miércoles, 23 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 15




Paula, siéntate aquí, coloca la cabeza entre las rodillas y respira, ¡maldita sea! Sí, eso es –dijo mientras ella respiraba entrecortadamente–. ¿Pero es que tienes algo en contra de mi whisky de treinta años?


Se agachó para recoger el vaso que Paula había tirado ante el peligro de desmayarse por completo y agarró un trapo para secar la moqueta.


–¿Qué has dicho? –preguntó al oírla murmurar algo.


–He dicho –dijo alzando su pálida cara– que me importa una mierda tu whisky de treinta años.


–Dudo que no te importe cuando te descuente de la venta de tus cuadros el precio de una botella –le aseguró secamente al agacharse a su lado.


–¿Qué venta? –le preguntó bruscamente incorporándose ahora que había pasado el peligro de desmayo–. ¿Cómo has podido hacerlo? –continuó en tono acusatorio sin dejarlo responder–. ¿Cómo has podido decirme algo así… sin la más mínima advertencia?


–¿Qué clase de advertencia debería haberte dado, Paula? –dijo al levantarse y soltar el paño empapado sobre el mueble bar–. «Ah, por cierto, creo que los dos nos hemos visto antes en una sala de tribunal abarrotada» o mejor «Te pareces mucho a Sabrina Harper, la hija de…». Y no vuelvas a desmayarte, Paula –la advirtió al verla palidecer aún más.


–No voy a desmayarme –se levantó bruscamente–. ¿Desde cuándo lo sabes?


–¿Que Paula Chaves es Sabrina Harper?


–¡Sí!


–Desde el principio.


–¿Desde…? ¡No me creo que hayas hecho esto!


–¿Por qué?


–Porque… Bueno, porque… ¡Porque no! ¡Nunca habría llegado tan lejos en la competición si hubieras sabido desde el principio quién era!


–Admito que mi hermano Rafael me advirtió, pero yo decidí…


–¿Tu hermano Rafael también sabe quién soy? –le preguntó con incredulidad.


–¿Sabes, Paula? Vamos a llegar mucho más lejos con esta conversación si trabajamos sobre el hecho de que yo siempre digo la verdad sin importarme las consecuencias –añadió con dureza.


Y una de esas consecuencias había sido que su padre entrara en prisión. Ninguno lo mencionó, pero ahí estaba el hecho.


–Fue Miguel el que te reconoció en un principio. Te vio cuando viniste a la entrevista con Eric aquel primer día y después se lo contó a Rafa, que me lo contó a mí.


–Vaya, sois un grupito de espías, ¿eh? –comentó a la defensiva aún completamente aturdida por el hecho de que lo hubiera sabido desde el primer día.


Y era algo que aún le costaba asumir porque si de verdad era así, entonces la había elegido como finalista para la exposición sabiendo exactamente quién y qué era.


Se la había comido con los ojos aquel día en ese mismo despacho sabiendo quién era. La había llevado a cenar sabiendo quién era. La había besado en su coche sabiendo quién era.


Y no le encontraba sentido a nada de eso.


–No creo que insultarnos a mis hermanos y a mí vaya a ayudarnos a llevar esta conversación.


Mientras estaba en Roma sin dejar de pensar en ella, Pedro había decidido que una vez volviera a Londres la verdad tenía que salir a la luz, y que si Paula no se la contaba, tendría que hacerlo él.


Estaba claro que lo despreciaba, e incluso tal vez lo odiaba, por el papel que había desempeñado en el juicio de su padre pero, sin embargo, por mucho que lo odiara, la atracción que sentía por él era innegable. Y él no encontraba el modo de que su relación prosperara si la verdad de la identidad de Paula permanecía oculta.


Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que su relación tampoco prosperara después de que hubieran hablado del tema, pero Pedro sabía que no podían seguir con esa mentira, que cuanto más permitiera que se prolongara en el tiempo, menos oportunidades habría de que Paula y él pudieran llegar a una especie de entendimiento.


–Paula, te he pedido que confíes en mí y hables conmigo muchas veces –le recordó.


