martes, 1 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 14




Los días que siguieron establecieron un patrón y Pedro fue fiel al acuerdo establecido. Siempre se mostraba agradable y amigable, pero terminaron las charlas sobre el pasado, los padres y cualquier otro tema candente. Pau preparaba la comida, cuidaba de Daniela y terminaba las clases de contabilidad antes de enviárselas por correo electrónico a su supervisor. El aire otoñal se tornó más frío y las hojas se diseminaron de los árboles, dejando una alfombra dorada sobre la hierba. Pedro cuidaba del rebaño y pasaba horas en el exterior haciendo reparaciones y trasladando el ganado a pastizales diferentes. Cuando regresaba, las sonrisas y las caricias sólo eran para Daniela.


Lo echaba de menos. Lo había probado y quería más. Verlo trabajar tan duro y proyectar su afecto sobre su sobrina sólo lo hacía más asombroso ante ella. A medida que llegaba a conocerlo, veía en él tantas cualidades que admiraba y deseaba en una pareja. Estabilidad. Ternura. Paciencia. Amor.


Comprendió que, tan inevitable como la lluvia primaveral, se estaba enamorando de él.


Pero el modo en que él había puesto los frenos y seguido su existencia diaria y funcional le indicó con claridad que no era algo recíproco. Sin importar los sentimientos que tuviera por él, Pedro no sentía lo mismo, de eso estaba segura.


Oyó las botas de él en la terraza y comprobó el reloj del microondas. Justo a tiempo. En los últimos días había llegado a las diez para una taza de café y un bollo. Cuando la mosquitera golpeó el marco, lo vio en el umbral, sonriendo como si guardara una especie de secreto a la vez que mostraba una apariencia inesperadamente juvenil.


No pudo evitar devolverle la sonrisa. Se lo veía tan satisfecho consigo mismo, los ojos oscuros encendidos con alguna travesura y el pelo más revuelto por el viento que de costumbre. Sostenía el sombrero en las manos.


—¿Qué tramas? Y sé que no son mis bollos de plátano los que te hacen sonreír de esa manera.


—Tienes razón, aunque ahora que lo mencionas, huele bien aquí.


—Acaban de salir del horno y están demasiado calientes —indicó, al tiempo que se preguntaba qué tramaba con esa sonrisa tan relajada.


Él cruzó la cocina y tocó la naricita de Daniela con un dedo.


—Tengo una sorpresa para las dos.


—¿Una sorpresa? —la curiosidad pudo con ella y no pudo contenerse—. ¿Qué clase de sorpresa?


—Algo en lo que llevo trabajando más o menos la última semana.


Paula pensó que eso debía de ser desde que había aceptado mantener la relación platónica y él había empezado a pasar más tiempo en los campos y los establos.


—Quédate aquí, ¿de acuerdo? He de traerlo.


Oyó un sonido peculiar cuando Pedro regresó.


—¡Cierra los ojos! —pidió él desde el porche—. ¿Están cerrados?


Más ruidos desde la entrada.


Paula rió entre dientes.


—Sí, lo están. ¡Pero date prisa!


Unas pisadas y el sonido de algo al arrastrarse.


—Trae a Daniela —dijo.


Pau lo vio impaciente. Tenía el sombrero echado para atrás y una expresión incluso más joven y muy, muy atractiva.


Tomó a la pequeña en brazos y dijo:
—De acuerdo. Abre el camino antes de que no lo resistamos más.


Las llevó al salón.


—¿Qué te parece?


En el rincón donde había estado la mesa improvisada, había colocado la mecedora más bonita que Pau había visto jamás. Asombrosamente sencilla, con un asiento curvo y ejes perfectos a lo largo del respaldo, lijados y teñidos de un intenso tono roble. En el asiento había un cojín de tonalidades azules y rosadas.


Sintió un nudo en la garganta.


—Es preciosa, Pedro —murmuró.


—La encontré en el cobertizo —explicó él. Fue hasta la mecedora, se situó detrás y apoyó las manos en el borde del respaldo—. Estaba sucia y arañada, pero sólo necesitaba algo de amor, un buen lijado y unas capas de barniz.


—¿Tú lo has hecho? —las palabras salieron de sus labios tensos, ya que parecía algo muy íntimo. Trató de sonreír para ocultarlo.


—Al principio fue una gran sorpresa ver tantos toques femeninos en la casa —repuso, impasible ante la reacción distante—. Llevo soltero demasiado tiempo, Pau, pero no te merecías las críticas que te hice. Y, ¿sabes?, me he acostumbrado a ellos —la miró jubiloso—. Incluso me gustan. Quería compensártelo y no sabía cómo. Hasta que vi la mecedora y supe que necesitabas un asiento apropiado. Ven a probarla con Daniela.


A ella le temblaron las rodillas al atravesar la estancia. No había sido su intención incomodar a Pedro y su disculpa había arreglado las cosas. No necesitaba hacer eso. Se sentía conmovida.


Se dijo que podía hacerlo. Que podía mantener el control. 


Lentamente, se sentó, con el peso de Daniela extraño en sus brazos de un modo en que no lo había sido desde el primer día. Tensó los hombros al reclinarse en el respaldo.


—Estás tensa —comentó él antes de posar las manos en sus hombros—. ¿Qué sucede? —la masajeó suavemente tratando de quitar los nudos que se habían formado. Y al mover los dedos, la silla comenzó a mecerse.


