domingo, 18 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 8




Paula se sobresaltó mientras preparaba un sándwich para el almuerzo. Los golpes en la puerta eran muy fuertes. Casi nunca tenía visitas, y no podía imaginar a nadie que conociera golpeando con tanta energía.


El señor González, el dueño de su apartamento, era un hombre grande, pero dudaba que fuese él, puesto que ella no le había avisado de ningún problema de fontanería últimamente. Y la señora Snedden, la vecina del apartamento del final del pasillo, solía llamar muy suavemente cuando iba a su casa, y además, normalmente lo hacía por la noche, cuando había hecho algún guiso o algún bizcocho que quería compartir.


Se limpió una gota de mayonesa del dedo con el trapo de cocina, dejó el sándwich a un lado y fue hacia la puerta para mirar por la mirilla. En cuanto vio quién era, se le paró el corazón.


Oh, Dios, era él.


¿Cómo la había encontrado?


¿Qué quería?


Paula se miró la ropa, y se dio cuenta de lo poco atractiva que estaba. No se parecía en nada a la vampiresa que Pedro había conocido aquella noche.


A pesar de que le había encantado la libertad que le había dado aquel aspecto descarado, enseguida se había dado cuenta de que no podía seguir llevándolo en su vida diaria. Sus compañeros de la biblioteca se caerían de espaldas si veían aquel cambio tan brusco y repentino, así que sólo había hecho sutiles cambios.


Actualmente su guardarropa estaba un poco más actualizado. Le había empezado a gustar la experiencia de ir de compras. Y cada mañana se tomaba la molestia de mezclar y combinar diferentes prendas para ir creando un nuevo atuendo.


Su pelo era otro cambio. Había vuelto a teñírselo de su color, pero un tono más oscuro, y se había hecho un nuevo corte de pelo que le parecía que le quedaba bien, aun sin aquel peinado voluminoso de aquella noche de su cumpleaños.


No obstante, no podía dejar que Pedro la viera así. Pensaría que estaba en casa de la hermana melliza de Paula.


Intentó que no le temblase la voz y preguntó:
—¿Quién es?


Pasó un segundo hasta que se oyó la voz al otro lado de la puerta.


—Busco a Paula… Mmm… Paula Chaves.


Su familiar tono de voz la hizo estremecerse. Aunque por un lado estaba en estado de shock por su inesperada aparición, por otro estaba encantada de que Pedro se hubiera molestado en buscarla. Y de pronto sintió ganas de volver a hablar con él.


—¡Pedro! ¡Qué sorpresa! —respondió ella, corriendo hacia el dormitorio—. Espera un momento, ¿quieres? Enseguida salgo.


Se quitó las sandalias y el vestido rápidamente, y buscó en el armario algo más apropiado para la mujer que él creía que era.


Se tuvo que conformar con un vaquero blanco ajustado y una camiseta escotada de color rosa con una enorme flor adornando uno de sus senos. Aquellas nuevas adquisiciones le demostraban que ciertamente tenía un lado femenino, aunque estuviera un poco escondido.


Para completar el atuendo, se puso unos pendientes de plata y un par de zapatos bajos de color rosa. No era ropa tan descarada como la que Pedro podría esperar, pero era un cambio, comparado con lo que solía usar ella.


Volvió corriendo, se detuvo un momento para serenarse y abrió apenas la puerta.


¡Dios! ¡Estaba más guapo de lo que lo recordaba! Llevaba el pelo un poco despeinado, como si se hubiera pasado los dedos por él unas doce veces mientras esperaba. La miraba achicando sus ojos castaños, como con desconfianza, pero por lo demás, parecía muy relajado. Llevaba unos pantalones verde musgo a juego con la chaqueta, y debajo una camisa marrón.


Estaba para comérselo, como habrían dicho algunas adolescentes que iban a la biblioteca.


—Hola, Pedro —lo saludó casi sin aliento, con cuidado de no abrir demasiado la puerta para que no pudiera ver su apartamento.


Tenía miedo de que si veía su sofá estampado con flores, los gatos de cerámica y la sosa decoración de su piso, se diera cuenta de que no era una vampiresa sino una ñoña, y descubriese que toda su personalidad era una farsa.


—Paula —murmuró él, casi aliviado—. Eras tú. No estaba seguro cuando te vi en la calle, pero esperaba que lo fueras —Pedro sonrió y luego miró hacia el interior de su apartamento—. ¿No vas a invitarme a pasar?


