sábado, 21 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 14




Cuando llegaron a la oficina, Paula ya sabía que algo había cambiado entre ellos. Ni siquiera se molestó en intentar volver a la ecuanimidad, no podía, pero tampoco se sentía molesta por haber perdido esa batalla concreta. 


También ayudó que Pedro le diera inmediatamente una lista de cosas que quería que hiciera y pronto se encontraron enfrascados en lo que pasaba en Point Noire. Sobre todo, en las tareas de limpieza y los tripulantes que seguían desaparecidos.


A las seis de la tarde, después de haber hablado por quinta vez con Perla, la esposa de Morgan Lowell, Pedro tiró el bolígrafo en la mesa y se pasó las manos por el mentón.


—¿Le pasa algo?


Sus ojos cansados la miraron con una intensidad que la dejó sin respiración.


—Tengo que salir de aquí.


Él se levantó, fue hasta la puerta y se puso el exclusivo abrigo. Ella tragó saliva.


—¿Quiere que le reserve una mesa en un restaurante, que llame a una amiga para…?


Se calló porque la idea de concertarle una cita le dolía como un cuchillo clavado en el pecho.


—No estoy de humor para oír banalidades ni para que me cuenten quién se acuesta con quién.


Su respuesta la agradó más de lo que debería.


—De acuerdo, entonces, ¿qué puedo hacer?


Le brillaron los ojos antes de que él desviara la mirada y se dirigiera hacia la puerta.


—Nada —se detuvo con la mano en el picaporte—. Voy a quedar con Ariel para tomar algo y tú vas a acabar por hoy. ¿Está claro, Chaves?


Ella asintió con la cabeza y con un vacío en el estómago que hizo que se odiase a sí misma. Quería estar con él, quería ser quien le borrara el cansancio que había visto en sus ojos. Además, durante todo el día, cada vez que la había llamado Chaves había querido que la hubiese llamado Paula porque le encantaba cómo decía su nombre. Se miró los dedos sobre el teclado y no le extrañó que estuviesen temblando. Toda ella temblaba por la profundidad de sus sentimientos y eso la aterraba.


Cerró el ordenador y recogió la tableta, el móvil y el bolso. 


Entonces, sonó el teléfono y lo descolgó creyendo que sería Pedro, ¿quién si no iba a llamarla a esa hora?


—Dígame…


—¿Puedo hablar con Ana Simpson?


Se quedó petrificada y tardó un minuto en recuperar la consciencia.


—Creo que se ha equivocado de número.


La carcajada atroz la sacudió hasta lo más profundo de su ser.


—Los dos sabemos que no me he equivocado de número, ¿verdad, cariño?


Ella no pudo contestar porque el teléfono se le había caído de la mano.


—¡Ana! —insistió la voz con impaciencia.


Paralizada, consiguió recoger el teléfono.


—Ya le he dicho… que aquí no hay nadie que se llame así.


—Si quieres, puedo seguir el juego, Ana. Incluso, puedo llamarte Paula Chaves, pero los dos sabemos que siempre serás Ana para mí, ¿verdad? —se burló Gaston Landers






PROHIBIDO: CAPITULO 13






«Tu sabor es muy dulce, pero no voy a perder la cabeza…» Paula se obligó a quedarse con el alivio y no con el dolor que sentía por dentro. Se había comprobado la peligrosa teoría, se había desatado la pasión y habían salido indemnes. ¿Estaba segura?


—Sí, estoy segura —se contestó en voz alta quitándose la malla—. Completamente segura.


Se quitó el top también y fue al lujoso cuarto de baño. Se metió debajo de la ducha y las gotas calientes la cayeron sobre el rostro y los labios que Pedro había devorado hacía menos de cinco minutos. Otra oleada de deseo se adueñó de ella.


—¡No!


