miércoles, 3 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 3



El también parecía diferente, pensó Pau cuando se levantó y fue a abrirle la puerta. Se parecía más que nunca a un artista de cine, con sus pantalones beige y jersey.


—Hola otra vez —le dijo.


—Hola.


Eso fue lo único que Paula le pudo decir. Se preguntó por qué se sentía tan contenta.


—He pensado que podíamos ir a Beno's —le dijo él mientras arrancaba—. No está muy lejos. ¿Te gusta la cocina italiana?


—Sí.


—Perfecto. Y ahora que ya hemos acordado eso, ¿qué tal si nos presentamos? Yo soy Pedro Alfonso, ¿y tú?


—Paula Chaves


Entonces se dio cuenta de que ahora él podía saber quien era de verdad.


Pero Pedro no pareció darse cuenta.


—Paula. Me parece un nombre bonito.


—Aburrido.


—No me lo parece. Me gusta.


—A mí no. Prefiero que me llamen Pau a secas.


—De acuerdo, Pau. ¿Has vivido siempre en Wilmington?


—Casi. Por lo menos, este es mi hogar.


—Y nunca te he visto con anterioridad —dijo él agitando la cabeza—. Este debe ser mi día de suerte. ¿Desde hace cuánto que estás trabajando para…? ¿Quién vive ahí?


¿La estaba probando?


—¿No lo sabes? Tú también trabajas allí.


—Para Pablo Dugan. Él se limitó a pedirme que hiciera esos parterres.


—Ah.


Pau pensó que entonces no sabía quien era ella y le agradó… Ahora era sólo una chica normal en una cita normal con un tipo normal.


—Debería pagarle —dijo él.


—¿A quien?


—A Pablo.


—¿Por qué?


—Allí te he conocido, ¿no?


—Oh.


Se habían detenido en un semáforo y él la miro. Pau se quedó como hipnotizada por esa mirada. Estaba serio, como si la viera de una forma especial.


—Supongo que también se lo debo a la cocinera. Fue el mejor café que he probado en mi vida.


—¿Oh?


—Tal vez porque me lo trajiste tú. ¿Sabes que tienes los ojos azules más brillantes y el más bonito cabello pelirrojo que he visto en mi vida? Dime, ¿es natural?


—Y tú dime a mí. ¿Siempre ligas de forma tan descarada con todas las chicas que conoces?


—Sólo con las bonitas —respondió él sonriendo de nuevo.


—¿Y luego?


—¿Luego qué?


—¿Qué haces con ellas? ¿Seleccionas a la más guapa o les das turnos?


—Ah, vamos, estaba bromeando. No me dedico a ir por ahí ligando. De verdad.


Pareció tan avergonzado que ella no pudo evitar meterse con él.


—Entonces será mejor que tengas cuidado si no les haces caso. Las mujeres somos criaturas vulnerables.


—¡Vamos! Sois tan vulnerables como una pared de granito. Además, hablando de chicas guapas, en una escala del uno al diez, tú das un diez.


Ella le sonrió.


—Ya me lo han dicho.


—Supongo. De todas formas, es más que eso. Me refiero a que seas guapa. Eres… diferente. Yo mismo no lo entiendo. Normalmente no hago estas cosas.


—¿Qué cosas?


—Esta. Una cita. No tengo tiempo. Pero esta mañana, cuando te vi allí… Bueno, fue como si no quisiera que te marcharas. Quise saberlo todo de ti. Quién eras, qué haces, qué te gusta, qué no te gusta… Entonces, ¿qué es lo que haces todo el día en una casa tan grande?


—Oh, de todo —respondió ella y la garganta se le secó de repente, aquel era un terreno resbaladizo—. Me prometiste que sería yo la que te conocería a ti. Así que dime. ¿Qué es lo que haces además de parterres de flores para Pablo?


—De todo. O, tal vez debiera decir que cualquier cosa… de abonar a arreglar jardines.


—¿Oh?


—Muy bien, ya estamos —dijo él entonces mientras se metían en un aparcamiento abarrotado.


Ella miró al poco pretencioso edificio. No parecía suficientemente grande como para albergar a toda esa gente. A Pedro le costó encontrar un sitio libre y, cuando lo hizo, ella fue a abrir la puerta, pero él llegó antes.


—Espero que no tengamos que esperar —le dijo Pedro cuando le abrió la puerta y la ayudó a salir.



EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 2




Cuando volvió a su habitación miró por la ventana, pero él ya se había ido.


No importaba. Lo vería esa noche, pensó y se sorprendió al notar la excitación que eso la producía.


Era estúpido. Ni siquiera lo conocía. Lo había visto por sólo… ¿cinco minutos?