—En realidad… —Paula se dio la vuelta y agarró el bolso que había dejado colgado al lado de la puerta—. Estaba a punto de salir.


—Estupendo. Iré contigo.


Aquello la dejó paralizada. Sintió un nudo en el estómago del pánico. Maldita sea. Le había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza, sin pensar que él querría acompañarla a donde fuera.


—Mmm…


—Venga —le dijo él—. Tengo el coche por aquí…


Pedro era demasiado encantador como para negarse.


Paula suspiró y dijo:
—De acuerdo, pero déjame que haga algo antes.


Antes de que él pudiera detenerla, le cerró la puerta en la cara, luego se colgó el bolso al hombro y fue hasta el teléfono.


Se inventó una historia de una emergencia personal y llamó a la biblioteca. Habló con la supervisora y le pidió la tarde libre, mientras guardaba en el frigorífico la mayonesa, la lechuga y el fiambre que había sacado antes.


Marilyn, gracias a Dios, fue muy comprensiva, pero Paula se preguntó cuántas veces más podría llamar a su trabajo sin que sospechasen o sin que perdiera el empleo.


Después de colgar, abrió nuevamente la puerta y salió al pasillo. Cerró el apartamento.


—Entonces, ¿estás lista? —Pedro se frotó las manos, sonriendo.


Paula asintió y caminó delante de él.


Pedro la alcanzó.


—¿Hay alguna razón por la que no quieres que entre en tu piso? —preguntó él, como sin darle importancia.


Su pregunta la hizo detenerse. Ella había tenido la esperanza de que Pedro no notase todos sus movimientos a hurtadillas, pero él era muy observador, al parecer.


—No, en absoluto —dijo ella, mirándolo por encima del hombro mientras iban hacia la escalera, tratando de adivinar el significado de la expresión de su cara.


Pero lo único que vio fue cierta curiosidad amistosa, y los fuertes rasgos masculinos que le provocaban aquella sensación de mariposas en el estómago.


—Sólo que… Mi casa está bastante desordenada y no he querido que la veas de ese modo.


Sí, aquello sonaba bien, pensó Paula. Una excusa verosímil.


—Quizás puedas venir otro día, cuando tengas tiempo de ordenar.


Con suerte ese día no llegaría, pensó. Porque si él descubría el tipo de mujer que era, dudaba que quisiera estar cerca de ella más tiempo.


—De acuerdo —dijo él.


Bajaron las escaleras y no hablaron casi hasta llegar abajo.


—¿Adónde vas, de todos modos?


Era una buena pregunta. No había pensado en ella cuando le había dicho que iba a salir. Luego su estómago hizo ruido, recordándole que no había comido desde aquella mañana.


—He pensado en ir a comer fuera —contestó.


—Estupendo —Pedro le abrió la puerta de cristal de la entrada del edificio, para que ella pasara primero—. Dime dónde, y vamos. Tengo el coche aparcado cerca de aquí.


Le señaló una hilera de vehículos que se hallaban junto a la acera, y ella lo siguió. Y lo siguió. Y lo siguió.


Unos bloques más allá, Pedro se detuvo frente a un Lexus plateado, y lo abrió con el mando a distancia.


Ella se detuvo antes de entrar en él. Y miró en dirección a su apartamento.


—Lo sé —dijo él, leyéndole el pensamiento, con un poco de incomodidad—. No estaba tan cerca. Pero es una hora muy mala, y tuve suerte de encontrar este sitio.


Paula estaba dentro del coche, abrochándose el cinturón de seguridad cuando se le ocurrió una pregunta.


En cuanto él se sentó a su lado, preguntó:
Pedro, sé que esto puede sonar extraño, pero… ¿cómo me has encontrado? Quiero decir, aquella noche que estuvimos juntos… —su voz se cortó, y entonces carraspeó para aclarársela—. Sé que no te dije dónde vivía.


Pedro se puso levemente rojo.


—Sí, bueno. Pensarás que estoy loco, pero me pareció verte salir de la biblioteca, así que te seguí.


—Me seguiste —repitió ella, pestañeando como una lechuza, sorprendida.


—Te he dicho que pensarías que estoy loco, pero no soy un loco que asalta a las mujeres, te lo juro —sonrió Pedro.


Luego volvió a concentrarse en la carretera.