Pau observó la cara complacida de Daniela y cómo esos ojos azules la miraban, y en un instante su control se evaporó y todo se tornó borroso.


En cuanto comenzó a llorar, fue incapaz de parar. Contuvo un hipo, desesperada por recuperar las riendas de sus emociones.


Pero el recuerdo era tan real que perdió la batalla.


—Pau… Dios mío, ¿de qué se trata? —Pedro rodeó la mecedora y se arrodilló ante ella.


La cara flotó ante ella, los ojos llenos de preocupación. Lo amaba. Era imposible haber podido evitarlo. Saber que se trataba de algo unilateral, y encima del dolor que ya la atravesaba, sólo sirvió para aumentar la desesperación que la dominaba.


—Es que… es que… —jadeó en busca de aliento y sintió otro sollozo—. La última vez que estuve en una mecedora… fue…


No pudo finalizar. La boca se movió pero las palabras no salieron. Sólo un sonido extrañamente agudo mientras permanecía en la mecedora que Pedro le había hecho y al fin lamentaba la pérdida del hijo que había llevado en su vientre.


Había sido Guillermo en sus brazos, su hijo, insoportablemente pequeño pero perfectamente formado, delicadamente bañado por las enfermeras y envuelto en la mantita del hospital. De sus labios no salía aliento alguno; sus pestañas reposaban quietas sobre las mejillas pálidas.


Pero lo había abrazado y mecido y le había dicho adiós.


Pedro alargó los brazos hacia Daniela, pero Pau se aferró de forma irracional, apartándose de las manos codiciosas de él.


—¡No! No te lo lleves todavía. Aún no te lo puedes llevar.


Entonces sus oídos registraron lo que acababa de decir y se hundió por completo, embargada por el dolor y la vergüenza. Pedro le quitó con gentileza a Daniela de los brazos en ese momento dóciles y la depositó en el corralito.


Luego, simplemente se inclinó y alzó a Pau de la mecedora como si no pesara nada. Ella se aferró a su cuerpo duro y fuerte, le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la frente en él. Fue al sofá y se sentó con Pau en el regazo.


—Suéltalo —susurró sobre su cabello y después le besó la coronilla—. Por el amor de Dios, Pau, suéltalo.


Lo hizo, aferrada a él mientras el dolor, la ira y la desesperación al fin se liberaban. Eso era lo que había contenido durante meses, decidida a mostrarle al mundo que todavía podía funcionar. Y todo ese tiempo había estado aumentando hasta salir a la superficie por amar a Daniela mientras la cuidaba, y en ese momento se lo contaba a Pedro por la confianza que le inspiraba.


Aunque él jamás le correspondiera el amor, sabía que le inspiraba una confianza completa. En toda su vida nunca había conocido a un hombre mejor. Poco a poco su respiración se tornó acompasada y el agotamiento y el alivio le aflojaron los miembros, relajándola. Eduardo se había mofado de sus lágrimas, dándole la espalda. Con Pedro no había falsedad. Podía ser quien tenía que ser.


—No lo sabía —musitó él en cuanto ella recobró el control firme sobre sí misma. Le acarició el brazo—. ¿Cuánto tiempo te has estado guardando eso?


Pau suspiró, los ojos aún cerrados para poder centrarse únicamente en la sensación de Pedro a través del jersey.


—Trece meses. Había esperado tanto tiempo tener a mi bebé —confesó, al fin manifestando el dolor en palabras—. Nunca tuve la oportunidad de aprender con él. De alimentarlo, cambiarlo o mecerlo hasta que se durmiera. Durante meses imaginé cómo sería, pero la teoría es distinta de la práctica —intentó sonreír, pero los labios le temblaron—. Y entonces apareciste tú con Daniela… —calló, insegura.


La miró a los ojos. Ella se apresuró a secarse las mejillas y arreglarse el cabello revuelto. Pero a Pedro no parecía importarle el aspecto que ofreciera. Nunca lo había hecho. 


Alzó la mano izquierda y le secó la humedad bajo los ojos con la yema del dedo pulgar.


Le acarició la mejilla y aplicó una ligera presión para que lo mirara.


—Fue un niño —dijo Pedro.


Y ella recordó lo que acababa de soltar en la mecedora.


Durante un momento, había parecido como si se hallara de vuelta en el hospital con Guillermo en vez de estar en el salón con Daniela. Él mantuvo unas riendas firmes sobre sus emociones. Había más en el interior de Pau que lo que alguna vez había soñado y, de algún modo, la mecedora lo había liberado, intentó dar vuelta la cara, pero Pedro no se lo permitió.


—¿Pau?


—Sí, era un niño —susurró. Se mordió el labio inferior.


Si sabía que era un niño, debía de haberlo llevado el tiempo suficiente. No podía entender lo que debía ser llevar una vida dentro… y de repente no tenerla.


—Estabas en un embarazo bastante más avanzado que lo que me has hecho pensar, ¿verdad? —comentó con gentileza, instándola a hablar. Era evidente que lo necesitaba y él quería escuchar.


