miércoles, 13 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 22




Pedro hizo una mueca al golpear accidentalmente la frente de Paula.


—Lo siento. ¿Estás bien?


—Claro, ya me he acostumbrado a que me golpeen en la cabeza.


Él frunció el ceño ante su tono de voz, su postura rígida. En su ausencia Paula había vuelto a enarbolar la señal de «Prohibido el Paso». Era lo que había temido. Debía de haber llegado a la conclusión de que estaba mejor sin él.


—Iba a ir a comprobar tu ganado —anunció ella—. Mis animales han sido especialmente ruidosos esta noche.


—Ya he frenado una estampida potencial —informó Pedro—. Por eso he tardado en venir.


—Oh —miró a un lado y a otro—. Bueno, entonces… —calló, sin saber qué decir a continuación. Desde luego, no lo que le apetecía: «¿Dónde diablos has estado y por qué no has llamado? ¿Ya te has cansado de mí, a pesar de que no es lo que me sucede a mí? Además, el silencio que dejó tu ausencia me vuelve loca».


Pedro se apoyó en un pie y luego en el otro.


—Entonces… ¿cómo va tu tobillo?


—Bien, ya no está tan hinchado —«¿Dónde demonios has estado? ¡Te he echado de menos!»


—Me alegra oírlo —se pasó la mano por el pelo revuelto y suspiró—. ¿Te parece bastante larga?


—¿Qué? —parpadeó, desconcertada.


—Mi ausencia. ¿Ha sido demasiado larga o no lo suficiente? —preguntó—. ¿Sigues sintiéndote vulnerable?


—¿De qué diablos hablas? —frunció el ceño, aturdida por su andanada de preguntas.


—Tú. Yo. Nosotros —repuso de inmediato—. Dijiste que no querías que las cosas entre nosotros se complicaran, porque apenas nos conocíamos. Dijiste que no querías que me aprovechara mientras te sentías sin defensas. Así que retrocedí, mantuve las distancias, no me acerqué lo suficiente para tocarte, aun cuando eso ha estado a punto de matarme. Lo siento, Pau, intenté mantener una relación platónica mientras tú te recuperabas, pero voy a estallar si no puedo besarte pronto.


Paula lo miró boquiabierta, asombrada por su abierta honestidad. Todas las inseguridades y las sensaciones de rechazo que la habían hostigado los últimos días se desvanecieron. De pronto le pareció un hombre muy dulce. 


Había hecho exactamente lo que ella le había pedido, y no había estado lo bastante segura de sí misma como mujer para darse cuenta de ello.


—¿De verdad quieres besarme? —preguntó.


—Para empezar —una sonrisa suavizó las líneas de su boca—. Pero bajo ningún concepto se acerca adonde quiero terminar.


—¿Así que no has venido a matarme porque mis animales han vuelto a asustar a tu ganado? —le devolvió la sonrisa.


—No, esta vez, no —informó.


—Comprendo. De manera que es una visita estricta para besar.


—Sí —afirmó con fingida seriedad—. Muy personal y privada. Nada que ver con asuntos de negocios. Si es un mal momento, puedo volver luego —miró el reloj—. Si necesitas tiempo, regresaré, digamos que en unos dos minutos.


—No, ahora es perfecto —aseguró.


Cuando le sonrió, Pedro sintió que se le aflojaban las rodillas. «Muy bien, Alfonso, parece que se alegra de verte. Suéltalo ya».


—Te he echado de menos, Pau…


Para su sorpresa y deleite, ella se arrojó a sus brazos, le rodeó el cuello y le acercó la cabeza; entonces lo besó hasta dejarlo sin aliento.


Sintió que se ahogaba en su maravilloso beso. Paula cobró vida en sus brazos y Pedro la pegó con tanta fuerza a él que temió romperle alguna costilla, aunque no parecía poder soltarla. La quería exactamente donde la tenía.


La sensación de su lujurioso cuerpo pegado al suyo le provocó una urgente necesidad en su interior. Se excitó en un abrir y cerrar de ojos, lo que debía de ser un récord, ya que ninguna mujer había tenido jamás un efecto tan inmediato, espontáneo e intenso en él. Su fragancia tentadora le embotó los sentidos y le provocó un cortocircuito en el cerebro. La probó, la devoró, paró un momento para respirar y volvió a impregnarse de su dulce néctar. El corazón le palpitaba como si hubiera corrido una maratón. 