—La verdad es que al principio no estaba seguro de que fueras tú. Te has cambiado el cabello.


Automáticamente Paula se tocó los rizos que le llegaban a los hombros. ¿Era ése el único cambio que notaba?, se preguntó.


Ahora que sabía que la había visto salir de la biblioteca a la hora del almuerzo, se daba cuenta de que la había visto con el vestido estampado con flores y los zapatos bajos que usaba para ir a trabajar. Sus prisas por cambiarse rápidamente y ponerse algo más atractivo no habrían sido necesarias.


Excepto que no quería que supiera el tipo de persona que era todavía. Sencilla, aburrida, inhibida, todo lo que había intentado ocultar aquella noche que habían pasado juntos.


Su mente intentó pensar en una excusa para justificar el haberse vestido de aquel modo. Pero luego se dio cuenta de que él no le había preguntado nada al respecto.


Se sintió aliviada. Y luego se dijo que si él le preguntaba algo simplemente mentiría. Le diría que había ido a visitar a sus padres a Virginia, y que ellos no aprobaban la ropa atrevida que llevaba normalmente. Y como la biblioteca estaba tan cerca de su casa, era normal que hubiera tenido que devolver o pedir algún libro.


—Me gusta —dijo él, distrayéndola de la historia que se estaba inventando.


—¿Cómo dices?


—Tu pelo. Me gustaba cuando lo tenías más pelirrojo, pero así también está bien. Parece suave al tacto… —él extendió la mano para tocarlo, y agarró un rizo entre el pulgar y el índice.


Paula no estaba segura de lo que estaba sucediendo, porque en realidad él apenas la estaba tocando, pero hubo una especie de descarga eléctrica que la hizo estremecerse desde el cuero cabelludo hasta la planta de los pies. Por no mencionar los lugares más recónditos de su anatomía, lugares que ella no había sabido que existían hasta que había conocido a aquel hombre.


Cuando Pedro dejó el mechón de pelo y puso la mano nuevamente en el volante, ella se sintió inmediatamente desposeída de algo.


—¿Por qué te lo cambiaste? —preguntó Pedro.


—Yo… Quería algo diferente —respondió ella.


Algo que era cierto. Hasta el punto de que lo que quería cambiar era su vida entera, no sólo su cabello.


Lamentablemente, aún no había tenido el valor de presentar su nueva personalidad a los amigos de su trabajo. Lo que confirmaba lo cobarde que era. Eso no lo cambiaba ni el maquillaje, ni la ropa nueva.


—Entonces, ¿dónde vas a almorzar?


Ella no había pensado en ello. Y todos los lugares que se le ocurrían, le parecían demasiado baratos e informales para alguien con el estilo y el gusto de Pedro.


Paula se encogió de hombros y dijo:
—Todavía no lo he decidido.


—En ese caso, te llevaré a uno de mis restaurantes favoritos. Tienen una comida muy buena y una especie de zona más íntima.


Paula tragó saliva y deseó que aquel día empezara de nuevo. Si hubiera sabido en el lío que iba a meterse, no habría hecho nada del mismo modo.


Porque… Por volver a su casa a almorzar en lugar de comer un sándwich en el trabajo… Por haber abierto la puerta a Pedro cuando él había llamado… Por haberse inventado esa estúpida historia de que pensaba ir a comer fuera… 


Ahora tendría que hablar de frivolidades con la única persona que no quería que la conociera mejor.


Casi habría preferido seguir siendo virgen.



CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 7





Pasaron dos semanas sin saber nada de Paula, y Pedro estaba cada vez más malhumorado. La noche anterior le había protestado a una de las camareras simplemente por servirle un whisky con hielo en lugar de un whisky solo, y por llevar el pelo teñido de rojo y con un peinado que le recordaba a Paula.


Aquello tenía que terminar, pensó mientras apretaba el volante de su coche.


Era evidente que ella no iba a volver pronto a su bar, teniendo en cuenta que durante los últimos trece días, cuatro horas y veintisiete minutos no había sentido ninguna necesidad de hacerlo.


Lo que quería decir que, o bien se olvidaba de ella, o tomaba otras medidas para encontrarla.


Bueno, para ser sincero, había intentado olvidarla. Había bebido, no mucho más de lo habitual en actos sociales, pero lo suficiente como para que los empleados del bar lo empezaran a mirar con curiosidad.


