lunes, 19 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: EPILOGO




Era algo muy extraño. Una vez que Pedro y Paula accedieron a casarse, ella empezó a no mostrar demasiada prisa por organizar la ceremonia. No hacía más que poner excusas: el nacimiento del bebé de Karen o el matrimonio de Gina. Aquel retraso estaba volviendo locas a sus amigas y a Pedro. Llevaban meses presionándola para que pusiera fecha o para que explicara por qué se mostraba tan reacia a vestirse de blanco y a contraer matrimonio con el hombre que amaba.


La verdad era que los dos matrimonios de Paula habían sido un completo frenesí por los medios de comunicación. Ella quería que el día de su boda con Pedro fuera especial y que un momento tan íntimo no se convirtiera en un circo. Cuando se lo explicó a Pedro, a él se le ocurrió la sugerencia perfecta: celebrarían una boda íntima en su propia casa, solo con amigos y familiares. Lo mejor de todo era que ni siquiera les dirían a los invitados que iban a asistir a una boda, para que así no hubiera posibilidad alguna de que la prensa se enterara. Además, eligieron una fecha antes del nacimiento del bebé de Emma, para no restarle protagonismo.


—¿Estás segura de que no te importa que todo sea un secreto? —le preguntó Pedro, una vez más.


—Estoy encantada.


—A Gina le va a dar un ataque cuando sepa que has contratado a un restaurador para que se ocupe del banquete.


—No podía ser ella. Además, Gina tiene otras cosas de las que ocuparse. Ella y todas las demás son mis damas de honor. Solo espero que Emma se pueda poner el vestido que le he encargado. Resulta muy difícil encontrar algo bonito para una mujer que está embarazada de ocho meses.


—Estoy seguro de que estará estupenda Una mujer embarazada tiene algo… Yo no puedo esperar.


—Pero tendrás que hacerlo, cariño. No nos vamos a quedar embarazados hasta que termine la época de cría de los potros. No me imagino cómo se me pudo ocurrir organizar una boda en estas fechas. Estoy tan agotada que casi no veo.


—Por eso vas a entrar en la casa para darte un largo baño y meterte en la cama. Yo me ocuparé de Señorita Molly.


—Pero quiero estar presente cuando tenga el potro de Medianoche —protestó ella—. Será el primero.


Pedro ni siquiera pudo oponerse. Por eso, Paula se vio sometida a un ritmo frenético al día siguiente, hasta una hora antes de que llegaran los invitados y dos horas antes de la ceremonia.


El potro de Señorita Molly era precioso, pero había nacido al alba, lo que había retrasado mucho a Paula.


La cocina era un caos. El chef de Beverly Hills, el mismo que había preparado la boda de Carla dos años antes, se quejaba de los milagros que la gente esperaba de él.


—Hazlo —le ordenó Paula—. No tengo tiempo para aplacarte. Puedes luego volver a Los Ángeles y decirle a todo el mundo que conoces que la razón por la que me marché es que estoy completamente loca.


Aquellas palabras le hicieron sonreír. Entonces, se puso a terminar el pastel de bodas mientras Paula subía corriendo a su dormitorio para arreglarse. Estaba dándose los últimos toques, cuando sonó el timbre. Tras dejar a un lado la laca de uñas, volvió a bajar a toda velocidad. Eran sus amigas. 


Todas la miraban muy fijamente.


—¿Qué pasa? —preguntó ella.


—¿Llegamos pronto? —quiso saber Gina.


—Exactamente a tiempo.


—Entonces, ¿por qué no estás vestida?


—Porque necesito un poco de ayuda de mis damas de honor para eso.


—¿Damas de honor?—. Repitió Emma, colocándose la mano en el abultado vientre—. ¿Te vas a casar hoy?


—Sí. ¡Sorpresa! —exclamó Paula, con una sonrisa.


Pedro no había creído nunca que su vida pudiera mejorar, pero cuando vio a Paula avanzar hacia él, vestida como una princesa, supo que se había equivocado. Iba ataviada tal y como se la había imaginado, con metros y metros de raso blanco y un hermoso velo en la cabeza. Ella lo había dejado tan perplejo que tendría que esforzarse para no equivocarse a la hora de decir los votos matrimoniales.


A su madre le había ocurrido todo lo contrario. Cuando le presentó a Paula se quedó completamente atónita. 


Resultaba que Irene era una de sus mayores admiradoras. 


No parecía hacerse a la idea de que su ídolo fuera a casarse con su hijo. En aquellos momentos, la mujer lo contemplaba llena de orgullo.


Cuando Paula llegó a su lado, ya no tuvo ojos para nadie más. Sin embargo, a partir de entonces, todo pareció sumirse en una profunda confusión, desde el intercambio de votos, a las felicitaciones de todos los invitados. El corazón de Pedro parecía estar tan lleno que no podía alojar nada más. Lo único que quería hacer era contemplar a su esposa… ¡Su esposa! Jamás se podría hacer a la idea…


—Dios mío… —susurró Emma.


—¿Te encuentras bien? —le preguntó él.


Enseguida, se dio cuenta de que estaba algo pálida.