—Me faltaban seis semanas para dar a luz —murmuró con lágrimas—. Rompí aguas y supe que era demasiado pronto. Debería haber salido bien. Sólo pensamos que sería pequeño y que pasaría algún tiempo en la unidad neonatal —necesitó unos segundos para recobrarse—. Hubo un problema añadido con sus pulmones del que no habíamos sabido nada, un defecto. Yo…


Bajó la cabeza.


—No tienes que decirlo —indicó con amabilidad, sintiendo que todo su ser se apenaba por ella.


Se había estado escondiendo en los establos, pensando sólo en sí mismo, primero para escapar de la falsa sensación de hogar que ella proporcionaba y luego en lo orgulloso que se sentiría al regalarle esa estúpida mecedora para compensarle por haber herido sus sentimientos.


Era la primera persona a la que por propia voluntad le había hablado de su pasado, y no había resultado fácil. Pero su dolor no era nada comparado con el de Pau. Su pérdida no era nada ante la pérdida de un hijo.


Ella continuó, aunque le costó oír las palabras apenas murmuradas.


—Jamás llegué a oírlo llorar.


La abrazó con más fuerza.


—Lo siento tanto.


—Creía haberlo superado —susurró.


—A veces las personas necesitan años para superar realmente el dolor —suspiró, sabiendo cuánto tiempo había necesitado para aceptar que su madre realmente se había marchado.


Hacía poco que se había reconciliado con la idea y sólo entonces había logrado descifrar su vida y descubrir lo que realmente quería. Ese rancho era dicha resolución puesta en acción.


—En Calgary, todo el mundo no paraba de preguntarme cómo lo llevaba. Jamás pude responder con sinceridad. Tenía que fijar una sonrisa en la cara y ofrecer una respuesta hecha.


—¿Y tu marido?


—El dolor te une o te separa. Nuestra relación no poseía los cimientos adecuados y no soportó la tensión. Eduardo se enterró en el trabajo y yo… yo me aislé en un caparazón.


Pedro sonrió.


—Oh, puedo identificarme con eso, desde luego.


Y al fin consiguió de ella una sonrisa trémula.


—Supongo que sí puedes —entonces la sonrisa se evaporó.


—¿No es extraña la vida? —se encogió de hombros—. Hace poco me di cuenta de que no es el desastre lo que define a la persona, Pau. Lo que cuenta es lo que se hace después.


—Y yo no he hecho nada —frunció el ceño—. Sólo lo he ido postergando.


—Siempre está el hoy. El hoy es un buen día para emprender un comienzo nuevo.


Él sabía lo que quería que Pau dijera. Que esa relación platónica era una pérdida de tiempo. Que emprendería un comienzo nuevo con él cuando Daniela regresara a casa. Los médicos de Barbara informaban de que realizaba buenos progresos, por lo que el bebé no tardaría en volver con ella.


—No estoy segura de que esté preparada para eso aún. Yo… oh —la voz se le quebró—. Lo echo de menos —manifestó con sencillez.


—Nadie ha dicho que debes hacerlo de la noche a la mañana —respondió, desilusionado—. Pero emprender un comienzo… y desahogarte de todo si es lo necesario… es bueno.


—Eres un buen hombre, Pedro Alfonso —le enmarcó la cara con las manos.


Él sintió la penetrante mirada azul y con sinceridad pudo afirmarse que la deseaba como no había deseado jamás a mujer alguna. Y era mucho más profundo que un simple deseo físico.


—No tanto como tú crees —murmuró. Su determinación quedaba olvidada al encararse a la dulce vulnerabilidad de ella.


Con los dedos aún en la cara, se adelantó, necesitado de tocarla, de probarla, queriendo de algún modo reparar todos sus sufrimientos del único modo que sabía.


La besó con suavidad, deseando convencerla de que se abriera a él ese poco más. Durante unos segundos, Pau pareció contener el aliento, y el momento hizo una pausa, como detenido en una cornisa de indecisión.


Pero entonces se relajó y se fundió contra él mientras su boca se suavizaba, cálida y dócil. Mientras el cuerpo de Pedro respondía, se preguntó cómo un hombre en su sano juicio podría haberla dejado marchar.


Pau oyó el leve sonido de aquiescencia que escapó de su garganta cuando él tomó el control del beso. El cuerpo era tan duro, tan tranquilizador. En ese momento Pedro sabía todo y no huía, no cambiaba de tema. Era un hombre entre un millón y la besaba como si ella fuera la mujer más atesorada del planeta.


Por sus venas corrió de forma seductora un deseo y un anhelo como no había sentido en meses.


El cuerpo de él la pegó contra los cojines y recibió encantada el peso, sintiéndose al mismo tiempo protegida y deseada. 


Cuando la boca abandonó la suya para plantarle besos en las mejillas, en la mandíbula, de pronto comprendió que no era fría ni distante ni ninguna de las cosas de las que Eduardo la había acusado. Simplemente, había estado esperando que apareciera la persona adecuada que la liberara.


Y así era. Cuando la boca de Pedro volvió a la suya, deslizó las manos por las caderas de él y por debajo de la camisa, sintiendo la piel cálida bajo el algodón.


Esas caderas la presionaron y la sangre hirvió en su interior.


—Pau…


—Shhh —le besó el cuello y lamió la piel áspera, probando, sintiendo placer no sólo en lo que él le hacía, sino también en saber lo que ella le estaba haciendo. Después de meses de sentirse impotente, resultaba liberador y anhelaba más.


