jueves, 27 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 12

 


La puerta se abrió del todo y Paula hizo su aparición. Su mirada tomó nota de todos los presentes antes de detenerse en Pedro.

—Siento interrumpir pero me gustaría asistir a la reunión, si no les importa.

Paula ignoró a su hermano, se dirigió a Pedro.

Sentado presidiendo la mesa, no le cabía duda de que era él quien llevaba la batuta del concierto.

Al despertarse aquella mañana, le había parecido que el aire a su alrededor estaba cargado de electricidad. Todavía somnolienta, le había costado un minuto identificar la fuente de la tensión. Después, había caído sobre ella con la fuerza de un puñetazo. Pedro había vuelto.

Había saltado de la cama y se había duchado a la velocidad del rayo. Lorena le había informado de que su hermano había salido temprano. Tenía que asistir a una reunión del ayuntamiento en los locales del banco. Había colgado el teléfono con el convencimiento de que fuera cual fuera el propósito de Pedro ya llevaba un paso, posiblemente dos, de delantera sobre ella y cualquiera de Lenape Bay.

Con una velocidad y energía que no había sentido en muchos años, se había vestido y llegado a la ciudad a tiempo de llegar a la reunión. Si la mirada divertida en los ojos de Pedro significaba algo, no debía haberse dando tanta prisa. Miró la silla a su izquierda, como si intencionadamente la hubiera dejado vacía para ella.

Pedro observó que toda una gama de emociones pasaba por su rostro. Tenía un aspecto sensacional. La noche anterior le había parecido cansada, desgastada y lo inesperado de su llegada le había pillado por sorpresa. No quería que se diera cuenta de sus pensamientos, pero la luz del día acentuaba el color avellana de sus ojos, los reflejos de miel en sus cabellos, la blancura de su piel.

Se había puesto un traje gris con una camisa blanca y una falda que sólo era un poco corta. Muy de mujer de negocios, pero, al mismo tiempo, le sentaba perfectamente, resaltando cada una de sus curvas y la esbeltez de sus piernas.

Había olvidado sus piernas. Las recordó por un breve instante enlazadas en torno a su cintura. Supo que había mirado demasiado en el momento en que volvió a observar al resto del grupo. Todos le contemplaban con ansiedad. Tomó un sorbo de agua para dar tiempo a que Paula rodeara la mesa y se sentara en el único asiento vacante que estaba a su lado. Aclaró su garganta para proseguir y abrió su portafolios para sacar algunas carpetas que pasó para que se distribuyeran.

—Pues como iba diciendo, tengo una propuesta que exponerles para que la consideren. Si se toman un momento para leer la primera página del documento que les acaban de entregar, verán que mi propuesta implica una propiedad al norte de la ciudad, en Maiden Point.

—Es el proyecto de urbanización que abandonó la Compañía Richard —dijo el señor Antonelli.

Poseía dos pastelerías de la ciudad. Pedro estaba informado de que había perdido una bonita suma cuando el antiguo proyecto, combinación de hotel y apartamentos, se había hundido.

—Sí —dijo Pedro—. Estamos interesados en retomarlo y llevarlo a cabo.

Un murmullo recorrió la sala mientras el impacto de las palabras de Pedro se dejaba sentir.

—¿Estamos? ¿Quiénes? —preguntó Pablo.

—Un consorcio de inversores que he reunido al cabo de los años. Siempre estamos a la búsqueda de buenas oportunidades. En los últimos tiempos, con la caída del mercado de la propiedad inmobiliaria, se ha convertido en un negocio provechoso para nosotros comprar propiedades a las que se les ha ejecutado la hipoteca y reorganizar o completar el trabajo que se había comenzado. El proyecto de Maiden Point se adecua a estos criterios perfectamente.

—Pero fue a la bancarrota porque no tuvo compradores. El mercado todavía está muerto. ¿Cómo piensa vender las unidades acabadas? —preguntó uno de los asistentes.

—Buena pregunta —repuso Pedro—. Y la respuesta es muy sencilla. El precio. Ya que el proyecto continúa siendo una amenaza para el banco de Pablo, estoy seguro de que estará dispuesto a venderlo por una bicoca. ¿Me equivoco?

