domingo, 3 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 8





Estaba flotando en un agua azul cristalina y el cielo estaba teñido de suaves tonos pastel recibiendo al sol. Era tan bonito; suspiró maravillada. Las suaves olas la lamían sensualmente la piel devolviéndola a la playa donde Pedro esperaba que llegara hasta él.


Arena rosada. Tan bonita. Tan suave. Se tendió en ella extendiendo los brazos para tocar el calor, tocar a Pedro, con el placer recorriendo su cuerpo con sensualidad.


Le sintió caliente y sólido y se acurrucó contra él, su aliento soplándole en la cara. El sol se elevó más y más y el aire se hizo cada vez más ardiente. Murmuró su nombre, respirando el conocido aroma de él con el cuerpo tembloroso de necesidad, de deseo, de deseo por él.


Temblorosa necesidad. Embriagadora ansia. Y una dolorosa tristeza. Sus dedos se enroscaron en su espeso pelo y después se deslizaron por su cuello y su espalda. La sintió suave y fuerte bajo sus dedos. Se removió un poco buscando su boca, besándolo, escuchando el suave gemido desde lo más profundo de su garganta.


Era tan maravilloso besarlo, sentir el dulce y seductor anhelo. Entonces, ¿por qué la tristeza? ¿Las silenciosas lágrimas? Como si supiera que nunca tendría lo que anhelaba con desesperación. Como si todo fuera sólo una frágil ilusión.


El corazón de él palpitaba con fuerza contra el de ella. Lo podía sentir contra sus senos. Tan maravilloso. Dos corazones latiendo juntos. Se abrazó a él, más cerca aún, con los brazos alrededor de su cuerpo. Era una bendición. 


Luchó contra la tristeza deseando sólo sentir la magia de sus cuerpos juntos.


—Abrázame —susurró—. Hazme el amor.


—¿Paula?


Un sonido áspero y torturado de otro mundo.


Se sintió arrastrada a la consciencia con el corazón acelerado en la oscuridad. Jadeó desorientada y sintió la aspereza de una barbilla sin afeitar, la calidez de una piel y un cuerpo desnudo íntimamente cerca del de ella.


La luz inundó la habitación y se encontró con los ojos de color gris de Pedro.




UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 7





Llenó la bañera y puso aceite perfumado. ¿Por qué darse una ducha cuando podía disfrutar de un delicioso baño? Eso la relajaría. Siempre lo hacía.


Excepto esa vez. Tenía la cabeza demasiado cargada de preguntas y estaba muy nerviosa. ¿Tendría de verdad razón su padre? ¿Y qué pasaba con quedarse a solas con él en su habitación esa noche?


Con Pedro, que seguía siendo el mismo pero a la vez tan diferente. Seguía siendo el mismo hombre atractivo y masculino del que se había enamorado, pero se había vuelto más duro y más frío. Y el destello de risa en sus ojos había desaparecido por completo.


Una llamada en la puerta del baño la sobresaltó.


—Ya tienes aquí el té. ¿Quieres que te lo lleve dentro?


El pulso se le aceleró.


—No, gracias. Saldré en un minuto.


Era agradable sentirse limpia de nuevo. La inmensa toalla era un lujo. Se envolvió en ella el pelo mojado y se puso uno de los albornoces del hotel. Recogiendo su ropa, salió de la habitación.


—¿Crees que podrán tener esto lavado y planchado para mañana por la mañana? —le preguntó.


Él levantó la vista del periódico.


—Seguro —alcanzó el teléfono—. ¿Necesitas algo más? ¿Un cepillo de dientes?


Ella asintió.


—Por favor.


Se sentó a la mesa y se sirvió el té mientras Pedro hablaba por teléfono. Sentía el cuerpo tenso y los nervios destrozados. Dio un sorbo al té dulce contemplando los platos tapados sobre la mesa. Había esperado para comer a que ella saliera. Siempre tan caballeroso.


Gimió para sus adentros. ¡Oh Dios! no quería pensar en el pasado.


Pedro colgó el teléfono y se sentó a la mesa en frente de ella, destapó los platos y apareció un guiso oriental con enormes gambas y una ensalada.


—Tiene buena pinta —dijo ella por decir algo.


—Pruébalo si te apetece.


—No, gracias —dio otro sorbo a su té—. Te acordaste de que me gustaba el té con menta.