Las piernas se trasformaron en goma. La cabeza le dio vueltas. Habría suplicado misericordia, de haberla querido. 


Deseaba a Paula Chaves de tal manera que le resultaba imposible pensar con claridad.


De pronto recordó que seguían en el porche y la soltó, para sostenerla al ver que oscilaba insegura.


—¿Puedo pasar? —preguntó con voz entrecortada.


—Depende.


—¿De qué? —la devoró con los ojos.


—De lo que planees hacer cuando entres.


Sonrió y enarcó las cejas.


—Pensé que había dejado bien claro cuáles eran mis intenciones. No soy un hombre paciente, Pau. Nunca lo he sido. He pasado varias noches sumido en un tormento y durmiendo solo, rodeado de tu aroma. Mi imaginación no paraba de desbocarse. Luego tuve que irme de la ciudad y estaba loco por volver. Así que será mejor que decidas pronto si quieres que seamos más que vecinos y amigos. Creo que sabes que yo quiero más. No sé cuántas maneras hay para explicar diplomáticamente que te deseo, que anhelo estar contigo siempre que puedo.


Eso era lo que a Paula le encantaba de ese hombre. Pedro Alfonso tenía el valor de decir lo que le pasaba por la cabeza.


—¿Pau? ¿Tu silencio es un no? —la miró con intensidad—. ¿Vuelvo a precipitarme?


Ella lo observó y vio que tenía las pupilas dilatadas, lo cual, según los expertos, indicaba interés y excitación sexual. Bajó la vista a la cremallera de sus vaqueros. Sí, era evidente que estaba excitado. Ella lo había excitado. El conocimiento de que tenía el poder para afectarlo de esa manera le dio valor para alargar la mano y tomarlo por el cuello de la camisa.


Despacio y con firmeza, lo introdujo en la casa.


—¿Estás absolutamente segura de esto? —murmuró Pedro sin apartar la vista de su cara—. Será mejor que lo estés, porque si paso voy a querer que estemos desnudos.


—¿Vienes con garantía de no romperme el corazón? —inquirió, incapaz de apartar los ojos de él.


—¿Me garantizas tú que no vas a romperme el mío? —contrarrestó—. Seguiré aquí por la mañana. ¿Querrás que esté, Pau?


Paula tomó su decisión en el instante en que vio la sinceridad brillando en aquellos ojos insondables. Trató de convencerse de que podría funcionar. Ese era el hombre que había estado esperando toda la vida.


—No creo que desee que te marches por la mañana —susurró—. El silencio que has dejado atrás me ha vuelto loca.


La besó con una urgencia que le obnubiló la mente. La alzó en brazos y la llevó hacia la escalera sin romper en ningún momento el abrasador beso. Paula se aferró a él con desesperación, maravillada por el deseo temerario que la dominaba.


Durante un instante fugaz recordó que tenía algo importante que decirle, algo que probablemente él querría saber antes de que terminaran juntos en la cama. Pero fue incapaz de hablar.


La depositó junto a la cama y sus manos comenzaron a recorrerla por completo. El corazón de Paula palpitaba como un martillo neumático y el cuerpo se le encendía allí donde Pedro la tocaba, haciendo que se arqueara hacia sus caricias íntimas con desenfrenado abandono.


Ser seducida por Pedro Alfonso era como verse arrastrada al ojo de un ciclón y ser lanzada en cuatro direcciones al mismo tiempo.


No puso objeción alguna cuando le quitó la camiseta y se inclinó para pasar la lengua sobre su pezón erecto.


—Eres hermosa —jadeó sobre su piel palpitante—. Tocarte me pone en llamas.


Al saber que era impaciente por naturaleza, dio por hecho que la abrumaría con urgencia. Pero en ese aspecto de su relación se mostró demasiado paciente para su propio gusto… y empezaba a enloquecerla con esas caricias lentas y deliberadas que encendían hogueras en su cuello, en las cumbres de sus pechos y en la superficie plana de su estómago. Santo cielo, ¿cómo sabía dónde y cómo tocarla, volverla un ser salvaje?


El pudor la abandonó cuando le bajó los vaqueros y las medias por las caderas y los dejó arrugados a sus pies. La engulló con la mirada y aunque ella se ruborizó, dejó que se saciara.


—Decididamente eras Miss Septiembre, y todos los demás meses del año —murmuró Pedro, sonriendo con apreciación.


