domingo, 22 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 17






Paula se despertó al oír movimiento en su dormitorio. Abrió los ojos y vio a Pedro al pie de la cama poniéndose los gemelos. Su expresión le llamó la atención. Ya no era el amante que le había susurrado palabras apasionadas, era el magnate multimillonario y, a pesar de la máscara, vio que la tensión no se había disipado completamente.


—Tengo que marcharme. Hay noticias.


—¿Cuáles? —preguntó ella sentándose y apartándose el pelo de la cara.


—Se han encontrado los cuerpos de dos tripulantes.


—¿Cuándo te has enterado? —preguntó ella con asombro y dolor.


—Hace diez minutos. Los encontraron a diez millas y los investigadores creen que se ahogaron.


—Dame diez minutos para que me duche. Yo… Tenemos que ocuparnos de que los repatríen.


Él dio la vuelta a la cama, se quedó delante de ella y le acarició una mejilla.


—Ya se han ocupado. Desperté al director de Recursos Humanos. Esos hombres murieron trabajando para mi empresa y soy el responsable. Él está organizándolo todo, pero voy a reunirme con las familias esta mañana para expresarles mis condolencias.


—No es el resultado que queríamos —replicó ella con tristeza—. ¿A quiénes han encontrado?


—Al segundo de a bordo y al primer oficial.


—Entonces, ¿sigue sin haber rastro de Morgan Lowell?


—Sí.


Eso significaba que también seguían sin saber qué había pasado.


—Haré lo que pueda para mantener a la prensa al margen, pero no puedo garantizar nada.


Intentó poner cara de profesionalidad, pero fue casi imposible cuando él le rodeó la cintura con los brazos y el infierno del deseo la abrasó por dentro.


—Están ocupándose de todo. Foyle dice que hay un protocolo establecido para todo esto. No podemos hacer nada más.


—Entonces, en estos momentos, sobro.


—Nunca —replicó él—. Nunca sobrarás para mí.


Su respuesta la asustó. Podía engañarse otra vez y creer que Pedro estaba empezando a necesitarla como una vez soñó que la necesitarían. Se soltó de sus brazos con una risa forzada.


—Jamás digas nunca. Voy a ducharme. Tardaré diez minutos. Si quieres, hay café en la cocina.


Él asintió con la cabeza y ella contuvo el aliento hasta que salió del dormitorio. Ocho minutos después, estaba poniéndose los zapatos de tacón mientras se hacía el moño. 


Se miró al espejo, se estiró las mangas del traje de Prada, recogió el bolso con la tableta dentro y salió.


Pedro estaba mirando por la ventana de la sala. Se dio la vuelta al oírla y le dio una de las tazas que tenía justo cuando sonó su teléfono avisándole de que el chófer había llegado. Dio un sorbo mientras miraba al magnífico hombre que iba de un lado a otro. Un hombre que había tomado su cuerpo y que se había abierto paso a zonas de su corazón que creía marchitas. Alejarse de ese hombre la desgarraba de dolor y cuando él la miró con esos ojos hipnóticos, tuvo que hacer un esfuerzo para disimular lo que sentía. Tenía que dejar el dolor de corazón para más tarde porque, naturalmente, ese dolor era innegable. Lo sabía desde antes de haberse acostado con él y esa mañana, al verlo luchar contra la nueva adversidad, esos sentimientos habían sido más intensos.


—¿Necesitas algo antes de que nos marchemos?


—Sí, ven aquí.


Fue, deseosa, y él miró alrededor antes de dejar la taza en el alféizar de la ventana.


—Más tarde me explicarás por qué este apartamento no tiene casi muebles, pero, ahora, hay algo que me importa más.


—¿Qué?


—No te he dado los buenos días como Dios manda y es posible que no pueda hacerlo cuando salgamos de aquí —le dio un beso largo y profundo—. Buenos días, pethi mou.


—Bu… Buenos días.


—Vámonos o no nos iremos nunca.


Hicieron casi en silencio el trayecto hasta la oficina. Pedro, absorto, solo respondía con monosílabos y ella intentaba recuperar la profesionalidad. Cuando entraron en el aparcamiento subterráneo de las torres Alfonso, ella no podía soportarlo más.


—Si estás preguntándote cómo sobrellevar esto, no te preocupes. Nadie tiene que saber lo que pasó anoche. Sé lo que pasó con Gisela y…


—Es una historia muy antigua. Lo que pasa entre nosotros es distinto.


—¿Quieres decir que te da igual que alguien se entere? —preguntó ella con el pulso acelerado.


—No he dicho eso —contestó él poniéndose rígido.


El dolor que la atravesó fue tan insoportable como irracional. 


Se bajó del coche en cuanto se paró, pero Pedro la agarró de un brazo y despidió al conductor.