Ella abrió los ojos de par en par.


–¿Y te referías a esto? ¿A que te confesara que soy Sabrina Harper, la hija de William Harper?


–Sí.


–¡Es lo más ridículo que me has dicho nunca!


Él esbozó una burlona sonrisa.


–Pero es la verdad.


–¿Y en qué universo creías que eso podía pasar? –al parecer, Pedro había esperado de verdad que llegara a confiar en él tanto como para contárselo–. Eso nunca iba a pasar.


Él respiró hondo.


–Pues… es una pena.


–No veo por qué –le contestó con actitud desafiante–. Por suerte para ti tenéis un candidato de reserva para la Exposición de Nuevos Artistas, así que no tendréis problemas con eso una vez te concedas el placer de echarme…


–No pienso echarte, Paula, y lamento que pienses que eso pudiera ser un placer para mí –la interrumpió bruscamente pasándose una mano por el pelo–. Además, ¿por qué demonios iba a hacer eso cuando eres, con diferencia, la mejor artista de la exposición?


–¿Por qué? –le preguntó–. ¡Soy la hija de William Harper!


–Y, como ya te he dicho, lo supe cuando te eligieron como una de las seis finalistas.


Sí, y eso seguía sin tener sentido para ella. El nombre de su padre estaba tan envuelto en el escándalo que su madre había decidido cambiarles el apellido a las dos después de que él muriera. No podía creerse que Pedro quisiera arriesgarse a sacarlo a relucir exponiendo los cuadros de la hija de William y, mucho menos, intencionadamente.


Lo miró con recelo, de nuevo consciente de lo imponente que resultaba su presencia. Estuviera donde estuviera, destacaba, y eso había quedado patente durante el juicio de su padre, donde incluso el juez que veía el caso lo había tratado con una deferencia y un respeto que no le había mostrado a nadie más en el juicio. Y eso, sin duda, le había dado peso a las pruebas que Pedro tenía contra su padre. 


Por otro lado, tampoco habría hecho falta porque no había duda de la culpabilidad del hombre, no solo por haber intentado vender una falsificación, sino por haberla encargado en un primer lugar, haber pagado a un artista polaco una miseria por pintarla y después intentar vendérsela por millones a Pedro.


–Paula, incluso sin la ayuda de Miguel, habría sabido quién eras en cuanto te hubiera visto…


–Pues no entiendo cómo cuando mi nombre y mi aspecto son tan distintos a comparación de hace cinco años.


–Es improbable que pueda olvidarme de la joven que me miró con tanto odio durante días. Ya solo esos ojos te habrían delatado.


Paula tampoco lo había olvidado nunca, aunque por razones muy distintas.


Pedro Alfonso había sido el hombre más carismático e intrigante que había visto en su vida. Pero era más que eso; él era más que eso. Había despertado algo dentro de una tímida Sabrina de dieciocho años y con sobrepeso que había ocupado sus fantasías durante semanas antes del arresto de su padre y meses después de que el juicio hubiera llegado a su fin.


Las mismas fantasías que habían llenado todas sus noches desde que lo había visto hacía una semana. El mismo deseo que había vuelto a despertar en su interior unos minutos antes en el sótano en cuanto había oído su voz. El mismo deseo que la había dejado sin aliento cuando se había girado para mirarlo. El mismo deseo que ahora la recorría solo con ver cómo esa camisa se ajustaba tan bien a sus anchos hombros y a su cintura y cómo los pantalones sastre le caían elegantemente por la cadera. Ese hombre despertaba el deseo en su interior solo con estar en la misma habitación que ella.


–¿Cómo está tu madre, Paula?


–¿Por qué lo preguntas? –le dijo a la defensiva y con recelo.


Él se encogió de hombros.


–Porque me gustaría saberlo.


–Mi madre está bien. Se volvió a casar hace dos años y está muy feliz.


–Me alegro.