Le temblaron las manos mientras agarraba el gel y se lo extendía por el cuerpo. No podía estar pasando eso. Sin embargo, había pasado… Había dejado que Pedro la besara, había probado esas aguas y casi se ahoga en ellas porque ese beso la había estremecido en lo más profundo de su ser. La había besado como si quisiera devorarla. A parte del placer, había sentido su anhelo tan intensamente como el que ella había intentado sofocar. No necesitaba ese anhelo. Que ella recordara, solo le había llevado a desastres. De niña, sus anhelos eran lo último para una madre que solo pensaba en su próxima dosis de droga. De mayor, su anhelo de cariño la había cegado y se había creído las mentiras de Gaston. Se acarició una vez más el tatuaje. Fuera lo que fuese lo que Pedro anhelaba, podría encontrarlo en otro sitio.



* * *



Pedro ya estaba en su despacho cuando ella llegó algo antes de las siete. Hablaba por teléfono, pero sus ojos verdes y fríos se clavaron en ella. Le señaló la taza de café medio vacía que tenía delante y él asintió con la cabeza. Su mirada, mientras se inclinaba para recoger la taza, no tenía ni atisbo del deseo arrollador que había tenido la noche anterior en el gimnasio. Pedro Pantelides, amable consejero delegado y dueño de su mundo, había vuelto a ser el mismo. Ella intentó imitar su expresión mientras iba, con las piernas temblorosas, hacia la cafetera que había en un pequeño recinto justo detrás del despacho. Tenía que esconder bajo la apariencia de profesionalismo los sueños de la noche anterior. Evidentemente, Pedro consideraba el incidente del gimnasio como algo zanjado y olvidado. Ella tenía que hacer lo mismo o…


—¿La cafetera da otra cosa que no es café esta mañana? ¿Es el horóscopo?


Ella se dio la vuelta y se encontró a Pedro justo detrás de ella. El recinto se hizo más pequeño.


—Lo… Lo siento.


Él miró el café recién hecho y luego la miró a ella.


—El café ya está hecho y sigues mirando la máquina como si esperaras que apareciera una bola de cristal al lado de la taza.


—Claro que no. Yo solo… —se calló, arrugó los labios, recogió la taza y se la entregó—. Tampoco he tardado tanto, señor Alfonso.


Él también arrugó los labios al oír su nombre, pero no podía poner ninguna objeción cuando habían vuelto a tener una relación profesional. Esperó a que él se moviera, pero el corazón se le aceleró cuando él se quedó bloqueando la salida y la escapatoria.


—¿Quiere algo más?


Él le miró los labios y dio un sorbo de café.


—¿Has dormido bien?


Una llamarada le abrasó las entrañas. Quiso decirle que eso no era de su incumbencia, pero decidió que si contestaba, la dejaría salir antes.


—Sí. Gracias por preguntarlo.


Él, sin embargo, no se movió.


—Yo, no. Hacía mucho tiempo que no dormía tan mal como anoche.


—Ah… Mmm…


Ella empezó a lamerse los labios, pero lo pensó mejor y resopló. Tenía que encontrar la manera de sofocar esas llamas que se avivaban dentro de ella cuando él estaba cerca.


—Han sido unos días muy tensos y tenían que pasarle factura antes o después.


—Claro, seguro que tienes razón —replicó él esbozando una leve sonrisa.


Volvió a mirarle la boca y el cosquilleo en los labios estuvo a punto de conseguir que se los frotara con los dedos. Se cruzó las manos sobre el abdomen. Él se terminó el café y dejó la taza en la encimera. Pasaron unos segundos en silencio, hasta que él suspiró.


—Lo… siento si te asusté anoche. No quería desmandarme de esa manera.


—Yo no… Usted no…


—Entonces, ¿por qué parecías tan asustada? ¿Alguien te ha hecho daño en el pasado?


Ella quiso contestar que no y apaciguar su mirada penetrante antes de que todo se le escapara de las manos, pero…


—A todos no ha hecho daño alguien en quien confiábamos, alguien que creíamos que nos amaba.


—Espero no haberte recordado a esa persona —replicó él un poco pálido.


—No más de lo que yo le recordé a su padre.