—Lo siento mucho… —musitó, mordiéndose el labio.


—¿Qué es lo que sientes?


—Restar protagonismo a vuestra boda. Creo que mi hijo viene de camino…


—¿Ahora? —preguntó Pedro, atónito—. ¿Qué vas a tener el niño ahora?


—Me temo que sí. ¿Podrías ir a buscar a Fernando?


—Claro. Voy también a buscar a Paula. Creo que está dentro de la casa.


Al cabo de una hora, la comitiva de bodas al completo se había trasladado a la sala de espera del hospital, para perplejidad del resto de las familias.


—¿No es maravilloso? —preguntó Paula a su esposo—. Emma va a tener a su hijo el día de nuestra boda. Yo tenía tanto miedo de quitarle protagonismo y ahora va y nos lo quita ella a nosotros.


—Si quieres saber mi opinión —respondió él—, nos lo tendríamos que haber imaginado.


—¿Por qué?


—Porque nada es sencillo para las componentes del Club de la Amistad, ¿no es así? ¿No es esto un ejemplo de las calamidades que os solían pasar?


—Tienes razón, pero lo mejor que ha ocurrido hoy es que te hayas casado conmigo.


—Cariño, yo no hubiera consentido que fuera de otro modo. Me imagino que Rafael, Esteban, Joaquin y Fernando sienten exactamente lo mismo que yo.


—Estoy de acuerdo —dijo Joaquin, haciendo que Carla se le sentara en el regazo, mientras Rafael abrazaba a Gina y Esteban besaba a Karen.


Justo en aquel momento, Fernando salió de la sala de partos.


—¡Es un niño! —exclamó, muy emocionado.


—Un niño —dijo Catalina, con repugnancia—. Yo quería una hermanita.


—A mí me parece que estará muy bien que haya otro niño —dijo Jake—. Con el niño de la tía Karen, mi hermano y ahora este, ya somos cuatro. Tal vez podamos ser como vosotras, chicas. Seremos el Club de la Amistad masculino.


—Ni hablar —dijo Carla—. Este grupo es único.


Pedro observó cómo Paula, Gina, Carla y Karen se daban un fuerte abrazo. Entonces, miró al resto de los maridos.


—No me cabe la menor duda de que son únicas.


—No lo dudes —respondieron todos, al unísono.


Entonces, Rafael esbozó una sonrisa.


—Y nosotros tenemos mucha suerte por haberlas cazado —dijo.


Pedro negó con la cabeza.


—Lo siento, compañero. Estoy seguro al cien por cien de que fue al revés. Creo que nunca tuvimos oportunidad de escapar.







EL ANONIMATO: CAPITULO 38




Una hora más tarde, Pedro llegó a la entrada del nuevo rancho P&P. Notó las mejoras inmediatamente. Había nuevas vallas y los pastos estaban más verdes. 


Efectivamente, tenían unos caballos estupendos.


La casa también había sido mejorada. La habían pintado de amarillo con las contraventanas blancas. Había un par de cómodas mecedoras en el porche, desde las que se divisaban los pastos. Quien hubiera comprado la casa había metido mucho dinero y lo había convertido en un bonito lugar para que pudiera vivir una familia. Pedro lamentaba que no fueran él y Paula. Evidentemente, alguien había captado el potencial de aquel rancho y lo había sabido aprovechar.


Cuando aparcó la furgoneta al lado del corral, se dio cuenta que el caballo que estaba dentro era Medianoche. No le cabía la menor duda. Igualmente, estaba seguro de que no se equivocaba sobre quién era la que estaba a punto de sentarse en la silla que el animal tenía puesta. El pánico se apoderó de él.


Estuvo a punto de echar a correr hacia ellos, pero vio que el semental se había quedado perfectamente inmóvil. Paula le acarició el cuello suavemente y le dedicó unas palabras al oído. Como le había ocurrido meses atrás, Pedro envidió al animal. Seguía estando celoso de un caballo cuando, seguramente, la mujer que lo montaba no le había dedicado a él ni un solo pensamiento.


—Bienvenido a casa —dijo Paula, al verlo. Pedro no comprendió del todo aquellas palabras—. ¿Quieres venir conmigo a dar un paseo?


Pedro no sabía qué decir. Aquella Paula no era la superestrella que había visto en las revistas o en la pantalla de su televisor. Aquella era la mujer que había amado con todo su corazón. ¿De qué servía negarlo? Si la profundidad de su amor no había cambiado en tantos meses, no iba a hacerlo nunca más.


—¿Por qué estás aquí?


—Este rancho es mío. Bueno, soy dueña a medias. El otro dueño ha estado fuera.


—¿Y eso? —preguntó él, sintiendo que se le aceleraba el corazón.


—Estaba esperando que volviera para quedarse. ¿Es así?


—¿De qué estás hablando, Paula? —quiso saber él, sin comprender.


—La mitad de este rancho te pertenece.


—¿Por qué?


—Porque me parece que una escritura de propiedad debería de estar a nombre del marido y de la mujer, para que no haya duda alguna de que los dos lo poseen a medias. ¿Es que no has visto la puerta? Ahora este es el rancho P&P.


