domingo, 6 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 23




Ya pasaba de medianoche cuando Hernan se dio cuenta de que no iba a poder conciliar el sueño.


Solía vivir de noche y, si tenía que levantarse antes de las once de la mañana, su cuerpo se sentía como si estuviera despertándose al amanecer. Fue hasta la cocina del barco, tomó una botella de tequila y un vaso. Después buscó en la oscuridad para intentar encontrar una lima y un cuchillo.


Subió después a cubierta y se sentó en una de las sillas. Antes de abrir la botella, se tomó unos segundos para disfrutar de aquello. Era una noche cálida y podía sentir la sal del mar en los labios. Echó la cabeza hacia atrás y se quedó absorto mirando el cielo, donde miles de estrellas blancas cubrían un manto de terciopelo negro.


A Hernan no se le daba muy bien estar solo. 


Intentaba evitar en la medida de lo posible esos momentos de soledad. Siempre invitaba a amigos si salía a navegar. Muchas veces, eran gente a la que apenas conocía. No organizaba fiestas con mucha gente porque fuera generoso, sino porque era muy egoísta. Necesitaba ese tipo de vida. Necesitaba estar en ambientes ruidosos, con risas y muchas voces distintas para no tener que escuchar la voz que le hablaba en su interior.


Pero no siempre había sido así. Durante un tiempo, estuvo convencido de que iba a llevar una vida más normal, con mujer, casa, hijos y un perro. Pero esa visión de futuro que tenía se rompió en mil pedazos una tarde de junio, cuando se quedó más solo que nunca en una iglesia en la que había cuatrocientos invitados. 


Después de que ocurriera aquello, se convenció de que esa vida no era para él y de que había tenido suerte de no casarse.


—¿Sabes lo que dicen de la gente que bebe sola?


La voz lo pilló por sorpresa, aunque la reconoció al instante. Era Margo.


—Bueno, aún no había empezado a beber, pero ahora que estás aquí, ya no tengo que beber solo. Siéntate, te pondré un trago de tequila.


Ella dio un paso atrás.


—Yo no bebo.


—¿Ni siquiera un poco? Mira qué pequeños son los vasitos de tequila.


—Sí, pero estamos hablando de tequila, no de vino con gaseosa. Seguro que hasta un sorbo es demasiado para mí.


Él se encogió de hombros.


—Supongo que tienes razón.


Ella se quedó mirándolo y Hernan se sintió como si estuviera estudiándolo con su microscopio y se preguntara de qué especie era.


—Pero sí que puedo sentarme un rato.


Él se levantó y trajo una silla, aunque ya se estaba arrepintiendo de haberla invitado a quedarse un rato a su lado.


—Siéntate —le dijo.


Ella lo hizo con cautela, como si temiera que la silla estuviera conectada a algún tipo de mecanismo de tortura que pudiera encenderse en cualquier momento.


—No muerdo, ¿sabes? —repuso él algo irritado.


Ella se quedó mirándolo con solemnidad.


—Eso ya lo veremos.


Le sorprendieron sus palabras. Parecía estar divirtiéndose con aquello.


Abrió la botella de tequila, se sirvió un poco y se lo bebió de un trago. Después chupó una rodaja de lima. No pudo evitar hacer una mueca.


—¿No se supone que hay que tomar también sal con el tequila?


—Así suele hacerse, pero yo he preferido conformarme con la versión abreviada.


—Ya… Supongo que la lima y la sal no son la parte del ritual que más te interesa.


—Supongo que no.


Su sentido del humor no dejaba de sorprenderle. 


No la conocía demasiado, pero no se había dado cuenta de que pudiera ser tan irónica y divertida. Tenía que admitir que sentía curiosidad por conocer el resto de su personalidad.


—Bueno, Margo Sheldon, ¿por qué no me hablas de ti?


—Eres la segunda persona en este barco que me pregunta lo mismo, pero no creo que te interese lo que pueda contarte —repuso ella con la vista perdida en la negra inmensidad del mar.