Ella se quedó sin respiración cuando la angustia se reflejó en el rostro de él. Hasta hacía dos días, él solo había mostrado un férreo dominio de sí mismo en asuntos de trabajo. Pero eso no era trabajo, era íntimo y doloroso. 


Presenciar su dolor hizo que se le resquebrajara el hielo que le rodeaba el corazón. Antes de darse cuenta, se había soltado las manos y fue a agarrarlo del brazo, pero se detuvo a tiempo.


—Lo siento, no quería decir eso.


Él se pasó los dedos entre el pelo con una sonrisa sombría.


—Desgraciadamente, una vez resucitados los recuerdos, no se puede enterrarlos fácilmente, por muy inoportuno que sea el momento.


—¿Hay algún momento oportuno para sacar a la luz el dolor del pasado?


Él se quedó helado al oír el tono afligido y la miró con una intensidad que la estremeció.


—¿Quién te hizo daño, Paula? —preguntó él con delicadeza.


Ella notó que se tambaleaba y se apoyó en la encimera.


—No… No es un tema para la oficina.


—¿Quién? —insistió él.


—Usted tuvo problemas con su padre y yo con mi madre —contestó ella en un tono angustiado.


—¡Qué dos! —exclamó él con una sonrisa—. Somos un par de casos desesperados que tienen problemas con papá y mamá. Cómo se lo pasaría un psicólogo con nosotros.


Durante el año y medio anterior, nunca habría pensado que tenía algo en común con Pedro, pero sus palabras habían sido como un bálsamo para su dolor.


—A lo mejor podríamos pedir precio de grupo.


Ella también intentó sonreír y el dolor fue disipándose de los ojos de Pedro para dejar paso a otra mirada que ella ya empezaba a conocer íntimamente.


—¿Ha venido a buscarme por algún motivo? —preguntó ella otra vez.


—Los investigadores han confirmado la relación entre el accidente y el intento de adquisición.


—¿De verdad?


—Sí. Es muy sospechoso que Moorecroft Oil y Landers Petroleum hicieran una oferta hostil al día siguiente de que mi petrolero encallara —él se dio la vuelta y se dirigió hacia su despacho—. Fue demasiado preciso para ser casualidad.


Ella entró en su despacho justo cuando él descolgaba el teléfono.


—Buenos días, Sheldon —saludó él al jefe de seguridad—. Necesito que indagues más en Moorecroft Oil y Landers Petroleum.


Paula se quedó paralizada al oír el nombre de Landers. 


Afortunadamente, su teléfono también sonó y tuvo que volver a su mesa. Cuando Pedro terminó, ella había conseguido recuperar la compostura y podía acompañarlo a la reunión del consejo de administración sin mostrar lo alterada que estaba. Una vez allí, la conversación telefónica con Ricardo Moorecroft se convirtió en un caos a los cinco minutos.


—¿Cómo te atreves a acusarme de algo tan disparatado, Alfonso? ¿Crees que caería tan bajo como para sabotear tu buque para conseguir mis objetivos?


—Lo único que has conseguido es atraer la atención hacia tus operaciones turbias —replicó Pedro sin disimular el desdén—. ¿Acaso creías que iba a tirar la toalla por una adversidad?


—Subestimas el poder de Moorecroft. Soy un gigante del sector…


—Que tengas que recordármelo me impresiona menos todavía.


—Esto no ha terminado, Alfonso. Puedes estar seguro.


—Tienes razón, no ha terminado. Mientras hablamos, estoy indagando cualquier relación que pueda haber entre lo que le pasó a mi petrolero y tu empresa.


—¡No encontrarás ninguna!


La fogosidad de Moorecroft indicaba un nerviosismo que hizo que a Pedro le brillaran los ojos.


—Reza para que no la encuentre porque si la encuentro, puedes estar seguro de que iré por ti y no pararé hasta que haya reducido a cenizas tu empresa. Tampoco se salvarán tus cómplices.


Pedro apretó el botón para cortar la conferencia y miró a los demás miembros del consejo.