—Espera, no quería decir eso. Quería decir que no quiero, por nada del mundo, que te encuentres en el centro de la diana por mi pasado. Es muy fácil que la persona equivocada saque conclusiones equivocadas. No te mereces sufrir por los pecados de mi padre.


—Él… —ella retrocedió—. Él no fue siempre tan malo, ¿verdad?


Era impensable que hubiesen pasado una infancia tan distinta por fuera y tan parecida por dentro porque el corazón se le desgarraba cada vez que él hablaba de su padre. Ella, en definitiva, había conseguido soportar que no hubiese tenido ninguna relación con su madre.


—Sí, lo era. Era un conquistador y un extorsionador corrupto hasta la médula que disimulaba muy bien su verdadera forma de ser. Cuando lo desenmascararon, nuestras vidas cambiaron por completo. Los empleados de nuestra casa descubrían cada dos por tres a periodistas que rebuscaban por la noche en nuestra basura para encontrar más inmundicias.


—Es espantoso…


—Era espantoso, pero yo, equivocadamente, creí que no podía ser peor.


—¿Qué… más… averiguaste?


—Que mi padre tenía amantes por todo el mundo, no solo la secretaria que, cansada de sus promesas vacías, echó a rodar la bola de nieve. Cuando salió a la luz la primera amante, aquello fue imparable. ¿Sabes por qué lo hicieron todas?


Ella negó con la cabeza a pesar de que el miedo le atenazaba las entrañas.


—Por el dinero. Cuando detuvieron a mi padre y embargaron nuestros bienes, ellas comprendieron que se había acabado el dinero que financiaba sus vidas glamurosas y empezaron a vender historias al mejor postor, aunque mi madre intentara quitarse la vida por eso.


—Dios mío, lo siento, Pedro.


—¿Ahora entiendes por qué me cuesta confiar en los demás? —preguntó él con aspereza.


—Sí, pero no pasa nada por conceder el beneficio de la duda de vez en cuando.


Se avergonzó al darse cuenta de que estaba abogando por sí misma y él la miró con un gesto implacable, hasta que, lentamente, se relajó, le tomó la cara entre las manos y la besó.


—Paula, por ti, estoy deseando dejar de ser escéptico y de esperar lo peor. Te aseguro que, en este caso, quiero comprobar que estoy equivocado.


Sin embargo, a las tres en punto de esa tarde, Ricardo Moorecroft llamó para confesar su participación en el accidente del petrolero.





PROHIBIDO: CAPITULO 16





Pedro, un rato después, aunque le parecieron horas, la abrazó con más fuerza, le apartó el pelo de la cara y le dio un beso en la sien, delicado pero posesivo.


—Ha sido fantástico, glikia mou.


—¿Qué quiere decir?


—Eres inteligente, Chaves, averígualo.


—Te gusta mucho decir mi apellido. No pasa un minuto sin que digas «Chaves esto o Chaves aquello».


—¿Te extraña? —ella notó su sonrisa en su cuello—. Tu apellido me parece intrigante y sexy.


—¿Sexy?


—Antes de conocerte, solo lo había oído en una película de espías.


—¿Y te pareció que ella era sexy?


—Muchísimo, y muy infravalorada.


—Estoy de acuerdo en eso, pero solían pasarla por alto a cambio mujeres más sexys y descaradas y, además, era la que nunca se quedaba con el hombre que le gustaba.


—Bueno, creo que hemos subsanado eso esta noche… Además, tenía una capacidad asombrosa para perdurar. Como tú. Nadie en su sano juicio te pasaría por alto, Chaves, aunque te deslices como un cisne.


—¿Me deslizo como un cisne? —preguntó ella entre risas.


—Por fuera, eres serena y eficiente, pero, por debajo, agitas las patas con fuerza para impulsarte.


—Vaya, y yo que creía que nadie podía ver cómo agito las patas.


—Algunas veces, solo es un levísimo chapoteo. Como cuando hago algo mal y te mueres de ganas de ponerme en mi sitio.


—Entonces, ¿sabes que haces cosas mal? Supongo que el primer paso es reconocerlo.


—Como todos los hombres en mi posición, vivo al límite, pero algunas veces necesito un ancla y tú eres mi ancla —replicó él en un tono que hizo que a ella casi se le saltarán las lágrimas.


Pedro… Yo…


La besó lentamente hasta que ella quiso más y fue a protestar cuando él se apartó.


—Tengo que quitarme el preservativo, ¿el cuarto de baño?


Ella se lo señaló y observó su espalda mientras se alejaba.