Había ido al gimnasio con su mejor amigo, Marcos, para cansarse y borrar su frustración con el cansancio del deporte, y sobre todo, pegando contra un saco de boxeo con los guantes.


Nada le había servido.


Y lo peor de todo. No había vuelto a tener sexo con nadie desde que Paula había desaparecido. 


Ella había eliminado su deseo por cualquier otra mujer.


Las mujeres del bar coqueteaban con él en cuanto lo veían. 


Y hasta se había permitido un poco de coqueteo con ellas. 


Pero se había dado cuenta de que lo había hecho por costumbre, sin un interés real.


Estaba tenso y enfadado. Lo que necesitaba era liberar tensiones con un encuentro físico con alguien. Pero lo cierto era que con la única que quería acostarse era con cierta mujer pelirroja y menuda llamada Paula Chaves.


Como si sus pensamientos la hubieran convocado, la vio materializarse en las escaleras de la biblioteca de la ciudad.


Le parecía que era Paula, al menos.


Frenó el coche, y luego se dio cuenta de que estaba en medio del tráfico de Georgetown. 


Levantó el pie del freno y pudo, al menos, evitar que el coche que tenía detrás chocase con él.


Miró nuevamente hacia la biblioteca.


¿Dónde diablos estaba ella? ¿La había vuelto a perder? 


«No», se dijo. Allí estaba, caminando por la acera.


Miró hacia atrás para tenerla a la vista hasta que encontrara un sitio donde aparcar. Se metió en el primer sitio que vio.


Salió de su Lexus plateado y puso monedas en el parquímetro.


Corrió por la calle tratando desesperadamente de no perder de vista a la mujer que le parecía que era Paula.


Estaba distinta. Su cabello era moreno en vez de pelirrojo. Le caía sobre los hombros en lugar de llevarlo despejado de la cara.


Su ropa también era más seria. En lugar de aquel vestido ajustado a sus curvas, llevaba uno estampado con florecillas, holgado, que le llegaba hasta las pantorrillas. Sus zapatos bajos llamaron su atención. Eran sandalias marrones.


Parecía… más terrenal, más sencilla con aquel aspecto. Y, sorprendentemente, a Pedro no le pareció menos atractiva.


Casi la había alcanzado, pero mantuvo la distancia, porque quería estar seguro de que aquélla era Paula, y no alguien que se le parecía mucho. También sentía curiosidad por saber adónde iba. Y la única forma de saberlo era seguirla.


A unos seis u ocho bloques de allí, ella giró en la entrada de un edificio de ladrillos marrones. Pedro se detuvo a la entrada, y vio que era un complejo de apartamentos, y entró antes de que la puerta de seguridad se cerrase.


Pedro pasó por delante de unos buzones que había a la derecha del portal y subió una escalera de roble, tratando de no hacer ruido, mientras oía los pasos de Paula por encima de él.


Se tomó su tiempo. No quería alcanzarla tan pronto.


En la tercera planta oyó que el ruido de sus pasos cambiaba de dirección. Pedro empezó a subir los escalones de dos en dos para poder ver en qué apartamento entraba. De perfil, mientras la observaba meter la llave en la cerradura, se parecía más a la Paula que él conocía, a pesar del cambio de aspecto.


Su corazón se aceleró ante la idea de volver a estar cerca de ella. Esperaba que al menos se alegrase de verlo, lo que era cuestionable, teniendo en cuenta el modo en que se había marchado de su apartamento, y que no había intentado ponerse en contacto con él.


Lo que le hizo preguntarse, no por primera vez, por qué él estaba tan obstinado en seguirle el rastro. Esperaba que sólo fuera un caso de orgullo herido, puesto que ella había sido la única mujer con la que había tenido una aventura que no había intentado que la relación con él fuera más que un ligue de una noche.


En el momento en que ella entró en su apartamento, Pedro caminó en dirección a él y levantó una mano para llamar a la puerta.



CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 6




Con un bostezo, Pedro se despertó.


Dios. Se sentía bien. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan fresco.


Probablemente tuviera algo que ver con Paula. 


Sonrió pícaramente al recordar su cara, sus ojos asombrados, y todo lo que habían hecho durante la noche.


Como norma, no dejaba que las mujeres se quedasen a dormir en su cama. Las llevaba a casa.


Pero con Paula… La idea de pedirle que se marchase no se le había ni cruzado por la cabeza. Al contrario, había estado dispuesto a inventar razones para que se quedase, si ella hubiera querido irse. Y después de haber hecho el amor dos o tres veces, había estado contento de dormir con ella en sus brazos.