—¿Por qué no dejas que sea yo el que decida eso?


—Preferiría que empezaras tú contándome la historia de tu vida.


—Mi historia… —murmuró el mientras se dejaba caer sobre el respaldo de la silla—. La verdad es que no hay mucho que contar.


—Bueno, de todas formas, quiero oírla.


Margo lo miraba con la intensidad de alguien interesado de verdad en lo que él pudiera decir. 


Pensó en la tarde que había pasado el día anterior con Stella y se dio cuenta de que no le había importado si ella tenía interés en él o no. 


Con Margo Sheldon, en cambio, no podía dejar de pensar en lo que ella iba a pensar de él, pero se imaginó que se sentía así porque era obviamente una mujer muy inteligente. Una mujer que llevaba esa coraza de inteligencia como si fuera una armadura que la protegía y separaba de los demás. Sabía que su personalidad podía intimidar a cualquier hombre, que se esforzaría por demostrarle que no era tan idiota como ella podría pensar.


Decidió empezar con lo más básico.


—Bueno, pues nací y me crié en Savannah, en el estado de Georgia —le dijo él mientras exageraba su acento sureño—. Aunque al oírme hablar, mucha gente cree que soy del norte.


Ella se rió y puso los ojos en blanco.


—Yo pensaba que eras de Alabama.


—Bueno, no te pases. Soy del sur, pero no tanto. De hecho, estudié en Nueva York. Recuerdo mis primeras semanas allí, nadie me entendía. Durante los cuatro años siguientes, me esforcé para ir perdiendo algo de mi acento sureño. Estaba harto de tener que repetir las cosas tres veces para que me entendieran.


Margo volvió a reír.


—¿Dónde estudiaste?


—En la Universidad de Columbia.


Ella levantó una ceja. Parecía sorprendida.


—¿No es lo que esperabas? —le preguntó él.


—Bueno, no te…


—¿No me imaginabas en una universidad seria?


—Yo…


Él levantó una mano para decirle que lo entendía, que no se sentía ofendido.


—De todas formas, la vida académica nunca fue mi fuerte.


—Entonces, ¿cómo conseguiste entrar en una universidad tan prestigiosa?


—Bueno, la vida académica no me interesaba mucho, pero eso no quiere decir que sea un idiota.


—¿Pero no te importa que la gente piense que lo eres?


—Estoy seguro de que tus palabras deberían haberme ofendido, pero supongo que no me importa tanto lo que la gente piense de mí como para que eso me preocupe, la verdad.


Ella se quedó callada unos instantes.


—Supongo que es liberador sentirse así.


—Intuyo por tu comentario que a ti sí que te importa lo que la gente piense de ti.


Margo echó la cabeza a un lado.


—Lo que pasa es que pienso que no debo desperdiciar mi talento.


—¿Y tu talento es tu inteligencia?


—Todo el mundo tiene algún talento especial.


—¿Crees que tu talento es una ventaja o una desventaja?


Vio cuánto le había sorprendido su pregunta. 


Ella se quedó pensativa un momento antes de contestar.


—Creo que es una ventaja. La mayor parte del tiempo…


—Pedro me dijo que eres profesora en la Universidad de Harvard. ¿Es así?


Ella asintió levemente, como si no quisiera presumir demasiado de ello.


—¿Qué enseñas?


—Física.


—Ya… Y, ¿qué desventajas tiene tu talento?


—Que la gente se hace ideas equivocadas sobre las cosas…


—¿A qué te refieres?


—Todo el mundo piensa que a las chicas inteligentes y estudiosas no les gusta divertirse.


Fue entonces Hernan el que se quedó sorprendido.


—¿Y eso no es cierto? ¿Les gusta divertirse?


—A veces.


Se quedó mirándola en silencio unos instantes. 


Tenía una bonita cara, a pesar de las gafas.