Pedro se incorporó con las manos apoyadas en el reposabrazos del sofá y la miró. Con satisfacción, Pau notó que tenía la respiración entrecortada.


—No cabe duda de que necesito un sofá nuevo —gruñó él—. Aquí no. En mi cama.


Ir al dormitorio era el siguiente paso lógico y uno para el que ella se consideraba preparada, pero experimentó un vestigio de pánico.


—Pero Daniela…


—Se ha quedado dormida en el corralito —la miró a los ojos, retiró una mano y la deslizó por la curva de su pecho.


Era casi imposible pensar cuando la tocaba de esa manera.


Paula pasó la mano por encima del bolsillo trasero de los vaqueros de Pedro y con los ojos le ofreció el desafío.


Con un movimiento veloz, él se incorporó, la alzó en vilo y la condujo por el pasillo hasta el dormitorio. Una vez dentro, la depositó sobre la cama, se sentó a su lado y comenzó a desabotonarse la camisa.


Pau sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho.


Cuando la camisa quedó abierta, vio una parte de un torso bien musculado y quiso tocarlo. Lo deseaba, pero el pudor luchó por hacerse oír. ¿Qué diría él cuando le viera el cuerpo? Batalló contra sus inseguridades y trató de desterrar los comentarios hirientes de su memoria. Tenía que creer que en ese momento Pedro no iba a darle la espalda.


Tragó saliva al arrodillarse en el colchón y quitarse el jersey.


En un abrir y cerrar de ojos lo tuvo arrodillado a su lado, acercándola para que sus pieles quedaran en contacto. Le encantó sentir el calor y la fortaleza que emanaban de él. Le bajó la camisa por los hombros.


Y entonces ambos oyeron una llamada a la puerta de entrada.


Durante una fracción de segundo, se quedaron paralizados, hasta que Pedro saltó de la cama y se acercó a la ventana.


La seriedad de la situación los asaltó a ambos y Pau buscó su jersey en el instante en que volvían a llamar.


—¡Tienes que abrir! —susurró con vehemencia—. ¡Ve, Pedro!


Él estaba abotonándose la camisa.


—Tú ya estás vestida.


—¡Sí, pero mírame! —intentó mantener el pánico fuera de su voz, pero con poco éxito—. Tengo los ojos manchados por el maquillaje corrido y el pelo hecho un desastre.


—De acuerdo. Tómate un momento para recuperarle —le apretó el brazo—. Todo irá bien.


Ella se recogió el pelo en una coleta mientras lo oía abrir la puerta. Él había tenido razón en mantener la relación platónica. Debería haberlo detenido, pero no lo había hecho. 


Si no los hubieran interrumpido, habrían hecho el amor.


Y en ese momento, con el leve sonido de la voz de Angela Beck procedente del otro extremo de la casa, la locura de toda la situación la golpeó con todas sus fuerzas. No supo cómo iba a salir de allí y fingir que todo estaba normal.


Y encima de todo eso, persistía el miedo de no saber si Pedro iba a culparla si la visita de ese día tenía un final negativo




BUENOS VECINOS: CAPITULO 13




Pedro ya no podía eludir más ir a la casa. En realidad, ante Pau, quien sabía que le haría preguntas. Parecía notar hasta lo más ínfimo en él, analizándolo mejor que cualquier otra persona que recordara.


Resultaba muy desconcertante.


Pero caía la oscuridad y ese día ya había contado demasiado con ella. Daniela era su responsabilidad y Pau sólo estaba allí para echarle una mano. No podía seguir ocultándose en los establos.


Pudo llegar hasta la terraza y posó la mano en el pomo de la puerta, pero no logró obligarse a entrar.


Giró y se apoyó en la vieja barandilla de madera. El campo que en ese momento se veía marrón y vacío, el año próximo proporcionaría heno para su rebaño. Casi podía ver cómo se inclinaba ante la brisa de la pradera.


Era lo que siempre había querido, un lugar al que poder llamar suyo. Dejar el pasado atrás. Encontrar su propio camino y ganarse el sustento propio. Lo había hecho y había ahorrado hasta dar con ese sitio. Lo habían descuidado y casi abandonado. Su rebaño para ese año era pequeño. 


Pero el desafío de reconstruirlo, de convertirlo en algo vital e importante era estimulante.


Hasta ese día, en que había tenido que volver a mirar hacia su pasado. En que habían hurgado en él con preguntas desagradables que había tenido que contestar sobre su educación. Había salido de la reunión enfadado, resentido y temeroso, tres emociones que se había afanado en superar.


No podía explicárselo todo a Pau. La necesitaba de su lado y participando, y si conociera la fea verdad se iría disparada. 


Era demasiado buena y pura como para meterla en su equipaje. Más le valía recordarlo.


Las últimas cuarenta y ocho horas habían pasado a velocidad de vértigo y la presencia de ella se hallaba en todos los rincones. Luchaba para mantener el ritmo tanto mental como físicamente. Llegar a casa para encontrarse con unos toques femeninos era demasiado. Algo tenía que quebrarse.


—¿Pedro?


Giró, sorprendido como si acabara de materializarse de sus pensamientos. La luz del porche resaltaba su cabello pálido, haciéndola parecer suave y tentadora.


—No te oí salir.


—No, estabas en otro mundo.


