jueves, 10 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 58

 


Las manos recorrieron su cuerpo victoriosamente. Su sexo pugnaba por liberarse de la prisión de los pantalones. Se los desabrochó e introdujo la mano. Estaba duro, ardiente, hinchado.

—Paula.

—Me amas, Pedro. Lo sabes. No podrías estar así si no fuera verdad.

—No es amor, pequeña. Es sexo.

—Demuéstramelo.

Los ojos azules se oscurecieron ante el desafío. La alzó en brazos para subirla al mostrador. En menos de un minuto su ropa interior se apilaba en el suelo y el estaba entre sus piernas. Con un impulso salvaje entró en ella.

Paula se regocijó ante su urgencia. Le echó las manos al cuello y, rodeando su cintura con las piernas, hizo que se recostara encima de ella.

Los documentos se desparramaron sobre el suelo mientras ellos hacían el amor de una manera frenética, como si fueran las únicas personas sobre la tierra y supieran que jamás volverían a encontrarse.

Entonces, de repente, todo se tranquilizó. Adoptaron un ritmo suave en el que los besos de Pedro eran una lluvia cálida sobre su rostro. Le abrió la blusa para besarle los pechos. Cuando la miró a los ojos descubrió que estaba llorando. Un pequeño arroyuelo que se perdía en sus cabellos.

—Te amo —dijo ella cuando le secó las lágrimas.

Estaba decidida a que lo supiera por mucho que se negara a creerla. Pedro cerró los ojos ya que no podía hacer oídos sordos a sus palabras. Le hizo el amor con toda la ternura que había estado atesorando en el fondo de su alma. Había estado escondida tanto tiempo que había olvidado la sensación de dar libremente tanto cariño y perdió la noción del tiempo, de la razón, de sí mismo.

Pedro se incorporó arrastrándola consigo. Paula se balanceó en el borde del mostrador. La colmaba al ritmo de una música interna y erótica que surgía de las entrañas de sus cuerpos y tuvo que aferrarse a sus hombros para no caer. Pronto estuvo fuera de control, su cuerpo se debatía por estar más cerca, por sentirle más dentro. Ahogó sus gemidos en el hueco de su cuello.

Aquellos gemidos le volvían loco, acercándole a su propio clímax. Sintió que Paula se apretaba contra él mientras los espasmos sacudían su cuerpo como si fuera un pelele. Sus labios se buscaron con una emoción que había tardado quince años en crecer. Gritó su nombre y se dejó ir dándole todo lo que poseía, su corazón, su alma, su esencia misma.

Cuando todo terminó, no se movió. No podía. Los recuerdos antiguos y los sentimientos del presente giraban como un torbellino en su cabeza. Necesitaba tiempo para pensar. Tenía que salir de allí, alejarse de ella. Dejar la ciudad sería lo mejor. La vieja Casa de Claudio era el último lugar del mundo en el que quería estar.

Miró a Paula y descubrió que ella le estaba estudiando. Esperaba a que dijera algo. Pedro le acarició el rostro y le besó suavemente los labios.

En una cosa, Paula tenía razón. La amaba. Sin embargo, creerla era bien distinto. No estaba preparado, quizá no lo estuviera nunca. Se apartó de ella para recoger sus ropas.

—Esto no debería haber pasado —dijo él.

—¿Por qué? Es lo que pasa siempre que estamos a solas. Nos amamos. ¿Por qué debería ser diferente esta noche?

—No importa que no amemos o no, Paula. La farsa ha terminado.

Paula sintió que el corazón le bailaba en el pecho. No lo había negado.

—Nunca fue una farsa. Si lo que dices es cierto, mi padre nos engañó a los dos.

Pedro sacudió la cabeza incapaz de aceptar lo que estaba oyendo.

—Afortunadamente para ti, Claudio está muerto. No puede responder a nuestras preguntas.

—Pero Pablo no. Yo no estaba en la casa aquella mañana, Pedro. Iba a reunirme contigo.

Pedro volvió a sacudir la cabeza. Por mucho que quisiera creer en sus palabras, los viejos hábitos tardan en desaparecer. Si lo que decía era verdad alteraría lo que le había impulsado a seguir vivo durante quince años.

Pero, ¿podía ser verdad? ¿Había querido realmente reunirse con él en la cabaña? ¿Podían haber sido tan ingenuos como para dejar que otros decidieran sus vidas aquel día?

No. No podía aceptarlo. Sin decir una palabra. Fue hacia la puerta pero se volvió en el último momento.

—Si no eras tú la que estabas en la ventana de tu habitación esa mañana. ¿Quién era entonces?

—No lo sé —respondió ella.

