lunes, 13 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 29







Paula tenía una lista enorme de cosas que había que hacer: la iglesia, el párroco, la fiesta, las invitaciones, las flores, la tarta, el vestido de novia, los vestidos de las damas de honor…


Había memorizado todo el plan de la boda, sabía el significado simbólico de cada flor, de las velas, de las alianzas.


Pero a ratos se decía que preferiría no haber montado todo aquello, porque no era realmente importante. Lo había sido la primera vez, porque la boda era más importante que Mateo.


Sin embargo, nada era más importante que Pedro.


Ya era muy tarde para dar marcha atrás. Llevaban en Elmer un mes y el mecanismo ya estaba en marcha. Tenía el vestido, había encargado las flores, había elegido los trajes de las damas de honor y había enviado las invitaciones.


No podía decir: «Lo siento, pero vamos a dejar toda esa parafernalia a un lado».


Aunque sabía que si lo hacía, Pedro le diría rápidamente que sí. Era evidente que a él no le entusiasmaban las bodas grandes. Se había mantenido al margen de los preparativos limitándose a decir: «Lo que tú quieras».


Paula sabía que había tenido que aguantar mucho, y no solo por lo de la boda, sino por su insistencia en que volviera a casa de Arturo cada noche.


—Pero si ya nos hemos acostados juntos —le había dicho él una y otra vez.


—Sí, pero eso fue cuando estábamos en el barco, no aquí, en Elmer —le importaba demasiado no escandalizar a la ciudad—. Además, ¿qué pensaría Arturo?


Él le había asegurado que el viejo lo único que pensaba era lo absurdo que resultaba que él siguiera durmiendo en su casa.


No obstante, Pedro lo había hecho cada noche.


—¿Voy a tener que ir de blanco en la boda? —le había preguntado él la noche anterior antes de marcharse.


Paula se había reído y lo había besado.


—De blanco y con halo.


—Sin duda me lo merezco.


Paula sabía que era verdad.



****


A dos semanas de la boda, Patricia llamó para invitarles al rancho.


—Santiago estará en casa —dijo Paula mientras ponía la ensalada en la mesa a la hora de la cena—. Vuelve de Hong Kong esta noche. La semana próxima empieza a rodar su nueva película en México.


—¿Y quieres ir a ver a Santiago?


Paula negó con cabeza.


—Yo quiero verlos a todos y Patricia quiere verte a ti. Creo que todavía no se cree que nos vayamos a casar.


Pedro que llevaba semanas contando los minutos que faltaban también había llegado a pensar que jamás ocurriría. Pero solo quedaban cuatrocientas horas hasta el momento de la verdad y empezaba a resultarle más creíble.


—¿Puedes dejar las preparaciones durante un fin de semana? —le preguntó él.


—Aún quedan cosas de última hora, pero tengo tiempo.


—Demasiado tiempo —dijo él.


Quizás estar unos días en el rancho de Patricia y Santiago ayudaría a que pasara más deprisa.


No obstante, Pedro sentía cierto resentimiento por ese repentino interés de Paula en ir a ver a su cuñado.


Pero, nada más llegar al rancho todo atisbo de celos había desaparecido. No necesitaba nada más que ver a Patricia y a Santiago juntos para saber lo felices que eran.


—¡No me puedo creer que vayáis a casaros! —dijo Patricia desde la puerta nada más verlos aparecer y corrió a abrazarlos—. ¡Pero míralos, están felices!


—Sí, lo están —dijo Santiago—. Casi tanto como nosotros.


—¡Eso es imposible! —dijo Patricia—. Pasad a ver la casa y a conocer a nuestros invitados. Santiago se ha traído el trabajo a casa.


Patricio se soltó del brazo de su marido, tomó la mano de su hermana y, dejando a Santiago con Pedro, se encaminaron hacia la casa.


—Supongo que la ocasión merece una enhorabuena —le dijo Santiago.


Pedro había sentido cierta reticencia sin motivos reales. Pero no podía olvidar que Paula había pasado un fin de semana con Santiago y que, en un momento de su vida, había sido el hombre de sus sueños. Pero, como la misma Paula le había contado a Pedro, Santiago amaba a Patricia y lo había hecho durante años. No se lo había dicho con oculto resentimiento o tristeza, sino como algo normal. Si Patricia era feliz, ella también.


—¿No estás seguro? —preguntó Santiago mal interpretando el momento de duda de Pedro.


—Sí, claro que lo estoy —dijo Pedro con firmeza.


—La quieres —afirmó Santiago.


Pero, aunque no era una pregunta, Pedro respondió.


—Sí.


Santiago sonrió.


—Bien. Se lo merece. Lo ha pasado mal.


Pedro supuso que Patricia le habría contado lo de Mateo, porque dudaba de que hubiera sido Paula.


Él asintió.


—Sí.


—Te culpaba a ti por todo ello.


Pedro suspiró.


—Sí.


La dura mirada de Santiago se fijó en él.


—¿Tenía motivos para hacerlo?