Con suerte, tal vez ella aceptase otro round aquella mañana. 


Deslizó la mano por el colchón para tocar su cabello rojizo, o sus suaves pechos. Pero ella no estaba allí.


Pedro pestañeó para aclararse la visión y registró la cama con la mirada. Ella no estaba a su lado. Se incorporó y vio su ropa tirada en un sofá. 


La ropa de Paula no estaba.


Sonrió. Seguramente se habría despertado antes que él y habría ido a la cocina a preparar el desayuno. Su estómago se quejó de hambre. 


No era mala idea.


Se levantó y se puso el pantalón de un pijama de satén negro. Luego salió descalzo de la habitación hacia el salón y la cocina.


Se detuvo en medio del pasillo tratando de escuchar señales de la presencia de Paula. El abrir y cerrar de un armario, el ruido metálico de cubiertos. Pero hubo un silencio sepulcral. 


Si Paula estaba allí, estaba tan callada como un fantasma.


Pero ella se había ido.


Después de mirar en todo su apartamento volvió a la cocina a preparar una taza de café.


Era una pena que Paula no estuviera allí. 


Podrían habérselo pasado muy bien aquella mañana. Podría haberla llevado a desayunar fuera, o demostrarle sus habilidades culinarias haciendo una de sus famosas tortillas francesas. 


Y además, podría haberle hecho otra vez el amor.


Cuando vio la nota sobre la encimera, sintió una punzada de pena, seguida de irritación.


Gracias por hacer de mi cumpleaños un día especial, ponía la nota.


Ni siquiera se había molestado en firmarla.


Pedro juró entre dientes mientras arrugaba la nota en su mano y la tiraba en dirección al cubo de basura. La bola de papel chocó contra la pared y cayó detrás de un armario.


¿Por qué le molestaba tanto aquello? 


Generalmente le gustaba despertarse solo después de una noche de sexo.


Pero podría haberle dicho «adiós» personalmente; podría haberle dado su número de teléfono, o podría haberle dicho dónde vivía. ¿Cómo iba a poder encontrarla sin más datos personales?


«¿Encontrarla?», pensó. ¿Desde cuándo él quería ver a una mujer más de una vez, a excepción de a su exesposa?


Tampoco le ayudaba el saber que era virgen. 


Era posible que ella pensara que él no se había dado cuenta, pero él lo había notado. Había notado su tensión, y cuando él se había adentrado en ella completamente, ella se había puesto rígida y la había visto morderse el labio inferior para evitar gritar.


Se preguntaba por qué no se lo había dicho antes de que las cosas llegaran a ese punto. Él no había sido rudo con ella, pero habría sido aún más suave si lo hubiera sabido. Lo habría hecho más despacio.


Y luego se preguntó si aquél no habría sido el motivo de toda aquella historia. ¿Era por eso por lo que le había agradecido el haber hecho un día especial de su cumpleaños?


Casi se había marchado con aquel tipo. Y luego había aceptado de buen grado que él la llevase a su casa. ¿Habría sido ése el plan desde el principio? ¿El buscar a alguien que le quitase el peso de su virginidad?


No estaba seguro de qué edad tendría. Pero parecía demasiado mayor para no haber estado nunca con un hombre. Sobre todo con ese cuerpo, ese pelo, y ese aspecto de mujer atrevida.


Pero si sus sospechas eran ciertas…


Se sintió utilizado.


Era curioso sentirse así siendo un hombre que había tenido tantas relaciones de una sola noche. Y no le gustaba en absoluto.


Sacó la nota de Paula de detrás del armario y la alisó.


Entonces, quizás fuera él quien la buscase. 


Había unas cuantas preguntas que querría hacerle si algún día se encontraba con ella. 


Seguramente volvería algún día a su club. No tenía más que poner en guardia a los empleados del club para que le avisaran si veían a aquella mujer menuda de ojos de color chocolate y una risa que derretiría los huesos de cualquier hombre.


Con ese pensamiento, puso la cafetera y se marchó a su dormitorio a ducharse y vestirse. Si iba temprano al club podría ponerse al día con el trabajo de oficina que tenía atrasado, así como hablar con los empleados a medida que fueran llegando, para que estuvieran pendientes de Paula.


La encontraría. Y entonces tendrían una conversación.