«Pero pienso averiguarlo».



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 57

 


Paula observó que Pedro se pasaba una mano por el pelo. Estaba molesto. Había encontrado una manera de llegar hasta él. Pedro interrumpió sus pensamientos. Le habló dándole la espalda.

—¿De verdad llegaste a pensar que nunca volvería? —dijo girando lentamente—. ¿Alguna vez me has entendido? ¿No te diste cuenta de que algún día tendrías que pagar por lo que hicisteis?

Pedro. ¿De qué estás hablando? ¿Qué hicimos?

—¿Que qué hicisteis? Vamos, Paula. No saquemos los trapos sucios.

Paula fue hasta él y le puso la mano sobre el brazo.

—Por favor. Dime de qué estás hablando.

Pedro se quedó mirando la mano que le tocaba. No quería hacerlo, no quería discutir el pasado y menos con ella. Tuvo que cerrar los ojos. Pero no podía evitar que su cuerpo reaccionar ante su proximidad, sacudió la cabeza y dejó de resistirse.

—Estoy hablando de ti, de tu hermano, y, sobre todo, de tu padre y de lo que le hizo a mi familia. ¿O ya se te ha olvidado?

—No he olvidado nada. Eres tú el que parece haber olvidado cómo y por qué te fuiste. Si alguien debe disculparse eres tú y no yo ni mi familia.

Pedro la miró sin poder dar crédito a sus oídos.

—¿Así es como lo ves?

—Sí, así fue como sucedió.

Pedro había creído que no podía volver a hacerle daño pero se daba cuenta de lo equivocado que había estado.

—¡Dios! Mira que eres cínica. Tendría que haberlo imaginado. Me siento igual que cuando te vi en tu ventana aquella mañana. Esperaba que salieras corriendo hacia mí. ¿Sabes? Esperé mucho tiempo. Esperé aguantando las burlas de Pablo y sus amenazas de llamar a la policía, pero seguí esperando. ¡Qué imbécil! Y tú, con toda frialdad, cerraste las cortinas y te alejaste de la ventana.

Pedro la cogió con fuerza de los brazos y la sacudió.

—Todavía siento el sol quemándome en la nuca mientras te esperaba. Todavía puedo oler el polvo del camino. Fue uno de esos momentos que no se olvidan en toda la vida —dijo soltándola—. Al menos yo nunca podré olvidarlo.

Paula le cogió de la muñeca antes de que él se diera la vuelta. El corazón le latía con fuerza.

—¿A qué te refieres? ¿Cuándo fuiste a la casa?

—La mañana después del baile. Nunca apareciste en la cabaña. Claudio sí. Me dijo que no ibas a ir. No le creí y fui a buscarte.

—Eso es una estupidez. Mi padre no sabía nada de la cabaña.

—¿Ah, no? Pues ya me contarás quién era el que apareció con un bate de béisbol dispuesto a partirme la cabeza por haber pasado una noche de sexo con su hija menor. Presumió de que le habías dicho dónde estaba la cabaña.

Pedro, jamás le dije a mi padre dónde estabas. Después de que él se fuera al trabajo, hice el equipaje y fui a buscarte por el camino de las dunas. Cuando llegué ya no estabas y nunca más volví a saber de ti.

El corazón de Pedro amenazaba con salírsele del pecho. ¿Por qué le hacía aquello? ¿Por qué se lo contaba después de tanto tiempo?

—No mientas, Paula. No tiene sentido.

Paula sintió pánico aunque no sabía bien de qué. Algo terrible estaba pasando allí. ¿Qué había hecho su padre? ¿Los había manipulado a los dos para que se traicionaran? No sabía lo que había pasado aquel día, lo único que sabía era que tenía que convencerle de que ella no había tenido nada que ver.

—No estoy mintiendo. ¿Cómo pudiste creer una cosa así? Yo te amaba, Pedro —dijo abrazándole—. ¡Dios Santo! Te amo todavía.

Le costó un momento darse cuenta de que Pedro no respondía a su abrazo. Tenía los brazos caídos a los costados, el cuerpo rígido. Paula le soltó y retrocedió un paso.

—Te vi en la ventana de tu casa, Paula —dijo él en un susurro mortífero—. Vi cerrarse las cortinas. No estoy loco, no soy un estúpido. No intentes escamotear la verdad.

No la creía. Pero, ¿por qué tenía que creerla? Si estaba en posesión de la verdad, ¿cómo iba a creer lo que un Chaves le dijera? La huella de las mentiras era demasiado clara como para negarla. Se sentía apenada y asustada. Apenada por el ayer. Asustada por el futuro. Necesitaba encontrar una manera de llegar a él, de hacerle creer en ella.