 Tuvo que agarrarse a la almohada ante la idea de que iba a hacer el amor otra vez con ese hombre sexy y viril. Sin embargo, el miedo se adueñó de ella. ¿Qué iba a hacer? Pedro, quizá involuntariamente, le había revelado cuánto la respetaba y valoraba. Era paradójico, pero cuando ya no tenía que temer por su empleo, sí iba a tener que dejarlo. No había alternativa. Nunca traicionaría a Pedro como lo habían traicionado antes y Gaston podía irse al infierno. Descartó la posibilidad de sincerarse. No podría soportar que la mirara y viera otro fraude, como su padre, alguien que no le había contado la verdad sobre su pasado. Solo podía dimitir y buscar otro empleo lejos de allí, donde no la alcanzaran ni las amenazas de Gaston ni los reproches de Pedro.


La tristeza y el dolor le atenazaron las entrañas y hundió la cabeza en la almohada. Dio un respingo cuando una mano cálida le acarició la espalda.


—¿Debería ofenderme porque te has olvidado de mi existencia?


Se recompuso y se dio la vuelta. Era impresionante aunque la tensión de esos días se reflejara en sus ojos. Sin poder evitarlo, lo agarró del pecho para acercarlo más.


—No me he olvidado. Siempre sé cuándo estás cerca, Pedro, siempre.


—No puedo creerme que haya esperado tanto para hacerte mía.


El tono posesivo hizo que el corazón le diese un vuelco de placer, pero era inútil. Nunca sería suya porque eso no duraría más de una semana. Sin embargo, dejó de pensar en eso.


—¿Aunque sea bastante dulce, pero no como para perder la cabeza?


—Aunque lo dijera, creo que los dos sabemos que fue una mentira descarada.


—Entonces, ¿cuál era la verdad?


La besó con indolencia, pero ella notó su erección y sintió una descarga eléctrica.


—La verdad era que quería tumbarte en la colchoneta del gimnasio y tomarte hasta que no pudieras hablar. ¿Qué habrías hecho si hubiese dicho eso?


—Habría dicho, adelante —contestó ella mordisqueándole el lóbulo de la oreja.


Él se incorporó, se puso encima de ella y la reclamó de la forma más elemental posible. Al cabo de unos segundos, sintió un deseo tan incontenible que no supo si suplicarle que se apiadara de ella o que no parara nunca.


Pe… Pedro, por favor… —suplicó ella cuando le lamió un pezón.


—Me encanta que digas mi nombre. Repítelo.


Ella negó con la cabeza y él le mordió el pezón endurecido.


—Di mi nombre, Paula.


—¿Por qué? —preguntó ella en tono desafiante.


—Porque es increíblemente sexy que grites mi nombre llevada por la pasión.


—Pero es… Pero parece…


—¿Demasiado íntimo? —él siguió el recorrido erótico por los pechos sin dejar de mirarla—. Hace que todo sea más intenso, ¿no?


Le separó los muslos con firmeza y empezó a acariciarla lentamente con un pulgar.


—Sí —contestó ella sin poder respirar y arqueándose.


—Muy bien, déjate llevar, Paula…


—Dios…


—Es la deidad equivocada —comentó él riéndose.


Ese sonido dio otra dimensión a las sensaciones que la dominaban. Le pasó la lengua por el interior de un muslo y fue acercándose a donde el pulgar estaba desarbolándola.


 El placer la arrasaba y producía la reacción que quería él. 


Su nombre retumbaba dentro de ella y buscaba la salida.


 Sintió la tensión del clímax que se avecinaba y su lengua no cesaba, hasta que sustituyó al pulgar. Ella cerró los ojos y un gemido le brotaba de lo más profundo de su ser. Iba a tener un orgasmo como no había tenido jamás. Intentó agarrarse de las sábanas, pero encontró carne ardiente y musculosa. Abrió los ojos justo cuando él entró con toda su potencia.


—¡Pedro!


—¡Sí! ¡Qué ardiente estás!


Repitió su nombre como una letanía mientras el clímax más arrasador que había tenido la deslumbraba cegadoramente. 


Él siguió el ritmo entre gruñidos de placer.



****


—Paula, eros mou —introdujo los dedos entre su pelo mientras la besaba—. Eres increíble.


Apretó los dientes para recuperar el dominio de sí mismo, pero sabía que era una batalla placenteramente perdida. El cuerpo cálido y sexy que tenía debajo lo enloquecía y, efectivamente, una parte de sí mismo decía que estaba loco por haber esperado tanto, pero otra se alegraba. Paula nunca se habría entregado en circunstancias normales. No sabía qué había pasado esa mañana tomando café, pero algo había dado un giro inesperado y lo había aturdido. 


Sabía que ella también lo había sentido. No sabía si ese era el motivo para que hubiese acabado allí, pero no iba a desaprovechar la ocasión. Lo volvía loco, pero nunca, ni en mil años, habría soñado que el sexo con ella fuera a ser tan intenso.


Ella repitió su nombre, como si no pudiese dejar de decirlo una vez que se había dado permiso. A él le parecía bien, mejor que bien, porque era un afrodisiaco muy potente.