Durante años Pedro habría respondido que no, que, en realidad, le había hecho un favor porque Mateo no había estado preparado para casarse, que había sido mejor que se enterara antes de la boda y no después. Y era cierto, pero…
Pedro se removió inquieto. Sabía que podría haberse comportado mejor. Miró a Santiago.


—Me gustaría pensar que no —le dijo.


Pero si era honesto consigo mismo tenía que admitir que no había ayudado a que Mateo cumpliera con su compromiso.


Santiago hizo una mueca y bajó los ojos. Luego volvió a levantar la cabeza.


—Preferiría que no quedaran resentimientos entre nosotros y que no tuviéramos malas conciencias.


Pedro sabía que Santiago estaba recordando aquella estúpida pelea infantil de años atrás, pero que, en realidad, se refería a otros muchos absurdos errores que habían cometido en los últimos veinte años.


—Soy un hombre mejor ahora —le aseguró Pedro con la esperanza de que fuera cierto.


Santiago miró hacia la puerta por la que habían entrado su mujer y su cuñada.


—Por nuestro propio bien, espero que los dos lo seamos.


—Pedro, quiero presentarte a Gavin McConnel —le dijo Patricia a Pedro nada más entrar en el salón de la casa que estaba abarrotada de gente—. Gavin, este es Pedro Alfonso. Gavin es actor. Pedro es entrenador de caballos y el prometido de Paula.


Decir que Gavin McConnel era un actor era picar muy bajo. Gavin era una auténtica estrella de Hollywood, el actor de los actores, con dos Óscar en su larga carrera.


Era, además, el sueño de toda mujer y, en aquel momento, tenía su brazo alrededor de la cintura de Paula.


La gran estrella extendió el otro brazo y estrechó la mano de Pedro.


—¡Enhorabuena! Paula es una mujer estupenda.


—Sí —dijo Pedro, controlando el impulso de decirle que era «su mujer». Pero estaba seguro de que a Paula no le habría hecho gracia aquella reacción de hombre de las cavernas. Así que estrechó la mano de McConnell y se portó lo mejor que pudo—. Encantado de conocerte. He oído hablar mucho de ti.


—Espero que no —dijo Gavin y Pedro recordó en aquel instante que era un hombre con fama de ser un tanto solitario y de gustarle vivir aislado. No solía conceder muchas entrevistas. Sin embargo, sí parecía tener tiempo para compartirlo con sus amigos.


—¿Estás trabajando en una nueva película con Santiago? —le preguntó Pedro.


—Sí. Santiago es el protagonista de mi primera película como director.


—Y yo comparto cartelera con él —una voz brillante y extrañamente familiar intervino.


Pedro se volvió y parpadeó al ver a la mujer de largos cabellos negros que atravesó la habitación y se encaminó hacia él con una amplia sonrisa en el rostro.


Pedro —dijo Patricia—. ¿Recuerdas a Támara Lynd?




HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 28





Arturo estaba sentado en su mecedora y observaba a Pedro que tenía un vaso de whisky en la mano.


Tenía en el regazo el álbum de fotos que le había dado Paula. Lo había mirado una y otra vez y no dejaba de asentir satisfecho.


—Te dije que funcionaría y funcionó.


—Pero no fue fácil —respondió Pedro. No le había contado los malos momentos, quizás porque él prefería no recordarlos.


Se sentó y apoyó el vaso sobre la hebilla de su cinturón. La copa que se estaba tomando era parte del regalo que él le había hecho a Arturo. Puede que hubiera anticipado que necesitarían algo así para relajarse juntos.


Hacía dos semanas que, Paula y él habían regresado, y apenas si había tenido tiempo para darse un respiro. Seguía trabajando para Arturo y, por las tardes, entrenaba caballos para Taggart Jones. Pero cada segundo de su tiempo libre Paula lo requería para cuestiones relacionadas con la boda.


—¿Qué más me da a mí que la cena sea sentados o tipo bufé, o que las invitaciones vayan en un papel o en otro?


Arturo le dio un sorbo a su propio whisky y suspiró.


—Se va a casar contigo, ¿no? Pues vale la pena cualquier sacrificio.


—Pero me voy a tener que poner un chaqué —protestó Pedro.


Paula no le había dado otra opción. Quería que las cosas fueran perfectas y adecuadas. Iría con un vestido blanco y vestiría a sus damas de honor con vestidos largos.


Arturo sería el acompañante de Pedro, y había propuesto a Santiago Gallagher como su padrino de boda.


—¡No puedes hacer eso! Santiago lo convertirá todo en un circo.


—No necesariamente. Con no decírselo a nadie, todo solucionado.


—Esto es Elmer. Todo el mundo se enterará.


—Pero Santiago no es nadie especial aquí. No permitiremos que los medios de comunicación se enteren.


—Eso es definitivo —Pedro dudaba que a los medios pudiera interesarles que él se fuera a casar con Paula Chaves .


A la única persona que le importaba era a él.


