viernes, 19 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 10





Paula regresó a su pequeño apartamento. No quería pensar en nada. No quería acordarse de cómo se había enfrentado a esos ladrones o de su encuentro con Pedro. Y no quería pensar en lo que había hecho con él, porque haber deseado de aquel modo, con tanta rapidez, con tanto… ardor resultaba perturbador a la luz del día.


Como estaba cerca del centro de Los Ángeles, tenía unas vistas maravillosas de la ciudad, con los Montes Crest al norte.


Aparcó en la plaza cubierta que había adquirido y se alegró de que fuera cubierta. A las diez de la mañana, hacía ya un sol de justicia.


Salió de su Volkswagen, pero en lugar de ver su apartamento vio la casa de Eduardo. Pensó en Pedro a la puerta de la casa de su padre, con el cabello negro brillándole al sol y su expresión seria. Se había mostrado relajado y seguro de sí mismo, aunque ella sabía muy bien que no había estado relajado en absoluto.


Ni siquiera se habían dicho adiós.


El edificio donde estaba su apartamento era de ladrillo rojo con el borde en blanco, y como estaban en primavera las plantas del patio habían florecido. Como su hermana Carolina era la encargada de arreglar el jardín y aún no había pasado el cortacésped, Paula cruzó el pequeño espacio con la hierba rozándole los tobillos.


Suspiró y metió la mano en el bolso para sacar las llaves.


Todo parecía tan normal allí, tan tranquilo, que le costaba creer lo que le había pasado en las últimas veinticuatro horas.


Su hermana asomó la cabeza por la puerta del apartamento 1B tan repentinamente, que a Paula se le cayeron las llaves al suelo.


—¿No te acordabas de mi número de teléfono? —le preguntó Carolina con mucha educación mientras se echaba hacia atrás la melena rubio oscuro.


Caramba, parecía que la reina de los Chaves estaba enfadada.


—No, no se me olvidó tu número.


Unos ojos como los suyos la miraron con fastidio, y Paula suspiró.


—Entonces a lo mejor un tipo guapísimo te ha hecho un encantamiento y te ha tenido prisionera toda la noche —le sugirió—. A lo mejor por eso no me llamaste para que te hiciera compañía en la mansión de tu jefe.


A Paula se le escapó una risotada histérica.


—Sabes, eso se parece tanto a la realidad, que da miedo. Sólo que…


Abrió la puerta de su apartamento, y no se sorprendió cuando su hermana la siguió al interior.


Su hermana siempre entraba sin ser invitada, se comía sus helados sin que ella le diera permiso y no dejaba de decirle a Paula lo equivocada que estaba sin que esta le pidiera su opinión. Pero de todos modos Paula la quería como era.


Lanzó su bolso y sus llaves al cesto de mimbre del suelo donde dejaba todo lo que no quería perder, se dejó caer en el sofá y suspiró aliviada. Dios, le parecía que hacía años que no estaba en su casa.


—¿Sólo que qué?


—Bueno, es cierto que he estado con un tipo guapísimo, pero no es verdad que me tuviera presa toda la noche. Eso lo hicieron otros cuatro tipos.


Carolina se echó a reír.


Paula no.


Y poco a poco Carolina dejó de sonreír. Se fijó en el vestido de Paula, que estaba algo polvoriento de gatear por el ático de Eduardo.


—Te pusiste eso ayer.


—Sí.


—Tú nunca te pones la misma ropa dos días seguidos.


—No.


—¿Paula, dónde está tu otro zapato?


—Ah, se me olvidó volver por él.


Su apartamento consistía en una habitación muy grande que hacía las veces de cocina, salón y comedor, y en un dormitorio pequeño con cuarto de baño incluido. Como le gustaban los colores brillantes, el sitio estaba lleno de colores, desde el sillón verde y azul hasta la mesa de cocina amarilla y las sillas a juego que ella misma había pintado, y había plantas en cada rincón. Adornaban las paredes las fotografías de Rafael, algunas abstractas, algunas de la familia, y otras de los sitios donde había viajado por todo el mundo. Se sentó en el sofá, se quitó un zapato y levantó los pies.