—Bueno, yo intento no juzgar a la gente por su apariencia —le dijo—. ¿Te apetece ahora un trago de tequila?


Ella miró la botella y después a él.


—¿Por qué no?


—Eso digo yo —repuso él mientras le entregaba la botella.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 22




En cuanto oyó los pasos de Pedro en la escalera, Paula se dejó caer de nuevo en la almohada. Exhaló con fuerza. Sin darse cuenta, había estado conteniendo la respiración.


Sabía que había metido la pata hasta el fondo.


No había nada como una reacción histérica como la que acababa de protagonizar para levantar aún más sospechas. No quería ni imaginarse que era lo que Pedro pensaba que guardaba en el armario. Quizá pensara que tenía allí drogas, joyas robadas o una bolsa de piel con un millón de dólares en su interior.


Estaba segura de que, en ese mismo instante, Pedro estaría pensando en todas las posibilidades.


Se levantó y fue hasta el armario. Debajo de la ropa estaba la bolsa de piel. No había ido a ninguna parte. Suspiró aliviada.


Decidió que lo mejor que podía hacer era vaciarla por completo y esconder el dinero en algún otro sitio.


Miró la cama. Podría meterlo debajo del colchón.


Sacó la bolsa de piel, la abrió y se quedó un instante mirando los fajos de billetes ordenados en su interior. Había algo más de un millón de dólares delante de sus ojos. Más dinero del que la mayoría de la gente llegaba a ver en toda su vida. Era suyo por derecho propio. Agustin le había robado todo lo que le pertenecía, hasta el último céntimo. Claro que él nunca podría haberlo hecho si ella no hubiera confiado en él como lo había hecho.


Agustin había aparecido en su vida en el momento oportuno, cuando más vulnerable estaba después de la muerte de su padre. Se había hecho un hueco en su corazón y le había hecho creer que el era el hombre de su vida.


Ese dinero tenía para Paula un significado muy especial, porque había conseguido ganárselo a Agustin con el mismo juego. Además de estar contenta por conseguir recuperar al menos una parte de su herencia, le encantaba ver que ella había tenido la última palabra y que le había ganado esa batalla.


Se dijo que debería estar celebrándolo con champán. Era toda una victoria.


Fue hasta el lavabo y se miró en el pequeño espejo. Lo cierto era que no sentía que tuviera nada que festejar. Había recuperado parte de su malogrado orgullo, pero eso no cambiaba en absoluto su situación. Era una mujer de treinta y tres años que había tenido una existencia cómoda y protegida, que no había trabajado nunca y que no sabía qué hacer con su vida a partir de ese instante.



***

Esa mujer estaba loca. Eso lo tenía claro.


Pedro no encontraba ninguna otra explicación para cómo había reaccionado al verlo abrir su armario, como si fuera a robarle sus pertenencias.


No podía dejar de pensar en ello mientras se metía en la cama unos minutos después.


Se dijo que o estaba loca o tenía algo que ocultar.


Lo último que necesitaba era preocuparse por algo así. El viaje ya se había complicado desde el principio. Tenía la esperanza de que Alejandro lo llamara en cualquier momento con buenas noticias sobre el paradero de su hija Gaby. Si así ocurría, tendría que abandonar el barco al momento y no necesitaba nada que obstaculizara más las cosas. Lo último que le convenía era que la guardia marítima les hiciera una inspección y encontraran algo ilegal a bordo.


Algo que ocultar. Se dio cuenta de que Paula Chaves había estado actuando como si tuviera algo que ocultar desde que llegara al barco. 


Recordó la fuerza con la que había sujetado su bolsa de piel cuando la vio por primera vez en el muelle y lo nerviosa que se puso cuando el tomó sus bultos para llevárselos al camarote. Sus sospechas se veían confirmadas por cómo había reaccionado unos minutos antes. No le había alterado que él estuviera en su camarote en mitad de la noche, sino el hecho de que estuviera buscando algo en su armario.


