viernes, 25 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 3





Cuando Pedro abrió la puerta, su hermana lo miró y él dijo:
—Esa no es la bienvenida que esperaba me diera mi hermana.


—Me preguntaba si todavía podía considerarte mi hermano —Lisa frunció el ceño y se adentró en el salón.


Pedro la agarró de la mano.


—Eh, ¿qué pasa? ¿Has tenido un mal día con el bebé? Por cierto, me muero de ganas de conocerlo.


—¿De veras?


—Claro que sí. El tío Pedro quiere mimar a su sobrinita. Tengo derecho —dijo con dulzura.


—¿Ves alguna cosa de bebé por la casa?


Pedro miró a su alrededor. La casa en la que vivían su hermana y su marido estaba muy ordenada y llena de cosas de adultos.


—No te entiendo.


—No he tenido un hijo, Pedro.


—Entonces, ¿por qué me enviaste esa postal?


Lisa miró a otro lado para evitar su mirada. Era algo que no había hecho nunca.


—Te mandé la postal para que regresaras a casa a enfrentarte a tus responsabilidades.


—¿Qué responsabilidades?


—La que tienes hacia tu hija, Pedro.


—No tengo ninguna hija. No soy padre.


—¿Ah, no? Ha cumplido seis meses y se llama Juliana. Tiene el mismo pelo y los mismos ojos que tú.


Pedro se quedó boquiabierto. «¿Una hija? ¿Hay una hija mía por el mundo?». Miró a su hermana y sintió un nudo en la garganta.


—Paula. ¿Dónde está Paula? Intenté llamarla.


—¿La llamaste?


La miró como diciendo: «gracias por confiar en mí», y dijo:
—Sí, la llamé… en cuanto tuve la oportunidad de comunicar con tierra. Le mandé alguna carta mientras estábamos mar adentro, pero ella no podía contestar. Aun así, cuando llegué a Estados Unidos no encontré ni su dirección ni su teléfono.


—¿La has llamado de verdad? —le preguntó Lisa mirándolo a los ojos—. Cuando me dijo que no quería que tú te enteraras, pensé que era una manera de esconder sus sentimientos.


—¿No crees que tenía derecho a saberlo?


—¡Por supuesto! Por eso envié la carta. Por favor, Pedro, creía que no habías contactado con ella. Esa es la impresión que me dio.


—¿Cómo te enteraste?


—Brian y yo estábamos de vacaciones en Charleston y fuimos al banco a canjear un cheque. Paula era la directora del banco. Se ha mudado aquí de nuevo, pero no quiere tenerte en su vida.


—Me tendrá aunque no quiera —murmuró él y se dirigió hacia la puerta.


—¡Pedro, espera! Esto no va a gustarle nada —Lisa se cruzó de brazos—. ¿Qué vas a hacer?


—Hablar con ella, pedirle que se case conmigo, darle mi nombre a mi hija. No quiero que crezca como yo lo hice, Lisa. No voy a permitir eso. Dime dónde vive.



CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 2



Quince meses antes…


La boda había terminado. Pedro había ocupado el puesto de su difunto padre y había acompañado a su hermana pequeña hasta el altar para entregársela al hombre que amaba. Después, los recién casados se habían subido a una limusina y habían partido para comenzar una nueva vida juntos. Su madre estaba con sus amigas, así que Pedro podía centrarse en lo que había sido la causa de su tormento durante las dos semanas anteriores.


La dama de honor, Paula Chaves. Solo con estar junto a ella Pedro sentía que la cabeza se le llenaba de pájaros. No quería ni pensar en lo que su presencia hacía en el resto de su cuerpo. Llevaba trescientas treinta y seis horas luchando contra ello. Desde que posó la mirada por primera vez en la mejor amiga de su hermana.


Había tenido varios problemas a la hora de preparar los últimos detalles de la boda, pero Paula estaba allí para ayudarlo. Tranquilizando a su hermana, haciendo recados y volviendo loco a Pedro.