—Os comunicaré cualquier noticia si la investigación da frutos


Se giró hacia Paula, que estaba sentada en el tercer asiento a su izquierda. La había colocado lejos de su vista para que no lo distrajera, pero se había dado cuenta de que tamborileaba con los dedos durante toda la conferencia. Se daba cuenta de todo lo relativo a Paula desde que se dejó llevar por la atracción que sentía hacía ella. Desde cómo se ceñía su falda azul a su trasero hasta los arcos de sus pies cuando se acercó a él. Incluso, en los momentos menos adecuados, se preguntaba lo largo que sería su pelo y si sería sedoso. Muchas veces, durante las noches insomnes, se imaginaba que la besaría de mil maneras si tuviera la ocasión. Sin embargo, en ese momento, captaba algo más, la vulnerabilidad que escondía bajo ese exterior áspero. Lo que le había hecho su madre, fuera lo que fuese, todavía la hería. Sintió una opresión en el pecho y la necesidad de acercarse a ella para acariciarle una mejilla y asegurarle que él la cuidaría… Apretó los dientes e intentó dominarse. No haría semejante cosa, como no se repetiría lo que había pasado la noche anterior. Entonces, ¿por qué se acercaba a ella y se deleitaba mirando su cuello inclinado sobre la tableta? ¿Por qué se imaginaba que la levantaba de la silla, le subía la falda y la sentaba en la mesa de la sala de reuniones? Estaba disparatando y solo eran las nueve de la mañana. Despidió a los miembros del consejo y esperó a que se hubiesen marchado para murmurar el nombre de ella. Paula levantó la cabeza y lo miró a los ojos, aunque él no supo si la mirada era personal o profesional. Sintió un arrebato de fastidio.


—¿Qué está pasando? Creía que no le diría a Moorecroft que estamos investigándolo.


—Acepté su reto y dio resultado. No sabía si estaba implicado hasta que lo oí en su voz.


—Entonces, ¿por qué no lo perseguimos?


—Sabe que está acorralado. Entre la investigación oficial y la nuestra, o dirá la verdad o intentará hacer cualquier cosa para borrar su rastro. En cualquier caso, está quedándose sin tiempo. Le daré unas horas para que decida qué camino va a seguir.


—¿Y si desvela una relación entre todo lo ocurrido?


Pedro notó que le había temblado la voz y se preguntó por qué.


—Entonces, me ocuparé de que lo pague hasta las últimas consecuencias.


Su padre había salido indemne de muchas operaciones turbias hasta que la justicia lo atrapó. Los mismos periódicos que sacaron a la luz sus infidelidades descubrieron que su padre había privado a muchas familias y empleados de lo que les correspondía. Cuando su padre acabó entre rejas y Ariel tuvo la edad para tomar las riendas de la empresa, lo primero que hizo fue resarcir a las familias afectadas. Nunca permitirían que alguien saliera indemne del fraude y el engaño.


Él miró el rostro de la mujer que había poblado sus sueños con su cuerpo. Estaba mucho más pálida y parecía asustada. Frunció el ceño.


—¿Qué pasa?


—Nada —contestó ella mientras se levantaba y recogía sus cosas.


—Espera.


Le puso una mano en la cintura para detenerla y notó que estaba tensa.


—¿Qué…? —preguntó ella bajando la cabeza para que no viera su expresión.


—Paula, ¿puede saberse qué está pasando?


—¿Por qué iba a pasar algo? Solo quiero volver a mi despacho para seguir trabajando —contestó ella precipitadamente.


Él había dicho algo que la había alterado. Repasó mentalmente sus últimas palabras.


—¿Crees que soy demasiado inflexible?


Ella apretó los labios, pero siguió sin mirarlo.


—¿Qué importa lo que yo crea?


—¿Qué harías tú?


La agarró de la cintura y notó la calidez de su cuerpo. Quiso estrecharla contra sí y acariciarle un pecho como había hecho la noche anterior, pero hizo un esfuerzo para contenerse.