Tenía razón, y había sido un mundo con ella dentro, por lo que no contestó.


Llegó hasta su lado y también se apoyó en la barandilla, imitándolo.


—¿Quieres contarme dónde estabas?


—En los establos —adrede la malinterpretó


Pau rió antes de suspirar.


—No me refería a eso.


Pensó que continuaría, pero no lo hizo. Aguardó con paciencia, de pie a su lado y respirando profundamente el fresco aire otoñal. Por eso había permanecido fuera al marcharse Angela, ya que lo único que había querido había sido ir tras Paula. Tenerla cerca, enterrar la cara en ese pelo fragante y sentir que todo volvía a estar bien. Lo cual habría sido un error.


—¿Dónde está Daniela?


—Duerme. La bañé y le di el biberón. Cuando apareciste ante mi puerta, no tenía ni idea de lo que hacía. Pero Daniela me lo ha mostrado, que Dios la bendiga. Es tan buena.


—Angela pareció bastante complacida de que fueras su niñera —apoyó la cadera en la barandilla para poder verle el rostro. Estaba serena, apacible, cuando él seguía agitado. 


Una vez más luchó contra el impulso de tomarla en brazos. 


Se dijo que era fuerte, que debía mantener los límites bien trazados.


—Niñera —la voz le sonó apagada—. Eso desde luego me indica claramente el puesto que ocupo, ¿verdad?


¿Estaba enfadada con él? Cruzó los brazos y hasta Pedro entendió el lenguaje corporal a la defensiva.


—¿Qué se suponía que debía decir, Pau? —eso la empujó a mirarlo—. ¿Qué se suponía que debía contarle? —continuó—. ¿Que apenas te conozco? ¿Que éramos amigos? —tragó saliva—. ¿Que anoche te besé y fue un error?


—Claro que no —murmuró ella.


—Tenía que presentar todo de un modo positivo por el bien de Daniela. Y menos mal que lo hice. En cualquier caso, ahora también podría perderla.


Pudo ver que quedaba sorprendida por su último comentario y una parte de él quiso confiar en ella mientras otra anhelaba guardarlo como había hecho en los últimos quince años.


Pero la respuesta de Pau lo asombró.


—Entonces, ¿no soy una niñera para ti?


—Pau…


—Ése es nuestro acuerdo, pero de verdad odié esa parte en que le dedicaste tus mejores sonrisas y a mí me describiste simplemente como la niñera, como una especie de apéndice a la situación que podía reemplazarse sin previo aviso si ello resultaba conveniente.


El aire vibró entre ellos mientras pensaba en lo correcto para decir.


—¿Por qué tenemos que cuantificar nuestra relación? Pau, ¿estás…? —calló, sin querer creer que era verdad, pero necesitando saberlo—. ¿Estás celosa de la señorita Beck? —un leve rubor invadió las mejillas de ella—. Lo estás —su cabeza le dijo que era un motivo sólido para dar marcha atrás, pero se sintió levemente halagado.


Quizá no había sido tan inmune al beso de la noche anterior como había podido creer.


Avanzó, misteriosamente encantado por el rosa de sus mejillas. Había pensado que llamarla niñera era el modo mejor y más claro de definir la situación, en particular ante alguien que tenía voto en el asunto. La verdad era que no lamentaba haberla besado. Y desde luego no lo frenaba para desear volver a hacerlo, a pesar de lo que le indicaba la mente.


Se hallaba tan cerca que ella tuvo que levantar la cabeza para mirarlo. Sólo haría falta un movimiento leve para que los labios se encontraran. La idea revoloteó en el aire y la respiración jadeante de Pau le indicó que pensaba lo mismo.


—Hizo que me sintiera… apartada a un lado —admitió al final, bajando la barbilla y quebrando el momento—. Marginada. Como si fuera alguien… desechable.


Eso dolía, porque hacerla sentir de esa manera era lo último que Pedro había querido. ¿Es que no veía que le importaba? ¿Que también intentaba protegerla?


—Desde luego, no era el significado que yo quería darle —la consoló—. ¿Sabes lo que significó poder manifestar eso hoy? ¿Poder señalar que Daniela estaba tan bien cuidada? Y tú estabas aquí, ocupándote de ella, preparando café, respaldándome, mostrándole a la asistente social que no me equivocaba al confiar en ti —le tocó la piel fresca y suave de la mejilla—. Nadie ha hecho algo así por mí con anterioridad. Nadie. Nunca fue mi intención hacerte sentir menos por ello, Paula.


Se inclinó hacia delante el espacio suficiente para que sus cuerpos se rozaran y bajó la cabeza. Los labios de ella eran cálidos, maleables y un poco titubeantes. La dulzura le encendió la sangre más que lo que habría hecho cualquier abrazo apasionado.


—Sólo fue una representación. Eres más que una niñera, Paula —murmuró sobre sus labios—. Pero no podía dejar que la asistente social lo viera.


Pau dio un paso atrás y él vio que los dedos le temblaban al tocarse los labios.


—¿Confías en mí?


—Por supuesto que sí. ¿Por qué sigues dudándolo? Sólo dejaría a Daniela con alguien en quien confiara.


—¡Pero apenas me conoces!


Le sonrió mientras ella volvía a apoyarse en la barandilla, estableciendo más espacio entre ambos.