La hacía sentirse como una diosa que lo había hipnotizado. 


La tocó con sorprendente ternura y Paula anheló devolverle el placer que emanaba de cada célula de su cuerpo.


—Uno de los dos está demasiado vestido —musitó al dejar que la bajara a la cama.


—Uno de los dos se ha distraído por el magnífico paisaje.


Sin quitarle la vista de encima, comenzó a desabrocharse la camisa, lo dominó la impaciencia y se la arrancó. Ver a Pau desnuda, con las mejillas ruborizadas, le atenazaba el corazón. Quería que fuera una experiencia buena para ella, con el fin de que no lo echara por la mañana. Pero su paciencia estaba al límite… y también sus vaqueros, a punto de estallar.


«Despacio y con calma, Alfonso. No lo estropees ahora», se advirtió. Iba a hacer que disfrutara, aunque ello lo matara. 


Tampoco le parecía una mala manera de morir.


Cuando al fin consiguió quitarse la camisa, vio que lo miraba mientras se bajaba los vaqueros y se quitaba las botas. Las mejillas adquirieron una feroz tonalidad rosada al desprenderse de los calzoncillos. Trasladó la vista de su palpitante erección a su cara, luego la bajó otra vez. Abrió mucho los ojos cuando se tumbó a su lado. Fue a decir algo, pero en el instante en que él le mordisqueó con delicadeza un pezón y lo succionó, perdió el aliento y solo pudo soltar un gemido entrecortado.


Una vez superada la incomodidad inicial de desnudarse, Pedro empezó a ocuparse de que ella no lamentara haberlo dejado meterse en su cama. La quería sin aliento, jadeante y ansiosa cuando la penetrara.


Para ello comenzó a darle besos húmedos en los pezones, en cada curva y montículo de su cuerpo. Memorizó la sensación de su piel sedosa, tan suave a la vista, al tacto y al gusto.


Cuando deslizó una mano exploradora por su vientre para acariciar la piel sensible del interior de sus muslos, la oyó gemir y temblar bajo las yemas de sus dedos. Era tan sensible y apasionada. Era todo lo que Sandi Saxon no había sido. Hacer el amor con Pau le enseñó a descubrir la diferencia en el acto. Hacía que se sintiera como si fuera el mejor amante del mundo, y él le devolvió el cumplido exhibiendo todo el afecto tierno que pudo ofrecerle.


Al introducir el dedo en su interior y sentirla arder con fuego líquido, estuvo a punto de perder la cordura. Paula se movió en una caricia salvaje y dulce. En ese instante, Pedro supo que quería y necesitaba más. Inclinó la cabeza y probó el fuego aromático de su deseo. Oyó su grito ahogado, sintió que el cuerpo se le ponía rígido, para luego temblar en indefensa liberación.


—¡Pedro! —jadeó, pegándolo a ella—. ¡Oh!


Buscó con toda celeridad el preservativo que había dejado sobre la mesita de noche. Nunca se había movido con tanta velocidad en un esfuerzo por estar presente cuando lo deseaban y necesitaban con tanta desesperación. Aunque tampoco recordó que alguien que no fuera Pau lo deseara de ese modo.


Entró en ella con ansia y urgencia, luego se paralizó al encontrar una resistencia inesperada. Abrió mucho los ojos mientras se apoyaba sobre ambas manos encima de ella. Se quedó boquiabierto y la observó incrédulo.


—Juro que iba a decírtelo —suplicó ella, moviéndose incómoda—. Jamás soñé con que fueras a hacerme olvidar todo lo que sabía cuando me… Bueno, ya sabes lo que me has hecho. Me has vuelto loca.


Una sensación increíble de ternura inundó a Pedro al contemplar el rostro colorado. Esa mujer independiente, dura y vivaz estaba llena de deliciosas sorpresas. Pero no era el momento de formular preguntas que los distraerían. Era el momento de experimentar el placer que generaban cuando hacían el amor.


Se retiró un poco, sintió que el cuerpo de ella respondía y volvió a avanzar con cuidado.


—¿Estás enfadado? —murmuró Paula—. No es que pretendiera atrapar…


—Shh —sonrió con ternura.