—Estoy muerta de hambre.


Carolina continuaba mirándola. Se acercó al sofá muy despacio, se sentó cerca de Paula y le tomó la mano.


—Cariño, me estás asustando —dijo Carolina.


—Sé que no te gusta cocinar, pero te juro que haré lo que me pidas si me prepararas unas tostadas y una tortilla o algo así. Me conformo con una tostada de mantequilla de cacahuete con gelatina.


Carolina no se movió.


—¿Estás herida?


—¿Te parece que lo estoy?


—Tienes el vestido rasgado —tocó un roto junto al escote del vestido.


Entonces notó que se le saltaban las lágrimas al ver lo que tenía Paula en el cuello.


—Oh, Dios mío —exclamó Carolina—. Cariño, estás…


—No pasa nada.


—Voy a llamar a la policía.


Paula le agarró la mano y se la llevó a la mejilla.


—Estoy bien, de verdad —le dijo a su hermana.


Con la otra mano, Carolina le retiró a Paula el pelo de la cara.


—¿Estás segura? ¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo.


—Esto es lo peor que ha pasado —dijo, refiriéndose a los moretones—. Te lo prometo.


—Entonces no te han…


—Nadie me ha tocado.


Bueno, nadie que ella no hubiera querido.


—Cuéntamelo todo, maldita sea. Cuéntamelo ahora mismo o llamo a Rafael.


Su hermano era el mayor de los tres e incluso más protector que Carolina. Cuando sus hermanas habían empezado a salir con chicos, a Rafael le había costado mucho acostumbrarse. Al final lo había hecho, pero sólo porque ellas habían fingido que seguían siendo vírgenes.


Si Rafael pensaba que le habían hecho daño, nada lo detendría hasta que consiguiera vengarse.


—Se suponía que tenía que ir a vigilar la casa de Eduardo este fin de semana.


—Sí —dijo su hermana con impaciencia—. La casa de tu jefe en las colinas de La Canada, con todas sus riquezas y obras de arte. ¿Qué pasó, Paula?


—Cuando entré en la casa, interrumpí un robo que se estaba produciendo en ese momento.


Carolina se quedó boquiabierta.


—Oh, Dios mío.


—Antes de que me diera tiempo a salir de la casa, uno de ellos me agarró y me encerró en una habitación para poder terminar lo que habían empezado, que era limpiarle a Eduardo la casa.


Carolina abrazó a su hermana.


—¿Entonces te agarró? —le preguntó Carolina.


—Afortunadamente, lo único que quería era quitarme de en medio. El hijo de Eduardo también había sido encerrado en el mismo cuarto, así que no estuve sola.


—¿Eduardo tiene un hijo? ¿Está bien?


—No es un niño pequeño, es… mayor.


Muy mayor.


—¿Entonces estuvisteis los dos juntos, encerrados en la misma habitación? ¿Toda la noche?


Intentó no hacer ningún movimiento que mostrara su vergüenza, porque sabía que su hermana se daría cuenta enseguida.


—Sí.


—Dime que es un tipo agradable, Paula.


Su hermana parecía tan preocupada, que Paula consiguió esbozar una sonrisa. Y aunque «agradable» no era la palabra adecuada que utilizaría para describir a Pedro Alfonso , le dijo a Carolina que era un chico muy agradable.


Su hermana se quedó mirándola un buen rato.


—Debiste de sentir mucho miedo.


No sabía cómo explicar que con Pedro el miedo había dado paso a otras cosas, como por ejemplo un deseo que conseguía hacer que se sonrojara.


—¿Cómo salisteis?


Menos mal que le hacía una pregunta que podía contestarle.


—Esperamos a que amaneciera, y después salimos por el acceso del ático. El hijo de Eduardo se enfrentó a los malos y llamó a la policía cuando los había reducido.


Carolina la miraba con los ojos como platos.


—¿Y tiene nombre ese hijo de Eduardo?


Pedro —contestó Paula.


—Y se ha portado bien contigo.


—Mucho —dijo sin más.


—Bueno —Carolina volvió a abrazar a Paula—. Quiero darle también un abrazo a él.