Se sentó en un sillón al lado de la ventana y volvió a mirar al jardín. Ahora estaba lloviendo.


Una lluvia a medias de invierno y primavera. Era invierno cuando conoció a Gaston.


Gaston Johanson. Rubio, ojos azules, alto, fuerte. Parecía un vikingo o un dios griego, dominando las montañas nevadas. Todas las chicas de la estación de esquí se volvieron locas por él. Ella también. 


Y la eligió a ella.


Hubiera ido con él al fin del mundo con sólo lo puesto. Había sabido que estaría a salvo en sus brazos. ¿No había esquiado por los sitios más difíciles de Nevada? Un nombre que podía conquistar semejantes montañas podía… volverse un cerdo egoísta y espantoso cuando se enfrentaba al mundo real.


Ella no se lo podía creer. Incluso cuando la dejó como el cerdo que era, lo había esperado. Se había quedado esperándolo durante tres días en esa horrible habitación de hotel. Y cuando su padre la fue a buscar pagó su rabia con él, no con Gaston. ¿Cómo podía su padre, que nunca le había negado nada, haberla apartado de Gaston, amenazarla con desheredarla si seguía con sus planes de casarse con él?


—Te ha dejado por sólo cincuenta mil dólares —le dijo su padre—. No le importabas tú, sino tu dinero.


Ella no lo creyó. Le dolía demasiado. Incluso ahora.


Luego se escapó y evadió a los detectives que su padre envió a buscarla durante tres meses. Para sobrevivir lavó platos en restaurantes. Llamó a la estación de esquí y allí le dijeron que Gaston se había ido a trabajar a Suiza. No recibió respuesta a sus cartas y se convenció a sí misma que eso era porque no las recibía.


Su primo Jeromino fue quien la encontró, ya que la conocía mejor que los detectives de su padre.


—No te engañes —le dijo—. ¡Ha recibido tus cartas lo mismo que el dinero de tu padre! Y no quiere que lo sigas. ¿Por qué te crees si no que se ha ido a Suiza? ¿Y por qué te crees que se ha llevado consigo a una chica?


—¡No lo ha hecho!


—Sí, si que lo ha hecho.


Tampoco se quiso creer eso, pero Jeronimo no la había mentido nunca. Ni tampoco su padre.


—Afróntalo, Pau. Tu padre te ha hecho un favor. Podrías tragarte tu estúpido orgullo y volver a casa.


Y lo hizo. ¿Cómo se podía seguir agarrando a algo que no estaba allí?


Jeronimo le había dicho que lo olvidara y ella le juró que lo haría.


Pero había perdido más que a Gaston.


Había perdido la confianza. Su amor se había vendido por cincuenta mil dólares.



*****


Pedro Alfonso cerró la puerta de su vieja furgoneta y se dirigió a la entrada del modesto bungalow en Lotus Street. 


La puerta se la abrió Julian, su sobrino de siete años.


—¡Pedro! —Exclamó el niño—. ¿Has venido a ayudarme con ese modelo?


—Hoy no. Tengo una cita —dijo él mientras lo seguía a la cocina.


—Hola, Pedro. Llegas a tiempo. Siéntate al lado de Paty —le dijo su cuñada.


Era bonita y estaba en los últimos momentos del embarazo. 


Tenía el cabello y la cara húmedas de sudor.


Pedro le dio un beso en la mejilla.


—Gracias, Rosa, pero no esta noche. Tengo una cita y quiero…


—¡No! —exclamó su hermano casi atragantándose con la comida.


—¡Oh, vamos, Leandro!


—¿Es Joana? —Dijo Rosa llenando su propio plato—. Me cae bien. Es muy…


—No es Joana. Es alguien que acabo de conocer… No estaría bien que la fuera a buscar en mi furgoneta, ¿verdad?


—Lo estaría si es lo único que tienes —dijo su hermano.


—Vamos, Leandro. Te diré lo que vamos a hacer. Te ayudaré con la huerta.


Leandro odiaba trabajar en la huerta tanto como amaba a su Mustang del 67. Eso tenía que funcionar.


Pero Leandro no estaba dispuesto a dejárselo tan fácil.


—Si te consiguieras un trabajo decente en vez de andar haciendo el tonto con las flores, podrías comprarte tu propio coche. ¿Cómo pretendes ganarte la vida con las flores, por Dios?


—Por lo menos es mi propio negocio. Y te recuerdo que tiene mucho potencial. Pronto no pararé de recibir pedidos y contar dividendos y tú seguirás trabajando ocho horas diarias por quince pavos la hora.


—Veinte. Es por eso por lo que tengo una casa y dos coches, mientras que tú…


—¿No me has traído un regalo, Pedro? —los interrumpió Paty.