Todos los ojos se volvieron hacia Pablo, Pablo sintió que se le encogía el corazón. Quería a su hermano a pesar de sus diferencias, pero eso no quería decir que ignorara sus debilidades. Aunque nadie lo decía en voz alta, todos estaban de acuerdo en que no era sino la sombra del hombre que su padre había sido. Claudio no hacía pie en aquellas aguas profundas. Tras haber sido un héroe del fútbol y haber conseguido una carrera mediocre, no estaba capacitado para aquella tarea. El banco, y la ciudad junto con él, se había resentido de su administración inepta.

—Bueno, no lo sé —contestó Pablo—. Tendremos que discutirlo, Pedro.

—Naturalmente, estaré a disposición de todos ustedes para aclarar cualquier duda o pregunta —dijo Pedro—. Pero he hecho mis deberes, Pablo. Mis informes demuestran que cada mes que la banca Chaves conserva esa propiedad pierde dinero. Creí que estarías contento de que un grupo de inversores viniera y te la sacara de encima.

—Un momento…

—No, espera —dijo Pedro arrojando la carpeta sobre la mesa con un ruido seco—. Estás en dificultades. Todos están en dificultades. Lenape Bay se está muriendo, lenta pero inexorablemente, como todas las restantes ciudades de la bahía. Está muy claro que el volumen de negocios ha bajado más de un treinta por ciento, por hablar sólo de la última temporada. ¿Cuánto tiempo creen que pueden seguir así? Este proyecto va a atraer al área trescientas familias nuevas por semana, todas las semanas de la temporada. Atraeremos a una generación entera de gente nueva. Lenape Bay necesita ponerse al día y Maiden Point sólo es el primer paso.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 11

 


Pedro contempló la sala de reuniones del Chaves Central Bank. Estaba solo, sentado a un extremo de una enorme mesa de caoba. El aire acondicionado ronroneaba y el sol entraba filtrado por unas persianas verticales.

Recordó la última vez que había estado en aquella habitación. No le habían invitado a sentarse, y mucho menos en la silla presidencial. No, aquella silla estaba reservada en exclusiva para un hombre, y aquel hombre era el presidente, Claudio Chaves.

Había sido un día helado de febrero, pero mientras Pedro estaba de pie frente a Claudio, el sudor le había corrido a raudales por la espalda. Recordaba el miedo que había sentido al enfrentarse con aquel hombre, el sombrero entre sus manos nerviosas, para pedirle un préstamo y salvar lo que quedaba del negocio de su padre. Y aún más, recordaba la humillación de haber tenido que arrastrarse ante Chaves, algo que su padre jamás habría hecho por muy mal que se hubieran puesto las cosas.

Pero Mauricio Alfonso había muerto en un accidente seis meses antes y Construcciones Alfonso se iba rápidamente a pique. Su madre había intentado mantener la empresa a flote, sin embargo los clientes se habían mostrado recelosos de hacer negocios con ella y con su hijo de diecinueve años. Habían perdido contrato tras contrato, hasta que no pudieron seguir pagando las facturas de los materiales.

El banco que les había concedido los préstamos estaba a punto de ejecutarlos y Pedro había jurado que haría cualquier cosa para evitarlo, aunque eso significara humillarse ante el todopoderoso Claudio Chaves.

Se daba cuenta de que había sido una broma cruel siquiera imaginar en Claudio la generosidad de ayudar a cualquiera en aquella situación, pero sobre todo a él, al hijo de Mauricio Alfonso. Mauricio y Claudio habían roto relaciones hacía tiempo. Mauricio, harto del despotismo de Claudio, había mudado su cuenta y la tramitación de sus negocios a otro banco en una ciudad cercana. Claudio odiaba perder el control de cualquier cosa en Lenape Bay, y el hecho de que Construcciones Alfonso hubiera sido un negocio floreciente durante unos años lo llevaba clavado como una espina en el corazón.

Con todo, Pedro había sido lo bastante valiente como para dirigirse a él en busca de ayuda. Nadie se había sorprendido más que el propio Pedro cuando Claudio aprobó el préstamo utilizando una segunda hipoteca sobre su casa como aval. Incluso le ofreció a su madre trabajó para que cuidara del caserón que se alzaba sobre la bahía. Le había parecido la solución a todos sus problemas.