—En realidad no creo que le gusten los abrazos —dijo mientras abrazaba también a su hermana—. ¿Sabes lo que quiero más que nada?


—¿El qué, cariño? —dijo Carolina mientras le acariciaba el pelo—. Cualquier cosa. ¿Quieres que vaya a quemarte algo?


Paula se echó a reír y se abrazó más a su hermana.


—Sí. Pero mientras lo haces quiero darme una buena ducha de agua caliente. Voy a sacármelo todo de dentro —se retiró y fue hacia su dormitorio—. Ponme mucha mantequilla en la tostada, ¿de acuerdo? ¿Y puedes intentar hacerme los huevos revueltos? Les puedes añadir un poco de queso…


—Voy a hacerlo ahora mismo.


—Gracias —susurró, a punto de echarse a llorar.


Durante toda su vida había peleado con sus hermanos para que dejaran de verla como la pequeña de la familia, pero en ese momento agradeció todas aquellas atenciones.


Mientras se desnudaba y se metía bajo el chorro de agua caliente, casi llorando de gratitud al sentir aquel bienestar en su cuerpo dolorido y lleno de cardenales, se preguntó qué estaría haciendo Pedro en ese momento.


Aquel hombre tenía una actitud muy reservada. Dudaba de que alguna vez permitiera que alguien lo consolara y mimara… ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Estaría solo? ¿Atemorizado? ¿Deseoso de que lo consolaran?


¿Se sentiría solo tal vez?


Entonces se rió de sí misma. Le daba la impresión de que a aquel hombre le gustaba estar solo, y mucho. No se mostraría jamás lo suficientemente débil como para necesitar el consuelo de nadie.


Su hermana llamó con los nudillos a la puerta del baño y la abrió.


—Te he traído un té calentito —le dijo Carolina.


—Gracias.


Un té caliente. Debería tomarse eso e irse a la cama. Pero no pensaba que pudiera dormir con todo lo que tenía en la cabeza.


—Voy a dejarlo aquí sobre la encimera —le dijo la hermana—. ¿Estás bien?


—Sí.


—¿Has terminado?


Paula suspiró y asomó la cabeza por entre las cortinas de la ducha.


—Lo has llamado, ¿verdad?


Carolina le pasó a Paula el teléfono inalámbrico.


—Eh, hermano —le dijo Paula.


—Dime que estás bien.


Al oír la voz de Rafael, una voz profunda y ronca cargada de preocupación, sintió un ahogo en la garganta.


—Paula, escucha. Estoy en París haciendo una sesión fotográfica, pero voy a tomar el primer avión que pueda y…


—No —respondió ella llorando y riéndose al mismo tiempo—. Estoy bien, te lo prometo.


—A mí no me parece que estés bien.


—Ha sido al oír tu voz —dijo ella—. Te he oído y… te echo de menos. Pero no estoy herida; sólo cansada y hambrienta.


—Tú siempre tienes hambre.


—Sí, así que ya sabes que entonces estoy bien.


Rafael suspiró.


—Prométemelo. Prométeme que no estás mintiendo para que no vuelva a casa antes de tiempo.


—Te lo prometo —dijo Paula.


—Voy a llamarte esta noche.


—Y seguramente cada día hasta que vuelvas —se burló Paula, aunque gracias a ello se sentía algo mejor sólo de hablar con el hermano que se había pasado toda una vida haciéndole sentirse mejor.


—Lo sabes —dijo él—. ¿Y… Paula? Ya sabes que Carolina va a estar pendiente de ti, ¿verdad?


—¿Y acaso no es lo que hace siempre? —los dos hermanos se echaron a reír, y entonces Rafael se puso serio—. Cuídate, hermana. Te veré enseguida. Y cuando vuelva, quiero conocer a ese tipo que te ayudó.


—Te quiero —dijo Paula, evitando el tema de Pedro, y cuando colgó, se dio cuenta de que la sensación de paz que le había proporcionado la ducha la había desbaratado el comentario acerca de Pedro.


Besaba de maravilla.


Ese pensamiento surgió de pronto sin saber de dónde. 