La acarició la cara.

—No lo intento. Créeme, por favor. Te juro que es la verdad.

Pedro la agarró por las muñecas con la intención de apartarla de un empujón. Pero cuando Paula alzó los ojos hacia él, la visión de sus lágrimas le desgarró el corazón. Sin pensar en las consecuencias, tomó posesión de sus labios en un beso desprovisto de alegría, teñido de frustración, donde la pasión y el remordimiento bebían en la misma copa.

Paula buscó su lengua con todo su ser. El instinto le decía que podía ser la última vez que le besara. Se aferró a aquel beso como si fuera la única tabla de salvación.

En realidad, era su última oportunidad de llegar a él.

Pedro rompió el beso pero ella se negó a que la apartara. Le puso la mano en la nuca y le atrajo hacia sí besándole con furia. Pedro se rindió y ella se aprovechó de su capitulación.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 56

 


Sus caras habían quedado a pocos centímetros. Pedro alzó la mano y le acarició el rostro con las yemas de los dedos.

—Puedo negarlo todo. Y tú me creerías, Paula. Lo sabes perfectamente.

Paula sintió que una sacudida le recorría el cuerpo. Incluso en aquellos momentos, sus caricias eran eléctricas. Su respuesta era inevitable. Estaba tan condicionada como el perro de Pavlov.

Le miró a los ojos y supo que tenía razón. Podía convencerla de que se había equivocado. Tenía el poder de hacerle dudar de lo que veía con sus propios ojos. Era patético, pero sabía que le creería.

Soportando el dolor, Paula se apartó de él.

—Sabes que puedo ir directamente a Pablo con esta información.

—Adelante. Ya no se puede hacer nada. El contrato se ha cerrado, todo ha acabado. Los contratistas querrán que les paguen. En el fondo es divertido.

—¿Por qué, Pedro? ¿Por qué me lo cuentas?

—Porque ya te habías imaginado casi todo. Y pensaba que mis motivos debían de ser más claros para ti que para nadie.

—Siempre has sentido lo mismo por mi familia —dijo ella—. Nos odias, nunca he comprendido la razón. Ya sé que no le gustabas a mi padre, pero él hizo lo que pudo por ayudar a los tuyos. Sé que es verdad.

—Claro que nos ayudó. Fue él quien provocó la bancarrota de la empresa de mi padre. Nos ayudó hipotecando nuestra casa y utilizando esa hipoteca como amenaza para echarme del pueblo.

—¡Mentira! —gimió ella—. Mi padre era un hombre honrado.

—Tu padre era un bastardo.

—¡No te atrevas…!

—Claro que me atrevo, pequeña. Claro que me atrevo. Lo único que siento es que papaíto no esté vivo para ver lo que ocurre con su precioso banco.

—No puedes hacerlo, Pedro.

—Ya está hecho.

—Pablo está metido hasta el cuello y ahora está acabado. Le fue fácil mientras sólo tuvo que ser el chico de los recados de papá. Pero ya no tiene a nadie. Le ha llegado la hora de pagar.

—Pablo nunca te hizo daño. Tu victoria está vacía.

Pedro se la quedó mirando un momento.

—Pablo tendrá que servirme.

—¿Qué pasará con la otra gente? ¿Los Antonelli y los demás de quienes decías que eran buena gente? Los aplastarás.

—Los inocentes salen heridos a veces.

—¡Inocentes! ¿Como tú? ¿Como tu madre? Siento todo lo que te hizo mi padre, Pedro. Si pudiera cambiar el pasado, no dudes de que lo cambiaría. Lo único que puedo hacer es intentar que no cometas el mismo error que él.

—Ya es demasiado tarde para cambiar nada, Paula.

—Nunca es demasiado tarde. No si tú quieres. Yo te ayudaré. Yo…

—¿Nunca se te ha ocurrido que quizá no quiera tu ayuda? ¿Que no quiero que cambie nada? ¿Que esto es lo que deseo?

Paula contuvo las lágrimas que amenazaban con impedirle hablar.

—Entonces, lo siento por ti —dijo en voz baja.

—Otra vez yo, ¿no? Siempre soy yo el culpable. Ni tú ni tu familia. Sólo yo. Pedro siempre ha sido el malo y siempre lo será. Pues deja que te diga algo, nena. No se trata de mí, se trata de hacer justicia.

—¿Por eso volviste? ¿Por un corrompido sentido de la justicia?

Pedro no podía creer que aquel despliegue de ingenuidad fuera genuino. La fragilidad de la que hacía gala no tenía ningún sentido para él. Soltó un taco y se apartó de ella.