Sus ojos se clavaron en ella.


—Por supuesto que me acordé, Paula. ¿Cómo no iba a acordarme?


Ella se encogió de hombros con incomodidad.


—No lo sé. Es sólo que… —le falló la voz—. Simplemente no creí que fuera algo que recordaras.


—Recuerdo muchas cosas. Más de las necesarias.


Tomó entonces el tenedor y bajó la vista hacia la comida.


A Paula se le contrajo el corazón. Ella también recordaba demasiadas cosas. Contempló su taza mientras pensaba en cómo se las arreglarían para pasar la noche. Sólo había una cama de tamaño gigantesco como era de esperar. Podrían dormir los dos en ella y ni siquiera se enterarían de la presencia del otro.


Sí, claro. Cerró los ojos y dio otro sorbo. Podría sugerirle dormir en el suelo o en una de las sillas, pero él no lo permitiría. Lo conocía bastante bien. Había algo terriblemente irreal en aquella situación.


—Pareces cansada —dijo él mirándole a la cara.


—Lo estoy. He estado andando prácticamente todo el día.


—Háblame de tu artículo.


Ella lo hizo aliviada de que eso le distrajera.


—¿Has comido serpiente alguna vez? —preguntó ella al recordar ver aquellas criaturas a la venta en el mercado.


—Sí, sabe como el pollo. Es bastante buena.


Paula puso una mueca de desagrado.


—Ya sé que son todo prejuicios, pero creo que no estoy preparada para esa aventura.


Pedro había terminado su cena y se reclinó contra el respaldo de la silla sólo para levantarse cuando llamaron a la puerta. Una sonriente camarera había llegado a recoger la ropa para la lavandería. Apenas se acababa de ir cuando apareció otra.


Pedro cerró la puerta y le pasó el cepillo de dientes.


—Si quieres dormir, adelante. ¿Te molesta que vea las noticias un rato? Lo pondré bajo.


—No, por supuesto que no —después de todo era su habitación—. ¿Dónde quieres que duerma?


Él enarcó una ceja.


—En la cama, por supuesto.


—¿Y tú?


—En la cama también. ¿Dónde iba a dormir, si no? Hay mucho espacio. Estoy seguro de que nos las arreglaremos. Ya lo hemos hecho antes, ¿recuerdas?


—Eso fue hace mucho tiempo —dijo con tono de nerviosismo—. Y estábamos casados.


Él la miró con gesto impenetrable.


—No te quedes ahí como una virgen asustada. ¡Por Dios bendito, Paula! No te preocupes, no te forzaré. Nunca lo he hecho y no pienso empezar ahora.


Paula sintió ardor en toda la cara: una mezcla de rabia, recuerdos y vergüenza. No, él nunca la había forzado. Lo único que había tenido que hacer había sido esbozar aquella sonrisa tan especial suya y ella se había inflamado al instante. ¡Oh Dios, no sabía si sobreviviría aquella noche con él tan cerca en la cama!


—Bien —accedió con tensión—. Me secaré el pelo y me lavaré los dientes.


—La pasta de dientes está en mi neceser.


—Gracias.


Cuando se miró en el espejo se vio sonrojada y con los ojos brillantes. Una virgen asustada. Era patética.


Apretó los dientes, se desenroscó la toalla de la cabeza y alcanzó el secador colgado de la pared. Sentía una opresión terrible en el pecho y por un momento temió romper a llorar por un motivo que apenas intuía. Concentrándose en el ruido del secador, consiguió controlarse y el momento pasó.


Llevaba el pelo bastante corto y rizado, por lo que no tardó demasiado en secano.


Cuando volvió a la habitación, Pedro estaba viendo la CNN descalzo con los pies apoyados en el borde de la cama. 


Hasta sus pies le resultaban familiares.


Paula se quedó frente a la cama vacilante. Ahora podría quitarse el albornoz con naturalidad y meterse bajo las sábanas, pero era más de lo que estaba preparada para hacer con él delante. Cuando habían estado casados, siempre se había metido desnuda en la cama, pero ahora necesitaba ponerse algo.


—¿Tienes algo que pueda ponerme para dormir? ¿Una camiseta?


Él la miró durante un segundo como si necesitara asimilar aquella simple pregunta. Entonces hizo un gesto hacia la cómoda.