Pedro frunció el ceño ante su propia candidez. Aquel dinero fue utilizado para pagar los materiales, pero no tardó en descubrir que no podía continuar sin más dinero para pagar a los obreros y nuevos materiales. Claro que Claudio lo había sabido desde el principio y le negó más préstamos aduciendo que su familia carecía de avales. Hubo de venderse todo y la compañía quebró. Cuando todo terminó, se habían quedado sin un céntimo. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que Claudio no sólo era el jefe de su madre, sino que también tenía su hipoteca. Había conseguido poner a los Alfonso donde los había querido desde el primer momento, en la palma de su mano.

Pedro juró devolverle la jugada por cómo se había aprovechado de ellos y les había manipulado. Sin embargo, a los diecinueve años sus oportunidades de hacer daño a la banca Chaves eran limitadas, por decirlo de una forma suave. No obstante, Pedro encontró una manera de vengarse, aunque fuera a un nivel exclusivamente personal.

Pedro había perseguido metódicamente y sin descanso a la niña de los ojos de Claudio y de toda Lenape Bay. Funcionó hasta que le salió el tiro por la culata.

Pablo entró en la sala de juntas seguido de un grupo de hombres. Conforme los presentaba, saludaban e iban a ocupar su puesto en torno a la mesa. Uno o dos rostros familiares se acercaron a estrecharle la mano e intercambiar saludos, pero, en su mayoría, los hombres de negocios de Lenape Bay no querían mezclarse con él hasta no oír lo que tenía que decirles.

Pedro consultó su reloj. Eran las ocho y cinco de la mañana. Se sentía despejado, alerta, listo para la acción. El grupo ambiguo que se desplegaba ante él parecía todo lo contrario. Por eso había pedido que se celebrara aquella reunión. Hacía mucho tiempo que había aprendido que un madrugador contaba con una notable ventaja. Durante años se había forzado a levantarse al amanecer, nadar antes de ducharse y tomarse una buena dosis de café para calentar motores.

Esperó y observó mientras los termos de café pasaban de mano en mano. De vez en cuando alguien cruzaba la mirada con él, a lo que respondía con una ligera sonrisa. Esperaba las miradas de curiosidad, pero descubrió que disfrutaba con las de nerviosismo. Estaban asustados y eso era bueno. Cuanto más asustados estuvieran, más fácil le resultaría.

Hacía mucho tiempo que no veía al pleno del ayuntamiento en aquella sala. Había un par de caras nuevas, pero, en su mayoría, excepto el gran Claudio Chaves, eran los mismos hombres que habían mandado en Lenape Bay desde que él había nacido.

Le echó un vistazo a Pablo y se dijo que tendría que conformarse con él. Cuando Pedro se había enterado de la muerte de Claudio se había quedado tan inmóvil como si hubiera metido la cabeza en un avispero. Todos sus planes y sus ideas habían nacido para hacerle daño a Claudio y el que el hombre se le hubiera muerto le parecía muy injusto. Le había deprimido tanto que había necesitado bastante tiempo para decidir lo que quería hacer. Sin embargo, por mucho que lo meditase, una cosa seguía siendo cierta: todos los Chaves eran responsables de lo que le había pasado a su familia, y todos lo pagarían.

Pablo le sonrió. Pedro estudió su pelo escaso y su barriga. Había empezado a parecerse al viejo Claudio. Pedro le devolvió la sonrisa.

«Sí, servirá perfectamente».

Ya estaba bien de pensar en el pasado. Volvió a consultar su reloj. Paula se retrasaba. No la había invitado, pero estaba seguro de que se enteraría a tiempo de la reunión. Una lástima, ya era hora de comenzar.

—Caballeros —comenzó—. Estoy seguro de que todos se preguntan por qué he vuelto a Lenape Bay. Bien, estoy aquí porque…

—Dispensen —dijo la secretaria de Pablo, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Señor Chaves?

—¿Qué pasa, Bárbara?

—Es la alcaldesa Wallace. Quiere saber si puede entrar. ¿Es correcto?