Carolina salió del baño y Paula empezó a secarse mientras pensaba en todo lo que había pasado. A su hermana le había omitido convenientemente esa parte de la historia.


Ella había provocado el beso. Los besos, más bien. Casi le había rogado para que se los diera. Y el que hubiera cedido en lugar de mostrarse duro y distante le servía a Paula de poco consuelo.


Detestaba haberse mostrado débil y candorosa con él, haber necesitado su consuelo para empezar; pero había ocurrido, y ella ya no podía cambiar lo que había pasado. Así que habían hecho bien cuando había llegado la policía. Se habían ido cada uno por su lado sin decirse nada.


Suspiró mientras tiraba la toalla a un lado y se preparaba a continuar con su vida, segura en el conocimiento de que podría soportar cualquier cosa, incluso que la secuestraran.


O incluso que la besara y la tocara un hombre que inexplicablemente la había atraído de aquel modo; un hombre salvaje y duro al que no volvería a ver.


Y mejor que mejor, la verdad. Estaba bien segura de que cualquier día normal jamás se sentiría atraída por un hombre como Pedro Alfonso. Jamás.








EN SU CAMA: CAPITULO 9





Cuando Pedro llegó por fin a casa, a la casa que tenía en lo alto de un promontorio en South Pasadena, donde tenía unas vistas magníficas y donde nadie podía verlo, se desnudó, esa vez del todo, se dio una ducha caliente, comió un poco y se metió en la cama, presionando el botón de play al pasar por delante de su contestador automático.


Pedro.


Desnudo, Pedro se paró en medio de su dormitorio y miró hacia el contestador.


—Acabo de recibir una llamada de la policía.


Era su padre, por supuesto. ¿Qué propio de él no molestarse en identificarse primero?


—¿De verdad dejaron la casa hecha un asco, por amor de Dios? Espero que consiguieras salvar mi Beemer, y que no se lo llevaran por ahí —dijo Eduardo en voz baja, riendo con suavidad.


Así era Eduardo. Todo era una broma enorme, incluida la vida.


—Ah, me he enterado de que te ocupaste de Paula. Es especial, ¿verdad? Una niña tan dulce…


Pedro reconocía que lo de dulce era cierto. Dulce… y caliente. Él seguía ardiendo después de su último encuentro.


¿Pero niña? No tenía idea por qué a él no se le había ocurrido pensar eso de Paula.


—Me alegra que estuvieras allí para ayudarla.


¿Seguiría estando Eduardo igual de contento si hubiera visto cómo Pedro había estado a punto de devorarla en la cama de uno de los sirvientes? ¿O en la cocina, allí pegada a la pared, metiéndole las manos por debajo de la camisa? Sólo de pensar en ese momento se ponía otra vez a cien. Si la policía no hubiera llegado entonces…


—Es la mejor trabajadora eventual que he tenido —le estaba diciendo Eduardo—. En fin, quería decirte que vuelvo a casa mañana temprano.


Santo cielo, Eduardo iba a tomarse aquello en serio e iba a dejar la diversión para regresar. Sorprendente.


—Bueno, hijo, sólo quería darte las gracias —añadió Eduardo.


Pedro no quería que le diera las gracias. Sólo que lo dejaran en paz.


—Significa mucho para mí que me cuidaras de ese modo —dijo Eduardo.


Sí, como lo había hecho él, claro. Tumbado en su cama, Pedro se fijó en las vigas de madera del techo de su habitación, deseando poder bajar el volumen del contestador.


—No lo hice por ti —le dijo al aparato, como si Eduardo pudiera oírlo.


—Me alegro mucho de que estuvieras allí —continuó su padre—. Paula es una de mis empleadas favoritas.


Eso era una tontería. Los dos sabían muy bien que si las empleadas eran mujeres, todas eran sus favoritas.


—Llámame. Tienes mi móvil.


Pedro cerró los ojos. Quería dormirse; hacía mucho que se había enseñado a dejar la mente en blanco para dormir. Sólo que ese día no era capaz de dejar la mente en blanco y el sueño lo evitaba.


En lugar de eso veía unos ojos verde musgo y unos labios que sabían a gloria… Pero sólo cuando lo besaban, no cuando hablaban.