—Segundo cajón a la derecha. La azul es bastante larga.


¿Se estaba riendo de ella? No podía saberlo. Encontró la camiseta, volvió al baño y se la puso. Menos mal que él era tan alto y ella tan pequeña. La camiseta le llegaba hasta la mitad de los muslos.


—Encantadora —comentó él cuando volvió a entrar en la habitación—. ¿De verdad crees que eso me iba a impedir forzarte si quisiera?


—Oh, cállate.


Él soltó una carcajada.


—Vete a dormir, mujer. Estás agotada.


Eso era más fácil decir que hacer.


La cama era cómoda, las sábanas planchadas y frías, pero su cuerpo estaba tenso. Escuchó el suave murmullo de la televisión. ¿Esperaría él a que se durmiera para meterse dentro? Le oyó moverse, entrar en el baño y abrir el agua.


Se le imaginó de pie bajo el agua desnudo y húmedo, las burbujas deslizándose por su torso. Conocía todo su cuerpo hasta la forma en que se apretaba íntimamente contra el de ella. Una oleada de recuerdos la asaltó y el cuerpo le reaccionó con una traidora necesidad.


Con el corazón desbocado, se incorporó en la cama. Aquello era una locura. Estaba loca. No podía quedarse allí. Debería llamar a alguien. Pero, ¿a quién? Ni siquiera tenía ropa que ponerse. Oh, Dios, aquello era como una mala película.


La ducha se había cerrado. Se volvió a meter bajo las sábanas con los ojos cerrados y el cuerpo rígido. Ahora se estaba secando la cara y el pecho. Ahora lavándose los dientes.


La puerta se abrió en silencio. Los pasos avanzaron con suavidad hacia la cama. Paula sintió su peso en el colchón, los movimientos de su cuerpo mientras se acomodaba en el otro extremo y el chasquido de la lámpara al apagar la luz.


Silencio, acentuado por los latidos de su corazón. Abrió los ojos y se quedó mirando a la oscuridad con miedo a moverse y hasta a respirar. Después de un rato oyó la respiración lenta y regular de Pedro. Estaba dormido.


Sintió una rabia irracional. Allí le tenía dormido sin preocuparse en absoluto de que ella estuviera en su cama.


Bueno, ¿y por qué debería preocuparse? Habían estado casados en otro tiempo, pero no ahora. Probablemente habría tenido diez mujeres después que ella.


No le querría ni aunque se lo suplicara. La idea casi le hizo soltar una carcajada. Pedro nunca suplicaba por nada








UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 6





Paralizada de miedo, Paula se sintió arrastrada por el recibidor y el salón hasta fuera de la casa. Estaba jadeando por la falta de aliento mientras unos fuertes brazos la sujetaban contra un fuerte pecho. Empezó a forcejear y a patalear, pero no era más que una muñeca contra el abrazo de acero.


—Ni un ruido o estamos los dos muertos —susurró una voz grave con tono mortal.


Una voz íntimamente familiar.


El miedo la asaltó.


—¿Pedro?


—¡Silencio!


Él la metió casi con rudeza en el asiento trasero de un coche, se deslizó a su lado y dio la orden al conductor.


Paula estaba jadeando con la garganta seca.


—¿De qué diablos va esto?


Se frotó un arañazo del brazo que se había hecho con una rama. Ahora sentía más confusión que miedo. Comprendió que estaban en un taxi y que iban a gran velocidad.


—Cállate —dijo con un tono bajo de advertencia—. Más tarde.


Miró por la ventanilla trasera.


—¿Más tarde qué? ¿A dónde me llevas? ¿Estás loco o qué?


Los ojos de acero se clavaron en los de ella.


—He dicho que guardes silencio. No te pasará nada siempre que actúes con normalidad.


Ella contuvo una carcajada histérica. Claro, con normalidad. 


Estaba acostumbrada a que la arrastraran contra su deseo. 


Por supuesto que actuaría con normalidad.


—¿Te has vuelto loco? —susurró con fiereza.


Su silencio fue elocuente.


Paula odiaba sus modales de superioridad. Le odiaba a él. 


Eso, por supuesto, no era nada nuevo. Ella había sentido por aquel hombre todas las emociones que un ser humano pueda albergar excepto una: el miedo físico. Y ahora le tenía miedo, lo que, bajo las circunstancias presentes, era algo de agradecer.