Era una mujer alta, decidida y muy sexy, tanto que Pedro pensaba que moriría de deseo por ella.


Había pasado mucho tiempo con Paula, hablando hasta altas horas de la noche y navegando en el río cuando encontraban un rato para relajarse del caos de la boda. 


Cuando no la tenía cerca, Pedro no podía dejar de pensar en ella, esperando a que llegara el momento de llevar a la atractiva pelirroja a un lugar privado y oscuro para probar el sabor de su piel Pedro estaba convencido de que a ella le pasaba lo mismo, y había ciertos indicios en su manera de actuar que hacían que la deseara aún más.


A medida que la limusina se alejaba, Pedro se despidió de su hermana con la mano y miró a Paula. Estaba sujetándose la falda del vestido para agacharse a recoger una bolsita de alpiste. El director del club donde celebraron la boda les había prohibido que echaran arroz, pero Paula lo había convencido de que el alpiste no era dañino para el medioambiente. Solo quería que la boda de Lisa tuviera todas las tradiciones. Ninguna novia debía marcharse sin el deseo de prosperidad de aquellos que la amaban.


Y ningún hombre debía quedarse allí mirando a una mujer como aquella.


—¿Paula?


—Hola, teniente —dijo ella con una sonrisa al levantar la vista—. ¿Te he dicho lo apuesto que estás con ese uniforme blanco?


—Puedes empezar a decírmelo ahora.


—Una agente secreto de la Marina presumido —bromeó ella—. ¡Qué raro!


Pedro tendió la mano hacia ella y Paula le dio la bolsa de alpiste. Él la miró y la guardó en el bolsillo.


—¿Te has puesto sentimental? —preguntó ella.


—No. Las facturas harán que me acuerde de esto para siempre.


Paula se rió y dijo:
—Así que te sale el cinismo. Sabía que no eras todo lo paciente y caballeroso que aparentas.


Alrededor de ellos, los camareros estaban recogiendo. La banda tocaba la última canción y, mientras los invitados comenzaban a marcharse, Pedro tomó a Paula entre sus brazos y la llevó a la pista de baile.


—Estabas guapísima esta mañana.


—¿Lo contrario de ahora?


Él sonrió.


—La reina de la fiesta.


—Gracias, y no le diré a tu hermana que has dicho eso.


Pedro la atrajo hacia sí y, al sentir el roce de su cuerpo, se estremeció.


Pedro —dijo ella y trató de separarse un poco.


—Sss —murmuró él, y continuó bailando—. Lo notas, ¿verdad?


—Oh, sí —susurró ella, y apoyó la cabeza en su hombro.


—Bien. Esperaba que no estuviera solo en este tormento.


—Te aseguro que no, marino —le acarició la espalda con delicadeza.


Pedro deseaba sentir sus caricias sobre la piel y estar desnudo junto a ella, retozando sobre la cama.


—Me estabas volviendo loco —le susurró al oído.


—No lo parecía.


—No habría estado bien perseguir a la dama de honor cuando Lisa estaba a punto de casarse.


—Hay que reconocer que tienes mucho autocontrol, teniente.


—Por lo que he estado pensado podrían haberme llevado ante un consejo de guerra.


Paula levantó la cabeza de su hombro. Lo miró y comprendió el mensaje que transmitía su mirada. Calor, pasión, deseo. 


Llevaba más de catorce días recibiéndolo.


Cuando Pedro Alfonso entró en el salón de Lisa, bastó una mirada para que Paula se quedara cautivada. No solo era un hombre atractivo al que el uniforme de la Marina le quedaba de maravilla. Tenía una mirada que expresaba a voces sus sentimientos al mismo tiempo que los ocultaba del resto del mundo.


Paula recordaba cómo aquel día los ojos azules de Pedro se llenaron de lágrimas al ver a su hermana, que parecía una princesa vestida con el traje de novia.


Lágrimas de amor y de orgullo. ¿Quién iba a pensar que un hombre fuerte con un trabajo tan peligroso pudiera derretirse al ver a una novia?


—¿Y qué has estado pensando? —preguntó ella de repente.