Otra vez la acarició, la excitó, hasta que se agarró con frenesí a él, clavándole las uñas en la espalda para pegarlo a ella. Se movió en su interior y sintió el ritmo ascendente del placer. De pronto Paula se dejó ir, se fundió en el colchón y lo arrastró con ella al borde del olvido.


Pedro sintió como si experimentara una caída libre por el espacio, bombardeado por un placer tan intenso que estuvo a punto de perder el conocimiento. Tembló al liberarse y se desplomó a medias para recuperar el aire. Yació allí lo que le parecieron siglos, maravillado por la sensación de absoluta satisfacción que lo embargaba. En alguna parte del exterior un pavo emitió un sonido parecido al de una mujer que solicitara ayuda.


Pedro no le habría ido mal algo de ayuda. No era capaz de hacer acopio de energía para apartarse antes de aplastar a Paula.


—¿Pepe? —dijo ella un rato más tarde.


—¿Mmmm?


—De verdad tenía toda la intención de decirte que nunca había… —su voz se evaporó.


—¿Por qué yo, Pau? —se apoyó en un codo—. ¿Por qué ahora?


Empezaba a descubrir que era típico de ese hombre formular la pregunta más directa y difícil. No estaba segura de hallarse preparada para oír la respuesta. Era demasiado pronto para decir: «Me enamoré de ti e instintivamente supe que era el momento adecuado. Lo sé porque nunca antes lo había sentido».


—Será mejor que no tenga nada que ver con el señor Béisbol para demostrarle que se equivocó contigo.


Que pensara que haría algo tan estúpido para vengarse de Raul, que aún sentía algo por su ex novio, la irritó. Le dio un golpe en el hombro para mostrarle su desagrado, luego lo miró echando chispas por los ojos.


—No seas idiota, Alfonso. Soy un poco anticuada y quería esperar hasta que me casara. Pensé que el motivo por el que Raul había aceptado era porque le importaba, lo cual no era el caso.


—Solo quería saberlo —sonrió con gesto travieso, y rio entre dientes cuando ella volvió a golpearlo—. Y bien, ¿por qué yo, Pau? ¿Por qué ahora?


—¡Porque me gustas, maldita sea! —soltó malhumorada—. ¡Porque es la primera vez en la vida que me parece lo apropiado!


—¿Sí? —sonrió, al parecer complacido por el cumplido. Se negó a dejarla ir cuando lo intentó, completamente ruborizada—. ¿Cuánto te gusto?


—Vete —musitó.


Él se movió con ritmo sensual sobre ella, distrayéndola con sensaciones de hormigueo.


—No pienso irme. Los dos vamos a quedarnos aquí hasta la mañana —le recordó—. Porque tú también me gustas. Y mucho.


Paula lo miró con ojos entrecerrados.


—¿Sí? ¿De verdad? ¿O es algo que decís los hombres después de…?


La silenció con un beso suave que provocó la desbandada de miles de mariposas en su estómago. Luego repitió aquello que hacía con suma destreza con las caderas. La excitó y Paula olvidó la incomodidad del momento. 


Respondió a su movimiento erótico y deslizante, le pasó las manos por los músculos tensos de la espalda y se entregó a las sensaciones indescriptibles que anidaban en ella.


Se prometió que luego encontraría un modo de satisfacerlo de manera tan completa como había hecho él. Quería disfrutar de la oportunidad de explorarlo, de conocerlo de memoria, de aprender cómo y dónde le gustaba que lo acariciaran, de hacerlo arder con el tipo de necesidad hambrienta que despertaba en su interior.


Pero no en ese momento. Solo era capaz de responder y maravillarse con la idoneidad de la situación, con la confianza incondicional que había depositado en él… y esperar que no la traicionara, porque quería que formara parte de su vida. Que llenara el vacío que había dejado atrás cuando la dejó tan sola durante tantos días… y noches.


Al descubrir con exactitud lo que había estado perdiéndose, lamentó más que antes esas noches vacías






EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 21




Después de quedarse en la oficina hasta tarde durante dos días seguidos, Paula llegó a casa para enfrentarse a un hogar vacío y su enloquecedor silencio. Ya había oscurecido. Se cambió de ropa, sacó la linterna y fue a alimentar y dar agua a sus animales. Estaban especialmente ruidosos, como si la castigaran por la tardanza. El ganso no le prestó atención y se dedicó a nadar en el estanque durante treinta minutos. Sin embargo, al final la perdonó y la siguió en la última ronda.