¿Quién era Pedro para secuestrarla en mitad de la noche de la casa de su padre? ¿Qué diablos querría? Aquello no tenía sentido. Pensó en la habitación revuelta y se estremeció. 


Pensó en su padre y recordó su cara de preocupación. Algo iba mal.


¿Podría aquello tener algo que ver con el negocio con el que su padre había tenido problemas? Sin escrúpulos, había definido su padre a la empresa de Hong Kong. Pero, ¿por qué estaría Pedro involucrado? Era una locura.


El miedo y la rabia se debatían dentro de ella. ¿Por qué su padre no le había contado lo que iba mal? ¿Por qué siempre la trataba como a una niña a la que no se debía molestar con los problemas paternos? Bueno, ella sabía por qué. Era la pequeña de la familia y la única niña. Sus padres y sus tres hermanos mayores la habían tratado siempre como a una princesa y aunque no se quejaba del amor y cuidados que había recibido de pequeña, no le importaría que la respetaran como a una adulta ahora que tenía veintisiete años.


El coche se detuvo y ella abrió los ojos. Había luces y gente. Más coches. Gente riendo. Estaban en frente de lo que parecía un lujoso hotel.


—Vamos —Pedro la ayudó a salir del coche con el brazo alrededor de ella y casi le hizo perder el equilibrio. Su cara estaba muy cerca de la de ella—. No cometas ninguna estupidez. Estarás a salvo siempre que hagas lo que yo te diga.


Ella se puso rígida. Aquel no era el hombre que ella recordaba. Nunca antes le había dado órdenes ni le había dicho lo que tenía que hacer. La había considerado como una persona independiente que tomaba sus propias decisiones. Y ella no lo hubiera aceptado de ninguna otra manera.


Se sentía mareada y desorientada. Con la mano en su hombro, Pedro la empujaba con delicadeza a través del suntuoso recibidor del hotel. Lámparas de araña, música suave de piano, gente ataviada con preciosas ropas charlando, riendo. Todo le parecía llegar desde la distancia como si fuera irreal. Entonces se encontró en un ascensor de espejos. Este se elevó a velocidad y se detuvo con suavidad. Salieron. Ella se movía como en trance por un corredor enmoquetado pasando por una hilera de puertas interminable. Pedro se detuvo frente a una de las habitaciones y deslizó la tarjeta electrónica en la ranura. La puerta se abrió y él la hizo pasar por delante. Paula se fijó enseguida en la cama grande, el escritorio y un acogedor rincón de estar cerca de la ventana. En la suave moqueta bajo sus pies. Todo limpio y cómodo.


Se dio la vuelta para mirarlo apretando los puños a ambos lados y plantando con firmeza los pies en el suelo para evitar los temblores.


—¡Quiero saber de que va todo esto! —ordenó con un tono chillón y desacostumbrado en ella.


—No me grites —dijo él con frialdad.


Ella casi perdió el equilibrio.


—¡Pienso gritar si me da la gana! Y gritaré.


—Cálmate y hablaremos.


Pedro le dio la espalda y abrió una botella de whisky de la cómoda.


—¿Que me calme? ¿Te has vuelto loco? ¿Esperas que me calme después de que hayan saqueado mi habitación y me hayan raptado?


—Yo no te he raptado. Te he rescatado.


—¿Rescatarme? ¿De qué? ¡Quiero saber lo que está pasando!


Él sirvió dos vasos de whisky.


—Te diré lo que sé, pero no hasta que hayas recuperado el control.


Ella casi se atragantó al hablar.


—¿Cómo te atreves a tratarme de esta manera? ¿Cómo te atreves a arrastrarme? ¿Qué te ha dado? ¿Eres tú el que ha arrasado mi habitación?


Incluso mientras lo decía, sabía que la idea era ridícula. Bajo ninguna circunstancia se podía imaginar a Pedro dando la vuelta a los cajones y abriendo armarios. No iba con su código ético.


Él se volvió y le dirigió una mirada sombría.


—No, no he sido yo —dijo con tono cortante—. Lo hicieron un par de matones contratados de Hong Kong. Estaban esperando entre los arbustos a que volvieras a casa para raptarte. Pensé que sería mejor adelantarme.