Pedro, si te sientes culpable…


–No es eso –la interrumpió bruscamente–. Maldita sea, Paula, no tengo nada, absolutamente nada, por lo que sentirme culpable. ¿Que si lamento el modo en que sucedió todo y cómo se vieron afectadas tu vida y la de tu madre? Sí, lo lamento. Pero tu padre fue el culpable, Paula, no yo. ¿Que si siento que muriera en prisión unos meses después? Sí, por supuesto que sí. Pero yo no lo metí ahí. ¡Se metió él solo con sus actos!


Sí, era cierto, y una parte de Paula nunca había perdonado a su padre por ello. Era algo con lo que tenía que vivir.


–¡Me besaste la noche antes de que arrestaran a mi padre! –le recordó en tono acusatorio.


Él cerró los ojos brevemente antes de volver a abrirlos.


–Lo sé, y quería decírtelo. A pesar de que la policía y mis abogados me advirtieron que no hablara del caso con nadie, ¡estuve a punto de contártelo aquella noche! Casi me mató no hacerlo –dijo sacudiendo la cabeza.


–No te creo.


–No –dijo aceptando esas palabras con pesar–. Intenté verte. En contra del consejo de mis abogados, intenté verte después de que arrestaran a tu padre, durante el juicio, después del juicio. ¡Lo intenté! Quería explicártelo. Nunca quise hacerte daño –le aseguró con fervor.


–Pero lo hiciste de todos modos.


–Ya te he dicho que no tuve opción, ¡maldita sea!


Tal vez no la había tenido, pero eso no impedía que Paula no le guardara rencor por no haberle contado nada. Por haberla besado aquella noche. Por haberle roto el corazón al
día siguiente…


–No quería ni verte ni volver a hablar contigo. No tenías nada que pudiera querer oír.


–Lo supuse.


Ella respiró hondo.


–¿Y adónde nos lleva esto ahora?


–¿Adónde quieres que nos lleve?


A su cama. A su escritorio de mármol. Al sofá. ¡Contra la pared! No le importaba «dónde», con tal de que Pedro terminara lo que había empezado en el coche. El deseo que había sentido entonces no era nada comparado con lo que sentía ahora, tras días sin verlo, sin estar con él.


Y se odiaba por ello. Odiaba que, a pesar de todo, siguiera sintiéndose así, siguiera deseándolo.


Se humedeció los labios con la punta de la lengua.


–Necesito saber… si lo de estos últimos días ha sido una especie de juego sucio, un acto de venganza por lo que mi padre…


–¡Yo podría preguntarte lo mismo! –le contestó con aspereza y rabia en esos profundos ojos marrones a la vez que apretaba los labios y tensaba la mandíbula. Tenía el cuerpo rígido por la tensión, y los puños cerrados, antes de agarrar el vaso de whisky y beberse el contenido de un trago–. Es más, mis hermanos insisten en ello.


–¡Pues entonces pregunta, maldita sea! –le gritó temblorosa.


–¿Por qué lo has hecho, Paula? ¿Por qué has participado en una competición dirigida por nuestra galería, la misma que ayudó a que tu padre entrara en prisión?


Paula respiró hondo y palideció ante la dureza de las palabras de Pedro.


Ahora la verdad había quedado completamente al descubierto y no había vuelta atrás, ya no podía engañarse, ya no podía rendirse ante el deseo asegurándose que no pasaba nada porque Pedro no tenía la más mínima idea de quién era. Porque sí que lo sabía. Siempre lo había sabido.


–¿La verdad?


–Dadas las circunstancias, no me conformaré con menos.


–Estaba desesperada. Soy una artista desconocida que lo que más quiere es triunfar y el mejor modo de hacerlo es exponer en la galería de Londres más prestigiosa.


–Gracias –aceptó con cierta sorna.


La rabia de Paula se encendió ante el sarcasmo.


–¡Estaba diciendo una realidad, no lanzándote un cumplido!


Pedro lo sabía. Conocía a Paula. No tanto como le gustaría, pero sí que sabía que era decidida, valiente y orgullosa; todos ellos, rasgos que podía admirar. ¡Eran la belleza y su atractivo los que lo destruían!