Los coyotes y los lobos le aullaron a la luna que flotaba en el cielo como una gigantesca bola de neón. El quieto aire nocturno trasladó los sonidos por los pastizales y Paula maldijo al oír el sonido de patas en la distancia.


Si sus intentos de reparar las vallas de Pedro no aguantaban, el ganado estaría pastando en los arcenes. 


Recordó lo que había dicho Pedro acerca de los accidentes. Iba a sentirse personalmente responsable si sus animales chocaban contra una furgoneta.


Una vez finalizadas las tareas nocturnas, entró en la casa, ansiosa por ir a comprobar las vallas y a los rebaños asustadizos. Bebió un vaso de agua, recogió las llaves del coche y se preguntó si no usaba eso como excusa para huir de la casa tan silenciosa. Además, no quería que Pedro regresara de su misterioso viaje y encontrara a sus reses diseminadas y se presentara lleno de quejas.


Abrió la puerta delantera y trastabilló cuando Pedro le golpeó la frente con los nudillos. Parecía tan sorprendido como ella.


Le dio la impresión de que ya había vivido esa escena. Él había vuelto. Probablemente para quejarse.


«¡Diablos, otra vez!», pensó Paula.





EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 20




—¿Jefa… jefa? Hola, ¿hay alguien?


Aturdida, Paula alzó la vista para ver a Teresa con un vestido amarillo que recalcaba su figura. —¿Sí?


—¿Te encuentras bien? —preguntó su secretaria—. Cada vez que entro en tu despacho te sorprendo mirando el cuadro de la pared. ¿Sucede algo?


—Todo va bien —sonrió.


—Entonces, ¿cómo es que no has terminado con esa declaración de la renta que llevo dos horas esperando para pasar a máquina? Por lo general las terminas en media hora. ¿Hay complicaciones?


«Desde luego», confirmó mentalmente. Llevaba dos días… y dos noches pensando en la distancia que mostraba Pedro y en su viaje inesperado. No podía quitárselo de la cabeza y no conseguía hacer nada en casa ni en la oficina.


No era típico de ella. Hasta entonces nada había interferido con su trabajo. Se enorgullecía de ser la eficiencia personificada. No dependía de nadie para estar contenta y satisfecha en la vida.


Pero la noche anterior había ido tan lejos como para cenar en la cafetería nueva y no tener que hacerlo sola y aguantar el silencio insoportable de su casa. Había conocido a la vivaz propietaria y le había caído bien de inmediato.


Sintió una afinidad instantánea con la morena atractiva que dedicaba largas horas para que su empresa fuera un éxito. Y ya lo era, pues las mesas y reservados estaban llenos y la comida era deliciosa. Cathy le había pedido que le llevara la contabilidad para poder ocuparse más de la cocina y el restaurante.


Había conseguido una clienta nueva, hecho una amiga y cenado con una multitud. Pero no había impedido que echara de menos a Pedro. Se sentía confusa y sola, y todo por culpa de él. Había irrumpido en su vida como una locomotora, llenando las horas y los espacios vacíos. Y una vez logrado eso, se iba sin darle ninguna explicación.


—¿Jefa? —insistió Teresa—. ¿Te molesta el tobillo? Quizá deberías irte a casa temprano, que yo me quedaré en el fuerte.


—Estoy bien.


—De acuerdo —retrocedió con sonrisa irónica—. Para que lo sepas, eres la única de por aquí que piensa que estás bien.
Observó la espalda de su secretaria. La vida de Teresa iba cada día a mejor mientras ella se hallaba sumida en la confusión. Teresa irradiaba entusiasmo por su romance con el sheriff Osborn. Habían congeniado en el acto y les iba de maravilla. Paula estaba en posición neutral y no sabía por qué. Había permitido que Pedro viera a la verdadera Paula Chaves, le había hablado de su pasado… algo que no hacía con nadie.


Pedro había escuchado con atención cuando le habló de Raul Granfili y de sus infidelidades, de sus sentimientos de humillación e indignación. A cambio, él le había explicado su romance con Sandi Saxon. Su corazón había simpatizado con él, porque ella había experimentado esas mismas sensaciones de traición y rechazo y profundo dolor. Y, de repente, se había marchado a ese viaje misterioso y desde entonces no había vuelto a saber nada de él. Una noche, cuando sus pavos y felinos asustaron a su ganado, ella misma había ido a reagruparlo.