—Sí —respondió él dejando una bolsa de choco—latinas sobre la mesa—. Compártelas con tus hermanos.


—No hasta después de cenar —dijo Rosa confiscando la bolsa—. ¿Quién es esa chica, Pedro? ¿Dónde la has conocido?


—Por ahí. Vamos, Leandro, no tengo tiempo para discutir. ¿Dónde están las llaves?



***


A Pau le costó encontrar algo que ponerse. Los vestidos de Armani y Calvin Klein no eran nada apropiados para ir a una pizzería ni para montar en la vieja furgoneta que le había visto. Por fin se puso unos pantalones de lana y un jersey a juego.


Le había dicho a la señora Cook que no iba a cenar y se alegró al ver que el ama de llaves se metía en su habitación a las cinco. Así no la vería marcharse.


Estaba esperando en la cocina cuando un brillante Mustang negro, un clásico, se acercó. No era la furgoneta que se había esperado.


Era él.


Se puso la chaqueta y se apresuró a salir.



EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 1




Desde la ventana de su dormitorio, Paula Chaves miró al hombre que trabajaba abajo, en el jardín. Se movía con una velocidad y energía que le intrigaba. Como un loco. Como si realmente disfrutara de lo que estaba haciendo. ¡Con ese tiempo! Era a principios de marzo y seguía haciendo un tiempo invernal.


Por lo menos él estaba ocupado con algo, pensó con un destello de envidia. No se limitaba a dar vueltas por esa enorme casa, en la que nadie vivía, salvo la señora Cook que, con algunos sirvientes externos, la mantenía en funcionamiento para su padre y ella tan sólo por si a alguno de ellos les daba por pasar por allí. Ella estaba allí ahora porque se había aburrido de los negocios de su padre en Japón, de la incansable persecución de Adrián y porque no había ningún otro lugar donde le apeteciera estar ni ninguna otra cosa que le apeteciera hacer.


Oh, bueno… Hacía demasiado mal tiempo para navegar y demasiado viento para jugar al golf. Tal vez pudiera hacer algo en el club.


Se puso unos pantalones de cuero y un jersey de cachemira y se dirigió a la cocina.


—Hola, querida —le dijo la señora Cook, el ama de llaves—. ¿Lista para el desayuno?


Mientras hablaba llenaba un termo de café.


Pau sonrió.


—No para tanto —afirmó señalando el termo.


—Oh, le voy a llevar esto al hombre que está trabajando en el jardín. Pensé que le vendría bien algo caliente.


—¿Jardinero nuevo?


—No. Es alguien que Pablo ha contratado para hacerle lo que haya que hacerle a las rosas en esta época del año. La artritis de Pablo no se lleva bien con este tiempo. ¿Quieres un zumo y tostadas? Te las haré en cuanto termine con esto.


—Yo lo llevaré —dijo Pau tomando el termo.


Quería ver de cerca a ese hombre.


—No te preocupes por mí, yo me haré lo que quiera. ¿Te importa si me llevo tu chaqueta?


La señora Cook asintió y ella se la puso, tomó los termos y salió por la puerta trasera.


Él no la vio acercarse, estaba en cuclillas, absorto en lo que estaba haciendo. Ella lo observó mientras plantaba un retoño en la tierra y acondicionaba el terreno con las manos desnudas, cariñosamente.


—Hola —le dijo.


Él levantó la mirada y entonces Pau contuvo la respiración. 


Era muy atractivo. Tenía un cabello abundante, oscuro y alborotado, unas pestañas espesas y ojos negros. Además de unos rasgos que bien podían ser los de una escultura clásica.


Se puso en pie con un movimiento lleno de gracia, se limpió las manos en los vaqueros y la miró con ojos risueños.


—Hola. ¿Puedo hacer algo por usted?


—No. Traigo algo para usted —le dijo ofreciéndole el termo—. La señora Cook ha pensado que le vendría bien algo caliente. Hace mucho viento.


—Me gusta cuando sopla así.


—Puede ser un viento que cause enfermedades —dijo ella tratando de leer el mensaje que se veía en sus ojos.


—No cuando trae un ángel —dijo él tomando en la mano un mechón del cabello rojizo de ella—. ¿Es natural?


—¿Usted qué cree? —Respondió ella obligándose a romper el encanto del momento y pasándole el termo—. Tome.


Luego se dio la vuelta.


—¡Hey, espere! —Exclamó él casi dejando caer el termo—. No se vaya. ¿Por qué no se toma un café conmigo? Puede usar la taza y yo beberé de la botella.