—Territorio peligroso —le advirtió él y la miró de arriba abajo.


—Estoy preparada para la aventura.


—¿Conmigo? ¿Ahora?


Paula le rodeó el cuello con los brazos e hizo que bajara la cabeza. Era como si lo hubiera hecho cientos de veces antes, como si lo conociera desde hacía miles de años.


—Me preguntaba cuándo ibas a ponerte manos a la obra —susurró ella, y lo atrajo hacia sí. Él la besó de forma apasionada, al mismo tiempo que le acariciaba la espalda.


Era una pasión devoradora. Algo demasiado íntimo para mostrar en público.


—¡Guau! ¡Alfonso! —oyó decir Pedro en la distancia y se apartó de ella.


—Ya basta, Sergio —le dijo a su amigo sin dejar de mirar a Paula.


—Señor, sí señor —bromeó su compañero.


—¿Nos vamos de aquí? —preguntó él.


Ella se humedeció los labios.


—¿No nos hemos ido todavía?


El sonrió y la soltó para que recogiera su bolso. Después, se apresuraron para salir del club. Durante el trayecto en taxi hasta el hotel, Pedro no la acarició, ni la besó, porque sabía que si lo hacía no podría parar. Solo le sujetó la mano. Era lo más erótico que había hecho nunca. Los dedos entrelazados, las palmas juntas en la intimidad.


Más de lo que había hecho en mucho tiempo con una mujer.


Cuando llegaron al hotel, Pedro pagó al conductor y ayudó a Paula a salir del coche. Entraron en el edificio agarrados de la mano y subieron en el ascensor. No podía mirarla. Todavía sentía el calor y el aroma de su cuerpo.


La gente sonreía al verlos pasar. Un hombre mencionó que había estado en la Marina durante la Guerra del Golfo, y Pedro hizo como si lo escuchara con interés. El ascensor se detuvo en varias plantas y bajaron algunas personas. 


Cuando por fin se quedaron a solas, él no pudo contenerse y se volvió hacia Paula.


Ella sonrió y lo abrazó. Pedro la arrinconó contra la pared y la besó con locura.


Y Paula respondió de la misma manera. Pedro sintió que algo se quebraba en su interior. Ella le agarró la mano y la llevó hasta su muslo, bajo la abertura del vestido. Pedro gimió y le acarició la piel por encima de las medias. Le agarró el trasero y la atrajo hacia sí. Paula gimió al sentirse tan próxima a él, pero él quería oír más, quería que gimiera de placer.


Entonces metió la mano entre sus muslos y ella le clavó los dedos en los hombros mientras la acariciaba. Dejó de besarlo y susurró:
—Eres muy travieso.


—Ya lo sé. Pero nunca me olvidaré de esto —retiró hacia un lado la ropa interior e introdujo el dedo en su cuerpo.


—Oh, Pedro —dijo ella arqueando el cuerpo contra él.


Pedro jugueteó con el dedo disfrutando de la suavidad de su carne. Ella comenzó a jadear y, al instante, él introdujo otro dedo.


—¡Oh!


—¡Oh, sí! —exclamó él, y la besó en el cuello. Ella estaba húmeda, caliente y tensa, preparada para la explosión. 


Entonces, el ascensor se detuvo y ambos se separaron decepcionados. Cuando se abrieron las puertas, él la agarró de la mano y la llevó corriendo hasta su habitación.


Una vez dentro, cerró la puerta y arrinconó a Paula contra ella.


Paula se rió al ver lo impaciente que estaba y él la besó. Ella le desabrochó los botones de la chaqueta y después se quitó los zapatos. El hizo lo mismo y se encogió de hombros dejando caer la chaqueta al suelo. Ella se volvió y apoyó los brazos en la puerta. Pedro le bajó la cremallera del vestido de raso y, al ver que llevaba un conjunto de ropa interior de color azul lavanda, se puso tenso. Le besó la espalda y le bajó el vestido con la boca; cuando este cayó al suelo, la volvió y la miró a los ojos.