–No, Dios no quiera que puedas llegar a lanzarme un cumplido –dijo al dejar el vaso sobre el mueble bar y alejarse mirando con anhelo la botella de whisky. La enigmática Paula podía hacer que un hombre se diera a la bebida por mucho que a ese hombre, concretamente Pedro, le advirtieran que no perdiera el norte estando a su lado.


Ella se giró y se situó frente al gran ventanal con las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros.


–¡Créeme, nada que no fuera eso podría haberme animado a acercarme a ti o a tu galería!


–Tal vez, después de todo, sería preferible un poco menos de sinceridad por tu parte.


–¿Qué quieres que haga, Pedro? ¿Que me retire discretamente de la exposición?


–Ya te he dicho que esa no es una opción –contestó secamente.


Ella se giró lentamente.


–¿Entonces qué opciones tengo?


Esa era una buena pregunta.


Después de haber tomado la decisión de ponerle fin a esa farsa, Pedro había visualizado los posibles escenarios una y otra vez en el vuelo de vuelta de Roma. Y había encontrado dos únicos resultados.


Resultado número uno: el mejor sin duda para Paula era que siguieran ciñéndose a una relación estrictamente profesional y que ella expusiera sus cuadros en la galería el mes siguiente.


Resultado número dos: el que menos le gustaba a Pedro y según el cual Paula se alejaba de inmediato de la galería, de la exposición y de él.


Había un tercer resultado, el que Pedro quería a pesar de saber que nunca sucedería. Según ese, Paula continuaba con la exposición y los dos accedían a dejar el pasado atrás y a seguir por donde lo habían dejado el viernes,


Un resultado que, tras el contundente comentario de Paula, Pedro sabía que era pura fantasía.


–¿Qué está pasando entre Eric y tú?


Ella se quedó atónita y batiendo sus largas pestañas sobre esos ojos grises.


–¿Cómo dices?


Los días que Pedro había pasado en Roma intentando convencer a un anciano conde para que le vendiera los frescos habían sido un calvario ya que no había dejado de pensar en el problema de qué hacer con Paula en lugar de concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Y durante su vuelo de regreso no había hecho más que darle vueltas a la conversación que tenía pendiente con ella.


Solo había pasado por la galería un momento para dejar unos documentos en el despacho antes de dirigirse al apartamento de Paula y se había quedado sorprendido cuando el vigilante de seguridad le había dicho que la señorita Chaves y el señor Sanders seguían en el edificio. 


Bajar al sótano y ver a Paula allí con Eric tan relajada, riéndose con él mientras la invitaba a tomar algo, no había mejorado en absoluto el talante taciturno de Pedro.


–Si decides seguir adelante con la exposición y con la norma de ceñirnos al negocio, entonces esa regla se aplicará a todos los empleados de esta galería, no solo a mí –le dijo con dureza.


–Yo no… ¿Estás sugiriendo…? ¿Crees que Eric y yo tenemos algo? ¿Algo romántico?


Sí, sí que se le había pasado por la cabeza.


Eric Sanders solo era un año o dos mayor que Pedro y bastante guapo. Además, era un experto en arte altamente cualificado y respetado, y Arcángel tenía la suerte de contar con él.


Aun así, Pedro sabía que no dudaría en encontrar el modo de despedirlo si resultaba que Paula y él tenían una relación.


Paula lo miraba incrédula. Era el mismo hombre al que casi había permitido que le hiciera el amor en su coche solo unos días antes; un desliz que aún la hacía excitarse cada vez que lo recordaba… ¡y lo había recordado mucho desde el viernes!


¿De verdad Pedro pensaba que podía haber estado con otro hombre en los días que él había estado en Roma?


–Si te molestaras en buscar un poco más de información personal sobre tus empleados, entonces sabrías que Eric está comprometido con una chica encantadora que se llama Wendy ¡y que los dos van a casarse dentro de tres meses!


–Resulta que sí lo sé.


Ella abrió los ojos de par en par.


–Y aun así piensas que los dos hemos… Piensas muy mal de mí, ¿verdad?