—¿Qué me has comprado un rancho? —inquirió él, lleno de incredulidad.


—Nos he comprado un rancho. ¿Qué te parece?


—Si estás actuando, resultas muy convincente.


—Me lo han dicho antes, pero ahora deberíamos dejar a un lado mis habilidades para la interpretación. Eso es lo que nos ha causado los problemas —afirmó ella, desmontando el caballo—. Bueno, vaquero, ¿qué me dices? ¿Quieres casarte conmigo? ¿O no?


—Un momento. Me está costando entender todo esto. ¿Tienes la intención de quedarte aquí?


—Sí.


—¿Y tu profesión?


—Esta es mi profesión. La única que quiero…


—¿Te darás por satisfecha siendo la mujer de un ranchero? —preguntó él, sin poder creer lo que ella estaba diciendo.


—Por supuesto. Ya había tomado esa decisión antes de que nos conociéramos, no había venido aquí a pasar una temporada, Pedro. Había vuelto a casa. Tú me confirmaste que había hecho lo correcto.


—Pero, ¿y las emociones, el glamour, el dinero…? ¿Cómo puedes darle la espalda a todo eso?


—No me importa nada. Te lo contaré todo si lo quieres saber, pero por ahora solo tienes que comprender que nunca busqué nada de eso. Fue divertido durante un tiempo, pero esta es la vida real. La gente aquí es de verdad… Y el hombre que amo también está aquí… y también es real.


Pedro examinó su rostro para asegurarse de que no estaba mintiendo, pero solo encontró sinceridad. Quería creerla. 


Dios sabía lo mucho que quería creerla…


—La única cuestión es si tú puedes vivir con la etiqueta de ser el marido de la estrella, como te llamarán todas las revistas del país. Te aseguro que llegará eso. Casi te lo puedo garantizar.


Pedro lo pensó. Pensó en aprender a vivir con la verdadera Paula Chaves. Entonces, comprendió que la auténtica Paula era la que él siempre había conocido, no la que había conocido en las películas que había visto una y otra vez.


—¿Y si te dijera que no? ¿Seguirías aquí?


—Sí —respondió ella—, pero te echaría de menos todos los días de mi vida.


Aquellas palabras actuaron sobre Pedro como una bendición y borraron todas sus dudas. Le prometían todo lo que había soñado siempre.


—De acuerdo. Me casaré contigo con una condición.


—¿De qué se trata?


—Prométeme que me llevarás a la entrega de los Oscar algún día, para que les pueda contar a nuestros hijos que he estado.


—Iremos montados en un par de caballos blancos. Se hablará de ello durante toda la eternidad.


—¿Seguro que serás feliz, Paula? ¿Te satisfará no ser nadie?


—¡No te atrevas a decir eso, Pedro Alfonso! Claro que seré alguien. Seré ranchera, madre y, lo mejor de todo, tu esposa.


Pedro asintió. Entonces, la tomó en sus brazos y la besó dulcemente.


—En ese caso, me importa un pepino lo que me llamen los de la prensa, cariño —susurró—, porque tú y yo nos vamos a casar.


—Gracias a Dios —bromeó ella—. Durante un minuto, me tuviste algo preocupada.


—No tienes de qué preocuparte. No eres la única de la familia que tiene talento para el Séptimo Arte. Yo reconozco un final feliz en cuanto lo veo. De hecho, esto me recuerda un poco al final de Besa las estrellas.


—¿Has visto esa película? ¿Cuándo?


—Sería mejor preguntarme cuántas veces. Puede que probablemente una media docena. Creo que es mi favorita —admitió él.


—La mía también, pero a la crítica no le gustó. Dijeron que era demasiado sentimental.


—¿Y qué saben los críticos? Son solo guionistas frustrados que se sienten celosos de lo que es bueno.


—¡Vaya! ¿Desde cuándo sabes tanto sobre cine?


—Desde el día en que me enamoré de ti —susurró Pedro.


—Entonces, te aseguro que esta es la mejor película que he hecho nunca.


—Y es mejor que ninguna película que se haya grabado en la historia del cine. Por supuesto, yo solo conozco bien las películas de Paula Chaves. Tal vez mi opinión no cuente tanto.


—A mí me parece que vale mucho. Después de todo, me elegiste a mí…


—No recuerdo haber tenido posibilidad de elección. Te me metiste en el corazón… Por cierto, ¿has arreglado ya el dormitorio de tu rancho?


—Oh, sí. A pesar de que Gina insistió en que debía de hacer primero la cocina, me decidí por hacer primero el dormitorio. Sabía que sería el primer lugar que querrías ver.


—Eres una mujer muy lista…


—La que más…


Paula lo agarró de la mano y lo llevó al interior de la casa. 


Allí, los dos se pasaron el día demostrándose lo inteligentes que eran.


Pedro acababa de conseguir que una superestrella de Hollywood se casara con él… ¿O acaso había sido al revés? 


Al sentir que una mano se metía por debajo de las sábanas y le acariciaba el muslo, se echó a reír. ¿Qué importaba? 


Evidentemente, aquella era la vida para la que los dos estaban destinados.