—Te conozco mejor después de dos días que lo que conozco a la mayoría de la gente después de dos años, Paula.


Pálida, ella movió la cabeza.


—No digas eso.


—¿Por qué?


—Porque me… me…


Siguió tartamudeando y su corazón se aceleró, inseguro de cuál sería la respuesta de ella pero sabiendo lo que esperaba. Nada podría haberlo sorprendido más, pero ahí estaba.


—¿Porque te asusta?


—Sí —susurró ella.


El aire comenzó a vibrar otra vez.


Pau parpadeó y tragó saliva. Pedro había superado muchos de sus demonios a lo largo de los años, pero las heridas de Paula eran frescas. Esa vez podría decir lo que sentía si con ello le devolvía parte de la autoestima.


—Angela Beck no es más hermosa que tú, Pau.


—Sólo intentas distraerme —entrecerró los ojos—. Llevaba el pelo hecho un desastre y cualquier tonto puede ver que tengo sobrepeso y… bueno, ¡ella estaba tan serena y perfecta!


—Y tú, Paula Chaves, eres real —cerró la distancia que había entre ellos. Posó las manos en su cintura y la acercó hasta que los cuerpos se rozaron. Le acarició los lados del torso y bajó hasta las caderas—. No quiero que seas perfecta. Quiero que seas tal como eres. Me gustan tus curvas y el modo en que tu cabello se ondula alrededor de tu frente, y todo lo demás de ti.


—Oh, Pedro —susurró.


Pau oyó las palabras y sintió que las manos de él se deslizaban por encima de los bolsillos de su pantalón. ¿Las decía en serio? ¿Cuándo había sido la última vez que alguien la había aceptado como era? Todo el mundo siempre esperaba más de ella.


Debería ser más inteligente, más ambiciosa, ordenada, bonita, delgada. Sin embargo, a Pedro no parecía importarle nada de eso. Al mismo tiempo, quería ser más para él. Veía que era un buen hombre. Fuerte y honorable y magnífico sin siquiera intentarlo.


Detuvo tas manos en su cintura al tiempo que la voz la tocaba, profunda y triste.


—Quienquiera que te dijera otra cosa, no está aquí, Pau. Déjalo ir.


La amabilidad casi era demasiado para poder soportarla. 


Como continuara, se pondría a llorar.


—¿Dejarlo ir como supongo que hiciste tú, Pedro? —casi se encogió ante la dureza que captó en su propia voz. ¿Se hallaba tan centrada en protegerse que estaba dispuesta a hacerle daño para conseguirlo? La vergüenza la quemó.


—No sé a qué te refieres.


Descartó el comentario, pero ella supo que mentía. Había replicado sólo para no verse arrastrada a más tristeza, pero la respuesta evasiva de Pedro, de algún modo, la enfureció. Había sido grosera, pero también había sido una pregunta sincera.


—Sabes muy bien a qué me refiero. Te largaste de aquí en cuanto se marchó Angela y desde entonces te has escondido en los establos. Eso no tuvo nada que ver conmigo. ¿A qué te referías antes con que de todos modos podrías perder a Daniela?


—Ahora ya no importa —retrocedió. Dio media vuelta y se dirigió a los escalones de la terraza.


Paula lo observó marcharse y el enfado luchó con el remordimiento. Había creído que deseaba oírlo confirmar que sólo estaba allí para ayudar a Daniela.


Saber que no era recíproco habría facilitado mucho luchar contra la creciente atracción. Pero no lo había hecho. Había sacado el beso que le resultaba imposible erradicar de su cabeza. Y luego había vuelto a besarla. ¿Por qué? ¿Por qué lo sentía? Cada molécula de su cuerpo anhelaba creer eso, pero una voz persistente en su interior le decía que únicamente era un método para distraerla del tema real… del motivo por el que había desaparecido nada más marcharse la señorita Beck.


En ese momento la aislaba y se marchaba cuando ella anhelaba comprender por qué la simple mención de la entrevista lo hacía palidecer.


—Jamás te consideré una persona quo huyera de los problemas, Alfonso —lo acusó, provocándolo adrede. Sus palabras consiguieron el efecto deseado. Se volvió y la miró con ojos centelleantes.


—No sabes de lo que hablas.


—No, no lo sé. Pero imagino que es algo importante cuando te hace abandonar la casa y esconderte en los establos, cuando pasas horas solo en vez de estar con nosotras en la casa. Y tiene que ser algo realmente importante cuando quieres distraerme con un beso. Te formulé una pregunta sencilla y tú huiste.


—No es nada —fue a girar otra vez, el rostro lleno de culpabilidad.


—No es verdad. Es mucho y sé reconocer el miedo cuando lo veo. Si voy a quedarme aquí, si Daniela va a quedarse aquí… —calló, temerosa de manifestar lo que pasaba por su cabeza, al tiempo que pretendía ser más fuerte de lo que nunca había sido—. Si vamos a iniciar algo, creo que merezco saberlo.


Él giró con tanta rapidez que involuntariamente Pau dio un paso atrás.


—No te debo nada —gruñó—. Y si quieres hablar de huir, ¿qué es exactamente lo que estás haciendo tú, Pau? No soy ciego. ¿Qué haces en la casa de los Cameron si no es esconderte de la vida? —se mofó—. ¿Qué haces de verdad aquí? ¿Jugar a la realidad? Tú y tus manteles y tus servilletitas y Dios sabe qué más.