El corazón se le paró para empezar de nuevo con un ritmo frenético. Las rodillas le temblaron y se sentó al borde de la gran cama. El miedo superó a la rabia.


—Esto es una locura —susurró—. ¿Por qué?


—Después de que te fueras de la fiesta la otra noche, tuve otra conversación con tu padre. Creo que ha heredado una mala situación de su predecesor, un desafortunado trato con una empresa de Hong Kong de lo menos respetable. Están intentando sabotear la decisión de tu padre de rescindir el contrato. Parece que no están muy contentos al respecto.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—¡Sabía que pasaba algo malo! Mi padre simplemente no ha querido contármelo. Sólo me aseguraba que no había nada de qué preocuparse.


—Pues lo había. Mucho más de lo que él mismo sospechaba, supongo. Querían que cambiara de idea acerca de romper el contrato. Parece que raptarte a ti le daría un buen incentivo.


—¡Oh, Dios mío! —susurró ella.


Pedro puso hielo en los vasos y le pasó uno.


—Tómate esto. Te calmará los nervios.


—No me gusta el whisky —dijo ella temblorosa.


—Ya lo sé, pero es lo único que tengo —esbozó una débil sonrisa—. No contaba con entretener a mi ex mujer en la habitación de mi hotel esta noche.


Desde luego, no había señales de tales planes, tuvo que admitir Paula. Ni velas, ni flores, ni una botella enfriándose en una champanera con hielo. No la había tocado por propio placer o por motivos carnales.


Pedro se sentó en una silla y estiró las piernas. Llevaba unos pantalones grises de pinzas y una camisa de seda de manga corta y, desde luego, no parecía arrebatado de pasión. 


Parecía agotado, lo que no era de sorprender. Sin embargo, cansado o no, parecía duro y masculino y muy sexy con aquel pelo despeinado y la cara sombría.


Paula dio un sorbo al whisky sintiendo el líquido arderle en la garganta.


—¿Qué tipo de negocio era ese?


—Un acuerdo de inversión para la construcción de una fábrica de componentes electrónicos en China. Tu padre descubrió que la empresa de Hong Kong era un fraude.


—¿Y qué tienes tú que ver con esto, entonces?


No tenía sentido. ¿Por qué iba a estar Pedro involucrado? No había trabajado con su padre desde hacía años. Era sólo una coincidencia el que estuviera en Malasia al mismo tiempo.


Él arqueó los labios como si se burlara de sí mismo.


—Yo era el desafortunado testigo impulsado a hacer de rescatador.


—¿Desafortunado testigo?


Él enarcó una ceja.


—No creerás que me he lanzado a la carrera sólo para divertirme, ¿verdad?


—No, por supuesto que no.


Él la miró con expresión impenetrable y no dijo nada.


—Entonces, ¿por qué lo has hecho? —preguntó ella con aspereza—. Quiero decir, si tú no estabas involucrado.


Él sonrió.


—Por pura coincidencia. Dio la casualidad de que escuché la conversación. Me costó creer lo que estaba oyendo, pero sólo pude llegar a una conclusión.


Se encogió de hombros y dio un largo trago.


—¿Qué conversación? ¿Quién la mantenía?


—Fue en el restaurante del Hilton, mientras esperaba a un amigo para cenar. Él llegó tarde y escuché a los dos hombres de la mesa de al lado hablar. Oí el nombre de tu padre y enseguida puse la antena, lo que fue una suerte. Discutían el plan para llevarte hasta Hong Kong esta noche. Ciertos mercenarios contratados iban a hacer los honores. Me pareció una buena idea abandonar a mi amigo y abortar los planes de los caballeros si todavía no era demasiado tarde —apuró el último trago—. Sólo ha sido una pequeña coincidencia cósmica el que lo oyera.


Como era habitual en él, había expuesto la historia entera en unas breves frases. Nunca había sido un hombre de muchas palabras. Entonces se frotó el cuello:
—Será mejor que llamemos a tu padre. Me dijo que esta noche estaría en Singapur. ¿Sabes en qué hotel se aloja?


—En el Mandarin —contestó ella aturdida.


Aquella historia era demasiado extravagante y aun que en la televisión se oían cosas similares, le parecía una locura que le estuviera pasando a ella. Y no había motivos para creer que Pedro estuviera mintiendo.