Ella no quería irse. Se volvió de nuevo y aceptó la taza que él le ofrecía. Luego le dio un trago sintiéndose un poco incómoda.


El hombre le sonrió.


—Me alegro de que se haya quedado. Vamos a presentarnos. Yo soy Pedro


—Pero yo no he venido a presentarme. La señora Cook me ha pedido que…


Entonces se dio cuenta de que la señora Cook no le había pedido nada. Había sido ella la que se había ofrecido. Y ahora… ¡Ese tipo tenía valor!


—Dile a Cook que le agradezco mucho el café y el ángel con quien me lo ha enviado.


—Gracias, pero me temo que descubrirás que no soy ningún ángel.


—¿Quieres decir que hay algo un poco diabólico en ti? Interesante.


Aquello ya estaba llegando demasiado lejos y le devolvió la taza.


—Gracias —dijo y se volvió otra vez.


—Espera. Sólo quiero conocerte. ¿Hay algo de malo en eso?


—Sí. Que ese deseo no es mutuo.


—¿Cómo lo sabes, si no has tenido la oportunidad de conocerme? No soy mal tipo.


—Mira, no tengo tiempo para tontear aquí contigo.


—De acuerdo, lo siento. No he querido entretenerte. Pero más tarde… ¿No podríamos ir a alguna parte? ¿A qué hora libras?


—¿Librar?


Pau se quedó anonadada por la pregunta.


—Sí, ¿a qué hora sales de trabajar?


Así que él pensaba que era la doncella.


—Yo no…


Fuera lo que fuese lo que le iba a decir se le olvidó al ver su sonrisa. Una sonrisa abierta y sincera que le iluminaba todo el rostro y tocó algo en lo más profundo de su ser. Algo que llevaba dormido mucho tiempo.


—Podría recogerte. Luego nos podemos acercar a una hamburguesería y… bueno, como te digo, conocernos. ¿Qué te parece?


Ella no dijo nada, pero siguió mirándolo. Sentía que algo cobraba vida en su interior.


—Mira, soy un buen tipo. De verdad, dame una oportunidad.


Esa sonrisa mostraba una dentadura perfecta. No, un diente se montaba levemente sobre otro.


—¡Bueno, di algo! ¿No te gustaría conocerme?


—La verdad es que no —mintió ella.


Le gustaba ese diente montado. Le hacía parecer no tan perfecto.


—Oh, vamos. ¿Por qué no?


¿Por qué no?


—Mira, no tenemos por qué ir a una hamburguesería. ¿Te gusta la pizza? Podemos ir a ese pequeño restaurante italiano del valle. Podríamos…


—A las seis —dijo ella.


—¿Eh?


—A las seis. Estaré lista entonces, ¿de acuerdo?


—¡De acuerdo!


El hombre pareció lleno de júbilo, como si no se pudiera creer su suerte.


—¿Te recojo aquí? —dijo señalando la puerta trasera.


—Sí.


Luego ella se volvió de nuevo. No se podía quedar allí mirándolo todo el día, ¿verdad?


—De acuerdo, nos veremos. Ah, y dale las gracias a la señora de la cocina. Le devolveré el termo antes de marcharme.


Ella se apresuró sin atreverse a mirar atrás. ¿Qué demonios le había pasado? No conocía de nada a ese hombre. Un jardinero. Un jardinero a tiempo parcial. Y demasiado guapo. 


Probablemente tendría que andar quitándose de encima a las mujeres. Por lo que sabía, podía ser un ligón desagradable. La había entrado muy fuerte.


Se rió. No había nada de desagradable en su sonrisa, sino que era más bien abierta, sincera.


Ese encuentro debió abrirle el apetito, ya que compartió poco de su abundante desayuno con la señora Cook, respondiendo ausentemente a la charla del ama de llaves. 


No miró afuera ni una sola vez.


Pero su imagen permaneció con ella. Esos ojos oscuros y risueños. Esa sonrisa. El diente montado. Sus movimientos llenos de gracia…



EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: SINOPSIS




Pedro Alfonso adoraba a Paula. Él amaba su calidez, su vivaz sentido del humor… Había un millón de razones para casarse con ella. ¡Para ser precisos, treinta millones… en dólares! Sólo que Pedro no sabía nada sobre la fortuna de su novia. Y él no podía perdonarle eso: ser rica y mantenerlo en secreto.


Paula sabía que Pedro era un hombre orgulloso. ¿Cómo podía decirle que ella tenía más dinero en el banco que el que él podría ganar en toda su vida? Él era todo lo que ella había deseado alguna vez en un marido, y su matrimonio era todo lo que le importaba. Rica o pobre, ella amaba a Pedro


¡Ella sólo tenía que demostrarlo!