—Yo… Yo los escucharía y averiguaría los motivos de sus actos antes de arrojarlos a los lobos.


—La codicia es la codicia y la traición es la traición. El motivo es lo de menos cuando el daño está hecho.


Ella arrugó los labios y él captó la rabia que se adueñaba de ella.


—Si cree eso, no sé para qué me lo pregunta.


—¿En qué circunstancias perdonarías lo que han hecho?


Ella se encogió de hombros y él se fijó en sus pechos, pero tragó saliva y maldijo la llamarada que sintió en las entrañas.


—Si se ha hecho para proteger a alguien que quieres. Quizá se hizo sin saber que era una traición.


—La traición de mi padre fue intencionada y la de Moorecroft también.


Ella lo miró a los ojos, pero volvió a apartar la mirada.


—Señor Alfonso, no puede atribuir los pecados de su padre a todo lo que pasa en su vida.


Eso estaba volviéndose personal otra vez, pero él no podía mitigar el dolor que sentía.


—Mi padre fue infiel y engañó en sus operaciones empresariales durante décadas. Traicionó a su familia haciéndonos creer que era algo que no era. No sintió remordimiento ni cuando lo desenmascararon. No cambió ni en la cárcel. Se fue a la tumba sin arrepentirse. Te engañas si crees que existe la traición inconsciente e inofensiva.


Vio el dolor y la compasión en los ojos de ella, como pasó en Point Noire. Incluso, fue a acercarse a él, pero se detuvo y lamentó que no lo hubiese hecho.


—Siento lo que le pasó. Tengo unos correos esperándome. Si no le importa, volveré al despacho.


—No.


—¿No? —preguntó ella mirándolo con incredulidad.


—Todavía no has desayunado, ¿verdad?


—No, pero iba a pedir frutas y cereales a la cocina.


—Olvídalo. Vamos a salir afuera.


—No sé por qué…


—Yo sí lo sé. Llevamos encerrados aquí desde ayer. Nos vendrá bien comer algo y un poco de aire fresco. Vamos.


Él empezó a alejarse y sintió cierta satisfacción cuando, al cabo de unos segundos, oyó las pisadas de ella.



*****


La llevó a un café en una calle tranquila. El dueño lo saludó con una sonrisa y les ofreció unos asientos rojos en un rincón lejos de la puerta. Miró el menú y sus ojos volaron hasta los de Pedro. Él la miraba con una sonrisa impresionantemente sexy.


—Solo sirven tortitas.


—Lo sé y por eso te he traído. Ya es hora de que satisfagas esa… debilidad que tienes, agapita.


Su forma de resaltar la palabra hizo que una punzada ardiente la atravesara.


—¿Por… qué?


Ella intentó recuperar el dominio de sí misma. Esa mañana, en vez de volver a ser tan profesional como había creído, estaba convirtiéndose en un campo de minas personal.


—Porque es la… munición perfecta —contestó él con otra sonrisa.


—¿Le parece que mi debilidad por las tortitas es munición? —preguntó ella con media sonrisa.


Entonces, el camarero pasó con un montón de tortitas con arándanos y ella intentó sofocar un gruñido, pero Pedro lo oyó y la miró con unos ojos voraces que le atenazaron las entrañas.


—No sé si sentirme complacido o enfadado por haberte contado esto sobre ti, Paula. Por otro lado, podría ser el arma perfecta para que hagas lo que quiero.


—Ya hago lo que quiere.


La respuesta hizo que ella se sonrojara y él le clavó la mirada en los ojos.


—¿De verdad? Recuerdo que más de una vez te has negado a obedecerme.


—No habría durado ni un minuto si me hubiese plegado a todos sus deseos.


—Es verdad. Le dije a Ariel que eres mi perro de presa.


—¿Me comparó con un perro? —preguntó ella sin poder creérselo.


—Era una metáfora —contestó él con cierta incomodidad—, pero ahora me doy cuenta de que debería haber utilizado una descripción más… halagadora.