—Oh, cielos —es todo lo que pudo decir.


Ella arqueó las cejas y se desabrochó el sujetador. Él comenzó a respirar cada vez más rápido y se quitó la camiseta.


Paula le agarró las muñecas y lo guió para que cubriera sus pechos con las manos. Pedro no se hizo de rogar. Estaba preparado y llevaba dos semanas deseándola.


Le acarició los pechos y jugueteó con sus pezones hasta que se endurecieron. Entonces, no pudo resistir la tentación de probarlos. Llevó su boca hasta ellos y succionó con delicadeza.


Paula levantó la pierna y apoyó el pie sobre la pantorrilla de Pedro. Sintió que el placer se apoderaba de su cuerpo haciendo que la sangre que corría por sus venas se moviera al ritmo de las caricias de Pedro. Él le acarició el vientre con la lengua, y continuó bajando…


Con los pulgares le bajó la ropa interior y, más tarde, se arrodilló. Le acarició y le besó las piernas hasta llegar a los dedos del pie; después, subió de nuevo la mano, le agarró la pierna y se la colocó sobre el hombro.


La miró a los ojos. Ella sonrió y le acarició los labios con el dedo.


Entonces, él probó la parte más íntima de su cuerpo y ella sintió que todo lo que había a su alrededor se desmoronaba.


Pedro —gimió.


El introdujo la lengua en su cuerpo y ella gimió más fuerte. 


Deseaba más. Deseaba todo lo que aquel hombre pudiera ofrecerle, porque sabía que iba a marcharse, que desaparecería entre la niebla. Era un guerrero silencioso. 


Era su trabajo, su vida. Solo disfrutaría ese momento con él, y quería todo lo que él tenía para darle.


Y él se lo dio. Encontró el punto clave y consiguió que Paula estallara de placer.


Pedro sintió cómo se tensaban sus músculos, le separó las piernas e introdujo dos dedos en su cuerpo.


—¡Pedro! —gritó ella. Pero él quería oír más, quería ser el único hombre que pudiera hacerla sentir así, él único que pudiera poseerla.


Sabía que en pocas horas quizá tuviera que marcharse muy lejos, así que decidió disfrutar del momento, igual que había hecho durante años.


La llevó al clímax, mucho más allá de la locura y la satisfacción. Se puso en pie y ella se derrumbó sobre él, sintiéndose muy débil durante un momento. Entonces, lo besó y comenzó a desabrocharle el cinturón. Le acarició las piernas, y el bulto que había bajo su pantalón. Le bajó la cremallera y dijo:
—Es mi turno.


—Nada de eso.


—¿Qué pasa, teniente? ¿Te estás quedando sin fuerzas?


—No, tengo miedo de disparar sin un objetivo.


Ella se rió y continuó acariciándolo más rápido. Le bajó los pantalones y acercó su cuerpo al de él. Ambos se estremecieron.


Pedro la tomó en brazos y la llevó hasta la cama. La dejó en el centro y ella lo atrajo hacia sí, separando las piernas para que la poseyera.


Sus pieles se rozaron y Paula pensó: «Nunca había sido nada tan perfecto». Cuando el sacó un preservativo de la mesilla, ella se lo quitó.


Pedro frunció el ceño. Ella sonrió, hizo que se tumbara y se sentó a horcajadas sobre sus piernas. Pedro se sentó. Ella lo empujó para que se tumbara de nuevo, abrió el preservativo y se lo puso haciendo que se volviera loco con sus caricias.


—¡Paula! ¡Oh, Paula!


—Tranquilo —dijo ella, y se colocó sobre sus caderas.


Él sonrió, le acarició los pechos y se incorporó para tomar uno de sus pezones en la boca.


—Oh, Pedro, lo haces tan bien —dijo Paula.


—Sí, señora.


Ella sonrió y lo besó en la cara.


—Mi héroe.


Pedro la guió para que lo montara y ella se agarró a sus hombros para deslizarse con cuidado sobre él. Después le retiró el pelo de la cara.


