquella interrupción, Paula forzó una sonrisa. Se preguntaba qué otro miembro de la familia la llamaría señorita Laura.


—Señorita Laura, entonces. Pues como iba diciendo, el resentimiento de Tofu probablemente sea debido a...


—Supongo que no vas a ponerte a discutir conmigo sobre cómo debo tratar a mi perro — bajo la amable sonrisa de Laura, brillaban destellos de hielo.


—No pretendía discutir, pero...


—Estupendo. Ahora limpia todo este desastre y hazme el favor de encerrar al perro. Y si todavía no has terminado de limpiar la plata, te sugiero que te concentres en ello durante las horas que quedan hasta la cena —Laura reclinó la cabeza sobre el borde del jacuzzi, cerró los ojos y elevó su rostro al sol—. Los niños tienen un partido de fútbol después del colegio. Quiero que los acompañes. Tienen que llegar puntuales. Después del partido, dales de cenar y procura que se bañen antes de acostarse.


Mordiéndose la lengua para evitar una contestación, Paula tomó en brazos al perro. Si no fuera por lo mucho que necesitaba aquel trabajo, le diría a Laura unas cuantas cosas sobre la relación entre los perros, los niños y los amos. Desgraciadamente, necesitaba aquel trabajo como pocas cosas en el mundo.


Intentando superar una repentina oleada de cansancio, que sospechaba estaba más relacionada con el agotamiento mental que con el físico, se llevó al perro al interior de la casa. Mientras se alejaba, le oyó decir a Laura.


—No tiene carné de conducir. ¿Puedes creértelo? Tiene que ir andando a todas partes. Es irritante.


Paula estuvo a punto de soltar una carcajada. Así que a Laura le resultaba irritante. Pero la que tenía que lidiar con el problema era ella. Era horrible no poder meterse en un coche, ponerse tras el volante e ir a donde le apeteciera. ¿Pero cómo iba a conseguir un carné de conducir sin saber quién era?


A través de la ventana, escuchó a Monica compadeciéndose de Laura.


—Es taaan difícil encontrar buen servicio.


Paula elevó los ojos al cielo mientras se dirigía a la cocina. Esperaba que el sol hiciera estragos en las arrugas de aquel par de ociosas.


Medio avergonzada de sí misma por aquel pensamiento, dejó a Tofu en el armario, no sin meterle algunos juguetes y golosinas. A continuación, alzó la cabeza con orgullo y regresó al solario a limpiar lo que quedaba de la sandalia. Al acercarse, comprobó aliviada que ambas mujeres habían dejado de hablar de los problemas causados por el servicio.


—No te importa que salga con él, ¿verdad?


—¡Importarme! ¿Por qué iba a importarme?


—Oh, vamos, Moni. ¿Por qué otra razón sino escogiste ese trabajo? —Laura dejó escapar una risita—. No puedo culparte por esperar tener una oportunidad de conocerlo un poco mejor.


Tras algunas protestas, Monica rió tímidamente.


—Bueno, supongo que ése es uno de los beneficios de algunos trabajos... llegar a entablar amistad con el jefe.


Paula se quedó completamente helada. Estaban hablando del doctor Alfonso. Tenía que ser él. Mónica trabajaba en su oficina... y él era definitivamente guapísimo. Y eso quería decir que el médico le había pedido a Laura una cita. Una extraña tristeza cubrió el corazón de Paula.


Tristeza que desapareció en cuanto recordó la primera parte de aquella conversación y comprendió que el médico iba a ir a cenar en esa casa esa misma noche.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 10

 


Allí estaba Paula de nuevo, sentada en la camilla, con otra de esas batas que apenas ocultaban su desnudez. Al principio, había sentido frío, pero en cuanto había oído sus pasos acercándose, la temperatura había aumentado a la par que la sensibilidad de su piel.


Aquella vez estaba dispuesta a hacerlo. Permitiría que el doctor deslizara sus manos bajo la bata y se estrecharía contra él, guiándolo hacia él lugar que más deseaba que acariciara... y entonces le rodearía el cuello con los brazos y lo besaría haciéndole inclinarse sobre ella, hasta que terminaran haciendo el amor en la camilla...


Paula tomó aire, dejó a un lado el plumero y se llevó las manos a su acalorado rostro. ¿Por qué no era capaz de dejar de soñar despierta en ese tipo de cosas?


Sus fantasías habían ido en aumento durante el curso de las semanas. Al principio, eran fantasías bastante inocentes. Pensaba en las miradas que habían compartido y se imaginaba manteniéndolas. Después, había añadido algunos susurros, alguna conversación un tanto íntima... y la cosa había ido progresando hasta llegar a aquel punto. Por al amor de Dios, sólo había visto a ese hombre una vez en su vida y no era capaz de sacarlo de su mente... ni de sus más salvajes fantasías.


Mientras se obligaba a concentrarse de nuevo en la limpieza de los muebles, oyó una pregunta que inmediatamente despertó su curiosidad. Procedía del solario donde Monica Whittenhurst, la espectacular rubia que había encontrado en la consulta del médico, disfrutaba del jacuzzi junto a Laura Hampton.


—¿Me estás diciendo que te ha pedido una cita?


—Va a llevarme al Baile de Caridad de la Primavera —contestó Laura.


Sin verle siquiera la cara, Paula podía imaginarse perfectamente su presuntuosa sonrisa.


Y se descubrió preguntándose con quién se habría citado. Realmente, no tenía demasiada importancia para ella: su interés en la vida privada de Laura era escaso y además no era probable que conociera al que iba a ser su acompañante. Deliberadamente, había evitado a los habitantes de Sugar Falls desde su llegada. Cualquier relación personal podía comprometer su secreto. Hasta que no hubiera recuperado la memoria, tenía que mantenerse estrictamente aislada.