Él llamó al camarero, pero la curiosidad la corroía por dentro.


—¿Cómo me habría descrito?


Él, en vez de contestar, pidió café y dos raciones de tortitas con arándanos. Paula agarró al camarero del brazo para detenerlo.


—¿Podría ponerme una ración de arándanos más, por favor? Y un cuenco con miel, y un poco de nata… Y dos rodajas de limón y algo de mantequilla…


Se detuvo cuando vio que Pedro, muy divertido, arqueaba las cejas. Bajó el brazo y volvió a sonrojarse mientras el camarero se alejaba.


—Lo siento, no quería parecer una glotona absoluta.


—No te disculpes. Darse un placer de vez en cuando es muy humano.


—Hasta que tenga que pagarlo con horas en el gimnasio.


Se acordó inmediatamente de lo que había pasado la noche anterior y, a juzgar por el brillo de sus ojos verdes, él también se acordó. ¿Qué estaba pasándole? En realidad, sabía muy bien qué estaba pasándole. A pesar de todas las advertencias que se había hecho, Pedro la atraía con una fuerza irracional y tenía que curarse esa locura antes de que se descontrolara.


—Si te arrepientes antes de hacerlo, no lo disfrutarás.


—¿Quiere decir que debería pasar por alto las consecuencias y disfrutar el momento?


Él le miró los labios y fue como una caricia que hizo que quisiera gemir.


—Efectivamente —contestó él antes de callarse.


Se hizo el silencio y solo se oyó el sonido de los cubiertos y los platos. Ella solo pudo resistirlo unos minutos, hasta que creyó que iba a arder en llamas por la tensión. Se aclaró la garganta y buscó un tema de conversación neutro que distendiera el ambiente.


—Iba a contarme cómo me habría descrito.


No había estado muy acertada… Él se dejó caer contra el respaldo y ella se fijó en los músculos del pecho, que la camisa no conseguía disimular, y tuvo que tragar saliva.


—Quizá no sea ni el momento ni el lugar.


—¿Tan malo es?


—No, es muy bueno.


Ella tomó aliento y prefirió callarse. Cuando llegó la comida, intentó satisfacer el apetito culinario como no podría satisfacer el apetito carnal que veía en los ojos de Pedro


Levantó la mirada unos minutos después y lo vio con una expresión entre asombrada y divertida.


—Lo siento, pero es culpa suya. Ha desatado mi anhelo más profundo y ya no puedo parar.


—Al contrario, es un placer verte comer algo que no sea una ensalada, y con ese… anhelo.


—No se preocupe, no voy a repetir la escena de Cuando Harry encontró a Sally.


—¿El qué? —preguntó él desconcertado.


—¿Nunca ha visto esa escena cuando la actriz finge un orgasmo en un restaurante?


—No —él tragó saliva—, pero prefiero que los orgasmos sean auténticos. ¿Tú no?


¿De verdad estaba desayunando con su jefe y hablando de orgasmos?


—Yo… Esto era… Solo estaba hablando de algo. No tengo una opinión sobre los orgasmos.


Él se rio en voz baja y fue como la caricia de las alas de una mariposa.


—Todo el mundo tiene una opinión sobre los orgasmos, Paula. Es posible que algunos las tengamos más contundentes que otros, pero todos las tenemos.


No iba a pensar en Pedro y los orgasmos a la vez.


—De acuerdo, pero prefiero no seguir hablando de eso, si no le importa.


Él terminó la última tortita y tomó el café.


—En absoluto, pero algunos temas se quedan flotando hasta que se tratan.


—Algunos temas merecen más atención que otros. ¿Cuál era su otro asunto?


—¿Cómo dices?


—Antes de que nos desviáramos de conversación, dijo «por otro lado». ¿A qué se refería?


Era una táctica de distracción, pero tenía que dejar ese tema que estaba despertándole un deseo que la ofuscaba y podría llegar a pensar que podía probar la fruta prohibida y salir indemne. No saldría indemne si se dejaba llevar por el deseo que la abrasaba por dentro cuando Pedro la miraba. 