EN SU CAMA: CAPITULO 8





Allí de pie delante de la puerta de la casa de Eduardo, Paula observaba cómo terminaba de amanecer. Pedro, rodeado de oficiales de policía, contestó a todas las preguntas posibles. Sí, era el hijo de Eduardo Alfonso. Sí, Eduardo sabía que iba a ir a su casa porque le había dejado una nota a Pedro; una de las muchas en los pasados diez años desde que había decidido que quería recuperar a su hijo. No, la nota no le había pedido que fuera específicamente la noche pasada, simplemente que quería hablar.


Últimamente a Eduardo le había dado por querer hablar. 


Había madurado, él mismo no dejaba de decirlo. También decía que Pedro debía aceptar que eran una familia, padre e hijo. Para demostrarlo, no dejaba de irrumpir en la vida de su hijo con cara sonriente y la cartera llena de billetes, porque no le importaba comprar el cariño de su hijo si era necesario. 


Quería que Pedro fuera a ver a los Lakers con él, quería que Pedro se montara en un avión para acompañarlo a los Barbados, quería… Quería tantas cosas, que Pedro no sabía cómo asimilarlo.


Había aceptado a las empleadas eventuales que Eduardo le había enviado de su agencia cuando la gerente de la empresa de contabilidad de Pedro había necesitado ayuda extra; que era lo que solía pasar.


Le había dicho al oficial de policía que no conocía los hábitos de su padre lo suficiente como para saber si aquellos ladrones lo habían estado observando o no. No conocía a los enemigos de Eduardo, sólo que, dadas sus distintas empresas y el éxito que tenían, estaba seguro de que los tenía. Y no, no tenía ni idea de por qué Eduardo le había enviado una nota cuando había planeado salir de la ciudad.


Como ya había dicho, cuando se trataba de la vida de su padre, sabía muy poco.


La policía sacó a los cuatro tipos de la casa y los metió en dos coches.


A Paula, que en ese momento asentía vigorosamente, la estaba interrogando una mujer policía. Entonces señaló a Pedro, y continuó mirándolo con una expresión que cambió considerablemente cuando vio que él la miraba. En un momento pasó de estar tranquila a estar sofocada y nerviosa.


Podría haber estado pensando en cualquier cosa, pero Pedro supuso que había dos cosas particularmente que podrían haberle causado esa expresión… Dos besos.


Él también había perdido la cabeza cuando la había besado, y si era sincero consigo mismo, lo cual era una práctica común en él, el beso había ido más allá de lo superficial.


En algún momento en la oscuridad de la noche le había enseñado a Paula una parte de sí mismo que normalmente le gustaba reservarse.


Una cosa que su trabajo le había enseñado siempre, primero en la Armada y después en la CIA, era lo importante que resultaba mantener al verdadero Pedro bien oculto donde nadie pudiera tocarlo; ni un superior, ni el enemigo, ni nadie.


Paula, lo supiera o no, había visto parte del hombre que Pedro no había querido mostrar durante años. O más bien que nunca había mostrado. Sin duda había abrazado, besado y acariciado a muchas mujeres, pero ninguna tan inocente como ella. Y ninguna le había dejado por la mañana con esa vaga sensación de querer más.


Pero era el lugar equivocado, el momento equivocado, y ella, la mujer equivocada.


Bueno, tal vez las dos primeras cosas fueran ciertas, pero la tercera… En realidad algo le decía que ella era la mujer ideal. Y por esa misma razón tenía que largarse de allí.


Ella lo miraba y continuaba hablando. ¿Qué diablos podría tener que decir que pudiera tardar tanto? Con los ojos ligeramente cerrados observaba a Pedro, que la miraba con cierto recelo.


Tal vez le apeteciera tan poco como a él, aquel cara a cara en pleno día; en realidad, parecía bastante avergonzada.


¿Sería por lo que habían hecho o por otra cosa? ¿Porque habían estado juntos una noche? Podrían tomar cada uno su camino y olvidarse de aquella noche infernal. Él se marcharía a su despacho y ella a… adondequiera que tuviera que ir.


Y eso era algo muy bueno. Muy, muy bueno.