Esas palabras duras la atravesaron, pero aguantó y alzó la barbilla. No iba a intimidarla, aunque tuviera toda la razón. 


Sabía lo que era el miedo: lo había visto durante meses en el espejo. No eran tan distintos en ese sentido. Pedro simplemente tenía miedo. ¿De qué? ¿Qué podía ser tan malo como para hacer que temiera que pudieran quitarle a Daniela?


—Desde luego, no era mi intención extralimitarme —dijo con rigidez—. Pensé que querías que hiciera esas cosas. Si no te gustan, las guardaré y podrás mantener todo tal como lo quieres. Y para que quede constancia, Pedro Alfonso, no me debes nada. Salvo no dedicarte a practicar juegos —metió las manos en los bolsillos, la noche de repente pareció mucho más fría—. Si lo que acaba de suceder entre nosotros fue un juego, ha sido muy cruel de tu parte, Pedro.


Abrió los labios un momento antes de volver a cerrarlos. A pesar del sombrero que le ocultaba los ojos, pudo percibir una disculpa en ellos.


—Oh, Dios, lo siento. No practico juegos, Paula. Jamás debería haber dicho eso.


En su corazón, supo que era sincero. Lo que significaba que lo que ella había dicho era verdad. Dios, todo acerca de él resultaba tan intenso. Se preguntó cómo se sentiría al ser amada por un hombre como Pedro Alfonso.


—Lo sé —concedió.


Él relajó la expresión y los hombros.


—Estoy en deuda contigo por todo lo que has hecho. Pero no esto. Por favor, no me preguntes por esto —musitó.


Suspiró, conmovida por la angustia en su voz.


La simpatía y la provocación no habían funcionado. Quizá él tenía derecho a sus propios secretos.


—Me vuelvo dentro, entonces. Hay cena en la nevera si quieres calentarla.


Se dijo que era una idiota al permitirse sentimientos por Pedro, cediendo a la atracción intensa que parecía crecer con cada minuto que pasaban juntos. Él no podía darle lo que ella necesitaba.


Nada la sorprendió más que el crujido de la puerta al abrirse y cerrarse detrás de ella.


Se volvió y lo vio de pie en el umbral. Tenía el sombrero en una mano y con la otra se mesó el pelo.


—¿Sabes la clase de preguntas que me formuló la asistente, Paula? Aquí no hablamos de generalidades. ¿Eso de lo último de lo que deseas hablar? Es sobre lo que te preguntan.


Tiró el sombrero sobre una silla y se cubrió la cara con las manos.


El gesto fue tan súbito, tan desesperado, que Pau no supo qué hacer. Pedro suspiró y apartó las manos de su rostro, que reflejaba agonía.


—No —ella movió la cabeza—. Lamento haberte presionado. No hables de ello, Pedro, si tanto dolor te provoca. No importa.


Pero él no le prestó atención, como si hubiera abierto una puerta y no pudiera evitar cruzarla.


—Hurgó y removió en busca de cada detalle que puedas imaginarte sobre cualquier tema que se te ocurra. Esa entrevista invade cada aspecto de tu vida. Quizá ahora puedas entender por qué tenía que estar solo.


—¿Te preguntó sobre la relación que tenías con Barbara?


Bufó.


—Lo primero que hizo. Cuándo averigüé que era mi hermana. Por qué quería cuidar de su hija cuando apenas nos conocíamos. El hecho de que Barbara fuera producto de una aventura fue lo que inició la irrupción en nuestra vida familiar.


Paula palideció.


—¿Sobre por qué te llevaron a hogares de acogida? ¿Los abusos de tu padre?


—Oh, sí —metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Tenía los ojos de un animal arrinconado—. Quería saber si yo salía a mi padre, ese parangón de paternidad. Si soluciono las cosas con la violencia física. Qué pienso sobre la disciplina.


—Lo siento mucho, Pedro.


—Todas las cosas de las que nunca quise hablar con otro ser humano —respiró hondo—. Todos los demonios que he tratado de eludir. Fue eso. Para que, de algún modo, pudiera demostrar que era merecedor de tener la custodia de Daniela.


Entendía que lo último que Pedro deseaba era que lo compararan con su padre.


Al ver que se pasaba una mano por los ojos, la compasión pudo con todo su instinto de autoconservación y corrió a tomarle las manos.


—Oh, Pedro, lo siento tanto —repitió, sin saber qué decir—. ¿Qué puedo hacer?


La condujo de la mano hasta la vieja mecedora. Se sentó y la acomodó sobre su regazo.


—Sólo deja que te abrace —murmuró.


Ella sintió que el corazón le daba un vuelco cuando la rodeó con los brazos.


Mentalmente, había dedicado horas a alejarlo, pero resultaba tan grato que la abrazara. A la muerte de Guillermo, Eduardo la había apartado, fingiendo que todo estaba bien, negándole los contactos físicos que podrían haber proporcionado cierto confort. Se acurrucó en su abrazo y metió los dedos en su pelo, anhelando devolverle un poco.


—Eso puedo hacerlo —musitó, y durante largos minutos permanecieron sentados de esa manera, absorbiendo fortaleza el uno del otro.