Necesitar así a un hombre como Pedro acabaría destruyéndola. La conversación en la sala de reuniones le había confirmado que tenía cicatrices por lo que le había hecho su padre. Él nunca confiaría en nadie y mucho menos necesitaría a otro ser humano como ella creía que podría necesitarlo si no dominaba sus sentimientos.


—Por otro lado, me alegro de conocer tus debilidades porque me da la sensación de que no te permites disfrutar con las cosas sencillas de la vida.


El corazón se le aceleró con algo sospechosamente parecido a la euforia.


—Y… ¿usted quiere darme eso?


—Sí. Quiero mimarte como no te han mimado antes.


Unas palabras muy sencillas, pero muy peligrosas en su estado mental.


—¿Por qué? —preguntó ella antes de que pudiera evitarlo.


—Para empezar, espero que me recompenses con una de esas sonrisas que prodigas tan poco.


La miró con los ojos abiertos y ella se quedó sin respiración.


 Reflejaban un cariño que le dio un vuelco al corazón.


—Además, porque yo tenía a mis hermanos mientras sobrellevaba los problemas con mi padre, pero tú, que yo sepa, eres hija única, ¿no?


—Sí… —balbució ella intentando contener las lágrimas.


—Entonces, lo consideraremos una terapia —miró el plato y vio que tenía un trozo de tortita con miel clavado en el tenedor—. ¿Has terminado?


Ella no pensaba meterse ese último trozo en la boca mientras la miraba con esos ojos que todo lo veían, era insoportable.


—Sí, he terminado. Y gracias… Por esto, quiero decir. Y por…


Ella se calló al notar un torbellino de sentimientos. Él asintió con la cabeza y se levantó.


—Ha sido un placer —replicó Pedro tendiéndole una mano.






PROHIBIDO: CAPITULO 12




Pedro oyó su gemido de deseo y gimió también. Se había empeñado tanto en que ninguna mujer volviera a verlo en el ámbito del trabajo como Gisela lo había retratado en el tribunal y en la prensa que no había querido ver lo sexy, femenina e impresionante que era Paula. En ese momento, dejaba que sus sentidos desatados se deleitaran con la suave curva de su cintura desnuda, con la forma de su trasero y con sus pechos, que se amoldaban perfectamente a sus manos. ¡Y qué boca! Era delicada y sedosa y era un tormento solo imaginársela rodeando su erección. La deseaba tanto que lo trastornaba. La quería debajo de él, desnuda, anhelante y en todas las posturas imaginables…


Ella dejó escapar un grito cuando su lengua entró implacablemente entre sus labios carnosos. Estaba siendo demasiado brusco, pero no podía dominarse. La había probado una vez, pero eso le había llevado a una segunda, a una tercera… Quería más. Estaba entre sus muslos, pero no era suficiente. Le tomó los pechos con las manos y se estremeció cuando le pellizcó los pezones. Le bulló la sangre solo de pensar en lamérselos, succionárselos y mordisquearlos.


Cuando ella, por fin, lo agarró de los hombros y le clavó las uñas en la piel, la oleada de deseo fue tan fuerte que creyó que podía morirse allí mismo. ¿Qué estaba pasando? Nunca había estado tan dominado por la lujuria, ni siquiera cuando era un jovencito. El sexo era fantástico y él era un hombre sano, viril, rico y poderoso que captaba la atención de las mujeres aunque no lo quisiera. Cuando lo quería, no dudaba en disfrutarlo. Sin embargo, nunca había sentido esa necesidad casi disparatada que amenazaba con humillarlo. ¡Y todavía estaban empezando!


Paula abrió más la boca para recibir mejor su despiadada exigencia y, con una mano, le arañó la nuca. El recibió ese leve dolor con un júbilo que lo preocupó seriamente. Nunca había sido un pervertido, pero su erección se endurecía más cada vez que lo arañaba. Estaba tan excitado que no podía ver con claridad. Por eso, tardó un minuto en darse cuenta de que sus dedos en el pelo estaban intentando apartarlo y de que la mano del hombro estaba empujándolo con angustia.