Pensaba en ella demasiado para su tranquilidad mental.


–Estoy cansado e irritable y aún no he cenado.


–¿Y esa es tu excusa para acusarme de tener una relación con un hombre que está felizmente comprometido con otra mujer?


Pedro apretó los dientes. Sin duda era la única explicación que estaba dispuesto a admitir en ese momento, porque admitir que sentía celos de otro hombre no era ninguna opción.


–Sí, lo es.


Ella sacudió la cabeza con impaciencia.


–Creo que nos estamos desviando del tema importante.


–¿Es que no te parece importante que esté muerto de hambre? –preguntó enarcando las cejas con gesto burlón.


–Acabas de dejar caer una bomba sobre mi cabeza al decirme que has sabido quién era desde el principio, así que no, que estés muerto de hambre es lo último que me importa. Como tampoco me importa que estés cansado e insultantemente irritable.


Debería haber seguido sus instintos cuando habían entrado en el despacho; es decir, ¡debería haberla desnudado, haberla tomado en sus brazos y haberla tendido sobre el escritorio antes de hacerle el amor con fervor! Eso era lo que debería haber hecho.


Lo que aún quería hacer… ¡Cuánto lo deseaba!


La miró y echó a caminar hacia ella con un brillo de decisión en su oscura e intensa mirada.


Pedro, ¿qué estás haciendo? –dio un paso atrás y se topó con la frialdad de la ventana.


–Lo que debería haber hecho en cuanto volví a verte –le respondió colocando las manos sobre el cristal de la ventana, a ambos lados de su cabeza, y capturándola en el círculo que formaban sus brazos. Su aliento fue como una cálida caricia sobre sus mejillas mientras esos profundos ojos marrones la poseían y hacían que le resultara imposible apartarse de la intensidad de su mirada.


El corazón le golpeteaba contra el pecho y no podía respirar, no podría haberse movido ni aunque alguien hubiera gritado «¡Fuego!». Porque el único fuego que le importaba estaba justo ahí, entre los dos, ardiendo fuera de control.


–Habría sido algo incómodo teniendo en cuenta que Eric estaba en la misma habitación –dijo intentando aligerar la tensión que crepitaba entre los dos.


–¿Tengo pinta de que me importe quién más pudiera haber en la habitación?


El temerario brillo de la mirada de Pedro fue la respuesta a su pregunta.


–¿Eres consciente de que esto, sea lo que sea, va a complicar una situación ya imposible de por sí?


Él asintió brevemente.


–¡Y ahora mismo me apetece mucho complicarlo todo!


Paula tragó saliva antes de deslizar la lengua sobre sus labios.


–¿Sabías que tienes la costumbre de hacer eso? –le susurró Pedro

.
–¿Sí? –respondió ella con otro susurro; el edificio estaba tan vacío a esas horas que era como si estuvieran solos en el mundo. Ellos dos eran lo único que importaba en ese momento.


–Umm –asintió él hipnotizado por sus labios–. Y cada vez que lo haces, quiero sustituir tu lengua con la mía.


–¿Ah, sí? –Paula no podía moverse, el corazón le latía cada vez más deprisa según la iba invadiendo una oleada de calor, inflamando los labios entre sus muslos, prendiendo fuego a su vientre, hinchando sus pechos y tensando sus pezones contra la camiseta antes de que ese calor se propagara por la esbeltez de su cuello y por sus mejillas.


–Umm –Pedro asintió de nuevo sin dejar de mirarla–. Y creo que ahora mismo tienes dos opciones.


–¿Y cuáles son?


Él sonrió.


–Una, puedes sacarme de aquí y llevarme a cenar. Dos, y esta es mi favorita, nos quedamos aquí y satisfacemos otra clase de apetito.


Actuando en contra del buen juicio, ¡la segunda opción también era la favorita de Paula!


Allí y en ese mismo instante porque sabía que después cambiaría de opinión. Sin embargo, ahora parecía que no existía el tiempo, que no había ni pasado ni futuro, solo el presente, mientras su cuerpo se excitaba con expectación y deseo. Deseo por Pedro. Por el roce de sus manos. Por el roce de sus labios sobre su piel. Por todas partes.