Y, de algún modo, sin pretender que sucediera, Pau sintió que un rincón de su corazón comenzaba a sanar.


—¿Sabes lo positivo que tiene esto? —la voz suave de Pedro finalmente quebró el silencio.


—¿Mmmm? —preguntó ella con los ojos cerrados.


—Mi madre. Cuando pienso en Barbara, pienso en mi madre. Ella no habría rechazado a Barbara, a pesar de que hubiera sido un recordatorio de la infidelidad de mi padre. Mi madre era amable y generosa, y tenía todos los motivos para mostrarse amargada. Pero no lo estaba. El único modo por el que pude superar todo esto fue pensando en ella. Si tuve una maldición con mi padre, con mi madre recibí una bendición. Siempre he intentado ser más como ella… aunque me parezca a él.


—¿Por qué se quedó? ¿Por qué no se marchó contigo, Pedro?


La respuesta de él fue típica y triste.


—¿Adonde habría ido? Temía que la encontrara. O que intentara arrebatarme de su lado. No es que realmente me quisiera. Con mi padre todo tenía que ver con la posesión.


Empezaba a entender por qué todas esas preguntas personales lo habían afectado tan profundamente ese día.


—¿Todo esto emergió esta tarde?


Asintió.


—Yo no seré como mi padre, Pau.


—Por supuesto que no —se irguió y le alzó la cara para poder mirarlo a los ojos—. Y no lo eres. Cuidar de Daniela no tiene nada que ver con la posesión para ti. Lo sé. Trata sobre la familia, la aceptación y la responsabilidad.


—Tú lo ves. Pero no estoy seguro de que Barbara Beck lo viera. No es tan bonito cuando aparece en blanco y negro.


—¿Qué le sucedió a tus padres, Pedro?


—Yo trabajaba en Fort McMurray. Ellos habían estado viajando juntos y mi padre había bebido. El choque les causó una muerte instantánea.


Asimiló la noticia, sabiendo que no podía decir nada más que un tópico inútil. Y después de la entrevista de ese día, Pedro temía perder también a Daniela. Ésta y Barbara eran la única familia que le quedaban.


Pero ella estaría allí para asegurarse de que no fallara.


—Necesitan estar seguros, eso es todo. Anteponen el bienestar de Daniela, igual que tú. Verán que eres la persona idónea para cuidar de ella hasta que Barbara se reponga.


—No hace que sea más fácil —repuso con más calma—. Puede que ahora entiendas por qué hoy te llamé la niñera. No puedo fallarles. Son toda la familia que tengo. Por eso no puedo poner en peligro la situación continuando como hemos estado hasta ahora.


Ella se levantó de su regazo, ocupó la silla de enfrente y apoyó las manos en las rodillas.


—¿Qué quieres decir?


La mirada de Pedro fue de disculpa al entrelazar los dedos con los antebrazos en las piernas.


—Sé que he dicho que eras más que la niñera, pero ¿crees que la visita de hoy es el fin? ¿Y si Beck regresa y nos encuentra como estábamos anoche?


—No hacíamos nada malo —respondió, sintiendo un frío súbito al no tener los brazos de él a su alrededor.


—Quizá no, pero ¿qué le parecería a ella? Insistí en que eras la niñera. Dejé claro que no manteníamos una relación personal. Ya oíste lo que ella dijo. La gente que cohabita necesita una relación de al menos un año, y nosotros nos conocemos sólo desde hace unos días. Si continuamos de esta manera, significará que le he mentido. Y no puedo correr ese riesgo, Daniela es demasiado importante para mí.


Una parte de ella sufrió al oír las palabras. Pero los dos sabían que Daniela debía ir primero. Esa noche sólo se había engañado a sí misma al pensar que era importante para él. 


Tal vez lo fuera, pero figuraba al final de la lista. La nueva vida que quería construir no estaba allí. Esa noche había olvidado todas las promesas que se había hecho a sí misma en el momento en que había sentido los labios de él. Pero debía mantenerse centrada en el cuadro general.


—Paula… lo siento. Siento haberte arrastrado a esto.


El corazón se le encogió, pero tenía más determinación, en particular porque ya no la tocaba. No lo dejaría ver que poseía el poder para herirla.


—No, Pedro. Estoy aquí por elección propia. Tienes razón. Si la asistente sacara la impresión equivocada, podrías perder a Daniela, y sé lo mucho que eso te carcomería. Debes hacer lo mejor para la pequeña.


Él asintió.


—Ahora ella es lo más importante. Y mentir acerca de nuestra relación sería un error que no quiero en mi conciencia. Tarde o temprano, las mentiras tienden a manifestarse.


Paula pensó en el padre de él, negando a su propia hija y dejando a la madre de Barbara para ocuparse de sí misma.


Pensó en todo lo que no le había contado a Pedro acerca de Guillermo y sintió cierta culpa. No se podía decir que hubiera mentido, pero tampoco le había contado toda la verdad. No estaba segura de que alguna vez pudiera hacerlo.


—Tú no eres tu padre, Pedro. Siempre haces lo correcto —y la verdad era agridulce, ya que le estaba costando a ella un gran dolor. Desde el dormitorio les llegó un pequeño grito; Daniela había vuelto a despertarse—. Así que mantendremos la situación simple —añadió al tiempo que se levantaba.


—Simple —repitió él.