—¡No!


El ímpetu de su beso amortiguó la exclamación, pero acabó calando en sus sentidos devastados por la lujuria. Levantó la cabeza con un gruñido de asombro y se incorporó un poco. Paula lo miró fijamente con la respiración entrecortada y los labios inflamados. Se quedó helado al ver la expresión de sus ojos color turquesa. Aparte del asombro mezclado con excitación, habían vuelto a recuperar el miedo. El desprecio por sí mismo lo asoló como un tornado. La primera vez quizá no hubiese entendido por qué estaba aterrada, pero esa vez sabía que él tenía toda la culpa. Se había abalanzado sobre ella como un bárbaro. Apretó los puños y retrocedió otro paso.


—Yo… Creo que esto ha llegado demasiado lejos —murmuró ella.


Pedro quiso rebatirlo, pero eso sería otra demostración de la locura que se había adueñado de él. ¿Era eso lo que, burlonamente, había dicho que quería comprobar? Ya lo sabía. Volvió a mirarla a la boca y el deseo volvió a invadirlo. 


¡Lo sabía y todavía quería más! Naturalmente, eso era impensable. Paula era mucho más valiosa para él como asistente que como amante. Solo tenía que revisar su agenda para encontrar posibles amantes… Hizo una mueca de disgusto. No era como su padre, que tomaba y dejaba mujeres sin importarle a quién hacía daño.


—Sí, tienes razón.


Se pasó los dedos por el pelo e intentó recuperar el dominio de sí mismo que perdió en cuanto había entrado en el gimnasio.


—Lo achacaremos a la presión de las últimas setenta y dos horas —añadió él.


—¿Siempre lidia así con una crisis?


Él esbozó una sonrisa tensa, se dio media vuelta y se vio reflejado en el espejo. No le extrañó que ella estuviese asustada. Parecía un monstruo con los ojos fuera de las órbitas por el anhelo y una erección evidente. Se quedó de espaldas a ella e intentó contestar sin inmutarse.


—No. Normalmente, vuelo hasta el lago y me monto en una piragua o vengo al gimnasio para remar en la máquina. El ejercicio físico me ayuda a aclarar las cosas.


Desgraciadamente, el ejercicio físico en el que pensaba en ese momento incluía a Paula debajo de él con los muslos separados para recibir sus acometidas.


—Mmm, de acuerdo. Entonces, supongo que me he cruzado en su camino. ¿Quiere… que lo deje?


El tono indicaba que quería que la tranquilizara, pero no podía. Se quedó de espaldas a ella mientras intentaba que su cuerpo se serenara.


—Señor Alfonso…


Apretó los dientes por el formalismo de esas dos palabras y se dio la vuelta.


—No te preocupes. Nada ha cambiado. Tu sabor es muy dulce, pero no perderé la cabeza. Nuestro pequeño experimento ha terminado. El consejo de administración se retoma a las ocho. Te veré a las siete y media en la oficina.


—De acuerdo. Hasta mañana, señor…


—Buenas noches, Chaves —la interrumpió él.


Recogió la camisa y fue a ponérsela, pero descartó la idea. 


Como ya no podía quedarse allí, con el olor de Paula, lo mejor sería que nadara unos largos en la piscina. Seguía mirando la camisa cuando ella pasó a su lado oliendo a azucenas, sexo y sudor. Contra su voluntad, su mirada la siguió. La piel desnuda de su cintura lo embelesó, como el contoneo de su trasero. El fuego que le abrasaba las entrañas amenazó con descontrolarse.


Una vez solo, tardó más de un minuto en darse cuenta de que seguía en medio del gimnasio, con la camisa en la mano y mirando el sitio donde había estado ella. Tuvo que reconocerse que las cosas iban a empeorar mucho antes de que mejoraran, y no solo para la empresa.