–También hay una tercera opción: me voy sin más –dijo forzándose a resistirse a ese deseo.


–Esta vez no.


–Pero…


–Nada de peros, Paula–posó la frente contra la suya y ahora esos ojos marrones quedaron cautivadoramente cerca–. Tú eliges, Paula, ¡pero te advierto que elijas rápido! –añadió.


Paula se sentía rodeada por él, capturada por él; su presencia física, su calor, la presión de ese musculoso cuerpo que tenía tan peligrosamente cerca. Tan cerca que supo que ya había decidido por ella.








UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 14






–¿Whisky?


Paula estaba en mitad del elegante despacho de Pedro viendo cómo se quitaba la chaqueta y la dejaba sobre una silla antes de acercarse al mueble bar. En el ascensor habían estado en completo silencio.


–Es un poco pronto para mí, gracias. A menos que pienses que me puede hacer falta.


Pedro no dijo nada mientras sirvió dos vasos de whisky y le acercó el suyo a Paula.


Los últimos cuatro días habían sido un éxito en el terreno laboral, pero no tanto en el personal, ya que no había logrado sacársela de la cabeza. No había dejado de pensar en esa última noche en la que el deseo de ambos se había descontrolado tanto como sabía que volvería a descontrolarse a pesar del acuerdo que ella había propuesto y al que él había accedido a regañadientes. La había deseado cinco años atrás y aún la deseaba. Y eso era algo de lo que no se había podido desprender esa noche que había pasado en Roma con la bella Lucia, cuando la había acompañado hasta su casa y se había marchado en lugar de quedarse a pasar la noche con ella, como habría hecho en condiciones normales. No había tenido el más mínimo deseo de acostarse con la belleza morena porque Paula era la mujer que deseaba. En sus brazos, en su cama. ¡En su poder! Y eso no sucedería nunca mientras los sucesos del pasado siguieran acechando en las sombras.


–Vas a necesitarlo. Los dos –añadió dando un buen sorbo mientras el perfume especiado de Paula invadía sus sentidos.


Ella agarró el vaso y bebió sin molestarse en ocultar el temblor de su mano.


–¿Qué tal Roma?


–Tan preciosa como siempre –se apartó de ella y se situó de espaldas a uno de los ventanales; necesitaba poner espacio entre los dos, entre él y ese insidioso perfume que lo invadía–. He tenido que insistir mucho, pero al final he logrado adquirir los dos magníficos frescos que había ido a buscar.


–¿Ah, sí? –preguntó sorprendida.


–Ya te dije que era un viaje de negocios.


–Bueno, ¿de qué querías hablar? –le preguntó forzándose a mostrarse animada.


–Sabrina Harper.









UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 13





Estaba más hermosa que nunca, admitió irritado al ver el resplandor de sus ojos grises y sus mejillas sonrojadas. 


Estando en compañía de Eric su mirada sí que había tenido un brillo y sus mejillas color, pero entonces lo había visto a él y había palidecido.


Miró a Eric.


–Si has terminado con Paula por hoy, tengo que hablar con ella un momento –no estaba dispuesto a aceptar un «no» por respuesta. Ni de Eric ni de Paula.


–La verdad es que… –comenzó a decir Paula con timidez– tengo…


–Creo que será mejor que subamos a mi despacho para mantener esta conversación, Paula.


Ella abrió los ojos de par en par y se humedeció los labios; apenas podía tragar.


–Eh… sí, claro. ¿Dejamos la copa para otro día, Eric?


Eric esbozó una relajada sonrisa ajeno a la tensión subyacente entre Pedro y Paula.


–Sin problema.


Pedro siempre había sentido mucho respeto y aprecio por su experto en arte y habría odiado tener que echar a perder su relación con él.


–¿Paula?


Ella agarró su cazadora vaquera y el bolso antes de salir por la puerta pegando la espalda al marco para no entrar en contacto con él.