Pedro había pedido información del número en recepción y ya estaba marcando.


—¿Quieres hablar tú con él primero?


Paula sacudió la cabeza.


—Tú sabes lo que ha sucedido. Díselo tú —escuchó mientras le contaba a su padre lo que había ocurrido y le aseguraba que ella estaba a salvo en el hotel con él. 


Entonces se quedó en silencio un rato.


—Sí, por supuesto, sin problema. No te preocupes por eso. Te lo haré saber —le pasó entones el receptor a Paula—. Quiere hablar contigo.


Ella inspiró con fuerza para calmarse.


—Hola, papá.


—¡Gracias a Dios que estás bien! —dijo con la voz áspera de la emoción—. Avisaré a la policía inmediatamente. No tenía ni idea de que pudieran llegar a estos límites, pero pagarán por ello. Me aseguraré de que lo hagan.


—¿Quién es esa gente? ¿Qué tipo de gente es? ¡Papá, quiero que me lo cuentes todo!


—Es complicado, princesa. Creo que infravaloré la seriedad del asunto y si te hubiera pasado algo, nunca me lo hubiera perdonado.


Conseguir una respuesta clara era demasiado esperar.


—Yo tampoco quiero que te pase nada a ti, papá —de nuevo el tono chillón—. ¡Por favor, ten cuidado!


—Lo tendré. No te preocupes por mí. Pero hazme un favor. Tienes que salir de la ciudad. Haz lo que Pedro te diga.


Que hiciera lo que Pedro le dijera. Se hubiera reído si no estuviera tan temblorosa. Su padre confiaba en Pedro, por supuesto. Habían trabajado juntos durante cinco años y se respetaban el uno al otro. El divorcio no había sido con la bendición de su padre.


—¡Paula prométemelo!


—¡Sé cuidar de mí misma, papá!


Fue una respuesta automática y no muy inteligente bajo las presentes circunstancias. Levantó la vista hacia Pedro, que se había servido otro whisky y estaba mirando la ciudad por la ventana de espaldas a ella. Los hombros fuertes y anchos, el torso musculoso, las largas piernas firmemente plantadas en el suelo. Un hombre con el que había que contar. Cerró levemente los ojos escuchando la voz de su padre por teléfono:
—Paula, prométeme que no tendré que preocupar me por ti, ¿lo entiendes? —su voz era una orden y la tensión casi se mascaba—. ¡Quiero que estés a salvo!


Ella contuvo una carcajada de nerviosismo. A salvo. ¿Cómo podía estar a salvo en presencia de su ex marido? ¿Qué a salvo podía estar de sus tormentosos sentimientos?


—¿Paula?


La voz de su padre sonaba desesperada y el corazón se le encogió. Cerró los ojos.


—De acuerdo, papá, si eso es lo que quieres.


Su padre ya tenía suficientes problemas sin tener que preocuparse por ella.


Escuchó un suspiro de alivio al otro lado de la línea.


—Buena chica. Ahora será mejor que llame a la policía.


Pedro se dio la vuelta en cuanto colgó.


—¿Has conseguido respuestas a tus preguntas?


—No ha sido precisamente una conversación satisfactoria —dijo ella con irritación.


—Tampoco esto es una situación satisfactoria —replicó él con sequedad.


Él debía estar tan encantado de estar allí con ella como ella con él.


—Tomaré otra copa —dijo Paula.


Le pareció captar un chispazo fugaz de humor en sus ojos que desapareció en el acto. Pedro le sirvió otra medida de licor y se lo pasó sin comentarios.


—Gracias.


Dio un largo trago e hizo una mueca de desagrado.


—Tómalo con calma, Paula —dijo él con suavidad.


En respuesta, ella lo miró con furia y dio otro trago. Él alcanzó la carta del menú.


—Esta pequeña aventura me ha dado hambre —comentó—. Pediré al servicio de habitaciones que nos suban algo de cenar. ¿Qué te apetece?


Ella sacudió la cabeza.


—Nada. No he dejado de comer en todo el día. He estado probando todo tipo de comida del mercado para un artículo que estoy escribiendo.