Iba a besarla otra vez cuando entrevió la frase tatuada en su clavícula izquierda. Ella, impaciente por el beso, se incorporó un poco y el pelo se apartó. No voy a hundirme, decía la frase con un ave Fénix al lado. Él ya sabía que era increíblemente valiente e intuía que su pasado, quizá su infancia, no habían sido fáciles. Se dio cuenta de lo poco que la conocía en realidad. No obstante, sí sabía que su integridad se había mantenido intacta a pesar de las adversidades.


Eso hizo que le brotara algo profundo y desconocido en su interior y, asombrosamente, la deseó más todavía. Acometió otra vez y se deleitó con su respiración entrecortada, pero quería más.


—Abre los ojos —le ordenó.


—¿Qué…? —preguntó ella con los ojos color turquesa velados por el deseo.


—Quiero que me veas, Paula, que sientas lo que haces conmigo y que sepas que te valoro más de lo que te imaginas.


Se quedó boquiabierta y él la besó hasta que el clímax se acercó con toda su fuerza. Le separó más los muslos y arremetió entre los gritos extasiados de los dos hasta que explotó con un placer arrollador.


Esperó a que hubiesen recuperado el aliento para separarle el pelo y pasarle los dedos por el tatuaje. Ella se puso rígida.


—Muy interesante…



*****

Era evidente que estaba pidiéndole una explicación, pero ella no podía destapar la caja de sus demonios cuando ya se había abierto tanto que Pedro podía ver a través de ella. 


Con solo unas palabras, él le había abierto de par en par el corazón.


Quiero que me veas… Eres mi ancla, Paula… Te valoro más de lo que te imaginas…


—Paula —insistió él en tono más tajante.


—Me lo hice… cuando dejé mi último empleo…


—La mayoría de las personas se toma unas vacaciones entre dos empleos. ¿Tú te hiciste un tatuaje? —le preguntó él con una curiosidad aterradora—. Y, además, muy elocuente. ¿Te sentías como si estuvieses hundiéndote?


—Supongo que no soy la mayoría de las personas —replicó ella con una risa forzada y deseando dejar de hablar—. Además, efectivamente, me sentía como si estuviese hundiéndome.


¡Lo había dicho! Él le pasó los dedos por el ave Fénix y luego lo besó.


—Sin embargo, saliste victoriosa.


—S… Sí… —balbució ella.


—Estamos de acuerdo en una cosa, no eres la mayoría de las personas. Eres única —él bajó la mano, le acarició un pecho y llegó hasta la cicatriz—. ¿Y esto?


Ella volvió a contener la respiración. ¿Acaso había creído que no se daría cuenta? Había recorrido todo su cuerpo con un detenimiento que le había producido un placer infinito y, naturalmente, se había fijado en la señal que le había dejado el corte de la interna.


—Me… Me atacaron. Me atracaron.


Eso era verdad, pero no podía decir dónde sucedió. Él dejó de acariciarla y soltó un juramento.


—¿Cuándo?


—Hace dos años.


—¿Atraparon al atacante? —preguntó mirándola a los ojos.


—Sí, lo atraparon —contestó ella cerrando los ojos—. Incluso, se hizo algo de justicia.


Si podía llamarse justicia a seis meses de aislamiento para una interna con cadena perpetua. Pedro, sin embargo, pareció quedarse satisfecho.



—Me alegro —replicó él acariciándola otra vez.





PROHIBIDO: CAPITULO 15




Qué quieres, Gaston? —le preguntó por el móvil mientras tiraba el bolso al sofá de su sala.


—¿No me saludas ni me dices nada amable? Da igual. Me alegro de que hayas sido lo bastante sensata como para llamarme. Aunque no sé por qué no querías hablar conmigo desde tu oficina. Me cercioré de que Alfonso no estaba allí antes de llamarte.


—¿Has encargado que lo vigilen? —preguntó ella sin salir de su asombro.


—No, he encargado que te vigilen a ti. Tú eres la que me interesa.


—¿Yo?


—Sí. Al menos, por el momento. ¿Por qué te has cambiado de nombre?


—¿Por qué crees? Me destrozaste la vida cuando mentiste y dijiste bajo juramento en el tribunal que yo me apropié de dinero de tu empresa. Los dos sabemos que tú abriste esa cuenta en las islas Caimán a mi nombre. ¿Crees que alguien me hubiese contratado si descubría que había estado en la cárcel por apropiación indebida?


—Vaya, vaya, no saquemos las cosas de quicio, ¿de acuerdo? No cumpliste ni la mitad de los cuatro años de prisión. Si te sirve de consuelo, yo solo esperaba que te dieran un azote.


—¡No me sirve de consuelo!


—Además —siguió él como si no la hubiese oído—, tengo entendido que esas cárceles solo son un poquito peores que un campamento de vacaciones.