Pablo miró a Pedro.

—No faltaba más —dijo el último.





ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 10

 


Paula no se sintió capaz de preguntarle a su padre y su hermano declaró que él no sabía nada. Intentó ponerse en contacto con su madre, pero la señora Alfonso dejó de trabajar para su familia el mismo día en que Pedro se fue de la ciudad. 

Cuando fue a verla, la mujer le dio con la puerta en las narices. En septiembre, no tuvo más remedio que marcharse a la universidad y aprovechar la beca que había ganado. Cuando la madre de Pedro puso su casa en venta y se marchó, pareció un caso cerrado.

Pedro nunca escribió, nunca llamó, y el dolor se clavó hondo en su corazón. Su hermano se burló de ella recordándole que Pedro «había conseguido lo que quería» para después desaparecer en busca de cielos más azules. Llegó a llamarle cobarde, y aunque su corazón no quería creer a su hermano, la realidad era muy difícil de ignorar.

Los rumores siguieron llegando. De vez en cuando, alguien que se tropezaba con Pedro al cabo de los años, pero nada más. Nunca una noticia directa.

Hasta aquel momento.

Paula se preguntó que andaría buscando. ¿Por qué había vuelto? No podía pretender que retomaran sus relaciones, había asesinado cualquier sentimiento que ella hubiera podido albergar por él hacía años. Durante mucho tiempo lo había odiado, ya no. No lo amaba, no lo odiaba, no sabía lo que sentía por él. La única cosa de la que podía estar segura era que no confiaba en Pedro.

Contempló el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche. Su primer pensamiento había sido llamar a su hermano, pero si no había vuelto de Boston tendría que dejarle un mensaje a su mujer. Prefería no tratar con Lore a menos que fuera absolutamente necesario. Lorena era todo un modelo de ama de casa, pero demasiado repipi para su gusto. Con los años, ella y Paula habían desarrollado una relación amistosa, pero distante. Podía intentar localizar a su hermano, sin embargo sabía que eso era lo que Pedro esperaba.

Una vez más deseó que su padre estuviera vivo, aunque se preguntó qué habría hecho en aquella situación, los Alfonso le habían dejado perplejo incluso a él. Eran unos rebeldes, y la mentalidad conservadora de un banquero no podía tolerar lo que calificaba como «los de su clase». Mauricio Alfonso le había desafiado al llevar su cuenta bancaria a otro sitio y Claudio nunca se lo había perdonado.

A su muerte, la animosidad de Claudio se centró en su hijo, Pedro. Ningún otro era capaz de despertar su ira como él. Cuando Pedro era joven, Claudio simplemente le desaprobaba, no permitía que sus hijos se mezclaran con el chico. Pero cuando llegaron al instituto, la actitud de Claudio se convirtió en abierta hostilidad. El hecho de que la señora Alfonso les limpiara la casa sólo parecía exacerbar la situación.

Quizá Claudio había presentido el interés de Pedro por su hija antes de que se manifestara, ella no lo sabía. No obstante, su relación de camaradería levantaba ampollas en la casa de los Chaves. Tendría que haberse figurado que estaba destinada a acabar violentamente.

Paula siempre había sido sensible a los agravios que Pedro soportaba de su padre y de todo el pueblo. Nunca tuvo el valor de decírselo, pero sabía que su rebeldía era pura y simple rabia. Nunca supo exactamente qué la había desencadenado, pero las cosas habían ido de mal en peor al poco de que su padre resultara muerto en un accidente de coche y todo su negocio de construcción se perdiera.

Pedro se había puesto imposible, rompiendo todas las normas y convirtiéndose, con su moto, en una fuente de irritación para toda la ciudad. No hacía falta ser un genio para saber que su padre, él y ella se hallaban en un curso de colisión, sólo era una cuestión de tiempo.

Paula cerró los párpados con fuerza y suspiró. Sus emociones estaban sobrecargadas y necesitaba levantarse temprano para hablar con su hermano antes de que se fuera al banco.

Comprobó el despertador y se tapó con el edredón, haciéndose un ovillo. Justo antes de dormirse, tomó nota mental de que debía vestirse con cuidado para el día siguiente. Prometía ser una jornada interesante.