Y aunque no hubiera comido nada en todo el día, no le apetecería. Se sentía como si la hubieran metido en una pesadilla de la que no podía salir. Se pasó los dedos por el pelo revuelto. Se sentía sucia y pegajosa y ni siquiera tenía un peine. Ni siquiera el bolso. Había quedado en el sofá encima de su cuaderno de notas


Se sentía desnuda sin su bolso. Ni identificación, ni dinero, ni tarjetas de crédito. La magnitud de su impotencia la recorrió como el calor del licor. Oh Dios, ¿qué iban a hacer?


—¿Qué deberíamos hacer ahora? —preguntó sintiéndose como una niña indefensa.


No estaba acostumbrada a preguntarle a nadie lo que debía hacer. Era una mujer madura e independiente que normalmente sabía lo que tenía que hacer.


—De momento nada —dijo él sin apartar los ojos de la carta—. Relájate.


—Sí claro, que me relaje.


Había intentado poner tono burlón, pero la voz le salió temblorosa.


Él bajó la vista hacia su cara y ella vislumbró una breve vacilación y una fugaz suavidad en sus ojos. Pedro alargó la mano y le rozó la mejilla.


—Todo saldrá bien, Paula. Estás a salvo. Y tu padre sabe cuidar de sí mismo.


Paula bajó la vista hacia sus manos entrelazadas en el regazo. Se le había hecho un nudo en la garganta ante el contacto de su cálida mano. No quería sentir aquello y, sin embargo, anhelaba que la abrazara, buscar alivio para el terrible miedo que le atenazaba el corazón.


Tragó saliva con esfuerzo.


—No he traído nada conmigo —dijo abatida—. Ni dinero, ni ropa —lo miró—. ¿Te importaría buscarme una habitación en este hotel para que al menos pueda ducharme y dormir? Supongo que mañana podré solucionar lo del pago.


—Esta noche te quedas aquí —dijo él con calma—. Puede que nos hayan seguido hasta aquí y no quiero correr el riesgo de que estés sola en una habitación.


«No quiero estar a solas contigo», fue la automática respuesta de su cabeza.


Pero no la pronunció en voz alta. Se esforzó por mantener la calma y no dejar que se le desbocaran las emociones.


—Yo no soy responsabilidad tuya —dijo con voz ronca.


Cuando posó la copa, las manos le temblaron.


Él la miró fijamente a los ojos.


—Yo estoy haciendo que lo seas —dijo con calmada autoridad.


Su padre debía haberle pedido que la cuidara, sin duda. 


«Haz lo que te diga Pedro», le había dicho por teléfono.


—Supongo que te lo ha pedido mi padre. Podrías haberle dicho que se buscara a otra persona.


Él le dirigió una extraña mirada.


—No hay muchas cosas que no hiciera por tu padre.


—¿Qué quieres decir?


Su expresión era una mezcla de sorpresa e impaciencia.


—Vamos, Paula, ya sabes por qué. Le admiro y le respeto —vaciló un momento—. Para mí ha sido más padre que el mío verdadero.


A ella se le hizo un nudo en la garganta.


—No sabía que sintieras eso.


Pedro frunció el ceño.


—¿Cómo no ibas a saberlo?


Paula se encogió de hombros.


—Tú… nunca me dijiste que sintieras eso.


Ella sabía que se caían bien, por supuesto, pero nunca la extensión de los sentimientos de Pedro hacia su padre. Su padre verdadero le había abandonado junto a su madre cuando tenía cinco años. Desde entonces, sólo le había visto tres veces.


Paula apuró su copa. Estaba exhausta y mareada del licor. 


Su capacidad de pensamiento racional estaba bastante limitada, así que de momento le quedaba poca elección salvo cumplir con lo que Pedro sugiriera.


Él le hizo un gesto hacia el cuarto de baño.


—Date una ducha. Te sentirás mejor. Hay un albornoz detrás de la puerta —descolgó de nuevo el teléfono—. ¿Estás segura de que no quieres nada? ¿Una taza de té con menta y miel, quizá?


El corazón le dio un vuelco y tragó saliva.


—Bueno, sí. Me gustaría.


Se puso de pie, se metió en el baño y cerró la puerta tras ella. Se apoyó contra las frías baldosas e inspiró con fuerza. 


Así que recordaba que le gustaba el té de menta con miel. 


¿Qué significaba eso salvo que tenía buena memoria? 


Habían estado casados dos años. Recordaría sin duda lo que le agradaba y desagradaba. Después de todo, ¿no lo recordaba ella de él?