La cicatriz de la cadera, que se la hizo una interna con una cuchilla por no corresponder a sus atenciones, le abrasó por el desprecio a lo que había sido una época atroz de su vida.


—Es una pena que no lo comprobaras tú mismo en vez de ser tan cobarde y permitir que otra persona pagara por tu codicia. Ahora, ¿vas a decirme por qué me has llamado o cuelgo?


—Cuelga y mañana, cuando Alfonso se levante, lo primero que leerá sea tu pasado carcelario.


Ella agarró el teléfono con todas sus fuerzas.


—¿Cómo me has encontrado?


—Tú me encontraste a mí por la televisión. Imagínate mi sorpresa cuando la encendí, como cualquier persona espantada por el derramamiento de petróleo de Alfonso, y te vi justo detrás de él. Aunque tardé en reconocerte. Me gustas más rubia que morena. ¿Cuál es la verdadera?


—No entiendo…


Ella no siguió porque el Gaston que había conocido, el hombre del que, neciamente, había creído que estaba enamorada, no había cambiado y nunca iba al grano hasta que él quería.


—Mi color natural es el rubio.


—Es una pena que llevaras ese castaño tan anodino cuando te conocí. Quizá me lo hubiera pensado dos veces antes de hacer lo que hice.


—No, eres un miserable y solo piensas en ti mismo. ¿Piensas decirme qué quieres?


—Estás alterada y no tendré en cuenta ese insulto. Ten cuidado u olvidaré mis modales. ¿Qué quiero? Es muy sencillo, quiero la Naviera Alfonso y vas a ayudarme a conseguirla.


Lo primero que pensó replicar fue que se había vuelto loco, pero se contuvo. Se hundió en el pequeño sofá, el único mueble de la sala aparte de la mesita, y le dio vueltas a la cabeza.


—¿Por qué iba a hacer algo así?


—Para proteger tu pequeño y vergonzoso secreto, naturalmente.


Ella se pasó la lengua por los labios cuando el miedo amenazó con impedirle pensar.


—¿Qué te hace creer que mi jefe no lo sabe ya?


—No me tomes por tonto, Ana.


—Me llamo Paula.


—Si quieres seguir llamándote así, me darás lo que quiero, y no te molestes en decirme que Alfonso conoce tu pasado. Es muy escrupuloso cuando se trata de los escándalos. No te habría contratado jamás si supiese que tienes un pasado tan turbio como el de su padre.


Ella se quedó sin respiración por la rabia, el asombro y el dolor.


—¿Sabes lo de su padre?


—Hago los deberes, cariño. Si él también los hiciese, ya habría descubierto quién eres en realidad. Sin embargo, me alegro de que no lo sepa porque ahora estás en la situación perfecta para ayudarme.


—¿Qué quieres que haga exactamente?


—Necesito información. Concretamente, qué miembros del consejo tienen una participación mayor, aparte de Alfonso, y cuáles estarían dispuestos a vender las acciones que tienen.


—Eso no dará resultado. Pedro, el señor Alfonso, te aplastará si te acercas a su empresa.


—¿Has vuelto a hacerlo, verdad, Ana? —le preguntó él en un tono levemente burlón.


—¿Qué…?


—¿Has ofrecido ese corazoncito tan tonto que tienes a otro jefe?


—No sé de qué estás hablando.


Sin embargo, en el fondo, no podía disimular la verdad. Sus sentimientos hacia Pedro habían pasado de lo meramente profesional a algo más. Algo que no pensaba analizar en ese momento, cuando necesitaba todo su cerebro para defenderse de su rastrero ex.


—Tienes cuatro días, Ana. Te llamaré y espero que tengas la información que necesito.


Se le secó la boca y el corazón se le aceleró por el miedo y la sensación de impotencia.


—¿Y si no la tengo?


—Tu jefe se despertará el sábado con una doble página de su impagable asistente en toda la prensa sensacionalista. Estoy seguro de que me costaría muy poco que la Naviera Alfonso empezara a salir otra vez en todas las redes sociales.


—¿Por qué lo haces? ¿No te conformas con los millones que acumulaste?


—Cualquiera sabe cómo conseguir un millón hoy en día. No, cariño, tengo más ambiciones. Había esperado que mi alianza con Moorecroft me las hubiese proporcionado, pero el majadero se ha plegado con el primer contratiempo. Afortunadamente, te tengo a ti.


—Pero lo harás. Anhelas tu puesto casi tanto como yo anhelo la posibilidad de adquirir la Naviera Alfonso. No te equivoques, la conseguiré.


—Alfonso…


—Te llamaré el viernes. No me decepciones, Ana.


Él colgó antes de que pudiera decir algo más. Gaston era un buitre dispuesto a alimentarse sin piedad de los más débiles.