Se levantó de la cama y se puso unos pantalones cortos. No quiso siquiera perder el tiempo poniéndose una camiseta. Si esa mujer tenía drogas a bordo del barco, estaba dispuesto a tirarla al mar junto con sus caras y exclusivas maletas.


Ella no había cerrado aún la puerta del camarote y él ni siquiera llamó con los nudillos. Entró y se plantó al lado de su cama.


—¿Qué llevas en la maleta? —le dijo con voz brusca y seria.


Ella se sobresaltó. Su cara estaba casi tan blanca como la funda de la almohada.


—¿Quién te ha dado derecho a entrar y salir de aquí cuando te da la gana? —preguntó ella.


—Estás ocultando algo.


—¡Estás loco!


—Creo que no. No sé que es lo que guardas en este camarote, pero espero que no sea nada ilegal —repuso él mientras iba hacia el armario, rebuscaba en su interior y sacaba la bolsa de piel.


Ella se quedó donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho.


—Adelante, adelante. ¡Ábrela! —le dijo fuera de sí.


—Gracias. Así lo haré.


Abrió la bolsa, metió la mano dentro y sacó varias prendas de ropa. Era la lencería más sexy que había visto en su vida. Confundido, las soltó rápidamente, como si estuvieran quemándole la piel.


Ella sonrió.


—¿Ya estás satisfecho?


Él se quedó mirándola fijamente durante algunos segundos. Sabía que tenía que disculparse por lo que acababa de hacer, pero no consiguió que le salieran las palabras.


Sin decir nada, se dio la vuelta y salió de allí tan rápidamente como había entrado.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 21





Después de la cena, Pedro bajó a las habitaciones para ver qué tal estaba Paula. 


Durante todo el día, había encontrado mil excusas para no tener que hacerlo y enviar a otros en su lugar. Primero había bajado Hernan con la comida, después las hermanas Granger y finalmente Margo Sheldon.


Todo el mundo se había acostado ya, así que, si quería saber cómo estaba, no le quedaba más remedio que comprobarlo por sí mismo.


Como no quería despertarla, abrió una rendija la puerta y miró en el interior. Tuvo que esperar unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.


Paula estaba dormida. Su pelo cubría casi toda la almohada y vio que apenas había probado el puré de patatas. Su cara estaba bañada por la luz de la luna. Tenía la boca entreabierta y respiraba con tranquilidad.


Llevaba otro camisón de algodón. Ése era rosa y sin mangas. No supo muy bien por qué, pero él se había imaginado que era el tipo de mujer que usaría para dormir prendas de seda.


Sabía que tenía que haber una manta en alguna parte. Se giró y abrió el armario que había detrás de él. Miró entre la ropa. Levantó la maleta y miró por todas partes, pero no encontró la manta.


—¿Qué estás haciendo?


El grito hizo que diera un respingo y se golpeara la cabeza con una repisa del armario. Maldijo entre dientes y se giró. Paula estaba sentada en la cama y lo fulminaba con la mirada.


—¿Qué estás haciendo? —repitió ella con pánico en su voz.


—Estaba buscando una manta —le dijo él mientras se frotaba la cabeza—. Pensé que tendrías frío.


—Estoy bien —repuso ella mientras miraba el armario—. No necesito ninguna manta. De verdad.


Pedro cerró la puerta del armario e intentó no fijarse demasiado en Paula. La sábana había caído hasta la cintura y era obvio que ese camisón era bastante transparente.


Ella pareció sentirse algo avergonzada con su reacción.


—Siento… Siento lo de tu cabeza.


Él ni siquiera respondió a su disculpa.


—¿Cómo estás?


—Mejor. Mucho mejor. Gracias.


Recogió la bandeja de la mesita de noche.


—Pero deberías comer algo. Es importante.


—Mañana.


—Muy bien —concedió el mirando de nuevo el armario antes de salir por la puerta—. Hasta mañana.