Había entendido su frustración mientras recogía a las reses. 


Y había necesitado dos horas para devolver a esos idiotas bovinos a sus pastizales.


Sin embargo, no tenía corazón para deshacerse de sus animales exóticos. Necesitaban sus cuidados. Llevarlos a alguna otra parte, cuando los refugios estaban llenos, no era fácil. Se trataba de un problema sin solución, aunque Pedro y ella habían evitado el tema la semana anterior.


«¿Dónde está?», se preguntó por enésima vez. «¿Por qué no ha llamado? ¿Qué he hecho para que reaccione así?» No sabía por qué de joven atraía a hombres que representaban problemas y de adulta le costaba establecer una relación mutuamente satisfactoria. Tenía veintinueve años y no sabía ya si alguna vez lo conseguiría.


—Me voy a casa —anunció con voz lo bastante alta como para que llegara hasta el despacho exterior.


—Me alegra oírlo. Que tengas un buen fin de semana, jefa —dijo Teresa.


Con la declaración de la renta incompleta metida en el maletín, se marchó. Ya podía caminar con una ligera cojera. El tobillo había recuperado una flexibilidad parcial y el dolor había dejado de atravesarle la pierna con cada paso que daba.


Negándose a enfrentarse al silencio con el estómago vacío, se dirigió a Cathy’s Place para cenar. Cathy se ocupaba de los últimos detalles antes de que hiciera acto de presencia la multitud de los viernes.


—Hola,Pau. ¿Qué vas a tomar esta noche? —preguntó al aparecer con una bandeja de humeantes tacos.


—Eso mismo —señaló la bandeja—, y un refresco sin azúcar.


Notó que Cathy saludaba a todos con una sonrisa y deseó ser tan abierta como ella. Vio que las miradas de los clientes varones la seguían sin que Cathy reaccionara de ninguna manera. Envidió la relajación de su nueva amiga. De haber sido como ella, estaba segura de que habría podido mantener el interés de Pedro.


—Aquí tienes tu bebida —dejó un vaso sobre la mesa.


Paula lo alzó y se lo ofreció a la morena.


—Toma, parece que tú lo necesitas más que yo.


—Gracias —lo aceptó aliviada—. Las noches de los viernes son bastante movidas. Tengo más clientes de lo que sé hacer con ellos. Una de mis camareras no apareció. Dijo que se sentía mal, pero mis ingresos principales dependen de los viernes. Había esperado tomarme un par de días para relajarme, pero si las camareras deciden no aparecer, estaré encadenada al local.


—Problema solucionado —Paula se puso de pie—. Me pagué la universidad trabajando de camarera, así que conozco el oficio.


—¿Te ofrecerías voluntaria para el gentío del viernes por la noche? —Cathy la miró boquiabierta.


—Lo he hecho y he sobrevivido —miró en torno al local, que empezaba a llenarse—. ¿Qué mesas son mías?


Cathy indicó hacia la izquierda.


—Gracias, Pau. Me has salvado la vida. Te debo un gran favor. Te pagaré…


—La cena —negoció ella.


—Pero… —trató de protestar Cathy.


—No tientes tu suerte, o perderás a tu nueva contable.


—Gracias —le sonrió.


En las siguientes dos horas, Paulaa revivió la rutina que había memorizado años atrás. Le gustó el trabajo. Atendió a algunos de sus clientes y conoció a varias personas más. 


Emuló el entusiasmo alegre de Cathy y soslayó algunas miradas y comentarios sugestivos de clientes masculinos.


El momento álgido de la noche tuvo lugar cuando aparecieron Teresa y Reed Osborn, que la miraron como si le hubieran salido dos cabezas.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó su secretaria.



—Servir mesas. Sentaos. ¿Qué os traigo para beber?


—No sé, jefa —Teresa se sentó—. Se me hace raro que me sirvas.


—Olvídalo. Estoy ayudando a Cathy en un apuro, así que no me sueltes ningún discurso o envenenaré tu comida.


—Es un gran detalle, jefa. Aunque yo ya sabía que eras un ángel dispuesta a echarle una mano a un amigo en aprietos.


—Nacida para servir —sonrió—. ¿Qué vais a querer? Tengo entendido que los tacos de pollo están deliciosos.


Reed Osborn miró a Teresa, que asintió.


—Pues que sean los especiales de tacos para dos —pidió.


—Marchando.