Se quedó aturdida cuando se enteró de que él la había utilizado para que, hacía tres años, cargara con la responsabilidad de la caída de su empresa en crisis. 


Cuando, amablemente, le pidió que formase el consejo de administración con él, ella no sospechó nada, sobre todo, porque él llevó un experto legal para que se lo explicase todo. Naturalmente, ese experto legal había colaborado para vaciar la empresa antes de declarar la quiebra y que ella quedara desamparada. Tuvo tiempo para meditar sobre su estupidez y credulidad en la cárcel de máxima seguridad a la que le condenó el juez.


Se levantó con las piernas temblorosas. La mera idea de traicionar a Pedro le revolvía el estómago. Él nunca se lo perdonaría si ponía a su empresa en una situación tan vulnerable después del accidente del petrolero y cuando había desenterrado el recuerdo de su padre.


Podía dimitir inmediatamente, pero ¿impediría eso que Gaston se vengara solo por rencor? Ni se planteaba decírselo a Pedro. Él había dicho que la traición era la traición y que el motivo era lo de menos cuando el daño estaba hecho. Miró alrededor y se estremeció. ¡Tenía que salir corriendo! Su espantosa infancia le había impedido acomodarse plenamente a ningún sitio, ni siquiera al que consideraba su refugio. Tardaría menos de media hora en salir de allí.


Apretó los puños y se paró en seco. ¿Por qué tenía que salir corriendo? No había hecho nada malo. Solo había cometido la estupidez de creer que Gaston la quería, pero ya había pagado por eso. Dejó el móvil y fue a su dormitorio, igual de austero. La cama estaba sobre listones de madera y solo había un ficus alto y con grandes hojas. Sus únicos caprichos eran una manta de cachemir y las mullidas almohadas. En el armario empotrado solo había los trajes exclusivos que Pedro se había empeñado que tuviera, a costa de su cuenta de gastos, cuando entró en la Naviera Alfonso. Su ropa consistía en algunos vaqueros y camisetas, en un par de pantalones para correr y en dos pares de zapatillas de deporte. Sería fácil hacer el equipaje.


No, se negaba a pensar como una fugitiva, no se avergonzaba de nada. Se desvistió y fue al cuarto de baño con ganas de limpiarse la mugre que le había dejado la conversación con Gaston. Sin embargo, su amenaza seguía flotando en el aire y, por mucho que se frotase, se sentía sucia por haberse planteado la posibilidad de la traición para salvar el pellejo.



Acabó oyendo las llamadas a la puerta por encima de los latidos de su corazón y del ruido de la ducha. Cerró el grifo y oyó su móvil justo antes de que volvieran a llamar a la puerta. Se puso la bata, fue hasta la puerta y miró por la mirilla aterrada por la posibilidad de que Gaston la hubiese encontrado. La imagen de Pedro impidió que sintiera alivio. 


Al parecer, las dos personas que más la desasosegaban estaban dispuestas a irrumpir en su refugio por todos los medios.


—No… No sabía que supiera dónde vivo… —dijo mientras entreabría la puerta con el pulso alterado—. ¿Por qué ha venido?


—He venido porque… —él se pasó unos dedos por el pelo—. No sé muy bien por qué he venido. Sin embargo, sí sé que no quería quedarme solo en mi ático.


El cansancio que ella había vislumbrado antes en su rostro parecía multiplicado por cien.


—Yo… ¿Quiere entrar?


El asintió con la cabeza y los labios fruncidos. Ella se apartó sin respirar mientras él entraba en su diminuto refugio. Cerró la puerta y fue a la sala, que él recorría con pasos muy cortos.


—¿Puedo beber algo?


Ella no había tocado la botella de whisky que había en la cesta de Navidad y se alegró cuando la sacó y él aceptó con un gesto de la cabeza. Le sirvió una cantidad generosa y le entregó el vaso.


—¿No vas a tomar nada? —preguntó él sin dejar de mirar su vaso.


—La verdad es que yo…


Después de lo que había pasado esa noche, y de lo que se avecinaba, beber algo no le sentaría mal. Se sirvió una cantidad mínima, dio un sorbo y se atragantó cuando el líquido le abrasó el pecho. Pedro esbozó una sonrisa sombría, vació su vaso de un sorbo y lo dejó en la mesita.


—¿Por qué te marchaste?


El motivo fue como un fogonazo de remordimiento en la cabeza, aunque no había hecho nada.


—Hacía tiempo que no venía por aquí.


—¿Y eso te impidió contestar el teléfono?


Ella miró el móvil que había dejado en el sofá después de hablar con Gaston. Lo agarró, lo encendió y vio las doce llamadas perdidas.


—Lo siento, estaba en la ducha.