La quería desesperadamente, quería que ella fuera feliz y esa era la única razón de que soportara aquello.


Las dos últimas semanas habían sido una auténtica locura. 


Paula no había parado ni un segundo.


Pedro había querido celebrar su compromiso llevándosela a casa y encerrándose con ella.


—No podemos hacer eso —le había dicho ella.


—¿Por qué?


—Porque esto es Elmer y todo el mundo se enterará.


—Ya lo saben.


Pero Paula había sido completamente firme al respecto. No estaba dispuesta a darles motivos a las moralistas de la ciudad para que la criticaran.


—¿Qué iba a pensar Arturo?


—Arturo pensaría que está muy bien.


Arturo se estiró en su mecedora y le dio un sorbo a su whisky.


—No se qué demonios estás haciendo aquí. ¿Por qué no te vas a casa de Paula?


—Porque si voy para allá, me dará una lista de cosas que hacer.


—Lo que significa que está dispuesta a seguir adelante con todo lo que está montando.


—Sinceramente, espero que recobre la razón de un momento a otro —dijo Pedro.


—Deberías haberte casado con ella en el barco.


—Se lo sugerí, pero me dijo que no.


—Deberías haberle echado el lazo y haberla llevado ante el capitán.


—¡Ahora me lo dices!


—Bueno, no puedo estar siempre en todo —respondió Arturo.






HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 27





Arturo y la madre de Paula fueron al aeropuerto a recogerles.


—¿Es verdad? —les preguntó Juliana al acercarse a ellos—. Me ha dicho Arturo que vais a casaros.


Parecía desconfiar de la información que le había dado el anciano.


Pero Paula, rápidamente, le tendió la mano a su madre y le mostró el anillo.


—¡Cariño, es maravilloso! —la abrazó con fuerza y extendió el otro brazo para incorporar a Pedro en el expresivo gesto.


Pedro hizo una mueca de vergüenza y placer al mismo tiempo.


La mujer se encaminó hacia Arturo y le dio un sonoro beso en la mejilla.


—¡Eres un demonio! —le dijo al viejo—. No tenía ni idea de nada de esto.


—Ya te dije que funcionaría —le recordó Arturo a Pedro.


Pedro hizo una mueca.


—Podría haberlo hecho yo solo.


—Sí, claro, ¿en qué siglo? —protestó Arturo—. ¡Yo no voy a vivir eternamente! Ya la velocidad que ibais tendría que haberlo hecho para veros juntos.


—Ya —dijo Pedro secamente—. Así que todo fue idea tuya.


—Quizás no todo —dijo el anciano—. A mí jamás se me habría ocurrido comprar un anillo como ese. De vez en cuando, también tú tienes buenas ideas — rodeó a Paula con su brazo—. Me alegro mucho de teneros aquí.


—Yo también me alegro de estar de vuelta —respondió Paula.


—He hecho un apetitoso guiso —dijo Juliana—. Vendréis todos a comer a casa.Os podéis quedar con Walter y conmigo si queréis.


Se refería a su nueva casa, la que Walter había construido en su rancho, para poder dejarle la antigua a Analia, su hija, y su marido, Charlie


—Gracias, pero prefiero quedarme en la ciudad —dijo Paula—. En la casa grande. Espero que a Patricia no le importe.


Se trataba de una pequeña mansión de dos pisos, estilo Victoriano, que pertenecía a su hermana y en la que habían vivido todos juntos, hasta que tanto Juliana como Payticia se habían casado.


Santiago y ella se habían trasladado al rancho de aquel tras la boda.


—Seguro que no tiene problema alguno —le aseguró Juliana—. Estoy segura de que prefiere que la ocupe alguien. Según tengo entendido estaba pensando en venderla.


—¿Sí? Quizás podríamos comprarla nosotros —le dijo Paula a Pedro—. Está cerca de la tienda de Arturo. Si vas a trabajar allí, te podría venir bien. Yo volvería a abrir el salón de belleza.


—Yo quería construirme un lugar junto a Ray y Julia —respondió Pedro mientras recogía las maletas—. Quería dedicarme a entrenar caballos.


—Bueno, ya lo hablaremos —dijo Paula feliz—. Ahora tenemos otras cosas de las que preocuparnos. Por ejemplo, de la boda.


—Por cierto, respecto a la boda… —Julia miró a su hija algo preocupada. Paula sabía que su madre estaba recordando lo sucedido con Mateo.


—Pensé que, quizás, os habríais casado en el barco —dijo Arturo.


—No —dijo Paula—. Yo quería casarme aquí. Y esta vez, todo será perfecto.


—Sí —afirmó Pedro sonriente—. Aunque ya le dije que yo me habría casado en cualquier sitio.


—Pero teníamos que hacerlo aquí. No podíamos casarnos sin Arturo y sin la familia —dijo Paula.


—Bueno, yo habría podido hacerlo —confesó Pedro—. A mí me daba lo mismo.


—A mí no —dijo Paula.


Había soñado con aquella boda durante años.