—Paula…


—Sss —dijo ella—. Ahora no —dijo ella al sentir que entre ellos se había formado algo más que una relación basada puramente en el sexo. Era como si fueran las piezas de un puzzle y se hubieran unido para siempre.


Paula se movió, soltándolo y tomándolo de nuevo, deseando a un hombre que nunca podría conseguir. Era un hombre libre y ella no intentaría atraparlo. Ni iba a pedirle que se quedara con ella. Aunque no podía soportar la idea de perderlo justo cuando acababa de encontrarlo.


Dos semanas no eran suficientes. La mirada de Pedro, una mirada que podía ser fría como el hielo y tierna como la de un corderito, expresaba mucho más. Más de lo que él podía ofrecerle. Más que puro sexo.


Pedro la agarró por las caderas, sin dejar de mirarla, y la tumbó en la cama para colocarse encima y penetrarla.


Ambos comenzaron a moverse de manera acompasada. Él se retiró un instante y entró de nuevo en ella. Sabía que jamás olvidaría aquella noche y que la recordaría miles de veces en el futuro. No quería que terminara nunca.


Empujó con fuerza, provocando que Paula gimiera de placer. 


Así una y otra vez, hasta que llegaron al momento culminante en el que la penetró por última vez y vio que sus ojos verdes se oscurecían y su rostro se cubría con una amplia sonrisa.


Ella lo abrazó y susurró su nombre al oído. Después lo besó como nunca lo habían besado antes.


En ese mismo instante, Pedro supo que nunca dejaría de desearla. Y la noche no había terminado todavía…


A las seis de la mañana sonó el teléfono y Pedro contestó:
—Más te vale que sea algo bueno, Sergio.


—¿Teniente Alfonso? Soy el coronel Walsh. 


Pedro se incorporó en el acto.


—Sí, señor.


—Ha habido un cambio de planes. Preséntese lo antes posible.


—Sí, señor.


—¿Qué tal la boda, hijo?


Pedro se fijó en la mujer desnuda que había a su lado.


—Inolvidable, señor. Perfecta.


—Estupendo. Lo veré dentro de unas horas —dijo el coronel, y colgó el teléfono.


«Unas horas. Maldita sea», pensó Pedro. Paula se volvió para mirarlo.


—Tienes que irte, ¿no?


Él asintió, se metió de nuevo en la cama y la abrazó.


—Sabía que esto sucedería —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas. Iba a echarlo mucho de menos—. Pero esperaba poder pasar unos días contigo.


Pedro le acarició la espalda.


—Yo también.


—No me pidas que te espere, Pedro. No creo que pueda soportar el hecho de no saber si algún día volverás.


—Volveré, y cuando lo haga quiero…


—No hagas promesas que no puedes cumplir. Yo no prometo nada.


—¿Por qué?


—Porque me gustas demasiado. Y no puedo poner toda mi esperanza en un hombre.


Pedro frunció el ceño y se percató de que sabía muy poco acerca del pasado de esa mujer. Era evidente que la habían herido, y de gravedad.


Paula no iba a depender de Pedro, ni de ningún hombre. Le habían roto el corazón más veces de las que una mujer debería sufrir. Tenía que continuar con su vida como si él nunca hubiera llegado a lo más profundo de su corazón, como si nunca hubieran compartido un momento tan íntimo.


Era casi mejor que él se marchara tan pronto. Si pasaba dos semanas más con Pedro Alfonso se enamoraría locamente de él. Eso era peligroso, y no tenía sentido.


—No soy uno de esos que… —dijo él tumbándola de espaldas.


—Sss —dijo ella, y separó las piernas—. Tómame, Pedro —susurró—. Antes de que partas hacia tierras desconocidas durante quién sabe cuánto tiempo, dame todo lo que escondes del mundo.


—¿Por qué?


—Porque yo lo guardaré en un lugar seguro —era todo lo que ella podía ofrecerle.


Pedro la penetró y le dio todo lo que ella le pedía. Era todo lo que tenía, y dejó una parte de su ser tras de sí.