Se acercó y se detuvo a un metro de ella, pero pudo notar la calidez de su cuerpo como una caricia. Consciente de que estaba desnuda debajo de la bata, intentó retroceder, pero tenía los pies clavados en la moqueta. Él la miró de arriba abajo y se detuvo al ver el movimiento entrecortado de sus pechos. Ella vio que apretaba y soltaba los puños mientras una avidez evidente le transformaba el rostro en una máscara hipnótica.


—Siento haberte interrumpido —murmuró él sin ningún arrepentimiento en el tono.


Al contrario, la intensidad de su mirada hizo que ella no pudiera contener un gemido y, sabiendo lo que se jugaba, se acercó y le tomó el mentón entre las manos.


—Me ordenó que dejase de trabajar y no sabía que iba a necesitarme esta noche.


Él contuvo la respiración y le miró los labios con voracidad.


—Al revés, Paula, te necesito más que nunca. Eres la única que consigue que el mundo tenga sentido para mí.


—¿Lo…? ¿Lo soy?


—Sí. No me gusta cuando no puedo alcanzarte —él bajó la cabeza hasta que las frentes se tocaron—. No puedo hacer nada si no te tengo a mi lado.


—Ya estoy aquí —susurró ella con un nudo de sensaciones en la garganta.


¡No! Solo era deseo, pasión y compasión, una necesidad visceral de conectar con Pedro como no la había sentido con nadie, ni siquiera con su madre.


—Estoy aquí para lo que necesite.


La agarró con una mano del precario moño mojado y tiró de la cabeza hacia atrás.


—¿De verdad? —preguntó él mirándola a los ojos.


—Sí.


—Tienes que estar muy segura porque esta vez no podré detenerme. Si no quieres seguir, dímelo ahora —replicó él con la respiración entrecortada.


No podía pensar con el cuerpo de él apretado contra el de ella, pero sabía que podía ser la única ocasión para que estuviera con Pedro. Después del viernes, la habría despedido o habría dimitido. Desde un punto de vista egoísta, podría ser la última ocasión para vivir la felicidad que entrevió en el gimnasio, para ser lo suficientemente osada como para lograr algo que una vez se atrevió a anhelar.


—Paula… —él lo dijo en un tono implacable, pero ella captó la vulnerabilidad.


—Sí, lo deseo…


La besó sin piedad, bajó la mano para agarrarla del trasero y la estrechó contra toda la extensión de su erección. Le devoró la boca con una voracidad fruto de la desesperación.


Ella le entregó todo lo que tenía con la misma voracidad apremiante. Cuando las lenguas se encontraron, ella abrió más la boca para recibirla plenamente. Pedro volvió a gruñir y avanzó hasta que ella se topó con el pequeño sofá. Casi ni la empujó antes de cubrirla con su cuerpo inmenso. Una llamarada la asoló mientras yacían unidos desde el pecho hasta los muslos. Él levantó la cabeza y la miró como si quisiera grabarse en la cabeza todos sus rasgos. Cuando sus ojos se clavaron en sus labios, sintió la necesidad casi incontenible de lamérselos. Se pasó la lengua y, con placer, observó que los ojos de él se velaban.


—Sospechaba que, bajo esos trajes tan serios, eras una seductora,Chaves.


—No tengo ni idea de lo que quiere decir —replicó ella pasándose la lengua otra vez.


El gruñido de él fue la primera advertencia, pero había llegado demasiado lejos como para hacerle caso. Bajó la cabeza y rozó los labios de él con los de ella. Volvió a besarlo y el corazón le dio un vuelco de felicidad cuando él profundizó el beso. Sin embargo, se apartó de repente, se levantó y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar de desesperación. Él se limitó a quitarse la chaqueta y la corbata antes de levantarla del sofá.en un sofá para enanos.


—Es un poco pequeño, ¿no?


—Quizá esté bien si quieres ser creativo, pero lo dejaremos para otro momento.


La emoción aumentó drásticamente cuando la tomó en brazos y la besó ardientemente.


—¿Dónde está el dormitorio?


Paula lo señaló y él se dirigió hacia allí, pero ella dudó cuando llegaron a la puerta. ¿Qué pensaría cuando viera ese cuarto tan austero? Estaba intentando pensar una excusa cuando él la colocó horcajadas sobre su vientre.


—No me importa hacerlo de pie si lo prefieres. Solo tienes que decírmelo —susurró él contra su cuello mientras le tomaba un pecho que la bata había dejado desnudo al moverse—, pero dilo antes de que me abrase por dentro.


—El… El dormitorio está bien.


Abrió la puerta y contuvo el aliento, pero a Pedro solo le interesó la cama, no el cuarto casi vacío. La sentó sobre el colchón y se quitó los zapatos y los calcetines. También se desabotonó la camisa, pero no se la quitó completamente. 

La empujó para que se tumbara, le dio la vuelta, la puso a gatas y se colocó detrás.


—No sabes cuántas veces te he imaginado en esta postura —le levantó la bata y dejó escapar un gruñido de ansia al ver su trasero desnudo—. ¡No llevas bragas! Esto es mejor de lo que me había imaginado.


Con cierta brusquedad, agarró las mangas de la bata y se la quitó del todo. Ella se alegró de estar de espaldas para no tener que explicarle el tatuaje todavía porque no sabía si, arrastrada por el deseo, le diría toda la verdad. Además, estaba la cicatriz. No podía ocultarla para siempre, pero también se alegró de no tener que explicarla en ese momento porque la sensación de tener a Pedro acariciándole el trasero estaba derritiéndola por dentro.


—Me encanta tu trasero —dijo él con una veneración soez.


—Ya lo noto —replicó ella dominada por un placer femenino.


Él dejó escapar una risa profunda y no disimuló el anhelo. 


Paula dio un respingo cuando notó que le besaba los dos glúteos antes de mordérselos con delicadeza. Siguió acariciándola con las dos manos y contuvo la respiración por el erotismo del momento, pero creyó que no podría respirar nunca más cuando le separó los muslos y notó su cálido aliento en los pliegues. La punta de la lengua le alcanzó el punto más sensible y no pudo contener un grito de placer. 


Tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para que las manos la sujetaran y cerró los ojos. Siguió lamiéndola hasta que le separó los muslos un poco más. Soltó algo en griego y la besó con la boca abierta, la devoró como si fuese su comida favorita. Las sensaciones se le acumularon hasta que no supo cuál le gustaba más, si los dientes que le mordisqueaban el clítoris o la lengua cuando entraba con fuerza en ella. Solo sabía que él clímax, intenso y demoledor, se acercaba amenazadoramente. Se aferró a las sábanas y se dejó arrastrar cuando su boca se apoderó sin compasión del clítoris. Él dejó escapar un gruñido de satisfacción sin dejar de acariciarla con la lengua hasta que cesaron los espasmos. Vagamente, oyó que se levantaba y se quitaba los pantalones. Se quedó inerte y sin poder respirar.


—No te muevas, no he terminado contigo —le ordenó él agarrándola de la cintura.


—¿Un… preservativo? —preguntó ella con el poco raciocinio que le quedaba.


—Ya lo tengo —él le acarició un pezón con una mano y le deshizo el moño con la otra—. ¿Sabías que nunca te había visto con el pelo suelto?


—Mmm… Sí.


La incorporó e introdujo los dedos entre los mechones rubios que le cayeron por la espalda.


—Es un pecado tener este pelo maravilloso recogido día tras día. Te mereces un castigo.


El azote en el trasero le despertó otra vez los sentidos y se mordió el labio inferior cuando notó la imponente evidencia del deseo de él entre los glúteos.


—¿No cree que ya me ha torturado bastante? —preguntó ella.


—Ni mucho menos —contestó él tomándole los pezones entre los dedos—. Separa las piernas.


Ella obedeció porque deseaba eso más que respirar. 


Contuvo al aliento cuando su erección se introdujo un poco y él la sujetó con una mano para entrar un centímetro más.


Ped


¿Cómo era posible que estuviese unida a él de esa forma y no pudiera pronunciar su nombre?


—Dilo —le ordenó él.


—No puedo…


Él empezó a retirarse y el cuerpo de ella se retorció por la desesperación.


—¡No!


—Di mi nombre, Paula.


Ped… Pedro —balbució ella.


Él volvió a entrar con un gruñido.


—¡Repítelo!


Pe… ¡Pedro!


—¡Buena chica! —él entró plenamente y se quedó quieto—. Dime si quieres que vaya deprisa o despacio. Para mí, será una tortura en cualquiera de los casos, pero quiero complacerte.


Quiso decirle que ya la había complacido mil veces más de lo que había podido imaginarse.


—Ahora —insistió él—, mientras todavía me funcione el cerebro…


La empujó hacia delante, la cubrió con el cuerpo y ella notó las primeras señales del clímax.


—Deprisa, Pedro, y con fuerza.


—Tus deseos son órdenes para mí —susurró él con los dientes apretados.


Soltó un gruñido y empezó a entrar y salir a un ritmo que hizo que el orgasmo se acercara más con cada acometida. 


Hasta que él se inclinó hacia atrás sobre las rodillas y los brazos de ella no pudieron soportar la oleada de sensaciones y cayó con el pecho sobre la cama. Tomó aliento antes de gritar por los espasmos de placer que la asolaron y oyó que Pedro soltaba un gemido profundo. Muy dentro de ella, notó que su turgencia vaciaba todo su placer.


Él se cayó de costado y la arrastró con él. En la oscuridad, la abrazó de espaldas y sus respiraciones fueron serenándose entre espasmos ocasionales.